Visiones en tiempos de guerra
El tema de los conflictos bélicos que han azotado la humanidad desde tiempos inmemoriales da un amplio margen a las mas diversas aproximaciones y perspectivas. Es bueno meditar sobre ello en los tiempos actuales, cuando el fantasma de la guerra nos acosa a nosotros por primera vez y como nunca antes. He imaginado varias veces la invasión de un ejército extranjero a nuestro pequeño país, incluso he escrito en otro lugar una breve ficción sobre el tema. En ese relato pensé en la pesadilla de un enorme portaaviones atracando al amanecer en el puerto de La Guaira. Imaginé los escuadrones de aviones despegando de la cubierta del enorme navío para bombardear cuarteles y otras instalaciones militares en la cercana capital. Entre las víctimas se contarían, como siempre, montones de desprevenidos civiles, sorprendidos por la súbita irrupción del conflicto en la vida cotidiana. Porque, aceptemos la verdad: nadie está preparado nunca para una guerra. Sobre todo en países que han vivido largos períodos de relativa paz. Imaginar una guerra no es lo mismo que vivirla, pero puede ayudar a reflexionar sobre ella y, por supuesto, siempre la conclusión será la misma: es un infierno atroz e indeseable. Los países que han vivido episodios bélicos graves conocen la dimensión del sufrimiento y el dolor que deben padecer los habitantes, sobre todo los civiles, durante el desarrollo de las hostilidades. Por suerte desde el siglo XIX en Venezuela no hemos vuelto a padecer conflictos de tales dimensiones, y nuestros episodios de violencia una vez llegado el siglo XX y el XXI han sido de relativa baja intensidad.
Ingmar Bergman imaginó una vez una invasión a Suecia, país que se declaró neutral durante la Segunda Guerra Mundial. Vergüenza (Skammen, 1968), el film resultante, es uno de los más angustiosos y desesperanzados del director sueco. Imaginar el horror, indagar en las posibles atrocidades, ensayar las actitudes humanas dentro de su lógica irracional, los retos éticos individuales que tal circunstancia plantea nos pueden llevar muy lejos en el absurdo de una humanidad en situaciones límite. Hemos visto a grandes autores enfrenterse al tema de la guerra desde ópticas diversas, pero siempre nos queda la pregunta: ¿cómo actuaríamos nosotros ante el desafío?
Desde películas clásicas como La Gran Ilusión de Jean Renoir (La grande illusion, 1937), hasta Apocalypse Now de Francis Ford Coppola (1979) existe un amplio abanico de aproximaciones que abren la posibilidad de reflexiones filosóficas, sociológicas y existenciales sobre unos conflictos que finalmente terminan revelando su irracionalidad e injustificable origen. En los grandes filmes posteriores a la Segunda Guerra Mundial es difícil encontrar justificación para la guerra.
Los tratamientos del temam bélico pueden ser tan diferentes como la visión burlona y farsesca de Jean Luc Godard en Los carabineros (Les carabiniers, 1963), donde unos atrabiliarios soldados salen a conquistar el mundo y regresan con las alforjas cargadas de postales sobre los grandes monumentos del planeta, orgullosos se los muestran a sus mujeres como si fueran verdaderos botines de guerra. Otra es la amarga óptica de Stanley Kubrick en La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, 1987), que comienza por un inventario de los grandes asesinos de Estados Unidos, desde James Earl Ray, asesino de Martin Luther King, hasta Lee Harvey Oswald, victimario de John F. Kennedy, destacando una coincidencia: todos eran infantes de marina del ejército norteamericano. Mas adelante, Kubrick nos mostrará un soldado demente que, agobiado por el acoso y la locura, mata a un superior aún antes de ser enviado al campo de batalla.
Kubrick alcanzaría niveles aún más altos de sarcasmo en Dr. Strangelove (1964), al mostrar cómo un oficial, en un súbito ataque de locura, podría desencadenar una guerra nuclear que acabaría con toda la especie humana. Un film con el que el director logró inocularnos el horror a la guerra atómica, en momentos en los que aún vivíamos bajo esa siniestra amenaza.
Otra visión, esta vez mas romántica, aunque no excenta de tragedia, es Pasan Las Grullas (Letyat zhuravli, 1957) de Mikhail Kalotozov, director soviético que sorprende por el vuelo lírico de su espíritu al relatar una anécdota que acontece durante la llamada Gran Guerra Patria, cuando la Unión Soviética debió enfrentar la invasión alemana. En ella llaman la atención dos secuencias sorprendentes. En una de ellas el pretendiente de Verónica, la protagonista, toca el piano mientras comienza un bombardeo a la ciudad, el hombre sigue tocando impasible, hasta que una explosión irrrumpe como un nuevo personaje en la habitación interrumpiendo el concierto y llevando a los personajes a un ambiguo y extraño desenlace erótico. En otra secuencia asombrosa, Kalotozov intenta por todos los medios hacer trascendente y única la muerte del novio de Verónica, a quien ella espera inútilmente, muerto por el enemigo durante la guerra en un incidente ignorado.
La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998) es un film bastante insólito, en el que el gran director Terrence Malick muestra la guerra en su crudeza e inutilidad, otorgándole al drama de los soldados una dimensión filosófica, que debe haber sorprendido a más de un espectador que esperaba encontrar una obra mucho más convencional. Hay momentos en esta película que hacen pensar en la esencial inutilidad de la matanza, aunque ella pueda ser justificada por la necesidad de enfrentar un enemigo dispuesto a destruirnos, aunque esa matanza se oponga a los mas profundos deseos humanos de paz y felicidad.
El pianista (The Pianist, 2002) es otra obra que, a pesar de abordar la guerra en Polonia desde una perspectiva tangencial, demuestra la maestría alcanzada por Roman Polanski, al mostrarnos a través de una cámara impasible, que casi no se mueve, la tragedia épica de la destrucción piedra a piedra del gueto de Varsovia. Film muy cercano a las vivencias biográficas del director –quien logró escapar del gueto de Cracovia–, es una obra que alcanza a establecer una extrema cercanía con el protagonista, un pianista expulsado de su vida cotidiana por la irrupción de la guerra, quien asediado por el hambre y la represión nazi logra sobrevivir milagrosamente y volver a su oficio después del conflicto.
Desde la unidad que permite la amplitud del tema, quisiera referirme más detenidamente a tres visiones fílmicas, que a pesar de su diferente tratamiento estético y estilístico, logran acercarnos con intensidad y vuelo creativo a tres momentos del tema bélico.
En La infancia de Ivan (Ivanovo detsvo, 1962) Andrei Tarkovski enfrenta la crudeza de la guerra con la inocente mentalidad de un niño soldado, quien decidido a luchar contra el enemigo nazi, es asediado por los sueños y deseos que surgen en su mente infantil. Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957) de Stanley Kubrick, nos enfrenta a las crueles injusticias ejercidas por los insensibles oficiales sobre los soldados a su mando. Finalmente, en Casablanca (1942), la guerra como telón de fondo contra el que se dibujan unos personajes inolvidables, marcados profundamente por los dramas personales que surgen en medio del conflicto.
La infancia de Iván (Ivanovo detsvo, 1962)
Este film sorprendente, el primero de Andrei Tarkovski, muestra los iniciales indicios de lo que constituirá posteriormente una obra de gran complejidad y belleza. Un universo personal que dejará profunda huella en el cine moderno. La obra sorprende desde las primeras imágenes por la solidez y seguridad de la propuesta visual, por la forma en que aborda el repetido tema bélico y por la sensibilidad con la que trata el tema de un niño, cuyo espíritu ha sido arrasado por la guerra.
Iván es un personaje que permanece en la memoria por la poderosa carga dramática que su breve vida acumula. Huérfano –su madre y hermana han sido asesinadas, del padre se desconoce el paradero— el muchacho ha decido dedicar su vida a luchar contra el ejército alemán de forma casi suicida. No existe otro horizonte en su vida que vengarse del mal que le ha sido infligido. Enlistado en el Ejército Rojo, Iván es el hijo putativo de los oficiales soviéticos. Estos desean ponerlo a salvo de los peligros del conflicto, que pueda vivir una infancia de niño tal como debiera ser. Pero la guerra y sus crueldades lo han hecho crecer de golpe, el niño es hombre por dentro y tozudamente rechaza las promesas de una infancia en la retaguardia.
A pesar de ello, es imposible que la niñez no perviva en el muchacho. Sueños y ensueños hablan de lo que hubiera sido su vida en circunstancias más felices. Es en esta intrincada mezcla de crudísima realidad y dulces anhelos en donde el vuelo poético de Tarkovski no tiene límites, donde el alma de Iván se hermana con esas otras almas de niños torturados por las circunstancias, Antoine Doinel de Los Cuatrocientos Golpes (Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959) Mouchette (1967) de Bresson.
Recordaba Rafael López Pedraza que Leon Bloy hacía depender el equilibrio del mundo de “el llanto de los niños”. Desafortunadamente este niño no llora, sufre estoicamente mientras el caos del mundo se impone. Arrastrado a resistir la barbarie, Iván sacrifica su infancia, no acepta su niñez, la rechaza, la niega.
La desatada inspiración del realizador ruso rodea este núcleo duro del alma infantil de Iván con la evanescencia de lo que pudo ser, con las posibilidades fructíferas de la vida truncada por la guerra, con la pureza del alma de un niño condenado a la crueldad de lo inevitable. A pesar del drama, el film deja vivo el espíritu puro de Iván, salvado por el ímpetu poético de Tarkovski, por la cristalina visión de su mirada.
Hacia el final de la película hay unas imágenes documentales desgarradoras que muestran el triunfo soviético sobre Alemania. En ellas vemos a los tiernos hijos de Joseph Goebbels, alguno de la misma edad de Iván, asesinados por sus padres. Ni los sueños infantiles de los niños alemanes pudieron escapar a la barbarie.
Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957)
Vi esta extraordinaria película cuando era muy joven. Puedo asegurar que la indignación que me generó continúa alimentando hasta hoy mi fervor antiguerrerista. Estudiaba entonces bachillerato. En mi aula del liceo se sentaba, detrás de mi, sin que yo lo supiera, el hijo del Inspector General del Ejército. En uno de mis arranques de rebeldía adolescente me levanté en una clase de historia y despotriqué a más no poder contra los militares. Fue en ese momento que el hijo del general me confesó quién era su padre, a pesar de lo cual nunca dejó de ser un buen amigo. Era mejor que yo. Su nobleza, bonhomía y paciencia eran extrañas en un hombre tan joven. Más tarde descubrí que ese temple le venía, como sucede no pocas veces, de haberse enfrentado muy joven con la muerte. Tratando de seguir los pasos de su padre se hizo conscripto y, durante un ejercicio, el disparo accidental de otro recluta le interesó el abdomen. Estuvo al borde de la muerte, pero sobrevivió y siguió estudiando bachillerato. Desde entonces siento una particular simpatía por algunos soldados rasos, gente sin más jerarquía que su propia integridad.
Ello viene a cuento porque en esta película los héroes son los rasos enviados a una muerte segura por esos generales bastardos (vuelvo a hablar como un adolescente) que evidentemente no saben guerrear, sino a costa de la muerte gratuita de sus subordinados. Kubrick realiza un film notable contra la guerra, que merece figurar entre las mejores obras de la historia del cine sobre el tema. Además, lo hace con una maestría en el uso de los recursos de la imagen pocas veces vista. El uso del travelling, por ejemplo, en el recorrido por las trincheras, las convierte en un dédalo perverso, donde los hombres yacen entre excrementos, barro y detritus, como si se tratase de los condenados a los círculos más profundos del infierno. El sufrimiento, el dolor y la muerte, son el día a día de estos soldados usados por sus oficiales como marionetas, y cuya vida no tiene ningún valor para ellos.
La película se inspira en hechos reales y ello hace más horrenda la situación que plantea, al mostrar uno de los rostros más aterradores de la “Gran Guerra”; la que acabaría con todas las guerras porque ante sus atrocidades nadie imaginó que se alcanzarían mayores crueldades. Inocente esperanza que se desvaneció ante las nuevas cotas de matanza colectiva alcanzadas durante la Segunda Guerra Mundial.
Como corolario de la demencial situación, tres de los soldados, falsamente acusados y elegidos al azar, deben enfrentar un consejo de guerra y el pelotón de fusilamiento para lavar la culpa de una estrepitosa derrota. La imagen de los generales y oficiales de mayor rango haciendo culpables de su propia incompetencia a los soldados es de una perversidad insólita, por su cinismo despiadado y la actitud implacable y viciosa con los subordinados. El intento del Coronel Dax, el personaje que interpreta Kirk Douglas, quien trata por todos los medios de enfrentarse a la injusticia, está condenado al fracaso desde el comienzo.
El final deja un sabor agridulce, cuando la joven prisionera canta en alemán una vieja balada que habla de un amor malogrado por el destino. Para bien de Kubrick, este film desesperado y pesimista tuvo un final feliz en la realidad, esa joven actriz se convirtió en su esposa y lo acompañó hasta su muerte en 1999.
Casablanca (1942)
Este film, producto en esencia de la industria cinematográfica estadounidense, es la prueba de que esa implacable cadena de montaje, molienda de talentos, imposturas, logros y estafas, podía generar, sin proponérselo quizás, obras de notable e inspirada sensibilidad. A Michael Curtiz, un emigrado de la Europa oriental, como tantos, le pusieron delante un astuto guión de Howard Koch, Julius y Philip Epstein. Por casualidad la productora tenía contratado a Humphrey Bogart, y consiguió también a Ingrid Bergman. Peter Lorre y Conrad Veidt venían huyendo del horror nazi. Sidney Greenstreet era una contrafigura ideal –lo había sido en El halcón maltés (The Maltese Falcon, John Houston, 1941)– y el ambiente, el momento en plena guerra, la imaginaria ciudad recreada completamente en estudio; todo estaba a punto para generar un milagro que persiste en la memoria y parece que nunca dejará de brillar en la evocación de quienes amamos el cine.
Casablanca posee todos los elementos para perdurar. Un guion bien construido y lleno de diálogos memorables, tan memorables que algunas de sus frases cada tanto sirven de título a alguna película contemporánea. “Play it Again, Sam” (Herbert Ross, 1972), queda como una petición para rememorar imaginariamente todo lo mejor que nos ha pasado. Los “sospechosos habituales” (The Usual Suspects, Bryan Singer, 1995) siguen siendo víctimas de la inquina policial, y “de todas las ciudades del mundo y de todos los bares de todas las ciudades” ella sigue apareciendo en el de Rick, ese bastardo y cínico, noble y generoso héroe entre los antihéroes.
Casablanca alude a lo mejor y lo peor del espíritu humano, la débil frontera entre el cinismo y la magnanimidad, la humanidad acosada por las fuerzas del mal en ese interregno imaginario, esperando el momento para escapar a algún lugar medianamente seguro. Y lo hace desde un espacio totalmente “fantasmático”, íntegramente construido por la “fábrica de sueños” con apenas referencias directas a hechos históricos, pero tan auténticos en su reconstrucción fantasiosa que a veces parecen más reales que la realidad. No porque sean más auténticos, sino por la perenne huella de verdad que dejan en la memoria.
La película es quizás una de las obras que mejor ilustran la teoría de algunos historiadores, quienes afirman que las imagenes que nos dejan las películas de ficción son, en alguna medida, la verdadera visión que conservamos en la memoria de ciertos períodos históricos. La angustia de los personajes, su vileza y su grandeza, recrean un cosmos que de alguna manera es la síntesis de la tragedia humana. Aunque menos tragedia que drama romántico, Casablanca nos reconcilia con lo mejor que el cine puede darnos.
La película consagra como héroe y heroína románticos a Bogart y Bergman, hace de Peter Lorre y Conrad Veidt arquetipos fílmicos y de la lucha antinazi el enfrentamiento definitivo entre la humanidad y la perversidad. Igualmente hace de París el paraíso perdido, el añorado edén donde la felicidad es posible, el lugar imperecedero de la dicha y el amor.
Jacobo Penzo (Carora, 1948), es un cineasta que ha incursionado con notables alcances en la literatura (ensayo y poesía) y en la pintura. Su obra se dio a conocer con el documental El afinque de Marín (1980), y alcanzó relevancia internacional con La casa de agua (1984), filme que lo catapultó a la Quinzaine des Réalisateurs del Festival de Cannes. Además de su extensa obra autoral, Penzo jugó un papel relevante en las luchas por consolidar una cinematografía de autor en Venezuela y por crear instituciones que la soportaran. Fue presidente de la Asociación Nacional de Autores Cinematográficos y de la Cinemateca Nacional de Venezuela. En 2002 le fue otorgado el Premio Nacional de Cine y la Orden de las Artes y las Letras del Gobierno de Francia.
1 Comentarios
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Me sorprende cómo en el cine soviético se aúnan la sensibilidad, la delicadeza y el tratamiento poético de lo que se podría llamar patriotismo (en el caso ruso justificadísimo ante la invasión nazi, refugio de cobardes y de miserables cínicos hoy en Venezuela). Una película que pasaste por alto, La balada del soldado, es otra tesitura de esas mismas cualidades. Es el caso de Johny cogió su fusil, del relato de una periodista alemana sobre las mujeres alemanas violadas por los rusos o la película de Louis Malle, Adiós muchachos e incluso la historia de Lilli Marleen por Fassbinder, la guerra se convierte en parte de un relato que jamás terminará: la fotografía, los encuadres, los guiones, hacen que la guerra sea como un desarrollo más de la comedia humana.