La voz “par coeur”
En el año 2009 –a partir de un ejercicio investigativo que desembocó en la exposición “Ciudad volátil, arquitecturas transitivas de la vanguardia caraqueña”– tuve la oportunidad de conversar con Yolanda Pantin sobre su poesía. Recuerdo que fui a visitarla con Beatriz Bellorín. En esa mañana, tras tomar varios caminos de subida y bajada por montañas empinadas, hasta dar con la dirección exacta, al cruzar la puerta de su apartamento, el primer detalle que despuntó fue el siguiente: sobre el marco de una puerta colgaba un letrero de esos que identifican las quintas caraqueñas, pero le faltaban algunas letras; eso sí, estaba pulido, pero era inocultable que llevaba encima la pátina del tiempo: C ican o
Este fragmento del pasado me colocó justo al frente de la huella, el rastro de lo que fue alguna vez, la palabra rota, el signo de la ausencia que vibra, las letras reclinadas –cursivas al fin– y algo veteadas dispararon la más inocente y sencilla de las preguntas: ¿y eso? Pantin, con tranquilidad, remitió la anécdota. Lo hizo como si hubiera tenido que elaborarla mil veces, tal vez –me dije entonces, tras escucharla y repasar los muy significativos momentos del encuentro– la “explicación” de esa viva ruptura ya forma parte de una experiencia plenamente asimilada. El origen del letrero, C ican o, situó la conversación en los ochenta, cuando Pantin asistía al taller de Antonia Palacios en la quinta Calicanto. Décadas más tarde –aquí la otra médula del asunto– la casa donde transcurrieron esas reuniones fue demolida y vuelta a levantar, cosa tampoco muy inusual en las ciudades con pretensiones más o menos modernas (la pasión “reconstructora”, la ansiedad de volverlo todo “nuevo” con sucesivos revolcones al pasado). Quiso la casualidad –o ese otro rostro para nombrar al destino llamado azar– que Pantin pasara por esa larga y solitaria calle de Altamira cuando un grupo de obreros desmantelaba los cimientos. Así pudo recoger, en medio de la polvareda, ese fragmento que concentraba mucho de aquellos “lunes de Calicanto” (¿y de dónde sino de ahí –“olvidadiza memoria”, dirá Maurice Blanchot en El diálogo inconcluso– podrá “salir” la poesía?).
Pero este no ha sido el único desplazamiento que ha tenido la ya muy particular vida del letrero: en la primera edición de País –publicada por la Fundación Bigott en el 2007– me lo encuentro de nuevo, esta vez con un título discreto que alude a los horarios de reunión (“LUNES, 8 P.M.”). Decir que aquí aparece un “síntoma” es poco, anunciar que ya el letrero se ha vuelto una imago –un fantasma– podría situarlo en el lugar de la poesía y sus búsquedas (dirá Jacques Derrida en “Che cos’è la poesia?” [“¿Qué es la poesía?”]: —un seul trajet à plusieurs voies, “––un solo trayecto de múltiples vías”). No se trata nada más de dar con una suerte de “signo de los tiempos” que ayude a comprenderlo todo bajo su perpleja imantación –estos años terribles, un tramo de la literatura venezolana contemporánea, una historia muy personal y familiar, la relación significativa con la conductora del taller– sino de entrever la marca que ofrece, el muy íntimo giro, el gesto y el empeño de rastrear y mover al terreno del poema lo que ha sido tocado por la borradura y permanece como rotura y “residuo”. Justo ahí, me digo, en la reverberación de C ican o, aparece el país de País, el de Pantin, el más íntimo y certero, no el proyectado por los medios de comunicación, ni por los aparatos de propaganda, ni mucho menos por el estruendoso juego de insultos y arengas que “marca” de modo cada vez más terrible las dos últimas décadas venezolanas (y hasta puede instalarse en los lugares menos sospechados, los que de entrada podrían considerarse más “inmunes”).
Ese otro lugar en País, profundo y espeso, tan histórico como imaginario, surge precisamente a partir de estas fricciones que implican una relación muy particular con los otros y una forma de estar en el mundo y poner algunas palabras sobre los días vividos. Aquí parte del tránsito que es posible reconocer en ese mismo país (voz baja, incertezas), su pasado anunciado en la fragilidad de un letrero –se mueve desde las ruinas de la casa hasta la página– marca el tono de una poética que sabe mirar hacia atrás desde el presente, cuando va sobre sí misma y retorna sobre cada vericueto suyo, como si esa materia dúctil y susceptible a las más diversas transformaciones pudiera retomarse –¿“reescribirse”?– en la reverberación de la voz y así encontrar un registro para decirse como “testimonio” –el estallido de su literalidad– y ejercicio de la voz que vuelve sobre sí misma: oír los ecos del pasado, cómo suenan, qué habla en sus intersticios.
Así pareciera moverse el subsuelo que dinamiza la escritura de País, la crónica íntima de un duelo y la colección de pérdidas que se retoman, la genealogía afectiva (C ican o prefigura lo que será Tráfico).
La voz firme y oscilante de Pantin va tomando un registro más “oral”, “hablado”. Su dicción se vuelve tan “personal” que roza la confidencia dicha al amigo. “Querido Igor” puede conversar muy bien con las letras que “faltan” y las verdades que by heart se completan. La puesta en escena de esta confidencia delata que el país no puede ser solamente una “idea” (¡y cómo podría serlo!), ni es definible en dos trazos demasiado conceptuales, pero sí vive y transcurre en un conjunto de voces, algunas lejanas y otras no tanto; hablan de cerca, en la calle y en los libros, miran el pasado –familiar, histórico– desde las inminencias del presente, pero ampliado y descolocado, ramificado y trasladado al lugar del desasosiego, la elegía y la melancolía, allí donde la experiencia entra en sus más ásperos interregnos –sus entredichos– y aparece la conjunción de sonidos que engendran ritmos y sentidos cargados de fuerza interpeladora, anverso y reverso de lo real (o su reincidente “imago”). “Querido Igor” sintoniza con la exposición de estas pesadumbres: bajo la discreta forma de la “misiva” va escondido el relampagueante insight (¿puede el balance de una experiencia atisbarse en el encabalgamiento del verso?):
Pérdidas, por lo que hemos acumulado
como saldo de vida; derrota
por las batallas que no hemos ganado,
ni ahora ni nunca; fracaso
frente a aquella adolescente que
amó los caballos y la pintura
y que ahora se ofrece al vacío.
Pero esta voz que bien sabe entonarse por lo bajo interpela, de pronto se abre y le habla a otro espacio, el de “ustedes”, desde una certeza que al parecer solo puede otorgar la pérdida y la consciencia de todo lo irreparable. Queda una suerte de desasimiento y otra forma de interpelar, indirecta y soterrada, irónica y cortante. Sale desde el cuerpo y la sensibilidad. No pasa por la arenga, no es la voz del militante, tampoco la del funcionario, aunque la describa. “Exilio”, así parece, suena como un elocuente portazo verbal:
Ustedes
perdieron un país
dentro de ustedes
País y su registro lleno de silencios, habla de duelo y susurros, se mueve del yo (“Ay, Yolanda”) al tú y al ustedes, pero también apunta a otra memoria –más amplia, más impersonal– que se engarza con esa noción interior llamada país, sí, no la “patria” (¡!), no sus estruendos, no sus recetas que todo lo enredan, no su ya larga lista de jaurías y epitafios, no sus consignas (torturas y mazos, colas y refugiados, literalizaciones del temible “patria, socialismo o muerte”); no, no la superposición de una supuesta “identidad nacional” que solo rebaja y empareja hacia abajo, pero manda y “habla” –¿habla?– en lo alto, allí donde las épicas –los padres fundadores, olímpicos, irrefutables– no tienen tiempo para mirar en los escombros y lo más menudo, ahí donde el país se pierde “dentro de ustedes” (“¡dentro!”). En ese lugar ocurren los derrumbes simbólicos, las contestaciones, las separaciones, los recuentos de las penas cuando son demasiado largas y hasta se les puede advertir su linaje, pues hay espacio expresivo muy sensible que el “discurso oficial” –las cadenas, los meetings, los panegíricos– no puede tocar, porque ocurre en un plano más secreto (¿pero para qué quiere gritar la pena si está afinada en la poesía?). Si de “hablar bajo” se trata para dar con la voz de ese país personal y compartido, el que reverbera desde la discreción de un letrero, habría que detenerse en fragmentos de “El Rosario” para percibir cómo el lente se va ampliando cada vez más; así, esta voz que habla desde sus certezas más profundas puede trazar el arco desde la amplitud del país y su alterada historia –cuentas, letanías– hasta la exploración –par coeur– en la intimidad del inextricable pronombre “yo” (¡y qué faena!):
Historias de rapiñas,
son las nuestras,
en Venezuela, historias
de pérdidas, de laceraciones
por cuanto el cuerpo
ha sucumbido a la violencia
y el alma a las vejaciones
a lo largo de los siglos.
¿Cuántas guerras
no se sucedieron
y pueda decirse
que alguna familia
no perdió a un hijo
en las batallas?
Quedaron las arengas
con su poderío.
Nunca se cerraron las heridas.
Que cada quien dé su testimonio
Yo ofrezco el mío.
Y la vuelta del letrero, C ican o –esté donde esté: colgado en lo alto de un muro, dentro de una página, captado por la cámara de Beatriz Bellorín– permanece como esa herida –la demolición de la casona, la astilla de su derrumbe que se desplaza hacia otra casa y se encaja en las memorias por la inquietante fantasmagoría de lo que sobrevive– cuya proveniencia viene a ser una elocuente y poderosa metáfora del país, en tanto precaria unidad física y simbólica, pero también afirmación de su insistente y deseosa poesía; así las cosas, a la hora de leer País, ¿cómo soslayar el paisaje histórico que contiene esta escritura que a su vez puede concebirse dentro de un delicado ejercicio memorial que abre las puertas a la súbita recuperación de lo que fue ruina y el poema salva, por recordarlo, lo redimensiona, lo hace “extraño” y “lejano”, pero “ahí”, señalado siempre? Es una respuesta emocional y psíquica: cuerpo hambriento de imágenes, no “programa”, ni receta prêt-à-porter. Y no, tampoco es una lejanía ante lo real, sino una vuelta mucho más intensa a sus redes: reclinar el cuerpo sobre los restos, la hora del sentido vuelto mirada en la melancólica escena de la página, la cal y el canto reventado (su eco) (C ican o), la rememoración de ese día que a su vez es una vuelta a la casa:
“me estaba comenzando a molestar lo que yo estaba escribiendo en la línea de mi primer libro, Casa o lobo; tenía la impresión y la certeza de que la literatura pasaba también por otros caminos, más cotidianos, más rastreros, más banales; empecé a producir unos textos que yo misma llamé ‘poemas bobos’, fueron escritos para provocar la reacción en el taller; sus temas eran banales, no había mayor elaboración y lo único interesante que tenían era que estaban hechos para provocar; eso a Antonia le causó perplejidad, porque Casa o lobo estaba muy cerca de su sensibilidad; ella se sorprendió muchísimo porque no esperaba de mí esa traición literaria; fue un primer momento incómodo, desagradable, pero muy interesante desde el punto de vista intelectual y literario, porque abrió un espacio de discusión; en cada sesión del taller yo seguí presentando mis ‘poemas bobos’ y algunas personas también en esa dirección aportaron textos, hasta que se presentó una situación fuerte; fue un momento duro, Antonia estaba muy sorprendida, porque realmente creo que no entendía lo que estábamos haciendo; era una persona mayor y tenía otras referencias, venía de otras escuelas, y estas provocaciones le eran totalmente ajenas”.
Alejandro Sebastiani Verlezza (Caracas, 1982), es poeta y ensayista. Estudió Comunicación Social en la Universidad Santa María y Letras en la Universidad Central de Venezuela, donde es actualmente profesor. Ha publicado: Posdatas (Caracas: El Pez Soluble, 2009), el diario Derivas (Caracas: bid & co, 2013) y otro poemario: Canción de la encrucijada (Caracas: Editorial Eclepsidra, 2016). Ha preparado junto con Adalber Salas Hernández dos antologías: Tramas cruzadas, destinos comunes (Bogotá: Común Presencia Editores, 2013) y Destinos portátiles (Lima: Vallejo & Co, 2015). Preparó la antología poética Del fluir de Santos López (Madrid: Kalathos ediciones, 2016) y la selección de ensayos La otra locura de Armando Rojas Guardia (Caracas: bid & co, 2017).
Nota del Editor: Alejandro Sebastiani Verlezza hace referencia a la primera edición de País, publicada en Caracas por la Fundación Bigott. La segunda edición, que no se menciona en este trabajo, es la que hizo en el año 2014 la editorial española Pre-Textos. Una recopilación de la obra de Yolanda Pantin, con prólogo de Antonio López Ortega, cuyo título es también País. Yolanda Pantin. 2014. País. Poesía reunida (1981-2011). Valencia: Pre-Textos.
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