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VICOLO DEL GIGLIO: Sobre Ramón Gaya y Giorgio Agamben

Muy pocos conocen la anécdota: fue en Madrid, gracias a los oficios del escritor José Bergamín, donde Giorgio Agamben conoció al pintor y poeta español Ramón Gaya, y este último ofreció su estudio en Roma para que el joven italiano lo ocupase en su ausencia. Es así que Agamben, a partir de 1978, habitará aquel estudio de Ramón Gaya en Vicolo del Giglio. El resto es historia. A partir de este encuentro comienza la indagación de Luis Pérez-Oramas (Caracas, 1960): “se me ocurre pensar que este pintor español jugaría un rol determinante en el filósofo del Homo Sacer. Yo me pregunto cuál ha sido la influencia, más allá del gran afecto que se profesaron, de Gaya sobre Agamben. Y la encuentro claramente esbozada entrelíneas, entre las letras, como una elocuencia muda presente en el pensamiento estético del italiano. No en balde, Agamben ha afirmado de los escritos de Gaya que a pesar de ser asistemáticos y fragmentarios, como los aforismos de Nietzsche, ‘contienen más rigor que muchos tratados de estética'”.

Ramón Gaya pintando un “Homenaje al pino romano de Corot", en su estudio de Vicolo del Giglio, Roma, 1994. Fotografía: Juan Ballester. Cortesía de Juan Ballester e Isabel Verdejo.

Ramón Gaya (Murcia, 1910 – Valencia, 2005) fue un pintor ascético: vivió en voluntaria limitación material, y padeció sin quejas grandes ordalías. Perdió a su país en la batalla del siglo XX –en el incendio de las ideologías–, y ese furor consumió la vida de su primera esposa, masacrada por los bombardeos fascistas durante la Guerra Civil española. Vivió en exilio en lugar de difícil comprensión. Y sobrevivió allí, en México, a pesar del desprecio despiadado de los muralistas, Rivera y Cía., ilustrando mazapanes, salvado por y para la amistad. Tomás Segovia, Salvador Moreno, María Zambrano, Luis Cernuda, Octavio Paz, Juan Gil-Albert y José Bergamín le profesaron devoción de afecto. En su decisión de excluirse del gran mundo del arte, Gaya logró salvar la realidad y atender, cada vez, en su pintura, en su muy breve poesía, en su correspondencia y, en su extensa obra de ensayista, al arte cuando pasaba. Es decir, siempre atento a los “lugares donde el arte estuvo, y en los que ahora sólo vemos una como puerta entreabierta, rendija al vacío, que nos llama”, ha escrito.[1]

Ramón Gaya y Giorgio Agamben se conocieron en Madrid, a finales de los años 70, a través de José Bergamín, quien ya había labrado amistad con el joven filósofo italiano y había dejado en él su “impronta”: “Es a él –escribe Agamben en su conmovedor Autorretrato en el estudio– a quien le debo mi aversión hacia toda actitud trágica y mi inclinación por la comedia, aun cuando más tarde comprendí que la filosofía estaba más allá o más acá de la tragedia y de la comedia, y que, como sugiere Sócrates al final del Banquete, quien sabe componer tragedias asimismo debe saber escribir comedias. Y es también gracias a Pepe que hace rato he comprendido que Dios no es monopolio de los sacerdotes y que, como la salvación, podía yo buscarlo solo extra Ecclesiam.”[2]

Ramón Gaya, Giorgio Agamben e Isabel Verdejo en Campo de’ Fiori, Roma, 1992. Fotografía de Juan Ballester. Cortesía de Juan Ballester e Isabel Verdejo.

No es poca cosa, viniendo de una de las inteligencias político-teológicas más influyentes y brillantes de nuestro tiempo. Yo añadiría, sin embargo, de esta confesión de deudas que Agamben hace con relación a Bergamín, el siguiente fragmento en el que se dibuja, como en humo, la figura de la ciudadanía ordinaria, la comunidad por venir, y que me parece por ello contener, extremosamente,  una clave de sentido para toda la obra política de Agamben:

“Es a través de Pepe que descubrí España, precisamente de él, que había pasado buena parte de su vida en el exilio. Su Madrid, sin duda, el gris y la oscuridad del barrio de la vieja mezquita, y luego Sevilla y Andalucía, de sol deslumbrante. Pero, antes aun, las últimas huellas de algo así como un pueblo, ese pueblo-aldea que para él no era una sustancia sino siempre y sobre todo minoría: no una porción numérica, sino más bien lo que impide a un pueblo coincidir consigo mismo, ser todo. Y este era el único concepto de pueblo que podía interesarme”.[3]

Por aquellos años 60, tanto Gaya como Bergamín habían regresado a España tras sus largos exilios. Existe una carta de Bergamín, fechada en enero de 1959, en la que puede leerse la emoción casi incomunicable con la que el autor de La importancia del Demonio le expresa a su amigo pintor, quien aún estaba por volver, la experiencia del reencuentro con Madrid: “Todo el tiempo me parece poco ‘para sentir’ este Madrid, esta España. No puedes figurarte lo que es, sin estar presente, sin vivirlo. Lo que es, sobre todo para nosotros después de veinte años. Yo tampoco me lo figuraba. Es una realidad que sobrepasa nuestros recuerdos, nuestras esperanzas, nuestros sueños. Tienes que venir. Estar aquí. Es “lo único que importa”. No puedo decirte por qué. Sólo sentirlo”.[4]

Fue pues en Madrid, gracias a los oficios de Bergamín, donde Agamben conoce a Gaya, y este último ofreció su estudio en Roma para que el joven italiano lo ocupase en su ausencia.

Ramón Gaya pintando en su estudio de Vicolo del Giglio, Roma, 1994. Fotografía de Juan Ballester. Cortesía de Juan Ballester e Isabel Verdejo.

Es así que Agamben, a partir de 1978, habitará aquel estudio de Ramón Gaya en Vicolo del Giglio. Y el resto es historia.

Yo me pregunto, cuál ha sido la influencia, más allá del gran afecto que se profesaron, de Gaya sobre Agamben

Se me ocurre pensar entonces que este pintor español, más allá de todas las generaciones, como ha dicho de él Francisco Brines, jugaría, al igual que el autor de La decadencia del analfabetismo, un rol determinante en el filósofo del Homo Sacer. Yo me pregunto, cuál ha sido la influencia, más allá del gran afecto que se profesaron, de Gaya sobre Agamben. Y la encuentro claramente esbozada entrelíneas, entre las letras, como una elocuencia muda presente en el pensamiento estético del italiano. No en balde Agamben ha afirmado de los escritos de Gaya que, a pesar de ser asistemáticos y fragmentarios, como los aforismos de Nietzsche, “contienen más rigor que muchos tratados de estética”.

En un conjunto de ensayos recientes, reunidos en el volumen Creación y anarquía: La obra de arte en la época de la religión capitalista (Adriana Hidalgo, 2019), Agamben se propone responder, entre otras, la siguiente pregunta: “¿Qué es el acto de creación?”. Allí, a través del decurso de un ensayo en el que discute el complejo problema filosófico de la potencialidad, nos recuerda la etimología aristotélica, es decir, la arqueología del asunto: dynamis, energeia, entelecheia: La obra tiende a realizarse como ergon, y debe por lo tanto ser energeia. Dynamis es su potencia.

Estudio de Ramón Gaya en Vicolo del Giglio, Roma, 1990. Fotografía de Isabel Verdejo. Cortesía Isabel Verdejo.

Mi griego es nulo, mi latín apenas mejor. Pero no es difícil entender que en el concepto de energeia se enuncia, literalmente, un en-obramiento. Y que su opuesto aparente sería, pues, el des-obramiento. De este ‘desoeuvrement’ no creo que exista un término equivalente en la filosofía de los griegos, o al menos alguno comparable a su frecuente presencia en el pensamiento contemporáneo: de Malevich a Blanchot,  de Bataille a Foucault o Nancy, el ‘desoeuvrement’ está a la orden del día. Y, sin embargo, es posible afirmar –lezamianamente– que el desobramiento forma parte del podría ser, de la potencia, que en la terminología aristotélica se dice, precisamente, con el término entelecheia; concepto al cual Pascal Quignard, especulando prodigiosamente sobre la imagen antigua como figura augural y de inminencia, ha definido en un latigazo verbal:

«La entelequia [escribe Quignard] es aquello que hace posible el advenimiento de un posible en el seno de otros posibles. Se trata de un impulso que desborda al ser, que actualiza una potencialidad con la cual ni lo real ni la percepción pueden rivalizar. Entelekheia, ese término sabio que habita en el corazón de la filosofía de Aristóteles, es en verdad muy simple: se trata de la acción que no está consumada aún en la pintura. La instancia de la pintura es la de esa vacilación de los posibles en el seno de una imagen que no los consuma, que es incapaz de representarlos».[5]

La entelequia no es simplemente el acto, sino que es este en cuanto aún no alcanza el telos de la potencia, su realización plena. Discutiendo estos conceptos con su acostumbrado brillo poético, Agamben deja transpirar, repito, entre líneas y letras, o más bien en el blanco que las separa, su conocimiento de la obra poética, pictórica y ensayística de Ramón Gaya. No lo menciona en este libro, pero las sombras que allí se proyectan son las de su presencia, una presencia ausente –me atrevería a decir en un guiño al tema de su argumento: una presencia que se priva o retira, una presencia privativa.

El argumento de Agamben se inicia con la intención de explicitar una afirmación de Deleuze: que “todo acto de creación es un acto de resistencia”. Se pudiera pensar que esta ‘resistencia’ es mucho más de lo que su significado literal abarca, que se trata de una densidad más oscura e inasible. Quizás es, también, aquella adversidad que Hélio Oiticica había tomado prestada de Merleau-Ponty cuando escribía en uno de sus estandartes-Parangolés: De adversidad vivimos.

Para alcanzar el meollo de esta densidad Agamben regresa a Aristóteles y nos recuerda una evidencia: que quien posee una potencia puede hacerla acto tanto como puede no hacerla acto. Hay pues una forma de potencia que no es simplemente un posible, sino que permanece en el pudiera ser, o en el pudiera no ser. Es, en palabras de Lezama Lima, el “podría ser que no está en la historia en potencia sino en acto”.[6] Lo fundamental, recuerda Agamben, consiste en comprender que la potencia no existe solamente como realización en el acto: “Lo que está en cuestión es el modo de ser de la potencia, que existe en la forma del hexis (poseer), del dominio sobre una privación. Hay una forma, una presencia de lo que no es en acto, y esta presencia privativa es la potencia”.[7]

La potencia no es, pues, solo potencia de poder, sino también potencia de no poder. Solo esta última permite explicar el hecho de que la potencia no se agota en el acto. La potencia de no poder se mantiene en estado de presencia privativa y determina que no existe, por parte del creador, ninguna soberanía sobre la potencia.

Esto último es capital: Agamben recurre, como hace dos milenios Aristóteles, a la figura del artifex, del artesano o del artista, para explicar(nos): el artista no es simplemente aquel que puede, en todo momento, dominar su potencia y convertirla en acto. Porque toda potencia es, constitutivamente, también una impotencia y en su hacerse acto debe pasar, transpirar, atravesar, dejar su rastro aquella impotencia, aquella potencia de no poder. Es –en los ejemplos de Agamben– Glenn Gould tocando el piano con su poder de no tocarlo, es la mano que tiembla del artista que posee el hábito del arte en Dante, es el fuego que arde y no se consume en una Anunciación del Tiziano, es –y aquí llegamos a Ramón Gaya- aquella mano suspendida de Velázquez en Las Meninas: “suspensión de la potencia”, “suspensión y exposición de la mirada”.[8]

Giorgio Agamben no ignora que su amigo Ramón Gaya fue uno de los más profundos –si cifrados– exégetas de la obra del maestro sevillano, y que entre sus mejores libros se cuenta aquel titulado Velázquez, pájaro solitario (Pre-Textos, 2002). El mismo Agamben, en un hermoso ensayo dedicado a un soneto de Ramón Gaya dejaba vislumbrar la arqueología de su propio pensamiento sobre la creación. Allí –deambulando por uno de los bellos poemas de la suite ‘Del pintar’– Agamben rescataba un fragmento del Diario de Gaya, fechado en 1952:

“…el quehacer se apodera de todo, lo vacía todo. De ahí que la maestría de un creador no sea, como ha podido pensarse, llevar a cabo una faena (una técnica, una ciencia); ni tampoco, claro está, evitarla (…) sino… sufrirla, y… desentenderse de ella, liberarse de ella: solo en ese instante, y en ese punto, puede brotar algo verdadero y… completo”.[9]

Es curioso que en sus más recientes ensayos sobre la creación Agamben abunde sobre este tema de la maestría, haciéndose eco de Gaya sin nombrarlo –y, por supuesto, ofreciéndole al pensamiento en-obra del pintor un brillante des-obramiento filosófico: “Contrariamente a un equívoco muy extendido, la maestría no es perfección formal, sino, al contrario, precisamente, conservación de la potencia en el acto, salvaguarda de la imperfección en la forma perfecta”.[10] Y cuando, al comentar Agamben la Anunciación (1560) tardía de Tiziano (también un favorito de Gaya) y aquella inscripción del fuego ardiente que no se consume, nos dice que “por eso su mano tiembla, pero ese temblor es la maestría suprema. Lo que tiembla en la forma, lo que casi danza en ella, es la potencia: ignis ardens non comburens”,[11]  dejando traslucir como una paráfrasis la sombra proyectada de otro soneto de Gaya: “la mano del pintor –la decisiva-/ha de ser una mano que se abstiene/-no muda, ni neutral, ni acobardada-/una mano, vacante, de testigo,/intensa, temblorosa, que se aviene/a quedar extendida, entrecerrada:/una mano desnuda, de mendigo”.[12]

Yo quiero pensar que al escribir Agamben sobre esa maestría que salvaguarda la imperfección en-obra, o al evocar la mano temblorosa de Tiziano, estaba en su memoria haciendo acto de presencia privativa su amigo y admirado Ramón Gaya. Y quiero pensar que al escribir aquel soneto Ramón Gaya no tenía otra cosa en su mente que la imagen ausente, el presente abismo, el llamado de la mano mansa, aérea, abocetada, suspendida, vacante y abstenida de Diego Velázquez en Las Meninas (1656).

Los historiadores, yo entre ellos, no habíamos visto allí otra cosa que una cita culta de Velázquez, su tácita referencia a un fragmento de la Historia Natural de Plinio donde se afirma que la superioridad de Apeles procedía no tanto de lo que su mano podía hacer, como de su saber retirar la mano del cuadro.[13] Pero quizás Velázquez hace visible lo que Plinio calla en la implícita intensidad de su extremosa y manida frase: a saber, la sombra monumental del Estagirita.

No habíamos pues sospechado que en esa afirmación de Plinio quizás se esconde un mundo mucho más complejo que la simple imagen de quien sabe detenerse, intuir el fin, retirar la mano para evitar que ‘el exceso de diligencia’ arruine la obra. No: la mano suspendida de Apeles, que Velázquez ha vuelto a encarnar en su retrato de familia, su vacante mano, aterida, no es otra cosa que la imagen de la resistencia que yace en todo acto de creación, la cifra de la potencia de no poder, el lezamiano pudiera ser como identidad infinita, el des-obramiento en la obra, la impotencia salvaguardada en la perfecta forma.

Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. Las Meninas (1656) ©Museo Nacional del Prado

Gaya lo habría visto. En sus palabras la mano del pintor, la mano de Velázquez ‘que se aquieta mansamente’ en Las Meninas no quiere decir “que deje de pintar, sino que… aspira a no pintar; lo suyo sería, pues, como un alto ideal imposible; un ideal que fuera lenta y oscuramente madurando, pero inalcanzable en definitiva. En él, no es tanto la escasez de lienzos pintados como esa extraña facultad que tienen los suyos de no ser cuadros, de esquivar, de evitar ser cuadros, de salvarse de ser cuadros; es aquí, en esta anomalía, donde sentimos, no su indolencia y parsimonia famosas, sino más bien como una especie de deserción del arte…”[14]

Ramón Gaya solía repetir, como una plegaria, que “el arte debe ser vencido y la realidad salvada”. Quería decir con esto que el arte es apenas un lugar de paso, nunca un absoluto. Que por allí pasa algo –pasa la pintura, la poesía pasa– y deja como una concavidad en forma de obra. Giorgio Agamben ha vuelto rotundamente sobre esos pasos. No en balde, al preguntarse por el lugar del poema, comentando la poesía de Gaya, cuando afirma que el lugar del poema “no es el lugar donde algo –la obra, el poema– ha sucedido o sucederá, sino el lugar que se ha liberado de todo quehacer y queda ahora (…) en lugar del poema”[15]– nos reitera que no es ese lugar ni su lugar de enunciación, ni el lugar de su enunciado –la masa de su texto o su cuerpo de escritura. No: el lugar del poema –dice– es su dictado, su estar viniendo, su advenir. Y tal dictado se confunde, en aquel soneto titulado ‘Mansedumbre de obra’, o en el soneto de la ‘Mano vacante’ –pura poesía velazqueña de Ramón Gaya– con la idea de una presencia privativa, de la presencia que se priva –“la mano que se abstiene”–, para dar lugar a una concavidad, a un sitio cóncavo, a un abismo: allí donde el poema ha estado, allí donde estuvo la pintura, el sitio de paso del arte cuando, ya vencido, puede entonces para siempre resplandecer la realidad salvada.

© Trópico Absoluto

[1] Ramón Gaya: Sentimiento de la pintura, en Obra completa. Valencia: Pre-textos, 2010, 60.

[2] Giorgio Agamben: Autorretrato en el estudio. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2017, 46

[3] Ibidem, 49

[4] Isabel Verdejo y Pedro Chacón (Ed.): Maria Zambrano-Ramón Gaya: Y así nos entendimos (Correspondencia 1949-1990). Valencia: Pre-textos, 2018, 83.

[5] Pascal Quignard: Sur l’image qui manque à nos jours [Paris: Arléa, 2014], 40.

[6] José Lezama Lima: “Paralelos. La pintura y la poesía en Cuba (siglos XVIII y XIX)”, en La cantidad hechizada. La Habana: UNEAC, 1970, 166-167.

[7] Giorgio Agamben: “Qu’est-ce que l’acte de création?” en Création et anarchie: l’oeuvre à l’âge de la religion capitaliste. Paris: Payot&Rivage, 2019, 34

[8] Ibidem, 43-44.

[9] Giorgio Agamben: “Tres aproximaciones a la poesía de Ramón Gaya”, en Ramón Gaya: La hora de la pintura. Barcelona: Fundació Caixa de Catalunya, 2006.

[10] Ibidem, 38

[11] Ibidem, 42.

[12] Ramón Gaya: Mano vacante, en: Algunos poemas de Ramón Gaya. Valencia: Pre-textos, 2001, 67.

[13] Historia Natural, XXXV, 80-81, en Pline l’Ancien: Histoire Naturelle, Vol. XXXV. Paris: Société des éditions Les Belles Lettres, 1985, 71.

[14] Ramón Gaya: ‘Velázquez, pájaro solitario’, en Obra completa, 109

[15]  Giorgio Agamben: “In luogo del poema” (“En lugar del poema”, traducción de Tomás Segovia), en Ramón Gaya  in Italia, Academia di Spagna, Roma, 12 de mayo- 1 de junio de 1995. Murcia: Museo Ramón Gaya, 1995.


Luis Pérez-Oramas (Caracas, 1960), ensayista y poeta, crítico de arte y doctor en historia del arte por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (París, 1994), director curatorial de la Trigésima Bienal Internacional de Arte de Sao Paulo (2012), Curador de Arte Latinoamericano en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (2003-2017). Pérez-Oramas ha publicado siete libros de poesía (el más reciente: La dulce astilla, Pre-textos, 2015) y cinco de ensayos (el más reciente, Olvidar la Muerte. Pensamiento del toreo desde América, Pretextos, 2016), así como numerosos ensayos y artículos en revistas y catálogos expositivos.

4 Comentarios

  1. Magnifica la presentación del ensayo, magnífico también, el trabajo de Luis Pérez-Oramas. Les felicito.
    A él ya lo he felicitado personalmente a través de los emails que nos cruzamos.
    Muchas gracias.
    Una pregunta: ¿Puedo publicarlo en el Facebook que gestiono dedicado a Ramón Gaya?

  2. Wenceslao Ventura

    Magnifico ensayo de Luis Perez -Oramas y un recuerdo de Ramon Gaya de quien no me canso de leer “ Velázquez pájaro solitario “ , obra esencias sobre el pintor español , sobre el arte y la vida .
    Un saludo
    Wenceslao Ventura

  3. Otra vez un texto culto muy interesante que desvela que el tiempo sigue fugando mientras la alternativa de la poesía es captar un momento o el momento…
    No seria lo mismo con la pintura, me pregunto…
    Leonardo que celebramos este año, tenia en cuenta este momento, esta capacidad o mejor dicho, todo el potencial para acabar o no acabar un trabajo…
    En fin, todo es cuestión de tiempo…
    Para nosotros también: así sea.

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