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LUIS PÉREZ-ORAMAS Crítica y poesía

Por | 21 julio 2019

Luis Pérez-Oramas (1960), retratado en su apartamento de Caracas por Vasco Szinetar. (2015) ©Vasco Szinetar

A Patricia Velasco

1.

El poeta Luis Pérez-Oramas (Caracas, 1960) parece haber nacido para un recorrido excepcional: desde esta América nuestra, de honda y arriesgada frescura intelectual, hacia la Europa de rancia radiación mental, hasta la otra América, receptiva y fértil, concisa. Hizo  estudios de Letras en Caracas, el doctorado francés en historia y teoría del arte y hasta hace poco trabajó como asesor de arte latinoamericano en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.

En cada una de esas responsabilidades se inicia él o se continúa, como un atento y acucioso observador, que absorbe y nutre lo observado. Tal suma de experiencias geográficas, sociológicas, políticas, idiomáticas, económicas, literarias y estéticas fue sedimentando una percepción, una capacidad de comparación entre lo real y lo imaginario, una orientación dentro del mundo tan particular y profunda como quizá no la haya tenido un verdadero crítico en los últimos siglos.

En estos breves párrafos buscaremos reflejar el pensamiento crítico de Pérez-Oramas sobre artes y acompañarlo en su vital proceso de escribir poesía. También, de manera incidental, intentaremos observar la convergencia de ambos.-Porque a esta edad envidiable, la suya, Pérez-Oramas se ha convertido en poeta de personalidad  definida y en uno de nuestros críticos principales sobre lo  visual y la plástica.

Porque Luis ha devenido en un estudioso del mundo clásico –Platón, Aristóteles, Filóstrato y Plinio-; un analista del pensamiento –Giordano Bruno, Montaigne, Pascal, Goethe-; un receptor excitable de las ideas contemporáneas –Ernst Gombrich, Erwin Panofsky, José Lezama Lima, Karl Popper, Maurice Merleau Ponty, José Bergamín, Hans Georg Gadamer, Emmanuel Lévinas, Pierre Aubenque, Louis Marin, Jacques Derrida, Hubert Damisch, Giorgio Agamben, Jean-Francois Lyotard, Michael Fried, Georges Didi-Huberman, etc-; de las pedagogías excéntricas –Fernand Deligny. Y, sobre eso ha elaborado una capacidad de asociación, de oposiciones y reconsideraciones que, enlazadas a las de los movimientos estéticos actuales, le permiten actuar y percibir con fuerza personal, es decir, como un atento teorizador.

2. Salmos (y boleros) de la casa (1986)

Como una sonata, este libro está compuesto por tres movimientos: Pre/salmos, Salmos del cerro y Salmos de la casa. Y en ellos, los ritmos cambian anímicamente, con una constante formal: el bolero, que también posee diversos matices emotivos (o sonoros). Y la unidad del conjunto reposa en imágenes que se alternan para volver a sí mismas, porque sus rupturas residen en la indicación de lugares: la isla, el ande, la ciudad, el valle, el cerro, la casa.

Los epígrafes utilizados incluyen a poetas de sitios y siglos distintos y su resplandor lleva el conjunto hacia ámbitos de sensualidad metafísica (Blake, Montejo) y de sequedad, humor oscuro (Cavafy, Holderlin). Por lo que el libro se levanta como un arco: hemos iniciado el día; somos ofrecidos a la luz, que concluye así: vuelvo a la casa; si el día ha terminado, arco cuyo transcurso recorremos con el deleite de una versificación natural y sorprendente pero que nos hinca con tonos emocionales diversos, sostenidos por el raro bajo continuo de la tristeza.

Las tres partes o los tres movimientos pueden constituir, en verdad, las estancias de un poema complejo, cuyos acentos son reiterados a cada tantas páginas: cuerpos, frutas, escaleras, ventanas, grama, cerro, monte, domingos, fiestas, ciudad, familia, primos, casa. Con ellos y sobre ellos se despliegan hermosos versos: Ya no creo en todo, he aprendido a dividirme. ( ) …leo mi futuro en otros cuerpos…( ) …viviré en la tierra para siempre/ aún después de la tierra. ( ) …la salvación que tiene forma de la tierra. ( )…la vida no es bella/ ni será. ( ) …yo tenía la boca llena cuando hablaba solo. Versos que eliminan la edad de quien los anota o canta, sacando a éste del tiempo, hasta que dentro de las líneas surjan los nombres cotidianos de las cosas y los lugares: trinitarias, Caracas, “nuca de alga”, Altamira, chaguaramo, urbanizaciones nuevas, el Hatillo, Altoprado, Escuque. Porque el arco de desplazamiento, para la voz que nos convoca, puede haber partido desde una “isla de cabelleras quemadas” para detenerse en la Caracas de un raro tiempo actual, y (¿ya allí?) tocar o invocar un punto andino: Escuque, Ureña.

Es tal errancia, sostenida en la insistencia de estar en una Casa, lo que da espesor a sensaciones, deseos, secretos, intuiciones, vislumbres de seres, experiencias. Así el bolero total o la sonata nos conduce a presentir de otra manera nuestra axila, los tiempos sin cuerpo, la razón ardiente, el sudor de mis primos, la dulce conciencia, la pequeña verdad, el tiempo del cerro, la vida como embuste. O dicho de otro modo: la vida de las casas, las llaves genitales, los salmos extraviados en la calle, los vientres planos. Todo lo cual bien podría ser condensado en esta cuarteta:

Me he revelado débil a la carne y al espíritu.

No sirvo para salvarme, no me hicieron de ese barro.

He olvidado el primer verbo

Y un dios se ha perdido en la palma de mis manos.

Retrato espiritual del poeta que es franco al mostrarse, sobre todo porque al percibir cuanto lo rodea -sus padres, amigos y otros familiares- decide ser responsable de los pasos de todos: Escribiré por ellos/ la misma historia, /la misma inteligencia solitaria/; así como al juntar su juventud con el cuenco del hogar, reconocerá que En esta casa la vida ha sido larga como el cielo, y es, será la Casa el centro magnético del bolero y los salmos.

Retrato que, sin embargo, carece de poseedor, puesto que la voz narrativa casi siempre vibra desde un indirecto nosotros, un plural que se atribuye gestos, acciones, sentimientos y que por lo tanto crea una rara tensión entre la intimidad de lo percibido y la participación de diversos, indefinibles sujetos actuantes en los hechos.

Sin duda este volumen de Luis Pérez-Oramas ha partido del libro bíblico de los Salmos, pero el modelo queda lejos, entre otras causas, por su brevedad y por la reducción a tres partes. También me atrevería a decir que en lugar de haber tenido a David y a Salomón como compañeros de ruta, nuestro joven poeta parece estar más próximo a Hemán o a Asaf  (En vano he limpiado mi corazón y lavado mis manos en inocencia.), salmistas que imitan y desconfían al creer.

Los 150 salmos bíblicos  surgen, posiblemente, entre el 1450  y el 300 a.C. Sus temas recorren el temor, la ira, la tristeza, la confianza, el gozo, la compasión, la alabanza. Y los analistas han considerado que pueden tener carácter profético, didáctico, ritual, de gratitud, de lamentación y súplica. Como podemos notar en una lectura del poemario publicado por Pérez-Oramas y mediante algunas frases aquí citadas, la salmodia del joven autor  expande más su registro hacia la cotidianidad del espíritu y hacia la perplejidad de la carne (el pesado cuerpo que es mi alma).

Tal vez porque en estos salmos el salmo se contempla, se devora a sí mismo:

…quién recibirá mis excrecencias como salmos.

……

Voy  a renunciar a mi lengua signada por los salmos…

Cuando en 1992 se publica en Caracas La gana breve, hace una década que Pérez-Oramas vive en Francia.  Creo que tres notables experiencias vitales y educativas moldean ahora la personalidad del autor: su tesis de grado en la universidad caraqueña sobre Muerte sin fin (1939) de José Gorostiza, los estudios clásicos acerca de la filosofía del lenguaje en el Instituto Maritain y, desde luego, la frotación cotidiana entre su español natal y el idioma francés.

Encontraremos esto último en cierto extrañamiento con que la voz poética del libro parece añorar y comparar atmósferas o lugares (un idioma es el universo traducido a ese idioma, confirma Ramos Sucre). Lo segundo, en el mecanismo de la dispositivo lírica para el orden general del libro y, finalmente, más que como novedad temática derivada del vital treno de  Gorostiza, una acentuación  del contacto con  la muerte, que ya  Pérez-Oramas  intuía en su anterior poemario.

Otra vez estamos ante un libro de extensión mediana, cuyas diversas partes son designadas en latín (egressio, proemio, exordio, cantus), denominaciones en las que yacen usos del Aquino y los helenos, de origen retórico. Estos signos clásicos solo encerrarían un simple deseo expresivo  del poeta que en esos momentos es Pérez-Oramas, si no fuese porque en el inicio de muchos textos, la indicación formal es transferida a los significados, al tono de la carne textual. Y así recibiremos la captatio benevolentiae, la narratio, la descriptio, la confirmatio, la rogatio, el hortus conclusus, el locus amoenus y hasta una ekphrasis: tanto como maneras de colocar cada fragmento (cada poema) en el conjunto; y en tanto maneras de colocarse ante ellos como si fuesen objetos, según comenzará a hacer, dentro del poeta, el crítico futuro, el teórico de asuntos pictóricos.

El título del libro –La gana breve– es un oxímoron: porque, en verdad,  recoge una década de trabajo, porque conjuga mil deseos en un deseo, porque se prolonga en la escritura haciéndose, porque, naturalmente, no se trata de una gana sino de las ganas; porque el mundo no se interrumpe pero el deseo sí y aquí el mundo es su deseo; porque el libro rehúye ambos vocablos dentro de su transcurrir; porque desobedece al mandato de un título que generaliza para centrarse especialmente en dos poemas.

La insinuatio del exordio es, cómo dudarlo, método y sentido del libro, puesto que allí se condensan sus propósitos y temas.

Que escribiera

como la luz

ligero

(…)

que pudiera allí la muerte

respirar con brío.

Pero la palabra “gana” que surge cuatro veces en la totalidad del texto, y puede ser una “gana tierna” o una “cartografía de mis ganas”, asume la condición de “breve” en el cantus central. Tal intención de marcarlo no pretende, al parecer, destacar este poema ni darle calidad o intensidad diferentes. De nuevo son numerosos los versos y pasajes con percepciones y aceptaciones notables, que ahora extraemos de diversas páginas: Si estuviera en mí volver a hacer el Paraíso; busco un inocente olvido, la comestible palidez del día; Yo me pregunto cómo era/a qué olía/ nuestra pasión ingenua; Me gusta frecuentar/ la ligera fuerza de las voces jóvenes:/ nombres cortos, puntuales, deseables; Mi vida se hace con las cosas; Todo lo que aprendo se me olvida; La vida hueca/ para que el aire pase; De las canciones queda una sombra; Se están perdiendo ahora/ todos los suburbios de mi vida; la felicidad es un ruido vecino; cuerpo sin delta; Yo vengo del sur, de los bolsillos tibios/ del planeta.

Hay en este segundo libro de Pérez-Oramas algo que lo distingue del primero: el encuadre o recorte, la concentración de cada poema en sí mismo, como si al fotografiar, la cámara o el video hubiesen adoptado un sereno punto de vista. No hay aquí los hilos o hilachas imaginísticos que recorren el primer volumen. Y aunque sitios, seres, emotividades parezcan continuidades expresivas, como antes, cada texto se cierra suavemente. Esto que es evidente en la sección Egressio (el chico impaciente; aquel o aquella -¿Tata: Céleste Albaret?- que trae el agua, las noticias hogareñas), se disuelve en el resto del libro, sin que el procedimiento sea abandonado.

Y un detalle especial: la ekphrasis del libro ciñe una Arcadia (paraíso) que no corresponde a sentimientos y evocaciones personales: se trata de una mancha entre líneas, trazos de Cy Twombly, en los que “la gana tierna de canciones” perteneció a vísperas de muerte.

3.

No volveremos a tener un libro de poesía de Pérez-Oramas hasta 1999. Pero desde 1986 comienza a publicar en revistas de crítica y arte y en suplementos literarios latinoamericanos y europeos frecuentes artículos o textos que han servido como presentación en catálogos de exposiciones.

Esto arroja la aparición de tres libros suyos entre 1996 y 1998. El primero de aquellos libros, La década impensable y otros escritos fechados (1996), es para el autor un “librillo” o “cuaderno de bitácora” que reúne los “fragmentos de un viaje”, en el cual está “estrenándose” en el oficio de la escritura. Aunque la edición del Museo Jacobo Borges resultó poco cuidada, nos trae la honda metamorfosis de un espíritu, que habla con pensamiento bífido (americano y europeo), que se acoge a una prosa lábil y creativa, que convierte al mundo en su hogar, percibe arte, política y economía como una  misma savia que se transfunde.

Varias razones contribuyen a convertir este libro en un ensayo de primer orden. En principio, porque está escrito por un hombre que acaba de alcanzar la edad de la plenitud y ese hombre es ya un venezolano de lo que hoy designamos como siglo XXI; también porque puede pensarse y pensar como habitante de dos continentes; asimismo porque puede hacerlo sin límites morales, con verdadera amplitud apasionada; porque lo hace simultáneamente desde la política y la cultura y, finalmente, porque con su texto da continuidad a una valiente tradición del ensayo venezolano y latinoamericano.

“Impensable” es aquí todo aquello que nuestras culturas han dejado de pensar, los conflictos no resueltos, las diferencias; los residuos de un mundo medieval oculto, las debilidades de la modernidad, la aceptación –por aquéllas- del tiempo, pero excluyendo lo que pasa en el tiempo.

Organizado en efecto como ensayos y glosas -entre sus secciones: “Cinco siglos después de la Utopía”, “¿Para qué sirve un intelectual?”, “(HIV-)”- no podemos seguir aquí cada una de ellas, pero sí observar dos o tres de sus argumentaciones.

Y adelantar que en muchos párrafos hallaremos relámpagos aforísticos urticantes o de inestimable valor: “pocas veces la historia es motivo de alegría”, “la banalidad indiferente del arte pop”, “la responsabilidad del artista, a menudo agónica, consiste en defender su especificidad, su diferencia”, “el absolutismo político conlleva, tarde o temprano, a la absoluta ingobernabilidad, esto es, a la inutilidad del Poder”, “Yo no creo que la historia se repita. Pero a menudo, como un profeta ciego, se detiene, insoportablemente, a tartamudear”, etc.

En su comprensión de nuestra actualidad, Pérez-Oramas desplaza el centro del poder hacia la economía, cualesquiera que sean las máscaras con las que ésta se presente. Según él dos décadas antes de que termine el siglo XX en el mundo ya “toda la mitología belicista se ha puesto al servicio de la leyenda del empresario, nuevo héroe epocal”. Con lo cual, la realidad se concentra en Bolsas de valores, con sus códigos informáticos: un minimalismo, escenas a lo Bob Wilson o Pina Bausch.

Por lo que, tras la aparente muerte de las ideologías, se fortalece la del racionalismo acumulativo, verdadero instrumento de injusticia. Social y estética, puesto que con la ilusión empresarial también se impone una fé en el arte como elemento de mercadotecnia. “La autorregulación económica  puede llegar a ser, como todos sabemos, una disimulación de la violencia”, con su consecuencia inmediata: “Para funcionar eficazmente, la ilusión empresarial ha debido asimilar para su lógica a la figura del intelectual, con el objeto de neutralizarlo”.

No dejará Pérez-Oramas de envolver en este ensayo la situación política de Venezuela ocurrida en 1989, ni la irrupción del SIDA a partir de 1981, en la esfera  universal, verdadera revelación de “la enfermedad de nuestros símbolos”. Por lo que bien puede seguir diciéndonos Pérez-Oramas, “el gran reto ideológico de este tiempo sería entonces conciliar la ausencia de sistema con la producción de sentido”. Desde luego que el autor ha manejado sus visiones y proposiciones desde ciertas objetivaciones de la subjetividad: el mito, el historicismo, la utopía, la modernidad, el reinicio de todas nuestras búsquedas y realizaciones. Ejemplares son aquí las páginas dedicadas a la celebración en Sevilla de los 500 años del descubrimiento de América: hecho que se inserta –como no puede ser de otra manera- en su análisis de lo que, nacional y universalmente, nos ocurre hoy.

“Todas las formas del mimetismo irreflexivo, del injerto a contratiempo y en general del intelectualismo estético, político  o económico se han ido filtrando a través de esta utopía modernista. La consecuencia fundamental de este modernismo a ultranza es un desconocimiento del tiempo, del específico tempo nuestro: el enunciado de una historia sin destinatario completo, de una historia sin sujetos; pura entelequia, ficción pura, realismo mágico”

En 1997 aparece Mirar furtivo, título de ambigua riqueza, porque hasta en la más prolongada y apasionada mirada de pasión somos furtivos: algo nuestro se esconde, queda incompleto. Aunque miremos tan cerca y hondamente zonas del cuerpo amado, no habremos mirado todo lo que el deseo impone; será imprescindible volver a mirar; y así interminablemente. Fenómeno que, a mi parecer, solo ocurre también con las obras de arte. De allí la rara presión que nos envuelve en los museos y galerías, o ante una pieza que reposa en nuestra propia casa: el gustoso deber de mirarla. (No hay nada más obsceno que mirar una obra predilecta, en público, dentro de un museo).

Me refiero a destacar esa intuición –más clara y explícita en sus ensayos- que le permitió ir reconociendo cómo el más reciente verso puede tener ecos milenarios, cómo una posición estética de hoy y la conciencia de ella casi siempre esconden resonancias remotas.

Ese “mirar al sesgo”, desde “donde no tenemos el hábito de mirar” es el acto que se practica en este libro: la consecuencia de haber mirado con todo el cuerpo, con toda nuestra historia personal. Mirando el arte como “una secreción de sentido”, cambiante siempre, porque también las obras son furtivamente desconocidas. Y, como aclarará en el capítulo de “La sombra detenida”, estamos ante una práctica antiquísima y matricial que consiste en la “mirada lateral”, en mirar al sesgo, aunque estemos de frente ante un cuadro o un cuerpo.

Las breves e insuficientes ramificaciones que voy a realizar ahora, intentando apenas seguir el pensamiento de nuestro crítico y teórico, imitarán el mismo camino (u orden) que pudiera haber hecho brotar su estro, cuando se expresa en poesía. Me refiero a destacar esa intuición –más clara y explícita en sus ensayos- que le permitió ir reconociendo cómo el más reciente verso puede tener ecos milenarios, cómo una posición estética de hoy y la conciencia de ella casi siempre esconden resonancias remotas.

Dentro de los adictos al mirar furtivo, Pérez-Oramas no olvida a los griegos del preclásico que intentando indicar lo irrepresentable (abstracto) utilizaban para ello la expresión xoanon y cómo en el siglo I de nuestro tiempo Plinio el viejo se adelantaba a atender pequeños hechos que, plásticamente, asombraban entonces y fascinan hoy. Citemos estas líneas suyas para iniciar un plano de percepciones acerca de nuestro poeta y crítico:

“El clasicismo francés inventó la noción de modernidad y, oponiéndola a la noción de “antigüedad” le confirió una envergadura casi metafísica. De allí surge una idea de la historia como acumulación y apropiación “trascendental” del pasado que va a nutrir, por vías arcanas, algunas de las invenciones de la “modernidad”, por ejemplo y sobre todo, a la ideología revolucionaria que hace del cambio el motivo universal de la historia, y al esquema hegeliano de una trascendentalización espiritual del arte que va a servir para legitimar, como forma superior de la estética, todas las opciones del arte abstracto y no objetivo en nuestro siglo. La idea, pues, de vanguardia estética participa de esa parafernalia historicista que hoy, junto a los grandes imperios de acero, se desmorona ante nuestros ojos.”

Modernidad que atraviesa siglos (neoclasicismo, romanticismo, positivismo,  impresionismo, existencialismo,  abstraccionismo, vanguardias, nacionalismos, etc; historia, estética, etc) hasta desembocar en la “pretensión postmodernista”: razones que “no impiden el resplandor de las obras”, puesto que en verdad las obras “van a enriquecerse de otras percepciones y de otros modos de recepción, transfigurándose en una suerte de metamorfosis hermenéutica que viene a ser, en el fondo, la vida misma del arte”.

Y con esto podríamos colocarnos en el centro fulgurante del método y la acción perceptiva (psíquica, analítica, crítica) del autor. En su divergencia sobre Steiner y la crisis del sentido, nos dirá: “La experiencia estética, como la experiencia moral, no es una experiencia de ideas sino de actos”. No debemos ver una obra como si ella tuviera fijo su significado, como hace la historia del arte; hay que atender a su materialidad total, a su constitución visual, tan ajena a la “inteligibilidad verbal” con que perciben los estudiosos. Es decir: hay que abandonar la interpretación filosófica y adoptar la actitud de quien está ante documentos antropológicos o ante un diccionario de las significaciones icónicas. “Así, para nosotros –afirma Pérez-Oramas- el sentido de la abnegación estética –y de su fruición insustituible- puede resumirse, al contrario de lo que propone Steiner, en ver (y leer) como si lo que vemos no tuviera significado”.

Con todo ello, sin embargo, nuestro autor no pretende imponer que nada puede decirse sobre el arte, sino, como apuntáramos antes, practicar la “frecuentación ingenua” (Merleau-Ponty). Motivo por el cual Pérez-Oramas revisó los textos de  Mirar furtivo, casi los reescribió, para

“subrayar a través de la reflexión que vibra en la escritura algún problema subyacente, y resistente, a las manifestaciones de arte que intentaba comentar. Creo ser fiel con ello a un principio regulador de mi propia aproximación a las artes visuales, según el cual ningún médium artístico se agotaría a sí mismo y ninguna obra poseería en ella la clave de su propia conclusión. (…) La unidad de la obra de arte visual sería pues una unidad relacional, incapaz de satisfacerse de su propia inmanencia.”

Flexibilidad vital del espectador, del crítico; transfiguración incesante de lo percibido. Porque para él, la actualidad de las obras es diferente de la fascinación que pueden ejercer o haber ejercido: “Nada nos permite afirmar que una vez que la obra ha cesado de producir una cierta fascinación colectiva haya cesado con ello de producir todo tipo de efecto. Creer que  el tiempo de una obra es equivalente al tiempo de su fascinación, constituir así una estética desechable, y creer que el tiempo de nuestra asimilación estética es idéntico al tiempo tecnificado de la asimilación informática, insistir en ese determinismo entre información y estética supone caer en las redes  de una nueva falacia ideológica.”  Aceptación así de que las obras de arte en su materialidad, permanecen idénticas y cambiantes, a medida que también sus espectadores se transformen: lo cual es una manera audaz de aceptar que antes en el templo o en el palacio y hoy en salas, prensa o pantallas, cada pieza se desafía y desafía al tiempo y a nosotros. “Problema, en fin, del pensamiento porque la obra plástica ya lo es sin ser verbo o voz.”

Frase que acerca, en el libro de Pérez-Oramas, al Wittgenstein que nos condenaría “a la indecibilidad de todo aquello que concerniera a la estética, la moral o lo absoluto metafísico”, pero que en nuestro autor todo ello sirve para establecer las bases de un “relativismo estructural” a partir del cual, al contrario, el discurso construye sus posibilidades.

Porque (de nuevo Merleau-Ponty aludido por Pérez Oramas) ninguna pintura es capaz de concluir la pintura. O, como cierra en su capítulo sobre el pintor español: “Velázquez llegaba a demostrar que un cuadro no termina jamás en sus bordes. Que un cuadro es también todos los abismos interpretativos de su recepción, de su manipulación como objeto teórico, de su permanente e incesante lectura.”

De manera natural Pérez-Oramas dedica varios capítulos del libro a la arquitectura “arte superior”, puesto que, en el taller del creador, en nuestras casas, en galerías y museos, las obras están siempre rodeadas por un espacio donde puedan desplegarse. Y este va desde el rango de lo desapercibido hasta el de lo luciente, exigente o vociferente. Lo cual quizá se deba a que la arquitectura actúa bajo “la exigencia orgánica de mantener un estado potencial de atención –y de interiorización- permanentemente enfocada sobre el problema de la relación y del uso. Un arquitecto no puede –al contrario de un poeta o de un pintor- olvidarse de los habitantes.”

Como no puedo extenderme tanto en las variaciones de mi passaglia verbal, indicaré ahora dos de las concepciones más atractivas en el libro: la diferenciación entre minimalismo, arte conceptual, instalación,  hecha con acordes de Wittgenstein; y el desarrollo como sustrato de diversos capítulos, acerca del “binomio diferencia/indiferencia para reinterpretar la historia del arte (y quizá también para abrirle un camino más allá de sus versiones románticas e historicistas).” Ese binomio puede ser seguido por el lector ardiente en los capítulos “El Guernica olvidado”, “El curador invisible”, “Velázquez”, “Reverón en Madrid”.

No quiero alejarme de sus páginas, sin destacar las veladas –y a veces no tanto- similitudes de imagen, textura y resplandor que Pérez-Oramas sugiere entre las obras de Goya, Milton Avery y, más secretamente, de Pierre Bonnard, Matisse y Picasso (por sorprendentes canales) con el gran Armando Reverón.

No menos sorprendente es el trabajo crítico América latina, 1911-1968, por las revelaciones que establece acerca del vínculo visual habido entre el arte de Norte y Sur América. Allí nos dice: “…hasta los años cuarenta, el arte de Latinoamérica posee una masiva analogía con el arte norteamericano. Formas similares de arte popular, de cierto naturalismo indigenista y similares asimilaciones de las vanguardias europeas se producen en ambos extremos del continente”. Invita, por ejemplo, a cotejar “una especie de muralismo norteamericano, una suerte de realismo socialista capitalista” con el “muralismo mexicano y la pintura real social de Iberoamérica.”

debemos recordar que Luis Pérez-Oramas es un poeta siempre (una mancha de Twombly en sus versos). Y que la indiferencia de sus actitudes críticas opera bajo el tramado de una aguda percepción.

Para concluir este recorrido,  debemos recordar que Luis Pérez-Oramas es un poeta siempre (una mancha de Twombly en sus versos). Y que la indiferencia de sus actitudes críticas opera bajo el tramado de una aguda percepción. Así que, aparte de las distancias cronológicas, profesionales y geográficas, nada nos cuesta hallarlo, no tan recóndito, en su comentario sobre Wittgenstein: “De suerte que podemos imaginarlo en un centro de confluencias contradictorias entre el pensamiento económico social, el pensamiento lógico positivista y los orígenes de la semiótica formalista moderna”.

En 1998 publica La cocina de Jurassik Park y otros ensayos visuales, donde el pensamiento sobre lo visual de Pérez-Oramas alcanza una de sus cumbres. El título es bifronte: un enlace con lo pop del cine y la remota raíz clásica (tal como en el verso de Enrique Planchart alguien cree ver en las aguas de nuestro mar Caribe las sirenas de Homero o de Virgilio).

La primera parte, Problemata, reúne siete piezas ensayísticas, pero en el fondo son variaciones estructurales de carácter epistemológico. Se aborda allí lo inductivo, a partir de un texto de Karl Popper sobre la lógica del descubrimiento científico y la crítica a la inducción, la cual, como base de generalizaciones, resulta débil. Si se utiliza a ésta en la estética, cuando percibimos y juzgamos obras antiguas o actuales, estamos en riesgo de equivocar la valoración. Y aún más, si comprendemos que “la estética es pues un conocimiento explicativo que es incapaz de predecir sus propios fenómenos u objetos”; puesto que “el arte no existe más allá de la suma empírica de las obras que lo encarnan”.

En esta elaboración sobre el arte y la inducción, el autor recorre una gama de posibilidades interpretativas: la intención, la producción, las condiciones para ello, los accidentes y funciones; y las preguntas que las suscitan y sus respuestas son inquietantes y hondas: “¿Cómo distinguir al arte de lo que todavía no es arte o de lo que ya ha dejado de serlo?, ¿cómo reconocer la actualidad del sentido estético?”.

La amplitud y complejidad del tema exige que las páginas del autor sean revisadas atentamente. En su cierre, apunta:

“Como quiera que ello sea, una definición del arte –así como una definición universal de la forma artística- es tan imposible como inútil, salvo si decimos que la forma artística es la incesante deformación de las formas del arte sucediéndose en el tiempo. Mucho más interesante pues que definir la forma artística sería entonces la función artística: no tanto lo que es el arte, sino cuándo, y cómo sucede lo que llamamos arte”.

No recuerdo un suspenso y una emoción parecidos a los que me produce la lectura del ensayo inmediato: “Las hilanderas y el andamio”. Es y seguirá siendo un salto mortal de Pérez-Oramas como teórico y crítico, una profecía hacia el pasado y el futuro, un texto sin fin. Todo porque el autor compara y analiza el cuadro de Velázquez, Las hilanderas, desde la perspectiva de The Power Chord Cycle, una instalación del artista Christian Eckart. Y a la inversa.

(A estas alturas de mis notas, no deja de ser curioso que esa función artística que Pérez-Oramas nos incita a comprender parezca por momentos un pensamiento estable –Platón, Plinio, Alberti, Gombrich, Panofsky, Walter Benjamin, Merleau-Ponty- y sin embargo siempre rehaciéndose: Thierry de Duve, William Rubin, Louis Marin,  Leo Steinberg, Michael Fried, John Searle, Clement Greenberg, Jean Pierre Vernant, Hubert Damish, Jonathan Brown, Anthony Blunt y otros. Me digo que la explicación está en su propia concepción:

“Una certeza fenomenológica de la pintura puede, entonces, definirse como sigue: hay (siempre) un posible espectador. Todo proyecto –o todo intento- por hacer la economía del espectador, por negarlo en fin y hacer como si no hubiese nadie delante del cuadro, no puede ser más que un recurso de la ilusión artística, una forma extrema de mimesis cuya eficacia confirmaría, en todo caso, la antecedencia lógica, la primacía fenomenológica de esa figura “espectatoria” en la que la pintura adviene a las formas disímiles, impredecibles y anacrónicas de su transformación y su porvenir”.

Igual a como somos espectadores del pensamiento de Pérez-Oramas).

Siete capítulos comprende Problemata, hemos dicho, de marcada inclinación filosófica –aunque todo el libro posee esa tonalidad. Y sus títulos nos orientan en tal dirección: el problema de la inducción, la epistemología analógica de la producción estética, un ensayo de genealogía inversa en historia del arte, teoría encarnativa de la representación, los orígenes de la pintura y el final de la pintura moderna. El último estudia “el sitio de las artes, artes del sitio” para mostrar cómo las creaciones visuales pueden moverse dentro de dos “linderos paradigmáticos”: la ubicuidad y su fidelidad a sitios específicos. Y arrostrar destinos como la ausencia de autoría, el traslado y la inexistencia. Este texto tendrá ecos y originales desarrollos en el magnífico de la Bienal de Sao Paulo. Y para el lector curioso no deja de ser interesante leer cómo Pérez-Oramas narra la participación de Francisco de Miranda, a fines del siglo XVIII, en la invención del “sitio” para las artes, absolutamente reconocible hoy, como lo es el museo (paradigma del traslado). Al final de este libro, el autor, maestro en reciprocidades conceptuales recorre el tópico en relación con Venezuela (“El museo nacional y la fractura de la idea de nación”).

Convirtiendo estos párrafos en una sombra de la escritura de Pérez-Oramas, intentemos ahora atravesar esos capítulos deteniéndonos brevísimamente en algunas de sus proposiciones.

Por un lado tendríamos la ensoñación sobre un origen de la pintura. Y allí –para Pérez-Oramas-  Alberti concibe graciosamente que ha surgido de la fábula de Narciso, quien se inclina sobre las aguas para abrazar(se) y hurtar la superficie de la fuente. También nuestro ensayista acude a Cennino Cennini, quien encuentra ese punto de partida en operaciones manuales realizadas por alguien para hallar lo que está tras lo natural, para fijarlo, y lograr que lo que no es, sea. “Que aquello que no es sea. He aquí probablemente el escandaloso origen de la pintura”, acepta Pérez-Oramas. Tópico que le servirá no solo para explicar las audacias de lo minimalista y conceptualista posteriores, sino también un final de la modernidad y las alteraciones históricas derivadas de ese no ser que es: “El arte ha pasado así del esquematismo al naturalismo, del naturalismo al idealismo, del idealismo al naturalismo, del naturalismo al esquematismo, del esquematismo a la caricatura, de la caricatura al “trasracionalismo”, del “trasracionalismo” al nihilismo, del nihilismo al hiperrealismo, del hiperrealismo a la tira cómica, del dibujo animado al minimalismo, del minimalismo al historicismo y, poco importa la categoría, por lo general, en cada transformación, ficticia o real, la verdad (o su postulado) se metamorfoseó, acomodándose a las nuevas formas del arte”. Así, pensadores y artistas “se han empeñado en buscar un arte de la verdad, olvidando quizá la verdad intrínseca y discreta, es decir, fáctica y pragmática, del arte mismo”.

La otra posibilidad de un origen puede ser detectada en la larga pelea (de implacable, elemental, absurda y cerrada lógica) contra la pintura –y la poesía- del libro X en República de Platón. En el artista surge un impulso fatal: imitar la realidad, que es ya imitación. Su finalidad es el (auto) engaño, por lo cual merece ser excluido del gobierno para el Estado. Hubiese bastado con que Glaucón, el interlocutor de Platón, le respondiese como hace Pérez-Oramas, que la pintura es un plano. Y así como el plano, la línea y el punto existen aquí, también en el topus uranos deben poseer su Idea, más la de los pigmentos: materias versátiles (la versatilidad es lo dialéctico) de lo que es pintura. ¡Oh Kandinsky! (Estoy seguro de que Platón hubiese enloquecido por momentos ante la idea de una idea variante: que debe ser una Idea)

Tal cosa, como también la imagen narcisística o el trazo de Cennini, ya nos aleja del carácter metafísico de la pintura y nos deja dentro de “regularidades estéticas”, que traerán, a la modernidad, un cuestionamiento a la lógica de la representación y, desde luego la crisis de la representación misma.

De tal manera que, hoy, para frecuentar las obras de arte Pérez-Oramas propone algunos criterios objetivos, como estos:

“He aquí, escuetas, las condiciones mínimas para llevar a cabo esa operación con cierta pertinencia: un conocimiento general de la historia y una frecuentación asidua de la historia del arte, una práctica suficiente de la especulación estética y un hábito cotidiano de las asociaciones estéticas, cierto conocimiento –y gusto- de la producción artística contemporánea. No se trata pues de un conocimiento científico o metafísico del arte sino tan solo de la delimitación de un espacio en el que la percepción estimativa de las artes –con su consecuente deliberación crítica- sean posibles. La experiencia estética es pues una práctica estimativa, un conocimiento prudencial”.

Por “producción artística contemporánea”, desde luego, Pérez-Oramas concibe lo que ha seguido a la modernidad; pero no olvidemos (Velázquez, Eckart) que basta un desliz del ojo o de los siglos para que en ella se revelen mecanismos, omisiones, formas materiales de cualquier tiempo que, in/visibles, se asedian mutuamente.

En el equipo argumental del autor, para complementar y sostener todo aquello, serán importantes las nociones de cierto imperativo moral que ha amenazado el arte, puesto que debe “enseñar más”, y recibir, el arte, el asedio de lo invisible; junto a los extremos de opacidad y transparencia.

En cuanto al final de la pintura moderna, Pérez-Oramas –síntesis del poeta y el crítico- acude a Plinio y su descripción del “gesto de Apeles”. Donde aquél hallará principio y fin (¡oh! Eliot) del arte. Estas son sus palabras:

 “ese gesto –habría que recordarlo- consiste en haber poseído, a diferencia de otros pintores de su época, la capacidad de “saber retirar la mano del cuadro”, precepto memorable según el cual un exceso de diligencia en la realización suele ser nocivo. El gesto de Apeles es pues un no gesto, o si se quiere, un gesto de no pintar, aquel gesto por medio del cual se deja de pintar. Y ese gesto de interrupción (o de autosuspensión) es, desde entonces, uno de los gestos primeros de la pintura”.

O, como quizá vemos hoy, de su final.

Hasta aquí, truncados, algunos, poquísimos, de los tantos elementos pensados por Pérez-Oramas. Y pudiéramos abandonar esta sección de Problemata, pero, como he indicado, no quiero hacerlo sin dar un vistazo al momento en que el crítico, en su ensayo de arqueología, alude a dos alienaciones históricas de la práctica pictórica: una literaria y otra arquitectónica. Sobre esta última ya lo hemos escuchado. Pero no deja de ser interesante presentir al poeta hallando dentro de la estructura de la retórica literaria (inventio, dispositio, elocutio y –añadiría yo, pensando en minimalismos, instalaciones, arte de videos, etc– pronunciatio;hallando para esas partes, según él, las correspondientes en el arte visual: disegno, compositio, colorito. Por lo cual afirma:

“Hay que decir en cambio que si el modelo explícito de la creación pictórica es desde el humanismo aquella poética retórica, la historia de la práctica real de la pintura supuso, en un primer tiempo, la necesidad de encontrar una solución que permitiera llevar a cabo una invención pictórica similar a la de la poesía y, en un segundo tiempo, una afirmación de la especificidad espacial de la pintura en contra, justamente, de ese mismo paradigma poético literario”.

(Faltan casi veinte años para que estos motivos sean centro de su inminencia de las poéticas).

No es el momento, no tendremos en estas páginas ese momento, pero al advertir el incesante filo que delimita ambos territorios, acude la tentación de captar en la prosa y en la poesía de Pérez-Oramas la unión y la separación de esos océanos. Hay párrafos suyos en que habla no solo como crítico, sino como un pintor (detalle sobre la raspadura y el pentimento –en el “gesto  de Apeles”, IV); hay versos suyos en que pintura y vibrante retórica antigua tocan la página, como si Apeles no hubiese levantado la mano (en La gana breve).

Politeia se cierra, y también el libro, con un fascinante texto sobre cine: “La cocina de Jurasik Park:ensayo de conclusión”. Orientado y en homenaje al ductor universitario de Pérez-Oramas, Louis Marin, el capítulo atiende al film como a una “imagen sintética” de la “experimentación informática”, cuyas raíces se hunden en lo imaginístico y lo mítico: Medusa, Perseo, las Gorgonas, Plinio, Apeles, Protógenes, Montaigne. Película de paisajes, evidencia de manera paradójica, para Luis, la ausencia de la pintura, que aquí se convierte en un “relato”. Asunto caro al autor, vuelve con esta película a su Arcadia incesante, revelada en su doble naturaleza: el esplendor de una isla y “el terrorífico horror de una alteridad radical”. (Me pregunto: ¿cómo podrá volver a ver este film quien haya leído el ensayo de Luis?)

Al relacionar el film con la excepcional novela La invención de Morel (1940), de Adolfo Bioy Casares, nos obliga a sentir a Venezuela dentro de uno de sus ciclos fatales, como ocurre en la actualidad. Porque el autor halla en el sentido moral de aquél, de su fábula, dos niveles: el del poder de la imagen y la fábula del poder político. Para solo tocar este, repitamos sus palabras: “cualquier deseo excesivo de control y dominio” desemboca en la injusticia de “regímenes políticos basados en modelos utópicos trashistóricos”.

(En otro lugar, hemos dicho: A los 23 años, Bioy Casares comienza a escribir su novela La invención de Morel, que se publica en 1940, a los 26 del autor.  Poco después, en El Universal de Caracas (19 de enero de 1941) se dice que “a los efectos de la narración, lo mismo habría podido ser la nacionalidad de nuestro héroe argentina o mexicana”.

Como se sabe, ese protagonista –“se me acusa de un crimen, he sido condenado a prisión perpetua y es posible que todavía mi captura sea la profesión de alguno, su esperanza de mejora burocrática”- huye desde Caracas y logra refugiarse en una isla desierta, donde, sin embargo, va descubriendo a gente que de manera rigurosa dice y hace las mismas cosas. Entre ellos está Faustine, una “inmensa mujer” que lo fascina y de quien se enamora con delirio.

En efecto, la isla  no posee nacionalidad definida, aunque el mar de Venezuela está salpicado por islas, como la legendaria Cubagua y la muy modernizada Margarita, y el protagonista –venezolano-  repite estrofas del himno nacional, mencione la pintura de Tito Salas, decorador de la Casa de Bolívar, se refiera a la Roca Tarpeya, a Los Teques, La Guaira, al Panteón, a los túneles y la autopista, a La Pastora, los frailejones andinos, al casabe, a la fábrica de papel Maracay  y hasta  recuerde a El Cojo Ilustrado y al Nuevo Diario.

Venezuela, como su patria, es mencionada tres veces, Caracas cinco. Y la decisión del joven Bioy de concebirlo como un perseguido y hacerlo exilar desde esta ciudad, justo cuando en 1937 la reciente muerte del dictador venezolano debió ser noticia fresca en América, no puede ser ignorada: la cruel fama del tirano bien podía justificar un personaje que escapa para salvarse. Es cierto, entonces, para la Venezuela de aquel momento La invención de Morel  en nada se relaciona con el criollismo de Gallegos, pero su vínculo es más profundo: es el de la injusticia, la persecución y la muerte, habituales procederes políticos de aquellas décadas y que, cíclicamente, parecen haber vuelto ahora a nuestro país).

Pero debemos acudir ahora a la espléndida parte II del libro: Reveriana.

REVERIANA

Ahora recorro la sección Reveriana del libro de Luis Pérez-Oramas y compruebo que el nombre del artista ha ganado en popularidad, ya no está en un posible sótano y en tergiversaciones. Su imagen transita Caracas con el metro, pero las autoridades actuales parecen querer destacar en ella únicamente su aspecto de pobreza, de descuido. No se lucen las obras de esplendor azul o dorado (más fáciles de percibir y para atraer a un público apresurado y desconocedor) o el rostro del joven aristócrata que se preparó para crearlas.

¿Reveriana?, me digo, ¿por qué ese sonido? Quizá por su resonancia francesa a la ensoñación, al delirio de Baudelaire; quizá porque el contenido constituye una alta meditación. También porque para entonces el muy joven Pérez-Oramas estaba en París y porque la sección se despliega sinfónicamente en cuatro segmentos. Y porque sus escalas guardan una oración.

No tengo las fechas exactas en que el autor redacta las partes de Reveriana, pero, desde luego, para entonces la bibliografía sobre el pintor, iniciada por Alfredo Boulton y seguida luego por Guillermo Meneses, Juan Liscano y Juan Calzadilla ya habrá encontrado una amplia multiplicación.

no encuentro términos para caracterizar la subterránea, arcaica y recientísima forma de enamoramiento que arrastrará al joven autor hacia una absoluta comunión con la obra del pintor, con el pintor y su obra.

Hemos escuchado la confesión de Pérez-Oramas sobre sus creadores venezolanos predilectos (Reverón, Gego, Bárbaro Rivas) y comentado cómo el viaje a Francia y sus estudios estimularán en el joven escritor una ansiosa  vinculación con lo que ya se popularizaba como globalización. Pero no encuentro términos para caracterizar la subterránea, arcaica y recientísima forma de enamoramiento que arrastrará al joven autor hacia una absoluta comunión con la obra del pintor, con el pintor y su obra.

Comienzo por recordar que, según nuestro crítico, la obra del artista nunca derivó de un proyecto, sino que, haciéndola, se convirtió en un efecto, resultado de la “imponderable inteligencia plástica” de la gestualidad reveroniana o de su “potencia sobreperceptiva”. Lo cual es destacar un hacer de singulares características:

“De ello se infiere que el hombre vivió en la certeza pragmática, en el ejercicio ininterrumpido –salvo cuando la enfermedad lo aniquilaba- de una inteligencia como hacer, de una sabiduría del arte como conocimiento incisivo del mundo y de su materialidad, interviniendo para transformar en acto las potencias estéticas de la materia, del arte hasta su casi nada, en el orden de la instalación objetal…”

Y, como ha sido reconocido, con su trabajo Reverón convierte la materia en luz. Los periodos cromáticos señalados por Boulton giran alrededor de esta matriz, no  hay duda. Sin embargo, (aunque después parecería oponerse, matizarse a sí mismo) Pérez-Oramas encuentra en la elección del artista mucho más: “Reverón deja atrás la socialidad mundana de los suyos para convertirse, justamente, a la luz”; solo así puede descubrir “que la luz absoluta conlleva la desaparición de lo visible” y lograr la ilimitación de la pintura: “un paisajismo implícitamente abstracto”: despojamiento que conduce al “fin de la representación”. O a ese “estadio crítico de la representación”, tras cuyo “agotamiento sublime de la visibilidad, subsiste una materia visible, un cuerpo resistente, una objetalidad”.

No recuerdo que otro estudioso de Reverón se haya detenido en su aplicación u obtención atmosférica de los grises. Aparte de las ya mencionadas etapas cromáticas, se abunda en el elogio de los blancos y sepias. Pérez-Oramas  recorre los grises con cierta frecuencia y, aparte de su carácter concreto, anuda a ellos interesantes sentidos. Por ejemplo, para sintetizar, cuando considera los grises de Reverón como “de una melancolía absorta, de una mirada absorta, absorbida y obnubilada, llena de sí”.

Modulación cromática que nos conduce a otra inesperada percepción. La inicia su autor indicando que sobre la modernidad de figuras, ahora extenuadas, similares a las majas goyescas, a los autorretratos velazqueños, persisten las “sombras de cierta historia del arte”. La apoya en la decisión vital del pintor al instalarse para siempre en “su castillo de sombras”: sorprendente paradoja para el hogar de la luz caribe. “¿Por qué Reverón, que fue como Ticiano el pintor de una luz que da vida, conduce su pintura, como Ticiano, hacia las sombras?” Quizá, se responde Luis, porque quería “mostrar que en pintura la luz solo es posible a contraluz” o porque “Reverón es la mejor encarnación americana de una obra de luces aparentes…” (…) de “una obra de sombras que difieren la luz o que la significan y la muestran  en su diferimiento”.  Y también y fundamentalmente,  podríamos añadir, por otra razón que comentaremos pronto.

No menos asombrosa es la otra contemporaneidad descrita por Pérez-Oramas, a la cual podemos concebir, en un grado, como una coincidencia vital y, en otro, como una corrección del futuro. Así, nos invita a sentir en la obra reveroniana la circulación de acentos de Nicolás Poussin y Pierre Bonnard, de Malevitch y Matisse, de Courbet, Marino Marini, Giacometti,  Morandi, Balthus, De Pisis, Carrá, Capogrossi y Picasso. 

Y a reconocer (o a dudar) acerca de si una imagen pintada por Reverón no parece firmada por creadores que, entonces, en 1950, iban a ser los hacedores del futuro pictórico: Jackson Pollok, Richard Diebenkorn, Willem De Kooning, Rivers, Robert Ryman, Cy Twombly.

Por lo tanto, no solo extremar la sensorialidad impresionista o dejar atrás sus preceptos sino adelantarse a realizar una “pintura de acción”, que lo hace bordear un “protominimalismo” y sugerir marcas informalistas, así como practicar para él solo o ante y con sus visitantes ejercitaciones arquitectónicas, que abonan la inmediatez de la “instalación”: no solo esto, sino vertientes que aún reposan en el futuro, que palpitan en la obra imprevisible (y ya conocida) de Reverón, y en la “historia” que la visualidad nos reserva, parece sugerir Pérez Oramas.

Y al notar todo esto ya estamos en la escena singular de sus objetos. Que también han atraído la atención de varios estudiosos.

En 1979 la Galería de Arte Nacional me solicitó escribir un ensayo sobre ellos, ya que al reunirlos en su colección, pude frecuentarlos con raras emociones. Entonces y ahora, al quedarme solo con esas piezas, involuntariamente recorro una gama de sensaciones: curiosidad, admiración, compasión, asco, envidia, temor. ¿Qué me dicen? Nunca he podido saberlo. Pero lo constante ha sido advertir la energía de su existencia. Son.

Entre junio y septiembre de aquel año redacté el trabajo que titulé Análogo, simultáneo, en homenaje a otro autor amado, René Daumal, cuya montaña posible me hizo comprender de cierto modo el castillete, las cosas, las muñecas de Reverón. La hipótesis de esas líneas, hipótesis cierta para mí, es que los seres comunes debemos conformarnos y gozar con nuestra vida diaria. Al artista –cualquiera que sea- le es dado el talento, la inventiva, el ardor para dibujar o crear sus cuadros: produce un universo. Pero creo que únicamente un genio como Reverón necesitó sustituir estos dos niveles del mundo por un tercero: creando una realidad paralela y simultánea, donde vivir. Castillete, objetos, animales ficticios, teléfono, piano, mujeres. Un mundo tercero (o primigenio, desde otro punto de vista) y análogo que concede ininterrumpidamente la felicidad, el juego, la articulación deliberada del arte.

Si antes hemos presentido el desconcierto de Platón, ahora lo confirmaríamos. Pero esto equivaldría a aceptar, tal como que en la vital e iluminadora interpretación de Pérez Oramas, un rasgo mayor en el rango creador de Reverón, en su borgeana condición de precursor.

Los objetos, para Pérez-Oramas, adquieren esta significación: “Esqueletos de alambre, pajareras, abanicos de hojalata y plumas, maniquíes de una acedia tropical: hay en estos objetos una radical opción de sentido, una forma espontánea de definir el arte en su propia esquematicidad lúdica e incesantemente reformulable. El movimiento de la obra reveroniana es coherente, desde la epifanía del soporte hasta esta manifestación del arte como objeto”.

En párrafos que perturban, Pérez-Oramas habla de cómo Reverón sustituye los modelos vivientes por muñecas de trapo en sus cuadros. “Doble signo de la infimidad del arte”, aduce, porque ese “artificio de pobreza extrema permite entonces a la pintura la operación de su reversión autorreflexiva: el arte se refiere al arte”.

Llevadas al cuadro, el crítico comprende así las figuras de esos muñecos:

“Las imágenes arcádicas que han nutrido el cuerpo del arte moderno contienen, pues, de forma sistemática, algunos elementos comunes: todas evocan una escena de origen, todas representan –paradoja de un arte instalado en plena crisis histórica de la representación- un mito originario; todas interpelan al espectador de la pintura hasta el punto de ser, como en Las señoritas de Aviñón, a la vez escena sexual de origen y escenografía íntegramente habitada por figuras pictóricas cuya función consiste en mirar fijamente al espectador y hacer, como lo sugería Alberti en su célebre Tratado, señas para indicar lo que allí sucede, lo que ellos, personajes omniscientes, sabían desde siempre. La mirada de estos personajes suele, pues, ser inexpresiva: ninguna sorpresa puede acompañarla porque se trata de un saber sin fondo y sin medida. Desde Manet, como lo ha sugerido Bataille, la escena pictórica moderna se confunde con una mirada indiferente, con un rostro impávido, congelado, neutro, apático. La pintura, deshaciéndose o simplemente haciéndose plana, reduciéndose al estatuto de una pura escritura sobre el lienzo, desde su superficie, desde su superficie apática confronta sus propias figuras con la presencia virtual de un espectador hipnotizado”.

Reverón, desde el impresionismo tardío hasta la puesta en escena de un universo objetal, ejecuta las versiones plásticas de la modernidad, según Pérez-Oramas, quien acepta: “fue a su manera frondosa un hermético y como tal dejó algunas verdades inscritas en la ultimidad solar de su pintura: manchas de paleta, pelos de mono, excrementos de animales que hacían densas sombras y jugos de frutas que daban un amarillo intenso…”. A lo cual añadiría yo, en objetos o pinturas, frotaciones de arcilla, semen, trazos con ramas y hojas. Nada extraño para un “hermético” o para la inmensa tradición que halla en el arte ciertas expresiones escatológicas, tanto en los secretos egipcios y latinos como en las rebeldías medievales y, desde luego, en el humor y la sátira (Rabelais, Swiftt). Y que alcanza su más brillante momento en la novela Domar a la divina garza (1988), del mexicano Sergio Pitol.

Pero debemos cerrar este acompañamiento a las secciones sinfónicas de Reveriana. Y para hacerlo puede ser oportuno recordar que, sin duda, ya en el museo imaginario de la cultura venezolana hay obras de Reverón que son paradigmáticas: La cueva (1920), Cinco figuras (1939), El playón (1929) (con sus variaciones), Rancho (1931), Luz tras mi enramada (1926), entre otras.

Pérez-Oramas se asoma, sin embargo, a La maja criolla (1939), en la cual, comprendida por él desde diversas resonancias detecta “una cúspide pictórica”, y así lo explica.

La maja criolla es, pues, el retrato de la isla enunciativa reveroniana, “rancho” interior desde el cual se repite la diferencia de la pintura con la luz y al mismo tiempo “castillete” en el cual se escenifica la diferencia de Reverón, enmascarado, con el mundo exterior, que añora en las ventanas sobre una nube blanca, lejanísima, como un látigo de luz incontenible. En La maja criolla, Armando Reverón se dice a sí mismo como sombra contrastada de luces y como máscara. Y con haber logrado en esta obra una cima pictórica en la que todos los gestos son sombras y todas las sombras son rastros de la inscripción plástica, en la que todas las sombras son suplementos de la ausencia de luz y todos los rastros son recursos de una inscripción pictórica en la que nada resulta artificiosamente suplementario, no deja de ser este cuadro una escena preocupante, la inquietante escenografía de un sepulcro, de una tumba abierta con sus mujeres al borde, en la que yace el artista emblemáticamente figurado como un personaje irreconocible, impresentable.”

Finalmente, un acorde que ha estado resonando en el libro desde el texto dedicado a Velázquez y Las meninas. Una anunciación. Ya en otro comentario a La maja criolla, el autor destacaba “la figura de un yacente que posa sobre su sexo un ramo de flores”. Como parece, ese yacente es Reverón mismo en un autorretrato con “forma de túmulo”, suerte de “ferétro pictórico”. Y la pintura toda de Reverón “el deseo de hacer una pintura prodigiosa –como un sudario”.

Porque Pérez-Oramas ha ido advirtiéndonos de cómo los últimos autorretratos del artista son sudarios en los que, al desnudar los soportes del arte, se abren “las cavernas vacías de la visión”. Porque también su modernidad se nutre de una “autoconstitución traumática de sí mismo”, en que las escenas –paisaje, origen de la pintura– contienen “la materia misma del arte como trauma”. Y cuando el creador dejó atrás al Ávila y a la pintura habitual en su Caracas, asume para su conducta y su arte un “sentido apocalíptico”.

Estamos ya en pleno centro del acorde o de la oración que, como un diluido soporte, navega en la actitud crítica y en muchas de las percepciones plásticas de nuestro crítico:

“Habría que leer entonces –le sugiere hacia Reverón la Arcadia, el “primer paisaje de la pintura occidental firmado por Giorgione de Castelfranco y titulado La tempestad– aquella página del Génesis en la que la voz lejana habla. La voz lejana de Dios que la pintura, como el trueno, es incapaz de figurar y que sus silencios significan como un rayo lejanísimo”.

Pero no son solo los autorretratos últimos, también en el inicio, en la elección y construcción del castillete, para el crítico, Reverón elabora un modelo de aislamiento “en el sentido epifánico de espacio para la singularidad de un cuerpo”.

No pretende nuestro autor que Reverón fuese consciente de estos pasos, pero se ve obligado a mencionar el “rostro de profeta”, al retratarse (máscaras, cuadros) en su dramatis persona, sobre todo en la Máscara (autorretrato): desolladura, despojo, piel vencida, muestra de lo “que queda de la escena de un martirio”.

Y, como las palabras de Pérez-Oramas son insustituibles, veámoslo cerrar (y cerremos con él estas variaciones Reverianas citándolo:

“¿Cómo no pensar que al hacer depender la presencia de Reverón entre nosotros de su propia y patológica impresentabilidad, sin pensar lo que ello significa como estructura de sentido y como estrategia de significación, no hacemos más que ver sin comprender la presencia de sus despojos desollados, la presencia mórbida de su sarcástica deformación? ¿Cómo no pensar que de esa forma se sustenta entre nosotros, más allá de todo pensamiento crítico, una presencia del artista como sujeto deforme? ¿Cómo no ver en ello una condena irremediable, y dramática, de la enunciación a su aislamiento?»Reveriana: tramado musical, oda y réquiem, texto poemático en el que Pérez Oramas, escritor puro, se sumerge hasta convertir su inteligencia en materia y pigmento reveronianos; ensayo crítico de primer nivel que conjuga la epistemología, la genealogía, la antigua retórica y las poéticas plásticas (una imagen sobre otra) para revelarse a sí mismo, a la vez que rehace con su estudio el arte de Reverón, para presentir sus metamorfosis en la percepción futura.

Reveriana: tramado musical, oda y réquiem, texto poemático en el que Pérez-Oramas, escritor puro, se sumerge hasta convertir su inteligencia en materia y pigmento reveronianos; ensayo crítico de primer nivel que conjuga la epistemología, la genealogía, la antigua retórica y las poéticas plásticas (una imagen sobre otra) para revelarse a sí mismo, a la vez que rehace con su estudio el arte de Reverón, para presentir sus metamorfosis en la percepción futura.

4.

¿Cuáles son los contornos objetivos de una personalidad poética? Sin duda los que establece su existencia misma: familia, topografía, educación, su biografía toda. Y dentro de esto y sobre ello la voz de los poetas en que el individuo va reconociéndose. Y ¿cómo acercarnos a esa atmósfera intangible? El modo más sencillo, que seguiremos aquí, estaría en releer los epígrafes marcados por un autor dentro de su obra.

Así podemos distinguir en el libro de Luis Pérez-Oramas, Salmos (y boleros) de la casa, a clásicos como Arquíloco, Petrarca, Cavalcanti; a Góngora, Blake, Hölderlin; a Cavafy, Villaurrutia, Montejo. Y al trágico, irónico, Salustio González Rincones, cuya obra, rescatada por Jesús Sanoja Hernández, insufla desenfado, humor y versatilidad a la oleada de poetas que nos llega con Tráfico y Guaire. En La gana breve los elegidos son contemporáneos: Celan, Valente, Mario Luzi.

Para Gacelas y otros poemas (1999), el título nos acerca a Goethe y a Lorca. Pero en Luis este cántico de remoto origen persa, árabe, turco, que en esas culturas podía integrar la qasida y alojar un elogio, piropos, separaciones, es manejado, como resulta habitual al autor, en versificaciones cuidadosas, pero de ritmos libres y con proximidad oral. Por momentos, en oblicuas alusiones a personas y lugares, sus textos parecen extraídos de nuestro tarén milenario. El conjunto, dividido en tres partes (Las cosas, Los paisajes, Las gacelas) se vincula abiertamente con dos “figuras” del libro anterior: una breve mención a Tatá y la ekphrasis sobre Twombly, que ahora se extiende hacia una cita mayor y múltiple con pintores de 1500 y 1600: Hans Leu, Joachim Patinir, Claude Lorrain, Nicolas Poussin. También hacia Waltercio Caldas.

Poemas de compleja gran belleza y nítida exposición se turnan con versos de perturbadoras verdades (Perder palabras; ¿Quién glosará nuestros pequeños tiempos?; Tú buscabas un cuerpo/ para encontrar tu cuerpo; la lengua de la entrega en el olvido; Desconocíamos algo que no es/ lo que no conocemos; el cubo perfecto del amor y la memoria; el silencio/ sigiloso instrumento de altos filos) y el libro entero vuelve a dos soportes: la imagen de brazos amados y el ritornello de ascenso y caída, subida y bajada, lo lleno, lo vacío.

Será en un exquisito libro-miniatura: Gego. Anudamientos (2004), concebido por Álvaro Sotillo y con fotografías de Gabriela Fontanillas, donde Pérez-Oramas nos colocará en el dulce dilema de creerle: “¿No consiste la poesía en colocar el centro de nuestros ojos en el ruido de la voz, en la música del canto, en la soledad sonora del sentido, en la palabra que es su propio centro y su destino y no, ya, un puente que se olvida cuando se ha llegado a otro sitio, cuando se ha tocado con ella la cosa que ella nombra?”.

Treinta y tres poemas contiene Prisionero del aire (2008), cuya disposición y cuyo motivo central, al comparar el conjunto con los libros anteriores, desprende la impresión de la espontaneidad de aquellos (aunque no es así) ante esta elaborada sucesión. Se inicia y contiene algunas “gacelas”, volvemos a encontrar otro poema “de las cosas”, no hay pintores pero sí más formas pictóricas. El libro gira de manera central sobre tres de los sentidos: tacto, visión, gusto. También asoman temas con mayor énfasis que en los anteriores poemarios (los toros, los cuerpos); y una novedad: la sensibilidad hacia la vejez. Pero el poeta ahora se reconoce como “prisionero de la voz/ que escuchas cuando duermes/ como el eco de tu lengua/ en otra lengua” y, sobre todo, “prisionero del aire (…) en la urdimbre callada de los tiempos”.

Con lo cual, como hemos dicho, estamos ante el núcleo del libro. Y cuyo azogue no debemos inmovilizar ni definir porque corresponde a una mezcla de emotividad y semen (inteligencia), de lo nunca posible y su entrega, de tiempo anulado, de vivir en otro, de nostalgia, deseo de repetición y milagro escrito. Tonalidades difíciles de hallar en algún otro poeta. Por lo menos la mitad de la obra contiene invocaciones, retrospecciones como estas:

…buscamos fútiles la escena

en la que no estuvimos nunca…

(La familia)

Y escuchas que te llaman

con la misma voz de siempre

desde una exacta distancia inalcanzable.

(Repetición y duelo)

¿Cómo los días de tu vida

que otros transitaron por ti…?

(Prisionero del aire)

Brillará tu voz

cuando me hables

en el sueño de los otros

que te velan

(Brillará tu voz)

Tras todo lo cual “como quien entra al cine”, acude la seca vigilia de la muerte.

En la “Didascalia” de La dulce astilla (2015), el autor añade al final –¿como hubiese gustado a Marcus Cornelius Fronto?–  algunas referencias a lugares, autores y momentos en que fueron escritos los poemas. Seguirlas conlleva una recompensa y un peligro –vislumbrar tras las puertas de la Arcadia un tanque de guerra pintado por Ian Hamilton Finlay; sal en los pies de Ulises, al rememorar a Svetlana Boym o fugaces partituras de Max Richter, y poetas (Padeletti, Cabral de Melo Neto, Gragera, etc.) tras de poemas–,  no hay duda, seguir las referencias proporciona la riqueza de una escalinata de resonancias físicas y psíquicas que el lector, si las atiende, no puede menos que agradecer.

El peligro, no para el autor, estribaría en que al obedecer tal proposición el lector cree que para tocar la riqueza y autonomía de los textos necesita de otro impulso que lo centre solo en la realidad matérica de los mismos, en su concentrada economía. Y no es así. Prefiero,  entonces, leerlos mucho antes de  acudir a las  sugerencias  que  nos ofrece el autor fuera del cuerpo total de aquéllos.

Esta vez el libro no presenta subdivisiones señaladas, pero en verdad se modula en seis tonos, distintos y complementarios, aludidos con epígrafes. Los rasgos de la versificación son similares a los de obras anteriores y el conjunto bien puede ser concebido como un trabajo de síntesis. En principio por la plenitud de la edad, en el poeta; manera de decirnos que debido a su exploración, absorción y reflección vital puede colocar sentimientos, pasiones y concepciones mentales en capas sucesivas de su reflexión; y ubicarlas o extraerlas de su propio pasado individual y colectivo porque intuye, calibra el presente de su arte y porque sabe presentir las proyecciones que todo aquello puede originar. El “vidente” rimbaudiano usurpa al hombre cotidiano cuya piel natural es frotada o convertida en transparencia por la desnudez esencial de carne y huesos. Y así nos entrega, por lo menos, seis poemas extremos de imantadas y diversas resonancias: Solo tiembla la verdad, Stamboul, La dulce astilla, El lugar del ángel, Pastor de pampas invisibles, Little Sparta.

No de otro modo puede sentirse cómo una angulación de sus otros libros, adquiere aquí presencia natural e insistente: la imagen de la sangre, próxima al pan o al caldo modesto del arroz (los cuerpos); la del lugar en la casa (casas erguidas, vuelta a la casa, las tres oscuras casas), el momentáneo “país de la alegría/ el diálogo, el rumor, la luz, las horas” donde desemboca el mundo: “cuando el tejido artificioso de las alas/ del mundo te traía/ comercio de incesantes despedidas/ comercio de llegadas y salidas”. Un todo nuevo que acude a ecos de poemarios precedentes.

Porque si algo posee la poesía de Luis, quizá más allá de su fidelidad a los clásicos y a Gorostiza,  es concreción. Su riqueza afirma en ello una clave mayor; todo en estos versos es táctil, practicable, próximo. No importa que se convierta en pensamiento, el contacto con la realidad salta desde cada línea y reclama o impone su consistencia. Y quizá en esto resida uno de los vínculos para la fluida vía que une, dentro de él, al crítico con el poeta. Tal cosa sería tema para un estudio especial. Aquí solo queremos indicar que, al leer su poesía, somos conducidos a una rara frontera entre lo visual y la abstracto, entre la percepción del artista crítico y del poeta puro. Él mismo se dice:

¿Qué parte del mundo

Puedes reconstruir

Con esta poca línea

Entre las pocas

Que no dicen?

¿La línea de Apeles y Protógenes (pictórica) o la del escritor Pérez-Oramas (escrita)? Pero sin duda: una línea fugaz/ su caricia de carbón (La línea): líneas donde otra línea es sombra (El lugar del ángel). Línea visible o invisible que origina el poeta mismo o que adviene a él desde imprecisables entornos.

En el último poema del libro anuncia o reconoce: Te quedarás (…) expuesto en las palabras que cubren tus palabras. Es su verdadera herencia “como la línea recta e invisible/ incorpórea, inanimada/ que yace en los meandros de la vida/ hasta la muerte”. Porque lo que han cubierto sus palabras (su escritura) es este libro, y los otros. Y en ellas encontramos al vidente, atravesando tiempos, lugares e imágenes y trayéndonos su percepción, vívida, corporal de amantes, manchas, formas, espinas de los cánones, del padre, del almuerzo desnudo, de una sierva -¿Tatá?-, de  la noche de la radio/ materna, de ciudades, de los dioses griegos, de ninfas y sátiros, de olivos y uvas, de la eucaristía. El repertorio acústico y silencioso de una poesía aislada, personal.

5.

Habíamos mencionado antes, respecto de la poesía de Luis Pérez-Oramas, que el poemario La dulce astilla parecía envolver y renovar su trabajo anterior y traerlo hacia nuevos cauces. Esto se vuelve radical con su excepcional ensayo La inminencia de las poéticas (ensayo polifónico a tres y más voces, publicado en Caracas en el 2014, aunque tuvo ediciones en portugués e inglés en 2012 (Bienal es Babel), para la Bienal de Sao Paulo de ese año. Aquí todo es futuro, incluido el pasado mental del autor. Una trans-formación de la coherencia, si esto es posible.

Tal vez el autor no había escrito antes algo tan audaz, severo y no obstante pleno de temblor como estas páginas. Nociones intuidas, inventadas por él o recogidas de su frecuentación a sólidos pensadores, teóricos y críticos aparecen aquí lavadas, concisas, personalizadas y, sobre todo, presentadas como prospecciones. Estamos ante un manifiesto crítico sobre la sociedad actual, el comercio del arte, la impostura de bienales y premios, festivales y ferias, de curadores y falsos exégetas; manifiesto basado en una cultura filosófica de la visión, en la plenitud de un ojo que sabe ser analítico y sensible a las obras artísticas consagradas por la humanidad a través de los siglos y al trabajo oculto, de los márgenes, tapado por la parafernalia mediática. Un manifiesto que invita a desconfiar de la fama transitoria, de los acomodos financieros sobre las obras, de la conversión del mundo y los seres en una estricta igualdad, en una geografía estética idéntica para todos. Y a considerar que ese tópico, tan citado por el autor desde 1995, el sitio, el lugar del arte, adquiere condición material ineludible no solo, como sabemos, en las obras de arte, sino también entre nosotros, en cada región del planeta. En nuestra América.

No podemos abarcar la extensión de sus conceptos y las implicaciones y argumentaciones de los mismos. Pero sí, como haremos en seguida, asomarnos a algunas de sus direcciones.

Su desarrollo parte de la concepción misma de Bienal, que podemos generalizar como museo, concurso, edición electrónica, premio, grupo, colección virtual, academia o fiesta: situación cualquiera en que se celebre o exponga el trabajo estético. Por ello el autor transforma el vocablo en babel: porque sucede  “hoy que el mundo se resiste, cada vez más, a ser objeto de reducciones” y se manifiesta “como una cacofonía indescifrable en su totalidad, a veces maravillosa; otras desesperante”.

“Es imposible ser global”, por lo tanto, ya que aunque estemos interconectados, somos también “más impensables”, menos aptos para ser reducidos, controlados. En América, “nuestra última tragedia” sería, justo ahora, continuar imitando, cuando lo importante está en “aprender a ser locales, a estar situados: a reinvindicar un lugar en el mundo, a pensar desde un lugar”. Aunque “ser locales” no es “ser localistas. Al contrario: es la única posibilidad de construir una verdadera perspectiva internacional”.

Reconocer que estamos en nuestro lugar es ya saber que somos “diferentes”. En este “desafío babélico” el crítico, el curador y, desde luego, el artista deben comprender que entre las obras hay una voz vinculante. “No hay vínculo sin diferencia”. Y, como hipótesis curatorial de sentido, en este terreno, “se trataría de recordar que no existe percepción significativa de una obra de arte sin que detrás resuene de alguna manera un texto, una voz, un discurso”. U otra obra.

No me detengo aquí en las “dos enfermedades principales” de la cultura occidental –según Pérez-Oramas en su discurso crítico. Una de ellas es la edénica, infantil, que hace accesible y fija toda realidad, siempre. Y que permite la fe en el tabú; otra, “la simulación del foro global”, con su banalización, su infinito y estéril parloteo. El “abuso de las artes del comentario” (en artistas, críticos, curadores) imposibilitan el diálogo, cuando “se trata de reconocer que la objetividad discursiva, el comentario, la alegoría –más que el símbolo– han vuelto a formar parte central de las prácticas artísticas”.

Y así el autor nos coloca frente a la más antigua tradición del discurso en su comprensión de todas las artes: la vieja retórica y la antigua poética, aplicadas “en un espacio que ni las banalice ni las explote para ancilares beneficios mercadotécnicos”. No en vano su incesante atención a los clásicos (de la pintura, de la teoría) y a los contemporáneos (críticos, pensadores) imantó su adhesión a los centros y suburbios de la poética. Ahora nos hablará desde ella o, mejor dicho, desde ellas, porque en Pérez-Oramas el poeta y ensayista, los ecos de la retórica acuden para dar vitalidad a sus argumentaciones y para “hacer con palabras” el universo de las artes. Pero sin duda su poesía y su pintura (entrar al cuadro no es solo comprenderlo; comprender la obra es hacerla, rehacerla), cuando las crea Luis mediante su acción crítica, se vuelven trabajo realizado con algo que va más allá de las palabras o que originan una poética con la palabra y todo lo demás.

 “El retorno de la poética al centro de nuestras discusiones serviría, entre otras cosas, para detener la diseminación de un rol, que se propaga”: el del experto en nada, ese crítico, periodista, profesor o curador que, como un fantasma anacrónico, habla en nombre del arte, llegando al extremo de no decir nada.

Por eso el artista local debe ser atendido desde su silencio o su distancia, desde el “espesor archipielágico de la vida: su lugar y su no-lugar: su entre-dos”.

Para la Bienal (para la crítica y el estudio), Pérez-Oramas propone enunciar una relación analógica (y por lo tanto también disímil) entre las obras. De tal modo que al presenciar (al conocer, reconocer) cada obra, no olvidemos que estamos frente a “una sumatoria” –en presencia, en ausencia– de individualidades: “como si cada obra fuese potencia de otras obras, fruto de vínculos aún impensados que solo se hacen manifiestos en el encuentro, en la experiencia” (física o mental).

Porque no debemos abandonar el lugar de la semejanza y la desemejanza: vínculo concreto, invisible o posible entre todas las obras de arte: “el universo de las poéticas es también, necesariamente, analógico y la inminencia de las poéticas implica cada vez dar lugar a una posibilidad, a un nuevo vínculo”.

Las obras de arte, así, no serían objetos portátiles de una argumentación curatorial sino sus “objetos apropiados”, para nuestras “necesidades de sentido” y para las hipótesis de  sentido entre las obras. En síntesis, obras que se comprenden o se relacionan con la palabra clave: la analogía.

Todo esto: el artista y su lugar, las obras como encarnaciones de sentido –para nosotros, entre ellas, su analogía con arte, vida y tiempo– constituiría un campo para las poéticas, en este mundo saturado por la “plusvalía” de la imagen, el abuso de ella.

Pérez-Oramas rememora en los bordes de la  inminencia de las poéticas dos textos antiguos, pacientes de olvido: Los iconos de Filóstrato, donde se describen 65 cuadros reales o ficticios y el Tratado de los vínculos del desafiante, trágico, sabio, celeste e infernal Giordano Bruno.

“La inminencia de las poéticas quiere hacer explícitos los vínculos entre (las) obras y (los) artistas, sin imponerlos como necesarios y sin disimular sus diferencias”: filosofía y método: novedosa mirada al pasado (es lo que ha hecho Pérez-Oramas durante años), reconsideración del presente (giros en la propia percepción del autor), vislumbre de vínculos por venir: una totalidad para abordar lo inesperado, para extender la percepción, para reanudar la historia.

No hay duda: este ensayo, polifónico e implacable, redefine muchas características de lo que ha sido considerado arte y, sobre todo, de lo que las historias del arte nos han dicho. No para consagrar la actualidad de las audacias y las improvisaciones, sino, sorprendentemente, para hallar en lo recóndito, en las lejanías del tiempo y del cuerpo sus más enigmáticas constantes; porque al fin y al cabo, el arte no es más que uno de nuestros cuerpos, tal vez el más inconstante y duradero.

Como puede verse, aparentemente la excusa para escribir este ensayo fue la Trigésima Bienal de Sao Paulo. Pero en su contenido desemboca no únicamente toda una existencia arraigada en la estética y una super cultura visual –popular, clásica, recientísima– sino también interrogantes, dudas, persuasiones y riesgos sobre el lugar, las características, la ambigüedad, lo transitorio y permanente de aquello que es o ha sido concebido y considerado como Arte.

No debo abusar  tratando de interpretar este ensayo. Y tampoco soy capaz (me falta cultura artística) de hacerlo. Pero insisto en algunos de sus detalles o surcos analíticos: “cansado de ver como los agentes del “mundo del arte“ imitan la práctica colonial de estar cinco minutos en los rincones lejanos de la tierra y sacar de allí artistas exóticos, para su uso público, intelectual y económico”, Pérez-Oramas comienza por excluir esa acción y dar prioridad al lugar desde donde nace la percepción del arte, nuestro lugar, visto con la experiencia propia y lo limitado del conocimiento local.

Desde donde estemos debemos buscar obras significativas y a veces olvidadas, porque “no ignoramos que ignoramos”. Eso es parte del aprendizaje de ser locales no localistas, porque, como citamos ya “es la única posibilidad de construir una verdadera perspectiva internacional, más allá del constreñimiento nacional”.

No es la autoridad de las escrituras curatoriales sino la perspicacia despertada por el vínculo entre ellas (por el vínculo entre las obras) lo que puede reivindicarse y reivindicar el espacio indefinido –cada vez más indefinido del arte. Sólo así se podría saber de qué se habla, qué es y cuándo y dónde está lo decible en el arte. Lo otro sería la banalización de los discursos o aceptar el bazar enunciativo. Ante lo cual, a lo Wittgenstein, lo mejor sería callar.

Permítanme dos detalles más para terminar este escaso acercamiento a tan espléndida publicación: la manera como, llevado por Aby Warburg, Luis Pérez-Oramas va encontrando en la imagen (de pintura, dibujo, etc; de la selva o la ciudad) el raro vínculo, la diferencia o la igualdad extremas, entre el animal y nosotros. ¿Acaso no pertenece la imagen al reino animal? ¿Habla la imagen, qué nos dice? Nos une a ella una espera, una inminencia. “La inminencia es nuestro destino, lo que no sabemos” escribe el autor. Y allí entra la poética, el hacer con los sentidos, con los ojos o las palabras, la realidad inmediata o la realidad del arte.

Ha aludido Luis a la antigua retórica, sin duda marco apropiado para que surgieran las remotas poéticas. Y ellas figuran bajo los nombres de Aristóteles u Horacio, con sus exigentes reglas –y sus licencias. Pero siglos más tarde Boileau comenzaría a tratarlas con desenfado e irrespeto. Y el romanticismo las convertiría en fragmentos, en delirios, hasta desembocar en su factura personalísima, como son practicadas en el siglo XX y el XXI.

También Pérez-Oramas, en el texto suyo, sabe que exposiciones, crítica de arte, curatorías, salas, poéticas, sobre todo hoy, ante el régimen digital de la cultura, deben pertenecernos como un bien democrático: porque, dice él, “la ciudadanía reposa en la decisión comunitaria, en el tomar lugar consciente y en el ser parte intencional de una comunidad o ciudad”.

Hoy estamos en presencia de un superior documento mental y manual (¡Oh Gracián!) sobre el arte –en cualquier lugar del mundo.


Referencias:

Pérez-Oramas, Luis Enrique: Salmos (y boleros) de la casa. Caracas: Monte Ávila Editores, 1986.                       

__________. La gana breve. Caracas: Pequeña Venecia, c.1992

__________. La década impensable. Caracas: Cuadernos del Museo Jacobo Borges, 1996.

__________. Mirar furtivo. Caracas: Consejo Nacional de la Cultura, 1997.

__________. La cocina de Jurassic Park y otros ensayos visuales. Caracas: Fundación Polar, 1998.

__________. Gacelas y otros poemas. Caracas: Editorial Goliardos, 1999.

__________. Gego. Anudamientos. Caracas: Sala Mendoza, 2004.

__________. La resistencia de las sombras: Alejandro Otero y Gego. Caracas: Colección Cisneros, Cuaderno 8, 2005.

__________. Prisionero del aire. Valencia: Pre-Textos, 2008.                     

__________. La inminencia de las poéticas (ensayo polifónico a tres y más voces). Caracas: Sala Mendoza, 2014.

__________. La dulce astilla. Madrid: Pre-Textos, 2015.

Planchart, Enrique. La pintura en Venezuela. Caracas: Edit. Equinoccio, Universidad Simón Bolívar 1979.

Una versión más larga de este trabajo fue publicada en el volumen Ensayos simultáneos (México: Ediciones de la Universidad de Querétaro, 2017)


José Balza (Tucupita, Delta del Orinoco, 1939) es narrador, ensayista y crítico cultural de amplia obra. Fue profesor de la Universidad Central de Venezuela y de la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas. Premio Nacional de Literatura (1991). Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua (2014). Su trabajo ha merecido numerosos estudios, y su obra narrativa se ha traducido al inglés, alemán, francés, italiano, y hebreo. Ha publicado, entre muchos otros, las novelas: Marzo anterior (1965), Largo (1968), Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar (1974), D (1977), Percusión (1982), Media noche en video:1/5 (1988), Después Caracas (1995) y Un Hombre de Aceite (2008). Los relatos: Órdenes (1970), Un rostro absolutamente (1982), La mujer de espaldas (1968), La mujer porosa (1996), y El doble arte de morir (2008); los ensayos: Este mar narrativo (1960-87), Iniciales (1989), Espejo espeso (1997), Observaciones y aforismos (2005), Ensayos crudos (2006).

3 Comentarios

  1. Un ensayo que alcanza las instancias del supremo entendimiento de una obra. Hay que recorrerla varias veces porque se expande en análisis iluminadores!

  2. María Eugenia Arria

    Hermoso y esclarecedor ensayo sobre Perez Oramas. Gracias a este escrito de José Balza, el crítico y el poeta juntos se develan.

  3. Mariela Provenzali

    Qué pensar cuando José Balza dice que le falta cultura artística, cuando nos hace este ensayo maravilloso que delata su erudición.

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