Un asunto veneciano. Entreverado en el tiempo
Por esos años Ansky pensaba que la revolución no tardaría en extenderse por todo el mundo, pues solo un imbécil o un nihilista no podía ver en ella o intuir en ella el potencial de progreso y felicidad que traía. La revolución, pensaba Ansky, terminará aboliendo la muerte.
Roberto Bolaño. 2066.
Ya a un año del desembarco de veteranos de la sierra Maestra bajo el mando de Luben Petkoff y el comandante cubano Arnaldo Ochoa por las costas venezolanas de Tucacas, las tensiones entre antillanos y locales venían acentuándose.
El encuentro en las montañas de Cojedes, a mediados de 1966, de los criollos de centro-occidente con los cubanos y corianos que venían del norte había sido apoteósico: gigantes en uniforme verde olivo, bien armados y alegres en una fila interminable como nunca antes había visto y aún menos integrado. La euforia era general. Fidel personalmente había seleccionado y participado en el entrenamiento de sus mejores oficiales. Pero el difícil acoplamiento entre los dos sectores, la ausencia de combates frecuentes, el encarnizamiento de los cazadores en los ocasionales choques (que no por ello amilanaba a los cubanos: ante una granada enemiga exclama Cupertino: “¡Me la pegaste en la cabeza de la pinga, cabrón!”) tan distinto a la precariedad de los “casquitos” de Batista, y sobre todo dos visiones estratégicas encontradas, fueron minando la columna y la moral de los internacionalistas. Douglas era el jefe supremo y no siempre estaba al frente, lo cual agudizó los problemas internos, que fatalmente estallaron a finales del 67 en una separación amarga y tensa. Los cubanos, acompañados de Luben y algunos locales, se abrieron y fueron regresando graneaditos a la Isla. Luego vino la invasión de la URSS a Checoslovaquia, que Cuba apoyó y nosotros condenamos públicamente, para mayor animadversión de Fidel. Las relaciones de Cuba con el PRV-FALN estaban por el suelo.
Douglas quería entrevistarse personalmente con Fidel y me planteó secuestrar un avión para que le entregara una carta suya al Comandante. Marchamos a Falcón por intrincadas selvas tropicales, sabanas desérticas, apoyo campesino seguro en los sin embargo demasiado desperdigados caseríos montañeros. En Las Virtudes, uno de los más perdidos, se nos unió Basilio por un tiempo (Mochila lo llamaba “Vassili” recordando a un oficial soviético), en el fogón de María pasábamos de regreso largas horas. De vuelta a la montaña comimos mono y guacamaya, y durante los descansos yo me daba a escribir y dibujar en cuadernos. Finalmente y luego de combates sangrientos arribamos a costas corianas. Allí fui evacuado en la maleta de un carro hasta Ocumare de la Costa, y después en Valencia recibí un tiro en la rodilla en un encuentro armado. La herida era de consideración y merecía delicada cirugía a la que, vía Ana Luisa Lovera, amiga de la familia, se adelantó el Chino Coronil con una intervención preliminar. Lejos de desechar por ello el plan del secuestro aéreo, Douglas vio en la herida dos ventajas: 1) me operaría con mayor seguridad en La Habana, o en Europa, donde teníamos buenos puntos de apoyo, y 2) entraría al DC9 como un inofensivo convaleciente enyesado (¿cojo en muletas robando aviones?). En cualquier caso, aquel 12 de febrero de 1969 me acompañarían dos combatientes probados: el teniente de Aviación pasado a las FALN Octavio Martorelli Perdomo y el joven Néstor Perales.
* * *
La acción se desarrolló sin novedad y buena coordinación del comando. Mientras yo conmino al piloto a que se dirija a Santiago, Martorelli y Néstor controlan pasajeros y sobrecargo. A fin de apaciguar los ánimos, el teniente Martorelli preguntó a las nerviosas azafatas si se sabían el himno de las aeromozas; confundidas, responden que sí. A lo cual irrumpe el teniente con estentórea voz de buen barítono: “Azafatas que surcan los cielos/ Coadyuvando a un trayecto feliz…” (o algo del género). Las azafatas se unen en coro alborozadas y todos reaccionan sorprendidos descargando tensiones. Al final, ante el asombro unánime, Martorelli agrega: “El autor de este himno –letra y música- es, modestamente, un servidor”. Risas y alivio general. En adelante el vuelo es distendido.
Se divisa la costa y caza-bombarderos Iliushyn circunvuelan el DC9 de Aeropostal. Pregunto desconfiado al piloto: “¿Está seguro de que eso es Santiago de Cuba?” A lo que responde en mal tono: “Que yo sepa ese es el aeropuerto Antonio Maceo de Santiago de Cuba, caballero. ¡Que yo sepa!” Aterrizamos felizmente en buen puerto, el personal y los pasajeros fueron llevados al hotel Versalles y nosotros tres a una casa de Seguridad. Pocas horas más tarde se apersona el capitán Arana, a quien ya conocía de años antes, quien escucha mi solicitud. Olvídate de entrevistarte con Fidel, me dice. Ni siquiera sabemos si te manda la CIA. Con Piñeiro tampoco. Y me entrega una torre de cintas magnéticas y un anticuado magnetófono para que grabe lo que tenga que decir. Me niego y guardo la carta de Douglas. Ante esa negativa solicito pasaportes para seguir a Europa. Arana dice que eso tomará tiempo y me ofrece operarme la pierna mientras tanto. Rechazo la amable oferta e insisto en que nada tenemos que hacer en Cuba entonces. El trato es frío pero correcto, nos trasladan a una casa de seguridad en La Habana donde la revolucionaria María Bonachea nos prepara manjares deliciosos (“¡Tengo buena sazón!”). Gozamos de bastante libertad de movimiento, hasta el punto de que me le escapo a la Seguridad con la complicidad del arquitecto Sergio Baroni, compañero mío años atrás en la UCV y ahora residente en esta capital. (Unos años antes, en el 63, luego de mi fuga de prisión organizada por la brigada Livia Gouverneur –Alonso Palacios y Nancy Zambrano al mando- pasé por La Habana, invitado por Sergio. Allí celebramos el 24 de diciembre con Alejo Carpentier, Carlos Nones y Bola de Nieve ). Con Baroni recorro la Isla en su cacharro, para gran enojo de Arana cuando regresamos. Pero la cosa no pasa de ahí. Martorelli, Néstor y yo incursionamos cada vericueto de La Habana Vieja, conocemos chicas, y a las pocas semanas nos entregan sendos pasaportes venezolanos con nombres cambiados y unos dólares. Volamos a Praga y de ahí a Italia. Después de unos días en casa de Renza, compañera en Bolonia, me despido del grupo y soy trasladado por Anayansi Jiménez a Venecia, ciudad encantada donde finalmente soy operado de la pierna, en lo que habrá de resultar una imborrable vivencia hasta el sol de hoy.
En Venecia me reciben Luigi Nono y su esposa Nuria Schönberg, hija ítalo-estadounidense del famoso compositor austríaco de origen judío Arnold Schönberg. Luigi era un encumbrado compositor atonal miembro del Comité Central del Partido Comunista Italiano y ya había conmocionado el país político y artístico diez años antes con Intolerancia, obra feroz saboteada por los fascistas en su estreno.
En tanto militante comunista su posición fue la de los intelectuales críticos del abierto prosovietismo asumido por Cuba, y conversamente, de solidaridad con los pocos guerrilleros disidentes como nosotros. A ello se agrega que Nono había estado en Venezuela en el 63 durante el Festival Internacional de Música celebrado en Mérida, departiendo con jóvenes creadores rebeldes como el chino Víctor Valera Mora. Todo esto contribuyó a la generosidad de esa familia al recibirme en su hospitalaria casa de la isla de Giudecca, a pocos minutos de la plaza San Marcos en vaporetto y con vista opuesta al Lido. Y también a que se coordinara felizmente lo de la operación en la pierna izquierda con un destacado cirujano de Venecia que, estando al tanto de mi condición ilegal, no vaciló en proceder. Previo a la intervención, el gran pintor rebelde veneciano Emilio Védova me paseó por los canales más hermosos del mundo en su potente lancha a dos motores, pirata Barba Negra de ojos alucinados surcando conmigo las descompuestas aguas proverbiales.
La operación fue exitosa. Se llevó a cabo en el modernamente acondicionado hospital renacentista San Giovanni e Paolo con vista a la estatua ecuestre del condottiero Bartolomeo Collioni, del Verrocchio. Yo tenía un radiecito y en la noche adiestraba mi oído italiano escuchando Radio Capodistria. Durante tres días estuve levitando por efecto de la heroína que me inyectaban para atenuar los fuertes dolores, salía por la ventana, y en vertiginoso planeo crepuscular sobrevolaba la bella ciudad canalizada y, más allá, fértiles campiñas, riberas cenagosas y pueblitos de cuento. Pero, para mi mayor contrariedad, el medicamento fue prontamente suspendido. Me enyesaron de nuevo y luego fui trasladado donde los Nono-Schönberg para progresivamente irme rehabilitando y caminar. La vida en familia era amable y sorprendente. Hablábamos de todo. Con las niñas pasaba horas, especialmente con Serena, Serena Bastiana (el segundo nombre por Bastian y Bastiana de Mozart). La llamábamos Serena, tenía nueve años y yo le dibujaba “animali fantastici” -elefantes con ruedas, fieros “resorterontes“ y demás “ligartijas“– que la divertían a mares mientras Bandito, el perro, jugueteaba a su lado. Sylvia tenía 13 años y otros intereses, pero era igual de cariñosa. Les hice retratos y me autorretraté. Ya en el 66, cuando bajé a Caracas para que mi amigo de infancia Charlitos Brewer me enconchara e inyectara en su casa glucantime dos veces diarias, durante 45 días seguidos, por una leishmaniasis cutánea, había comenzado esa rutina para matar el tiempo.
Después empezaron las excursiones con muletas por los intrincados vericuetos de la embrujadora ciudad. El hedor del agua descompuesta en los canales fue deviniendo bienvenido aroma más bien tierno, así como para la vista se iban haciendo amables las texturas añosas de las calles estrechas. Transcurría por ellas horas solitarias que en temporada baja desconocían las multitudes de ahora en cualquier época. Una tarde percibí en una esquina un olor a fogón que me transportó al recóndito rancho de Basilio y María en Las Virtudes. Cruzando puentes y comprando pescado en el Rialto me fui enamorando de Venecia.
Pude haberme enamorado también de Nuria, que era preciosa, risueña, inteligente, además de vivir los habituales problemas conyugales que años de convivencia con un marido vehemente suelen acarrear (el gordito Sánchez Matos, veterano también de la guerrilla, que vino a visitarme, me azuzaba a que le echara bolas: yo evidentemente le gustaba a Nuria, me insistía. Este pudo haber sido, tal vez, el verdadero asunto veneciano). Pero mi moral espartana me contuvo y nunca pasó nada. Durante meses la vida en la Giudecca procedió entre buena mesa y animadas tertulias. Compartía entusiasmado con los amigos íntimos, en un italiano cada vez más fluido, aventuras y desatinos vividos esos años. Y una vez Marinella, bellísima aristócrata habituée de los Nono, se sorprendió (me lo confesaría más tarde) enterarse por un pirata aéreo caribeño de una novela de Thomas Mann de la que no sabía: Las confesiones del estafador Félix Krull.
* * *
Nono era a la vez desmesuradamente amable, apasionado, terco y rotundo en sus opiniones políticas y musicales. Se reunía con trabajadores de sindicatos y alcaldías rojas y les hablaba de dodecafonía, encabritándose cuando un obrero le aclaraba que al llegar cansado a casa prefería a Rita Pavone. Una noche, luego de una cena opípara y bien roseada de tintos y grappa del Friuli, Gigi discutió airadamente con Massimo Cacciari (llegaría a ser décadas después alcalde de Venecia) y volteó en campana el pesado mesón de madera desparramando sobre el piso platos, restos de espagueti y asado, cubiertos y botellas. Tal era en ese alegre hogar el tenor de ciertas tenidas entre camaradas.
* * *
Después de la operación duré varios meses con yeso y muletas. En esas condiciones empecé a viajar en tren a Roma y Bolonia, haciendo contactos y recabando fondos para la revolución. Visité a Marco Ferreri en la Piazza Mattei en Roma, conocí a Cesare Zavattini, guionista de Vittorio de Sica, y contemplé en su casa una pared completa minuciosamente forrada de pequeños retratos suyos regalados por amigos artistas, que me impresionó. Al cumplir tres meses en Italia me vi obligado a sacar visa francesa y viajar a la Ciudad Luz con pasaporte falso en las mismas funciones por otros tres meses; pedía nueva visa italiana y regresaba a Venecia, donde me sentía en casa. Durante el año 70 esta fue mi base de operaciones, y por mediación de Gigi conocí a Carlos Franqui y en París a Jorge Semprún, quien desde entonces se convirtió para mí en modelo de hombre de izquierda íntegro, peleador, creativo y valiente.
* * *
En París organizamos un minúsculo pero eficiente grupo clandestino integrado por inconformistas locales, metecos y latinoamericanos que no encajaban en organizaciones ortodoxas, como los conservadores comunistas franceses, trotskistas o maoístas. Algunos habían pertenecido a redes de apoyo durante la guerra de independencia de Argelia, varios músicos entre ellos. Hacíamos reuniones que a veces terminaban más libertinas que libertarias.
Una noche decembrina improvisamos un bonche fabuloso con bastantes amigos cerca de la Closerie des Lilas, plaza Mariscal Ney, en el mini-penthouse de Roberta Grossberg, judía nuevayorkina fabulosa oficiante de jazz latino en su descomunal piano de cola Steinway and Sons. Roberta era espantosamente gorda pero bella y con una vocación de anfitriona y un humor negro reminiscentes de Gertrude Stein medio siglo atrás. La mitad del minúsculo espacio lo ocupaban su exuberancia física y emocional y el piano de cola, la otra mitad el apiñado grupo. Se armó un bembé de una estupefaciencia atolondrante embutida en frenético afrorritmo latino, que desembocó en trencito humano apretadísimo, alegre seguidilla sandunguera y rumbosa. Girando entre sudores alrededor del Steinway, arrancó con uno dos y tres el paso más chévere, el paso más chévere de mi conga é, seguido de Songorocosongo songo bé y otros estándares, para concluir escandalosa, sin orden ni concierto, en una ensordecedora iluminación bendita, febril y contagiosa, profanadora de toda racionalidad no caribeña, alrededor de Grossman al teclado, el dominicano Gonzalo Pérez Cuevas en los cueros y, de paso por París en afortunada coincidencia, el ya leyendario y grandioso Alfredo Chocolate Armenteros con su trompeta redentora.
Fue una velada inolvidable.
* * *
Pero no todo era fiesta y contactos con intelectuales. Lo primero se daba muy ocasionalmente para desahogar tensiones en una actividad ilícita e intensa. A pesar de que los documentos falsos estaban, por decirlo así, en orden –visas y sellados de salida y entrada oficialmente válidos- los riesgos eran permanentes. Me reunía también con grupos obreros desentendidos de la burocracia sindical y con trabajadores a destajo, sobre todo españoles perseguidos por el franquismo. Miembros de la dirección del PRV-FALN aparecían de vez en cuando, con noticias frescas de Venezuela y plata, que animaban las discusiones y el trabajo. Pero abundaban los largos intervalos de soledad y pobreza: en la medida en que en Venezuela la actividad armada iba menguando, la solidaridad también flaqueaba, y los escasos recursos económicos que entraban tenían que administrarse con más austeridad. Después de días afortunados llegaban los de las vacas flacas, los del cartón de huevo y la baguette. Sin embargo, ya yo venía comprobando que a pesar de esos períodos de severa penuria, la condición rentista de nuestra economía favorecía de alguna forma, incluso la revolución: el atraco rebelde a un banco en Caracas por una suma X representaba en la práctica diez veces más de lo que uno equivalente en La Paz. Ello me aguijoneaba. Por otra parte, después de los acontecimientos de mayo en Europa, el contenido político de las luchas cambiaba. Siendo nosotros mismos pájaros raros en el medio revolucionario –nos habíamos peleado con los rusos, con los cubanos, distanciado de los chinos (a quienes me había tocado visitar varias veces en misión a Pekín, ya en el 64 había bajado en tren hasta Hanói y servido de intérprete en francés a Ho Chi Minh) y sin comunicación con los trotskistas–, era inevitable irnos asociando progresivamente, en pensamiento y práctica, con las nuevas corrientes disidentes: ambientalistas (Los límites del crecimiento), minorías sexuales, feministas, grupos étnicos rebeldes… Los dogmas y fanatismos que arrastrábamos fueron cediendo a la duda, la confusión y a modos más actualizados de abordar la también cambiante realidad mundial, incluidas las veloces y arteras mutaciones de la economía de mercado.
* * *
Una tragedia familiar llevó a mi madre a reunirse conmigo en Paris, donde pasé con ella días de intimidad y afecto que antes no había conocido, conversando en los cafés y paseando por los bulevares. Con Pierre Samson y Caroline visitamos a los padres de aquel en Beauvais y comimos frutas de mar en el puerto nórdico de Dieppe. Y en días más sosegados caminábamos mamá y yo largos kilómetros entre Clervaux y Drauffelt, pequeño pueblo luxemburgués donde el amigo Rem tenía alquilada una estación de tren en desuso, piano incluido, en cuyo teclado, entre estruendo locomotor y estruendo, yo perpetraba la invención número cuatro de Bach con la mano derecha. (El piano: mi gran frustración: en una segunda exposición individual, Al otro lado del Río, en la galería Minotauro (2005), se repite insistente la figura de un personaje, entre mi padre –buen pianista- y yo, tecleando el recurrente Steinway de la infancia, una pareja juvenil acostada sobre la hierba al fondo, al otro lado del río, inspirado el título en la no muy lograda novela homónima de Hemingway que se desarrolla en Venecia, y que acaso por ello siga gustándome).
En junio de 1971 regresé a Venecia por última vez esa década. Llegué sin yeso y sin muletas y la despedida fue muy emotiva. Gigi, Nuria, Sylvia y Serena eran mi familia veneciana, y lo siguen siendo.
* * *
La vuelta al país fue por Cartagena de Indias, que con Puerto España constituía una de nuestras vías secretas de entrar y salir inadvertidos. Me había tocado emplear esa ruta varias veces y me encantaba permanecer en ese fabuloso pedazo de Caribe al menos dos o tres días con sus noches. Allí tenía una novia, Ruth Luján, que sólo al final llegó a saber qué hacía yo de verdad, y ello con otro nombre de embuste que inventé, para no vernos más. En Venezuela la lucha armada se había desvanecido, pero no queríamos dar el brazo a torcer. Y a pesar de que terminamos desmantelando los últimos foquitos guerrilleros que quedaban, seguíamos empeñados en que, a la larga, ésa era la vía. Un malestar creciente fue corroyendo el ánimo de la dirección: la realidad nos bofeteaba y nos negábamos a mirarla a los ojos y reorientar el rumbo. Las discusiones se hacían cada vez más amargas y bebíamos demasiado. Era como un matrimonio cansado.
Yo había comenzado a escribir una novela en 1962, estando preso en el Fortín San Carlos en La Guaira, en la misma mazmorra, se decía, donde había sido huésped el Generalísimo Miranda. La narración versaba sobre la lucha que librábamos y aspiraba a un tenor épico y romántico. Pero suspendí el intento. En Venecia lo retomé, ya con el ánimo más reposado y crítico. Y de regreso a Venezuela volví a entrarle, descubriendo para mi propio asombro que el tono vital de la narración no sólo había dejado de tener cualquier cosa que ver con la epopeya, sino que, por el contrario, se había hundido en un sombrío intimismo, lleno de penosas reflexiones, de dudas y asomos de miedo ante la insensatez que estaba deviniendo nuestro empeño. Y mi vida. Las controversias en la dirección del PRV se recrudecían en la medida en que lo que hacíamos seguía estando de espaldas a la realidad.
A finales de la década Alí Rodríguez, «Fausto», se atrevió a plantear clara y tardíamente en el buró político que debíamos abrirnos a la vida legal. Era lo correcto, pero Douglas se opuso y Alí se separó con una parte del partido (previamente yo había participado con él durante años en un sesudo, clandestino e inagotable seminario del PRV sobre petróleo). Permanecí con Douglas pero sin ánimo, me separé de la organización y me casé. Desentendido de todo compromiso político, subí con Marlenita a Sanare en los Andes larenses, donde había combatido junto a Argimiro Gabaldón y mi amigo de toda la vida Juan Carlos Parisca, y con Luben, Fausto y los cubanos.
Fundé hogar y retomé la novela. Recuerdo que para ese momento le había puesto por título, en tono más bien cínico, Todos éramos Lord Byron.
Cínico porque la alusión ahora era no al candor y la frescura lírica que el nombre del poeta generalmente evoca. Sino a su lado oscuro. George Gordon Lord Byron encarna el inicio del movimiento romántico en lo que además habría de tener de voluntarismo suicida, de obstinación maldita y de violencia desesperanzada, tal que encarnó él mismo en vida, obra y, sobre todo, muerte. Muerte obstinada combatiendo desventajosamente en Grecia a los otomanos. En nuestro caso la estrategia armada de los sesenta, arrastrada y represada obcecadamente por diez años, representaba esa misma fijación ciega que iba mucho más allá de y contraria a la lógica de una alternativa de transformación honda pero realista, y que en última instancia era no más que empeño orgulloso en no ceder. Fue en esa época de algún modo primaveral, con Marlene y nuestro primer hijo Esteban, en el campo, desvinculado de toda acción política, cuando puse en pluma de Tadeo Cuevas, protagonista central de la interminable novela autobiográfica, los siguientes versos:
Libré arteros combates que prefiero evocar henchidos de recia carga homérica
(Eso fue un ayer breve y demasiado antiguo).
Tras ellos prosiguió una vida extendida de sorda y arrogante soledad
Que terminó encallando, con holgada tardanza y sin dolientes,
A orillas de esta aldea de bruñidos traficantes de tubérculos.
Hoy ocupa mi ser un animal huraño y aturdido.
Necio (y no sabio) soy, proclive al llanto,
Sombra más que sustancia.
¿Qué fue lo que pasó?
¿En cuál encrucijada, en qué recodo se me invirtió el sendero?
Y si ello no fue así
¿Qué carajo hago aquí, sobre un pupitre,
Repasando lecciones de Formación Moral y Cívica,
Al borde mismo de estar pagando impuestos,
La espada rota,
Cansado el corazón?
La herida fue cicatrizando y nos mudamos Marlene (Fernán en la barriga), Esteban y yo a Casita Blanca, una pelotica de barro y tejas montada en una loma merideña, donde con Charlitos y los futuros compadres Bettania y Luís Cornejo compramos un terreno con vista a la Sierra Nevada y al Lago de Maracaibo. Superados los traumas, esos fueron los años más felices de mi vida. Durante el día abríamos a tractor la carretera hacia la finca; en la noche, muerto de cansancio, soñaba con una montaña de follaje cerrado y pájaros chillones que comíamos. Y, recurrentemente, sobrevolaba Venecia y más allá, los ríos del norte, el Po, el Piave el Tagliamento, en una fantasmagoría de planeo onírico. Al bajar a la capital enviaba a veces una postal a Nuria –su marido había muerto- y a las niñas, ya mujeres. Nunca recibí respuesta pues, en el campo, las casas no tienen dirección.
En Casita Blanca retomé el dibujo. Marlenita es pintora y su prolífico y exuberante pincel me incitó a pintar a mi vez. O a dibujar más bien. Retrataba a Marlene y a los niños, boceteaba caballeros renacentistas en combate y volví al autorretrato. Y la jovial beatitud del hogar me llevaba a ver y reflejarlo todo más hermoso, incluyéndome (lo que ella, burlona, no vacilaba en barruntarme). Trabajé en la película Candelas en La Niebla de Beto Arvelo (1986), Gustavo Rodríguez protagonizando.
De ahí me fui a Guayana a buscar oro, visitando Casita Blanca una vez al mes por diez días. Permanecí con la Greenwich en las selvas del Cuyuni durante dos años y regresé definitivamente a Mérida con los bolsillos rotos, lo que –además de un amor guayanés no correspondido (pero sí descubierto)– seguramente contribuyó a que Marlene terminara maleteándome. Acaso también a que en esta nueva derrota solitaria me ensimismara más, entregándome a partir de 1993, a un ahora frenético, casi a dedicación exclusiva, autorretratismo cotidiano que con ocasionales interrupciones he continuado, sin saber por qué, hasta hoy: veinte años de registro diario del cruel desgaste de un mismo rostro en todo el abanico de limitadas muecas e ilimitadas y progresivas arrugas infamantes, en adelante no eludidas, sino más bien agarradas por los cachos y acentuadas, prolijamente exploradas y expuestas, tal que la ahora tampoco soslayada caída, segura y pertinaz, de una nariz antaño más bien proporcionada.
Vivía para esta época solo en Mérida, a salto de mata, con ocasionales encargos gráficos de mi compadre Alberto Meléndez, “Gaspar Rojo“, alguna vez Embajador de las FALN en La Habana, segundo sólo al de Vietnam, y en los noventa director de la Casa de la Cultura Juan Félix Sánchez. Chávez triunfante el 98, Alí Rodríguez es nombrado Ministro de Energía y Minas y, en aras de la vieja amistad y conociendo mi mala situación, me incorporó a su equipo inmediato, primero como Director de Asuntos Internacionales y luego como Gobernador de Venezuela ante la OPEP.
Son días intensos e interesantes, pero exigentes de una superación profesional constante y de una entrega total al mundo del petróleo, del que no sólo me siento cada vez más ajeno sino incluso esencialmente extraño. Renuncio, en buenos términos con Alí, Mommer y Silva Calderón. “Tú lo que eres es poeta” coincidimos los cuatro. Durante tres años había viajado casi mensualmente a Viena y engordado considerablemente, lo que quedó registrado, de traje, corbata y apretado cuello, en los autorretratos que no cesaron por un día, tal que consta en archivo. Quedé otra vez cesante y rechacé la oferta de una Embajada en el Caribe, acaso, entre otras razones, recordando la pésima opinión que tenía mi tío Humberto de militares, curas y diplomáticos, en ese orden.
El borrador de la novela, por su parte, bastante extenso y casi completo, lo había dejado en manos de un profesor amigo en Mérida, Premio Nacional de Literatura por más señas, quien lo extravió. Por lo que me volqué con mayor fruición en los autorretratos mientras buscaba trabajo en Caracas y sentido a la vida. “¿Para qué sigo en esto?” se pregunta algún bosquejo de mirada aturdida, sin ninguna respuesta. Rembrandt, sin duda, con sus sesenta y tantas autoaproximaciones a ese rostro cambiante, había influido en los inicios de mi empeño. Pero en el 2003 yo ya llevaba más de tres mil. ¿Para qué?
Este compendio, que mi pana de tiempos de Arquitectura y “conchas”, el Flaco Domingo Álvarez considera en su conjunto “un cuerpo“, que hoy alcanza aproximadamente seis mil pequeños dibujos en grafito de mi cara; que van desde el hiperrealismo de M. C. Escher hasta las deformaciones más abstrusas, y que tal vez, como señala mi amigo Fernandito Rodríguez, merezca más la atención de un psiquiatra que de un coleccionista, está a la venta.
* * *
En el 2001, estando Marlene de visita en Viena con Fernán, nuestro hijo menor, los invité a pasar unos días en Venecia, a una noche de viaje en tren. Amanecimos en Mestre, nos alojamos en una posadita bordeando la ciudad y recorrimos hasta el agotamiento callejuelas, puentes y canales amablemente hediondos, sumergidos los tres –yo, treinta años después– en un carnaval endémico y una anteriormente desconocida multitud de turistas asombrados. En San Marcos abordamos el vaporetto y desembarcamos en Giudecca. Había olvidado el número de la casa, pero recordaba el recodo hacia el Adriático y consulté a un parroquiano (“Gigi Nono, lo scritore!”, exclamó, equivocando la profesión del difunto) y nos condujo a ella. Reconocí la fachada y el número, y toqué el timbre con un nervioso cosquilleo en el estómago. Estuvimos esperando un rato, pero no había nadie en casa.
Caracas, marzo de 2014.
5 Comentarios
Escribe un comentario
Una lectura como para un domingo lluvioso. Agradecido con Alvaro por compartirla. Que clase de vida!
Increíble recuento de una vida que, para mi y creo que para la mayoría de tus primos, ha sido un misterio lleno de interrogantes, inquietudes y fabulaciones.
Me gustó mucho tu vida novelada. Sentí cierta envidia por el contraste de tu relato de aventuras y loqueras con mi vida satisfecha pero escasa de aventuras y desorden. Llama mucho la atención esa manía de dibujarte a ti mismo. Estoy en España en la bella Asturias y me has hecho pasar un buen momento
Soy muy amigo de Álvaro tu hermano agrónomo desde 1965. Saludos.
Gracias Alfredo.
Papá hubiese disfrutado este lectura con locura. Que bien narrado todo Catire! No todo es en vano. Vendrán tiempos mejores.