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La enmienda devoradora

Por | 14 diciembre 2018

para Luis Moreno Villamediana

Miguel Angel Campos, retratado por Vasco Szinetar. (Mérida, 2006).

La novela que Rómulo Gallegos escribe en 1921, y cuyo manuscrito fue resguardado con celo, representa uno de los problemas de genética literaria menos abordado por la crítica. Incluso, parece abiertamente subestimado en tanto que se lo asume resuelto por simplificación (aclaró, sintetizó). El forastero (1942) es una novela con una sola redacción pero con dos concepciones del tiempo que le sirve de insumo, el de 1921 y el de 1942; la anécdota es replanteada al punto de convertirse en una relación, perdiendo su ritmo de drama. Cuando uno ha leído aquella primera versión se da cuenta de cómo el autor ha enfrentado un largo tiempo de remodelación moral, y en él tanto el medio como la historia de un pueblo han mediado en forma drástica. Es claro que Gallegos parte de un esquema, y menos de una tesis, como en la necesidad de drenar unas fuerzas, el organizador de sus dramatis personae se debate entre el aleccionamiento y la poderosa carga que sus actores arrastran consigo, pues los ha elegido desde una evidente autonomía de intereses. El fondo civil de la novela luce como una pálida rencilla en comparación con los argumentos y las pasiones con que el asunto es encarado y desarrollado hasta su desenlace; en primer plano evolucionan unos caracteres dominados por emociones, determinaciones, y cuanto ejecutan corresponde a pulsiones que gravitan entre el odio y la desesperación.

Volumen de la segunda edición de El forastero, de Rómulo Gallegos. Buenos Aires: Espasa – Calpe, 1952.

Que el discurso público de estos personajes esté atado a un tema redencionista sólo prueba la voluntad del novelista de indagar en aquello para lo cual él cree que está destinada la literatura: mostrar, hacer relevamiento de la sociedad. Cuan admirable resulta ese desfile de seres acosados, atravesados de angustia, en medio de un contrapunto que a duras penas nos convence de ser una causa colectiva, donde justicia e injusticia, riqueza y pobreza, orden y acecho, parecen dominar el escenario. Aquellos son más reales que el conflicto, están hechos para una saga de otra índole, casi de otra naturaleza, el cuadro didáctico –en su pretensión de ascendencia sobre todo lo demás– se hace insuficiente para contener el alcance de la destrucción latente en aquellos oprimidos y opresores, víctimas y victimarios. De alguna manera aquí se descubre la insuficiencia del correlato como sustentador de un guión de fatalidad, maldad y salvación; pero más aun porque ese correlato está inflado en su real capacidad y prestigio: se trata de unos hombres, de unos grupos aplastados por el gamonalismo, ciertamente, pero sobre todo sin tradiciones épicas ni de masas. En esa primera versión, por ejemplo, se responde al crimen con astucia y alma ladina, conciliación con el mal para, finalmente, sometérsele; la abyección sería así la salida ante la injusticia, lo que es ya absolutamente improbable en Doña Bárbara. La manera como Gallegos libra a Santos Luzardo de la “roja gloria del homicida”, parece santificar la doble moral –y sus usos– de una sociedad que estaba urgida, antes, de explicarse desde sus pulsiones y el mea culpa. En la segunda versión, el acuerdo y triunfo de la corrección ciudadana emergen desde la virtud y su destino providencial.

En la primera, los redentores están lejos de todo maniqueísmo, las fronteras entre la legalidad y el fraude, la virtud y el engaño no son claras; los héroes, desde el comienzo, están teñidos de recelo y así la buena conciencia no es un catálogo de probidad. Marcos Roger, una suerte de Santos Luzardo de 1921, expone así su evangelio de la liberación: “Yo busco el bien, pero como estoy cansado de esperarlo inútilmente por los caminos de la rectitud y de manos de los hombres puros, voy a buscarlo por los atajos del mal”. Y no es que Gallegos quiera atar la fatal temeridad con la paciencia del educador, son sus personajes a los que lleva hasta una conversión. Elimina las escenas de violencia que no testimonien una ascendencia de lo público, todo cuanto exponga al individuo en un trance de auto explicarse queda reducido y simplificado. Es como si se hubiera dado cuenta, con vergüenza, que ha escrito un libro degradante, escandaloso. (La pulsión cesa como certidumbre de una razón, pero se hace residual y merodea como nostalgia, Doña Bárbara es, en estricto tempo, una historia que comienza con una violación y termina con una madre apuntando al corazón de la hija que le ha disputado un hombre; pero toda la novela es una crónica de crimen y alevosía. Se dirá, tal vez, es la barbarie modelando unos hombres sin referencias morales, cebándose en ellos, aunque la insistencia es de tal magnitud como para tener sólo la certeza del mal cediendo alguna presa. A su lado el plan civilizador de Santos Luzardo parece un juego de niños, no se desprende como síntesis de aquel orden de iniquidad. Carmelito, saliendo de entre el pajonal para conseguirse con la zamurera y los cadáveres descompuestos de su familia, el hermanito depauperado gateando entre los cuerpos de sus padres, a uno de los asesinos lo conseguimos instalado dirigiendo un orden salido de aquel crimen: Ño Pernalete; el tremedal, última contemplación de Doña Bárbara, ella parece ser la única que no cree en cuentos; el incesto resulta casi familiar a lo largo de la narrativa galleguiana. En general, Gallegos parece contrastar su proyecto civil no con legado deficiente sino con unos hábitos de insania y venalidad, y en esa medida lo proyectado palidece, pues corresponde a otra naturaleza, se niega a reconocer que la barbarie es demoníaca. El conjuro de ésta será, pues, puramente forense).

Grandeza y miseria de la tesis se nos muestran didácticamente a lo largo de su obra. Si fomenta su prestigio y reconocimiento desde un canon literario, es desde la renuncia a la indagación de su propio abismo frente a los demonios del arte. Se trata de una elección, pero antes nos ha mostrado que sabe a qué renunció. Sus cuentos exploran la sordidez y la crisis humana al margen de todo aleccionamiento o indicación, el formato mismo vale por una decisión: los cuentos no dan para la tesis, ésta requiere de espacio, discurso e insistencia, en cambio el cuento está más cerca del aforismo o el apólogo; el sentido de la tesis es unívoco, el de aquéllos no. Pero lo trágico y el horror siguen presente en su obra, sólo que como circunstancia, no como fatum, y en esa medida su visión de la vida se nutre más de una ética judaica que helénica, más razón y menos fatalidad. Marcos Vargas hundiéndose en la selva y las dudas, el amargo escepticismo de Juan Crisóstomo Payara, son como lunares que vienen de los recuerdos de la primera versión de El forastero. Esto nos demuestra que sus personajes tienden a ser superiores a su circunstancia, si los cuentos son puro personaje, en las novelas el autor se impone rodearlos de un entorno comprometedor, del cual deben dar testimonio, cuando esto no ocurre tenemos los dos casos arriba anotados. Sus personajes de las novelas posteriores están obligados a mostrar quienes son, obran desde una certidumbre casi militante: lo que se espera de ellos. Aquellos de esa primera versión se mueven desde la libertad de no saberlo, parecen estar buscando el rumbo sobre la marcha, se desconocen a sí mismos cuando son expuestos a los límites, sus miedos los hace oponer una psiquis desgajada a la fuerza reductora de lo colectivo.

Rómulo Gallegos durante la campaña electoral de 1945. S/A (Archivo Fundación para la Cultura Urbana).
Rómulo Gallegos, presidente de Venezuela (1945-1948), acompañado por el Ministro de la Defensa, General Carlos Delgado Chalbaud. c.1945. S/A (Archivo Fundación para la Cultura Urbana).
Mario Vargas Llosa recibe el premio Rómulo Gallegos de manos del escritor venezolano. Caracas, 11-08-1967. Foto: Pedro Garrido. (Archivo El Nacional)

Quizás no haya en la literatura venezolana un cuadro de crueldad y espanto como ese de la muerte de Zaperoco, al confinado en su celda ya no le dan alimentos, desquiciado decide comer de los excrementos de los caballos de la tropa, espiga las semillas no digeridas, su cuerpo infectado contagia a un digno que resiste la locura, Anterito Valdez; el crimen hecho olor putrefacto impregna las páginas y alcanzan al lector. De aquél se dice: “No suspiraba por la libertad; por el contrario, la aborrecía, porque la libertad significaba la vida y nada le parecía ahora tan atroz como vivir entre los hombres, sobre la tierra manchada de crímenes”. Obviamente, esta “tierra manchada de crímenes” no es todavía un pedazo del solar de la patria, es una extensión del hacer humano.  No sólo un desfile de martirizados y monstruos fue erradicado en la tarea del cirujano pudibundo, recreaciones de la naturaleza y elaboraciones de grupos, densas y dotadas de la virtud de lo sugestivo, fueron amputadas en la segunda versión. Esa escena del río arrasando el campo en la oscuridad de la noche, no es inferior a aquella de Pushkin en su “El jinete de cobre” –la devastación de San Petesburgo. Los faros del automóvil alumbran la cresta del caudal y allí va un árbol frondoso arrancado de cuajo, y a su lado, deshaciéndose, un rancho en cuyo techo, aferrados y como en un ataúd, van dos niños: “…la lumbre viva de los fanales les iluminó un momento los rostros demudados por el espanto. Gritaron, alzando los brazos en demanda de auxilio, y desaparecieron en el seno trágico de la noche”.

Eliminó, igualmente, las escenas de esa pensión fantasmal donde una mujer y dos niñas son amparadas por el forastero, tardes tensas de aparición de lo estable insinuando un mundo de pausas, muy sureño, muy faulkneriano. ¿Qué ocurrió entre 1921 y 1929, cuando el formato civil y moral de Doña Bárbara está listo? Pareciera como si Gallegos se hubiera convencido de la existencia de un tiempo de oxigenación de la sociedad venezolana, frente a los cuales su invención de narrador enfático pareciera excesiva y tal vez poco justa me pregunto si llegó a asociar el petróleo con preeminencia burocrática de lo urbano y modernización del Estado gerente.

Seguramente, reconsideró el proyecto personal y optó por un género donde había algo más que ganar, o simplemente que ganar. Nuevamente tenemos el correlato como un horizonte modelador, la ficción indagadora cede ante una gestión de reconocimiento y propuesta, rectificación y enmienda. Así tendríamos una constatación no poco sorprendente: cómo el atraso civil, la barbarie en su expresión parroquial, se impone en la consideración de un conflicto y concluye dictándole pautas políticas y morales al arte. En una carta de 1953 para el estudioso norteamericano de su obra y amigo, Lowell Dunham, Gallegos explicita su contrapunto con la realidad, le dice que “cuente usted, querido amigo, con que en ningún otra novela mía aparecerá otro mister Danger,…”  El propio Dunham ha remodelado el tipo a los ojos del escritor, pareciera una honda cortesía, pero estamos en presencia de una declaración de principios, una especie de ars dominada por la necesidad de rectificar la realidad, no de subvertirla. Y concluye así la carta: “…pues sin fijar mis ojos en los que realmente continúen siéndolo, los detendré complacidamente en los Lowell Dunham que allí le hacen honor a la más excelente condición humana”.

En la medida que el narrador es atenazado por una realidad con la que se siente deudor, asume un compromiso donde su arte mismo queda comprometido, en el caso de Gallegos puede verse cómo va de sus lecturas de formación de la novela realista rusa, su fascinación como ampliación de un mundo, al descubrimiento del dolor ciudadano y la historia social de su país. Sabe muy bien que el drama de la servidumbre y los mujiks languidecientes no se resuelve ni en la justicia ni en la educación, sino en el alejamiento que lleva a la locura y el crimen místico. Pero ya ha hecho su elección, el destino lo compensará de manera adecuada y literal.

Sólo conozco dos precisiones comparatísticas de esa primera versión, la de José Santos Urriola (en su sustancial prólogo de la única edición, 1980) y la de Juan Liscano. El primero se hace preguntas claves respecto al destino de lo aleccionador, señala un hecho trunco pero probatorio: “Para 1922, Gallegos ensayaba en privado una narrativa muy diferente de la que habría de consagrarlo como el autor más representativo de la novela regional en América Hispana”. Recuerda cómo Gallegos resguarda en sus novelas posteriores a todos los personajes arquetípicos de la civilidad, es decir, afirma un género de virtud que le sirva para explicar la sociedad y se aleja de las oscuridades de una psiquis anárquica. Santos Urriola insiste en ver allí una voluntad, la del maestro que se siente portador de la solución del enigma: “Tal es el mensaje que, desde 1925, envía Gallegos a una pequeña burguesía emergente que busca ansiosamente un papel en la conducción del poder…” Aquella elección le acarrea éxito y encumbramiento como el escritor-ductor, cada vez más seguro de la función de la escritura elaborativa de ficción para orientar y dar con el alma desgarrada, así “sus descripciones deslumbrarán al criollo, la simbología pasa sin esfuerzo a la mitología popular…” Finalmente, se pregunta, casi en el límite de la requisitoria, por el destino del novelista si se hubiera mantenido fiel al formato ideológico y espiritual de la primera versión de esa novela. “¿Hubiera tenido esa misma ventura Rómulo Gallegos de haber permanecido sujeto a la línea más estrictamente literaria, menos docente, de la primera versión de El forastero?”.

Liscano llega más hondo, y desde la pura lectura de los tensos vacíos, pues no es poco mérito que no conociera la primera versión, como se sabe no vinimos a conocerla hasta 1977, cuando los herederos de Enrique Planchart la confían a la Universidad Simón Bolívar. Liscano (Rómulo Gallegos y su tiempo, 1961) nota las enmiendas, las soluciones falsas, el carácter light moldeando la trama de la edición de 1942.  Se da cuenta de que una historia áspera, evolucionando entre un horizonte de injusticia y maldad había concluido en un final sin solución, donde el crimen y la violencia no podían ser conjurados.  “Gallegos, al reescribirla, le impuso un final optimista, que rendía homenaje a la rebelión estudiantil del año 1928”. Luego sigue un esclarecedor párrafo del Liscano que siempre se ocupó de los problemas del proceso creador. (“Esa torpe traducción literal de la realidad histórica, horra de toda elaboración literaria, demuestra que en arte no se pueden hacer concesiones…”)

La reescribe, pues, desde el correlato, todo cuanto estructura la sociedad (sobre todo el orden político) entre 1922 y 1942, aunque la distancia de referencia ya está emplazada en Doña Bárbara. El reventón de El Zumaque, las series económicas que muestran cómo el ingreso petrolero desplaza a los otros rubros hacia 1926 por primera vez, la sucesión de 1936, Medina en el poder, quitándose la guerrera, el “Plan de Febrero”… Liscano parece reconstruir la versión de 1921 en su lectura de la otra, indica cómo los dos personajes que polarizan el odio se debilitan, uno en su mecánica muerte, el otro en la alteración de un temperamento. “Pero además de lo postizo que resulta esa escena, no estaba en la psicología de un personaje como Parmenión Manuel, ni el dejar que Guaviare llegara hasta su oficina ni el usar el argumento de la pistola”. Otro ajuste ad cronos es ese de la sustitución de la violencia pura por las maneras jurídicas y leguleyas, la fe en el acuerdo y el protocolo de una democracia que se cree saldrá de la escuela santificadora. “Gallegos estuvo a punto de crear una prodigiosa novela moderna, en que el tiempo fuera personaje o fantasma”, remata a manera de epitafio.

La perspectiva en marcha de la redención civil y democrática niega y deja atrás un modelo, y quizás una visión de la literatura. Pero las fuerzas colapsadas que ordenan la mejor novela de Gallegos en términos expositivos, siguen allí, por mucho tiempo y quizás hasta hoy: la desdeñada “gloria roja del homicida”, el horror de Carmelito emergiendo del pajonal, el acuerdo precario, las lealtades de El brujeador, los Ño Pernalete, abriéndose paso ya sin necesidad de los Mujiquita. Y todo esto no deja de ser una constatación tenebrosa.

 

Fuentes:

Gallegos, Rómulo. 1942. El forastero. Caracas: Editorial Elite.

Gallegos, Rómulo. 1980. La primera versión de El forastero. (Estudio introductorio de José Santos Urriola). Caracas: Equinoccio.

Gallegos, Rómulo. 1990. Cartas familiares. (Compilación y notas Lowell Dunham). Caracas: Cuadernos Lagovén.

Liscano, Juan. 1961. Rómulo Gallegos y su tiempo. Caracas: Biblioteca de Cultura Universitaria, Universidad Central de Venezuela.

Miguel Angel Campos (Motatán, 1955): sociólogo, ensayista, profesor de la Universidad del Zulia. Premio de ensayo de la I Bienal de Literatura Mariano Picón Salas (1991), Premio de Ensayo Fundarte (1994). Fue director de la Revista de Literatura Hispanoamericana. Ha publicado, entre otros trabajos, Tonos (Asociación de Escritores de Venezuela, 1987), La Imaginación Atrofiada (Caracas: Monte Avila, 1992), Las Novedades del Petróleo (Caracas: Fundarte, 1994), La ciudad velada (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2001), Desagravio del mal (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2005), La fe de los traidores (Mérida: Universidad de Los Andes, 2005), Incredulidad (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2009).

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