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Un álbum fotográfico/literario caraqueño. La industria cultural y sus reapropiaciones estéticas.

El álbum, ese objeto mutable que nos ha acompañado con fuerza desde el siglo XIX, parece enmarcar posibilidades muy disímiles. Hay álbumes ilustrados, fotográficos, álbumes en blanco, álbumes familiares y álbumes industrializados, para adultos y para niños, joyas preciosas y baratijas. Esta multiplicidad hace que sea difícil acercarse a una definición taxonómica de este objeto, tan solo podemos observar tendencias, usos y prácticas más o menos acotables.

El álbum, en principio, es un objeto de contención, un objeto que a veces se presenta vacío,  en blanco, y a veces se presenta como un espacio ya elaborado, completo, que no requiere de ninguna intervención por parte del lector/espectador. El álbum para señoritas, el álbum fotográfico y el álbum de cromos tienen las características del primero, mientras que los álbumes ilustrados las del segundo. Dentro de esa primera categoría hay uno que encuentro especialmente rico, y que a falta de otro nombre he llamado el álbum fotográfico/literario comercial. Me refiero a un tipo de álbum que circuló a finales del siglo XIX y principios del siglo XX y en el cual se coleccionaban fotografías de tamaño diminuto y fragmentos de textos literarios igualmente diminutos. Se trataba de pequeñas cartas -también llamados cromos o barajitas- que usualmente venían incluidas en las cajetas de cigarrillos y que debían ser coleccionadas en estos cuadernos específicamente diseñados para ellas.

La inclusión de fotografías dentro de cajetas de cigarrillos o de fósforos fue una práctica muy extendida en el entresiglo y ya ha sido estudiada por investigadores como Agnes Lugo (2016) o William Acree (2018); sin embargo, la combinación de fotografías y textos literarios en un mismo álbum fue menos común y desplegó otra serie de prácticas culturales sobre las que valdría la pena volver. ¿Cómo dialogó la fotografía y la literatura en estos álbumes?, ¿qué había en común entre ambas prácticas y que permitía colocarlas juntas?, ¿cómo estos registros fueron homologados por la industria cultural?

Para intentar responder algunas de estas preguntas me centraré en un álbum elaborado a principios del siglo XX por la cigarrera venezolana Águila Roja, un álbum que precisamente estaba hecho para pegar tanto fragmentos de “textos literarios” como fotografías en una misma página. Se trataba de un cuadernillo de tapa dura color vino tinto, sobre el que estaba escrito en letras doradas El tesoro de la infancia. Obsequio del Águila Roja[1]. Flores doradas estilo Art Nouveau acompañan este título. La información es escueta pero nos da dos pistas importantes, que se trata de un álbum cuyo eje es la infancia, ¿su destinatario tal vez? Y que el álbum no se vendía sino que se daba como un obsequio, un detalle comercial no menor a la hora de pensar la relación de este objeto cultural con la mercancía. Las flores Art Nouveau y la empastadura no dejan también de ser significativos, se trata de un cuaderno hecho para atesorarse –la palabra tesoro no es casual-; un objeto bello lleno de riquezas, similar a esos álbumes para señoritas que se exhibían en los salones de las casas.

[1] Si bien el álbum no tiene fecha, las fotografías y referencias incluidas en él nos permiten ubicarlo entre las décadas del veinte y del treinta.

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Una vez abierto este tesoro encontramos una serie de páginas temporalmente vacías en las que están impresos unos recuadros donde colocar los cromos. Le toca al lector/coleccionista encontrar sus propias gemas para armar su álbum. Pero, cómo hacerlo, bajo qué orden. Si bien los textos aparecen numerados no así las fotografías ni el cuaderno. ¿estaba en manos del lector ordenarlas a su manera?, ¿construir su propia versión? Es difícil reconstruir con precisión esta práctica, pero si nos guiamos por el hecho de que no había numeración en el álbum y por la manera en que está armado el único ejemplar que se encuentra conservado en la Biblioteca Nacional de Venezuela, podríamos decir que sí.

En algunas páginas del álbum hay intentos de agrupaciones temáticas (edificios, caballos), pero en la mayoría de ellas nos enfrentamos con una mezcla de imágenes y textos difíciles de desentrañar. En una misma página, por ejemplo, conviven una fotografía de un caballo en el hipódromo, una del edificio de la universidad, un poema dedicado a Paquita Escribano, uno a la Bertini y un fragmento de El Conde de Monte Cristo. En otra página encontramos una imagen de la firma del Acta de Independencia, dos imágenes religiosas, una de una actriz, y otra vez la de un caballo de carrera. ¿Cuál es entonces el hilo conductor de este álbum?, ¿es posible encontrar aquí algún tipo de relato?, ¿cómo establecer un conjunto, una colección, a partir de la combinación aparentemente aleatorio de sus elementos?

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De colecciones y relatos

En muchos de los álbumes ilustrados que circularon en el entresiglo –me refiero aquí a los que no requerían la participación del lector- era posible encontrar ejes temáticos más o menos claros. Por ejemplo, álbumes de corte nacionalista que intentaban dar cuenta del país: sus paisajes, sus edificios emblemáticos, sus costumbres, su gente; álbumes especializados sobre vistas panorámicas; álbumes sobre paisajes, profesiones, batallas. Por el contrario, en los álbumes que requerían de un armado por parte del lector estamos en presencia de otro tipo de organización y de otra forma de relatar. En estos álbumes, el lector ¿autor? establece un orden más o menos aleatorio sobre un formato preestablecido. En los álbumes para señoritas, las mujeres seleccionan dentro de una gama abierta de posibilidades los textos e imágenes que desean utilizar y el orden que van a otorgarle a ese objeto. En el álbum ya masificado e industrializado que aquí nos ocupa, la selección se produce dentro de un mundo cerrado de opciones proporcionadas por la industria. El contenido ya está preestablecido más allá del orden que finalmente tome cada álbum. El proceso de selección, organización y construcción de sentido se ve limitado y acotado por la mercancía visual y literaria que la industria comercial ya ha preestablecido como universo posible.

¿Cuál es entonces ese universo contenido en estos cromos? Establezcamos por un instante otro orden, otro grupo de afinidades. Si comenzamos por las imágenes veremos que en su gran mayoría se trata de fotografías que podríamos dividir en varios grupos: actrices, actores, edificios y monumentos, caballos de carrera, imágenes religiosas, personajes históricos, imágenes de películas (este último, sin duda, el elemento más novedoso). En cuanto a los textos, se trata de fragmentos muy breves, generalmente de solo cinco líneas, la mayoría de ellos versos rimados dedicados a un personaje. También encontramos extractos de una novela, y digo una porque en efecto se trata de una, El Conde de Montecristo. A diferencia de las imágenes, los textos tienen un número y se presentan como Post Card. En la parte superior tenemos el nombre de la marca de cigarrillos y en la inferior la indicación de que deben coleccionarse para obtener el álbum, por lo que podemos asumir que ellos son el paso previo, el requisito. Lo literario como el registro inicial.

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A primera vista el mundo de la fotografía y el de lo literario se muestran como dos registros superpuestos con pocas afinidades, pero poco a poco empezamos a establecer algunas redes. Volvamos de nuevo al Conde de Montecristo. Esta novela aparece en ambos formatos: por un lado, como un fragmento escrito, y, por el otro, como imagen, como fotografía fija de la versión fílmica francesa dirigida por Henri Pouctal en 1918. Lo literario se despliega así en la escritura, en la fotografía y en el cine.  Otro ejemplo lo encontramos en Paquita Escribano, la conocida cupletista española: ella aparece como fotografía y como el objeto de unos versos anónimos. Lo literario y lo fotográfico se espejean, pero no a la vieja manera de la ilustración de un texto sino como la posibilidad de devenir en otra cosa. La literatura como fragmento, como fotografía, como cine. Ya la misma noción de la post card nos está hablando de ese devenir, no se trata del libro, ni siquiera del folletín o la prensa, sino de la literatura convertida en postal, en un formato que olvida los viejos soportes para adentrase en registros ligados claramente a la visualidad. De alguna forma se le exige a la literatura que se ajuste a un formato que pueda ser contemplado/leído a golpe de ojo, como la imagen.

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La idea de la literatura como fragmento ya había sido explorada en otras formas de la cultura de masas: las fragmentarias formas del folletín y de la prensa son, sin duda, ejemplos ineludibles, pero en este caso lo literario se condensa en cinco líneas de una imagen que debe ser pegada en un álbum junto con una serie de fotografías. La práctica de lectura se fusiona y deviene en práctica visual. La literatura y la imagen entran dentro de un mismo estatuto, se igualan. De allí que el orden termine siendo indiferente, textos e imágenes pueden estar en esta página o en cualquier otra.

El aparente desorden del álbum obedece, entonces, a estas formas que igualan y desjerarquizan la fotografía, el cine, la literatura. El álbum coloca en el mismo plano estos tres registros y los convierte en piezas intercambiables. Intercambiables en la medida en que todas representan formas ya muy mercantilizadas de la industria cultural, intercambiables porque funcionan como piezas análogas, intercambiables porque sus respectivas especificidades se diluyen. ¿Qué es El Conde de Monte Cristo? ¿Una novela?, ¿un fragmento?, ¿una fotografía?, ¿una película? Es todas ellas.

No quiere decir esto que el lector/espectador no intente establecer constelaciones de sentido –benjaminianamente hablando- sino que esas constelaciones pasan por otras formas posibles de construcción y de ordenamiento más parecidas a las modernas formas del montaje que a las de la linealidad del relato escrito. La convivencia aparentemente desordenada de los formatos responde a la igualmente desordenada amalgama de los contenidos. Como ya mencioné, en una misma página pueden convivir la Virgen María, una actriz de cine, la estatua de Bolívar y un caballo de carrera.

No puedo evitar pensar en las formas del montaje cinematográfico o en los paneles de Aby Warburg, en su Atlas Mnemosyne. Solo que si bien tanto en el montaje como en el Atlas hay una voluntad expresa de construcción y de búsqueda de un sentido otro, en el álbum se produce más bien una suerte de asimilación de nuevas formas de lo visual. Aquí no hay la búsqueda de la imagen superviviente, como diría Didi Huberman, sino el registro de nuevas prácticas de sentido y nuevas formas de mirar que la industria cultural asimila rápidamente. Nuestro lector, ahora también consumidor y coleccionista, debe ir llenando un cuadernillo en donde no hay un relato lineal que habría que reconstruir como el folletín, por ejemplo, o incluso como el álbum familiar, en donde suelen haber unas estructuras subyacentes. Aquí, la linealidad ha desaparecido, pero no así la posibilidad del relato, ese que se construye desde la fragmentariedad y el montaje.

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En ese sentido, me atrevería a decir que el álbum fotográfico/literario comercial despliega una visualidad que parece dispararse en direcciones contrarias: por un lado se apropia de la tradición del álbum, especialmente de la práctica del álbum para señoritas y de la participación activa del lector como editor, y, por el otro, asimila las formas del montaje como posibilidad de construir sentido. En ambos casos hay una reapropiación de prácticas, formas y lenguajes que se sumergen en el mundo de la mercancía visual. La actriz, el caballo de carrera, el cine, la literatura, la arquitectura e incluso lo religioso, son convertidos en mercancía cultural de fácil consumo.

El álbum funciona como mercadillo o como vitrina –volvemos de nuevo a Benjamin- donde podemos mirar no el registro personal de las señoritas decimonónicas ni el relato nacional de muchos álbumes ilustrados, sino la pura exhibición de las mercancías visuales que circulan en el momento. Si hay aquí un relato es el del devenir del espacio de la cultura y de las letras en mercancía y en espectáculo, en barajita intercambiable. El álbum fotográfico literario es, precisamente, la puesta en página de ese devenir, el punctum de un momento cultural en donde las prácticas hegemónicas vieron nacer a sus poderosos hijos bastardos, tan parecidos y tan ajenos al mismo tiempo.

©Trópico Absoluto

Cecilia Rodríguez Lehmann (Caracas, 1970), es doctora en Letras Hispánicas, Universidad Nacional Autónoma de México. Magíster en Literatura Latinoamericana, Universidad Simón Bolívar, Venezuela. Profesora del Instituto de Lingüística y Literatura de la Universidad Austral de Chile.  Dirigió Estudios, Revista de Investigaciones Literarias y Culturales de esa universidad. Es autora de los libros Miradas efímeras. Cultura visual en el siglo XIX (Santiago de Chile: Ed. Cuarto Propio, 2018). (Coord.) y Con trazos de seda. Escrituras banales en el siglo XIX (Caracas: FUNDAVAG Ediciones, 2013).

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