/ Literatura

LAS GRIETAS DEL PRESENTE. Una conversación con Santiago Acosta

Por | 14 julio 2019

Sebastiao Salgado. Del libro Kuwait: un desierto en llamas (Taschen, 2016)

Santiago Acosta, una de las voces más representativas de la nueva poesía venezolana, cuenta ya con reconocimiento internacional. Nacido en California (1983) y radicado en Nueva York, con tres libros publicados en Caracas ―Detrás de los erizos (2007), Cuaderno de otra parte (2018), Mañana vendrán las piedras (2018)― y un volumen de inminente aparición en México ―El próximo desierto, ganador del III Premio de Literatura Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco en 2018―, no cuesta advertir que las negociaciones entre alienación y pertenencia características de su escritura, lejos de limitarse a inclinaciones intelectuales, se nutren de lo vivido.

Dichos diálogos, cabe señalar, se vinculan a lo mejor de la tradición venezolana, al menos desde que en la poética de Vicente Gerbasi la subjetividad procuró integrarse en un cosmos donde las constricciones locales o nacionales se difuminaban. El proceso continuó con las cartografías oníricas de Juan Sánchez Peláez ―en que los arraigos solo se producían en la numinosidad del inconsciente colectivo―, para llegar a su plena madurez con la obra de Eugenio Montejo, quien estableció complejas redes liminares entre lo social y lo natural, el yo y el otro, lo real y el mito, el peso del tiempo y su disolución en la ucronía. Santiago Acosta replantea esa empresa de varias generaciones enfrentándose, en el milenio que apenas comienza, a una nueva Waste Land por una parte fundada en hondos e ineludibles malestares sociales ―alguien expuesto a los colapsos de Venezuela durante los últimos lustros no desconoce varios de ellos― y, por otra, consecuencia de una amenaza mucho más abrumadora, vasta, que se deriva de los efectos globales de la acción humana sobre el medio ambiente. Las catástrofes parecen multiplicarse, entrecruzarse, hasta engendrar una sensación apocalíptica evidente en los escritos de un poeta que, sin embargo, no pierde el tono descarado ―echo mano de la frase con que García Lorca describió cierta poesía hispanoamericana―, la frescura de quien adopta, con la ironía del caso, la máscara del enfant terrible, como si la puerilidad combativa pudiese reintroducir la vida en un orbe donde todo está a punto de fenecer.

Escatología e impulsos neovanguardistas pactan en Acosta, cuya ductilidad se explica por los heterogéneos registros que en su labor suscita la coincidencia de los contrarios. Sus versos resultan a veces reflexivos y elegíacos; a veces, torrenciales y afectos a la provocación. No faltan páginas donde se perciben inusitadas combinaciones de abstracción y calidez. Y, en oportunidades, la apertura a lenguajes creadores que no son estrictamente líricos, como ocurre cuando sus poemas conviven con la fotografía ―Mañana vendrán las piedras (Archivo Fotografía Urbana, 2018) es un libro a cuatro manos con Efraín Vivas, cuya aportación visual se titula Negro oscuro-Blanco trágico―; o como cuando el poeta decide prescindir de la escritura, al acompañar a Willy McKey y Andrés González Camino en el Necromenaje a la containerfilia, acción poética que tuvo lugar en el Centro Cultural Chacao de Caracas, el 19 de septiembre de 2010, y se propuso someter a escrutinio la corrupción imperante en Venezuela, valiéndose de la performance y el remozamiento del pasado cultural.

Santiago Acosta (San Francisco, California, 1983). Foto: Cortesía del autor

Miguel Gomes: Vamos a remontarnos, Santiago, a tu primer libro, Detrás de los erizos (Monte Avila Editores, 2007). Han transcurrido más de doce años desde aquel ciclo de escritura. ¿Qué sobrevive en ti de esa experiencia? También, me gustaría saber qué te parece irrepetible de ella, sea porque los hallazgos iniciáticos no se repitan, sea porque tu sensibilidad se haya desplazado en otras direcciones.                        

Santiago Acosta: Detrás de los erizos fue el resultado de varios años en los que mi escritura se fue haciendo cada vez más breve y densa. De hecho, esos poemas pueden verse como el resultado de una larga destilación, pero también como los escombros de un intento de destrucción de la capacidad comunicativa del lenguaje. Supongo que buscaba recrear una sensación de aislamiento que definió mi juventud desde muy temprano. Sobre todo la obra de Paul Celan marcó mucho esos años de búsqueda de una poesía hermética, que exigiera una lectura muy atenta. De todo esto, creo que aún sobrevive la obsesión por el detalle y una necesidad —un poco nociva a veces— de que todo en el poema esté justificado, de que cada palabra y cada imagen sea absolutamente indispensable. Por supuesto, nunca lo he logrado del todo, pero es el impulso que me anima al escribir y en especial al corregir. Por otro lado, desde la publicación de Detrás de los erizos me he esforzado por hacer poemas cada vez más largos, con más aire, en cierta forma más “sueltos” y amables con el lector. Creo que fue una reacción contra mi propia manera de hacer poemas. Pero esa soltura que ahora busco no deja de ser también una ilusión cuidadosamente meditada y trabajada. Por otro lado, algo de Detrás de los erizos que seguramente no volverá a repetirse es esa convicción (juvenil) de que mi mundo personal era una esfera completamente separada de un mundo exterior marcado por la política, la violencia y la historia. En gran parte la soltura que he buscado me ha permitido abandonar también esa ilusión.

En “Poetas (A Venezuelan Psycho)”, una de las piezas conclusivas de Cuaderno de otra parte (Libros del Fuego, 2018), se menciona una serie de autores que el lector podría suponer que te han influido. Me temo, sin embargo, que lo que figura en un texto literario no es equiparable, sin más, a un testimonio. Allí se nombra a Celan, a quien acabas de traer a colación, pero también a Gregory Corso, Bob Dylan, Antonio Cisneros, Emira Rodríguez, Igor Barreto, entre muchos. ¿Cuáles, en efecto, moldean a Santiago Acosta? ¿Qué presencias vitales en tu formación como poeta no figuran en la lista de tu Venezuelan Psycho? Me imagino que no solo la literatura te ha estimulado.

Esa lista de poetas “muertos” creo que fue pensada más bien como una instantánea de lo que hasta ese momento era para mí la poesía. Pero, a decir verdad, muchas de las influencias más directas de Cuaderno de otra parte no vienen de la poesía, sino de la narrativa, la teoría, la música, el cine, la televisión e incluso los cómics. Mucho más poderosas que la poesía de los beats en la escritura de ese libro fueron las canciones de bandas como The National o Arcade Fire, que escuchaba a diario cuando vivía en San Francisco. Muchos de esos poemas se gestaron viajando en el Bart con mis audífonos puestos, caminando por la ciudad o tomándome una cerveza con amigos en algún bar de la Misión, y no precisamente leyendo en soledad a Gregory Corso. Lo mismo con algunas viñetas de cómics de Daniel Clowes o algunos episodios de Mad Men. Digamos que en cierta forma esa serie de poetas “muere” para abrir paso a otro tipo de diálogos, no siempre estrictamente literarios (pero sí muy cercanos a la literatura), que por alguna razón me ayudaron a movilizarme de manera muy ágil hacia un discurso más cercano a mi propia voz interior.

¿Cómo te llevas con tus hablantes poéticos? Las relaciones entre los poetas y sus voces pueden a veces ser tormentosas. En un extremo llamémoslo pessoano tienes los intentos de divorcio radical de identidades; en otro extremo, tienes los autores que juegan a confundirse neorrománticamente con sus hablantes pienso en varios miembros de la generación beat. Te lo pregunto por mi inquietud previa acerca de los posibles registros testimoniales de Cuaderno de otra parte, pero también porque los teóricos en los últimos tiempos han resucitado ese rancio debate. Jonathan Culler, por ejemplo, en su Theory of the Lyric de 2015 polemiza con la tendencia a subsumir la lírica en los planos de la ficción narrativa inclinación del New Criticism y sus distraídos continuadores hasta hoy, alegando que lo que se toma por ficción en un poema, predisponiéndonos a entender la voz lírica casi como un personaje, es más bien una ritualización del lenguaje que no excluye al menos una cuota de realidad comunicativa en el sujeto que se expresa.

Creo que hay un poco de ambos registros. El ocultamiento o desdibujamiento de lo real me da una gran libertad para explorar la constitución misma de la realidad, que nunca deja de estar complementada por una buena dosis de ficción. Supongo que en el poema intento materializar esa naturaleza incompleta de lo que vivo y mi (nuestro) propio impulso de llenar el vacío de sentido. No podríamos soportar el encuentro directo con lo real, con su déficit de sentido; ahí entra la fantasía a dar un poco de coherencia a lo que de otra manera se desmoronaría. Por lo tanto es lógico que el poema también tenga esa mezcla, siendo el producto (y tal vez también el productor) de esa capa de ficción que toda realidad necesita. Cuaderno de otra parte está lleno de heridas y triunfos muy reales, precisamente porque ahí también hay mucho cuento, mucha ritualización y mucha invocación (diría Culler), aunque yo prefiero la palabra deseo. Ese libro fue un espacio para desear libremente y en exceso.

En la poesía venezolana de entre milenios siento que se han venido perfilando dos vertientes que avanzan paralelamente. Hay poetas cuyos lenguajes apuestan por lo hermético, por cierta oscuridad en la que es inevitable adivinar un vínculo expresivo con la oscuridad de nuestros tiempos. Luis Moreno Villamediana, María Antonieta Flores, Claudia Sierich han hecho maravillas en ese sentido. Hay otra vertiente donde, sin llegarse al empedernido coloquialismo de principios de los años ochenta, el decir no se aparta demasiado del habla. Entre los poetas jóvenes que mejor encarnan esta última línea, a mi ver, estás tú ―ya has comentado que de modo consciente luego de tu primer libro, junto con Adalber Salas, Raquel Abend van Dalen, Willy McKey, Natasha Tiniacos, Enza García, para solo mencionar a algunos. Hay no obstante, en todos ustedes, una conciencia de lo sombrío. Pensando en tu caso particular, tu poesía posterior a Desde los erizos persevera en diversas materializaciones de lo trágico. Para ser más puntuales, palabras como “desastre”, “catástrofe”, “desdicha”, “Apocalipsis”, “devastado”, “escombro” reaparecen en tus versos, ya sean de Cuaderno de otra parte, de Mañana vendrán las piedras o de El próximo desierto, que será finalmente presentado en la Feria del Libro de Guadalajara en noviembre de este año. Me voy a permitir ejercer el pecado venial de la ingenuidad: ¿qué te hace especialmente proclive a desplegar una imaginación apocalíptica? ¿Qué te lo reclama: tu experiencia como venezolano o ciertos componentes de la tradición poética venezolana o no? Una pregunta como esta, por supuesto, no descarta que ambos tipos de experiencia, una social y una estética, hayan estado dialogando en ti.

Desde pequeño me han seducido las edificaciones abandonadas, los terrenos baldíos y los paisajes desérticos. Siempre me he sentido como en casa en esos espacios, como si me entendiera especialmente bien con ellos. Sin embargo, en algún momento tomé consciencia de que esa fascinación puramente estética solo era posible si ignoraba el horror. Es decir, solo me podía parecer hermoso un edificio destruido si no tomaba en cuenta el contexto que lo había producido. Como cualquiera, disfruto de una buena película post-apocalíptica tipo Blade Runner o de una novela como La carretera, de Cormac McCarthy, pero ahora esa fascinación está inscrita en un interés más amplio por la historia y por nuestro horizonte de futuro, que cada vez pinta peor. En gran parte llegué a esa conciencia del horror a través de la lectura, y no necesariamente por la experiencia directa de haber crecido en Venezuela o de estar viviendo ahora, desde la distancia, su debacle. Pero no me refiero solamente a la literatura. Creo que el poder que la literatura ejerce en mi poesía es cada vez menor, sin que esto quiera decir que ahora va a ser la realidad sociopolítica la que ocupe esa vacante (no pienso que sean estos los únicos términos). Más bien, ahora ese espacio lo llena algo para lo que no tengo mejor nombre que el de “teoría”. Con esto me refiero a cualquier discurso, académico o no, que reflexione de manera sistemática y autoconsciente sobre la sociedad e intente ejercer presión sobre ella.

Fue cuando comencé a investigar académicamente el tema de la crisis ecológica que logré finalmente articular algunas preocupaciones esenciales relacionadas con el lugar de Venezuela en el auge y caída de un ciclo histórico impulsado por la energía fósil. Creo que va a ser un tema sobre el que todos tendremos que reflexionar eventualmente (al menos eso espero), porque la crisis ecológica ya está agudizando la mayoría de nuestros conflictos.

El epígrafe de Cuaderno de otra parte, tomado de Alfredo Silva Estrada, “Los moradores esperan / mientras los falsos desterrados niegan toda esperanza” parece obligarnos a pensar en la Venezuela que ha ido dispersándose en estos últimos tiempos. Tus hablantes poéticos, además, “no dejan de vagar de una ciudad a otra”. ¿Sería legítimo preguntarte sobre la noción de origen? Sospecho que late detrás de todas esas alusiones: tanto el “morar a la espera”, como el “vagar”, como el “apocalipsis” son ininteligibles sin un cuestionamiento o una relación conflictiva con la pertenencia, es decir, lo que sea que consideremos como nuestra génesis. 

Haber salido de Venezuela me hizo ver que en realidad nunca he tenido una relación demasiado conflictiva con mi origen. Por ejemplo, no me cuento entre los que han atravesado una “crisis de identidad” estando afuera y de pronto se vuelven hipervenezolanos, como si presintieran que su venezolanidad solo tenía que ver con estar dentro del país y ahora tenían que reafirmarla, exagerarla incluso, por lo general hasta el ridículo. Haber nacido en Estados Unidos solamente ha interferido con mi identidad cuando alguien más me lo ha querido señalar, por lo general movido por el resentimiento o la paranoia de que podía haber algo impuro en mi venezolanidad. Sin embargo, esto no ha motivado en mí ninguna necesidad de reafirmarme, sino más bien la de explorar más a fondo qué puede significar la pertenencia y cómo difiere de los requisitos de la nacionalidad. Una vez, inspirado por una clase sobre literatura y nación que estaba tomando en San Francisco, hice un experimento anti-nacionalista: preparé una arepa cuadrada, le tomé una foto y la subí a Facebook. El resultado fue que terminé siendo insultado por varios amigos cercanos y hasta por mi profesora de Literatura de bachillerato, a quien todavía adoro. Gran sacrilegio. Tal vez el único que entendió el chiste fue Rodrigo Blanco Calderón, quien comentó algo así como: “Esto es lo más escandaloso que he visto desde que Ilan Chester versionó el himno nacional”. Esta experiencia (habilitada por el privilegio casi obsceno del emigrante-con-papeles) no profundizó en mí el anti-nacionalismo. Al contrario, me lo hizo ver en su dimensión más íntima e introyectada. Desde entonces he continuado, como digo en Cuaderno de otra parte, vagando de una ciudad a otra, con la convicción de que mi pertenencia no es algo que me ate a un país sino que está siempre transformándose y resistiéndose a quedarse en un lugar fijo.

Conste, Santiago, que esto lo pregunto en julio de 2019. Tú y yo somos venezolanos. Estoy seguro de que no puedes vivir sin escribir poesía; a mí me costaría seguir adelante sin leerla. ¿Cómo escribirla o leerla en estos tiempos?

El presente es para mí la única fuente realmente legítima de poesía. Podemos escribir basándonos en cualquier temporalidad, pero no podemos escapar de nuestro propio momento. Nos define en su opacidad extraña, en su deformidad que repetidamente nos impide comprenderlo del todo. Incluso cuando escribimos sobre un futuro devastado y apocalíptico estamos escribiendo sobre el presente, porque el presente lo contiene todo. Imaginamos una distopía para hacer a otros ver más claramente lo que estamos viviendo hoy. De la misma forma, si escribo sobre el pasado es porque este me interesa como sustrato del presente. Me molesta ese lugar común que dice que en los apagones regresamos al pasado o a la época de las cavernas. Para mí un apagón en realidad te hunde en el presente, te lo restriega en la cara, porque hace más visibles las grietas y la fragilidad de lo que sostiene nuestro día a día. La poesía es necesaria para comprender el presente, pero siempre y cuando se comprometa con enfrentar esa opacidad, lo que es una tarea casi siempre desagradable. Igualmente, leer poesía nos puede ayudar a incorporar herramientas y claves que nos permitan navegar nuestro propio presente.


Nunca entregues tu corazón a una planta nuclear

Ya los bares están cerrando.

Desde la ventanilla del taxi que me lleva de vuelta a casa veo las luces de la ciudad reflejándose sobre la bahía.

A mi derecha, apartamentos de lujo completamente vacíos.

Ya nadie sueña con vivir cerca del mar.

La tormenta inutilizó casi todas las líneas de transporte subterráneo.

Largas filas de tractores procuran en vano recomponer los túneles deshechos, pero la sal no deja de hacer su propia excavación en el acero de los refuerzos y los rieles.

Sin embargo, la gente continúa bebiendo, haciendo amigos y enamorándose sin control.

Fumando irresponsablemente en los balcones mientras, bajo la ceniza, colapsan las redes urbanas.

Muchos aseguran que no hay nada que temer, que los acontecimientos han sido exagerados por los noticieros y la ansiedad general.

Son las cuatro de la mañana y ya me deslizo entre ríos de fieles que cargan imágenes de la Virgen, suben y bajan de camiones y cruzan a pie las autopistas a dos grados bajo cero.

No soy quién para cuestionar los códigos de la desesperanza.

El taxista maneja en sospechoso silencio, como si callara un secreto de Estado.

Como si conociera el propósito de las últimas inundaciones.

Siempre hay alguien que se nos acerca para decirnos quédate un poco más, no te vayas, ahora es que se va a poner buena la fiesta.

Pero yo no dejo de pensar en la inmodestia de las casas con vista al mar.

Quienes habitaban las costas de Fukushima durante la Edad Media colocaron por todo el terreno tabletas de piedra con advertencias precisas:

No construir en esta costa | Riesgo de tsunamis.

Hoy las corrientes radiactivas han alcanzado las playas de California, México y Perú. La gran zona de plástico del Pacífico ya comienza a disolverse por la acción de los isótopos.

A las oficinas del gobierno llegan cientos de familias afectadas por la misma radiación que hace relumbrar las tripas de los peces.

Los televisores de la sala de espera transmiten imágenes de una nueva refinería inaugurada cerca de la frontera.

Las llamas de las antorchas han sido borradas digitalmente y ahora la refinería se alza inocentemente contra un cielo perfectamente azul.

Nadie nota cuando la embajadora pasa frente a todos arrastrando un saco de tubérculos cubiertos de alquitrán.

El conductor del taxi acelera dejando aún más negra la larga noche de la crisis.

Subo el volumen de los audífonos para atormentarme con los sintetizadores y el bajo. No quiero escuchar los quejidos de mi vientre intoxicado.

Ya nadie sueña con despertar todos los días frente al mar.

No me importa llevar en las tripas el parásito del desaliento.

(Fragmento del libro El próximo desierto, que será presentado, en noviembre de 2019, en la Feria Internacional del libro de Guadalajara)


Santiago Acosta (San Francisco, California, 1983), poeta venezolano radicado en Nueva York. En 2018 ganó el III Premio de Literatura “Ciudad y Naturaleza” José Emilio Pacheco con el poemario El próximo desierto. Ha publicado Cuaderno de otra parte (Libros del Fuego, 2018) y Detrás de los erizos (ganador del V Concurso para Obras de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores, 2007). En Caracas fundó la revista de poesía El Salmón (Premio Nacional del Libro, 2010). Cursa el doctorado en Culturas Latinoamericanas e Ibéricas de Columbia University.

Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010)

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