Piglia por Renzi: ficción diarística
Un día en la vida, último tomo del “proyecto diarístico" de Ricardo Piglia, revela elementos de gran valor en la obra del escritor y crítico literario argentino, y abre un abanico para armar de distintas maneras eso que llamamos “autor”.
Las advertencias nunca están de más para el lector que, siguiendo una famosa sentencia de Coleridge, pretenda durante la lectura de este diario suspender su incredulidad. Quien crea que con estas páginas sabrá más de la vida de Ricardo Piglia, quien piense que se acercará más a sus experiencias personales desde el pacto autobiográfico propio de este género, puede que quede algo defraudado, por no decir otra cosa. Es verdad que en tiempos de autoficción y de postverdad, es difícil ponernos a exigir honestidad, ese fetiche retórico tan populista, pero a veces uno desearía conseguir algunas zonas de incertidumbre, de descontrol o misterio, fuera de una voluntad creadora tan consciente de sus procesos. Ahora bien, tampoco hay que ser alarmista con un efecto literario sin igual, que invierte las relaciones entre lo auténtico y lo falaz, entre lo transparente y lo opaco, entre el registro ficcional y el registro confesional de un escritor.
Lo digo sin afán pedagógico y menos aún con maliciosa ironía. Al final todo diario es una ficción de la vida personal que trabaja con la cronología y con las impresiones vividas en el presente de la escritura, en su lugar de enunciación. Estos recursos quedan sin embargo aquí a merced no de esa persona que llamamos escritor, sino de la creación del autor que Piglia quiere hacernos ver. Hay así una doble voluntad de estilo que no sólo reside en recrearnos una vida privada a su manera, sino en ficcionalizar a quien la escribe bajo del patrón de “autor”. Cuanto más aprehensible pareciera ser así la vivencia pura de su persona, materia fluida y cambiante, tanto más circunscrita está a la firma del escritor teórico y profesional, dedicado a su trabajo creador por encima de cualquier otra contingencia vivencial. El dominio de la firma Piglia se hace así mucho más poderoso en lo que pretendía más bien liberarlo o problematizarlo: en el espacio de la ficción.
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“Un día en la vida” es el tercer y último tomo de su proyecto diarístico, que cierra un ciclo y coincide lamentablemente con su muerte. Inicia precisamente describiendo el momento en el que la dolencia, que más tarde lo llevará a la enfermedad terminal que conocemos, hiciera que revisara sus trabajos para darle un orden, una estructura, que pone en evidencia una conciencia más que clara de su trabajo. Esta voluntad constructora se revela en las secciones del diario, que son tres: “Los años de la peste”, “Un día en la vida” y “Días sin fecha”. En esos momentos auto-reflexivos se confecciona su poética del diarismo. Al principio, en la primera parte, nos confiesa que se decidió mostrar “la experiencia confusa” de la vida misma y por eso elige “seguir la disposición sucesiva de los días y los meses” en vez de ordenar todo desde un tema o un personaje, como una vez pensó. Ello descansa en una noción estética y vivencial: “La vida no debe ser vista como una continuidad orgánica, sino como un collage”.
Como hemos visto en sus diarios anteriores, la mayoría de estas secciones empiezan con un breve texto introductorio en lo que reaparecer nuestro Piglia narrado, que ficcionaliza su vida desde la figura del personaje Emilio Renzi. Si en la primera parte aparecía entreviendo la apuesta de su diario, al inicio de la segunda (“Un día en la vida”) nos narra completamente en tercera persona el acto de escribir el libro, su llegada a Argentina después de la dictadura y otras situaciones más durante la transición, para luego en la última sección pasar directamente al diarismo sin valerse de la ficcionalización.
En este tercer tomo de sus diarios se nos revela varios elementos interesantes para quienes desean acercarse mejor al trabajo de Ricardo Piglia. Sin duda su apuesta nos muestra un abanico para armar de distintas maneras eso que llamamos “autor”.
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Lo primero que podría resaltar sería algunos elementos sobre su vida desde un punto de vista quizás más sensacionalista para los lectores proclives a los chismes, a los comentarios amarillistas, como su obsesión por el suicidio durante su estadía en la Argentina, la muerte de su padre peronista precisamente bajo esa acción, o sus persecuciones durante la dictadura, sin obviar los malos ratos y paranoias que ello le brindó en lo personal. Prosiguen algunas confesiones sobre sus relaciones conflictivas con su progenitor, y se muestra la adicción que tuvo a la cocaína y a las anfetaminas, que al parecer no duraron mucho. También resulta interesante su defensa del celibato en una crítica mordaz y directa a la institución del matrimonio como institución burguesa.
Sobre sus reflexiones políticas es curioso corroborar de nuevo el lugar donde se coloca Piglia. Primero que nada, tiende a replegarse, evitando el periodismo y la opinionadera, pese a emitir juicios polémicos de vez en cuando y usar la literatura para criticar ciertas formas de poder. Tampoco le gusta el lugar del intelectual público; de hecho, ya en la transición democrática critica a muchos amigos “socialdemócratas” por exponerse demasiado, por convertirse en figuras mediáticas. Después, está su constante fascinación por la utopía, por la necesidad de lo utópico para vigorizar la política, y aquí desde luego entra en escena el populismo peronista que es mirado no sólo con obsesiva recurrencia, sino además con clara ambivalencia: a veces con admiración, y otra veces con crítica y decepción. Un mal necesario por lo visto; “cuando Perón estaba lejos, cada uno escuchaba sus palabras sentenciosas y huecas y las traducía en consignas políticas que beneficiaban a su fracción”, dice. Luego de revisar los pasajes en los que habla y reflexiona sobre él, es posible colegir que pareciera interesarle menos sus encarnaciones concretas que su posibilidad misma, a saber, lo que abre en su virtualidad participativa y popular para el trabajo democrático.
Por otro lado, hay una línea que tiene que ver sobre el trabajo de sus obras que es reveladora para quienes leemos y seguimos con más atención su itinerario creador. Aquí vemos claramente su obsesión con Respiración Artificial durante esos años hasta que fue publicada en 1980; entre notas que escribe de posibles capítulos, de líneas de los personajes o tramas a desarrollar, se va revelando cómo fue el proceso de concebir este texto tan importante. Sin menos protagonismo dentro del diario, también cuenta los días que trabajó en ese famoso prologo que hiciera al Facundo de Sarmiento, o la anécdota que le diera título a su novela Blanco nocturno. De igual modo aparece una referencia a Plata Quemada que por lo visto estuvo trabajando durante mucho tiempo, sin obviar algunas descripciones a personajes y situaciones en su vida en Princeton que serán luego incluidos bajo la máscara de la ficción en su última novela, El camino a Ida.
La presencia medial y técnica de sus instrumentos de trabajo es otro elemento recurrente en sus reflexiones y, a mi modo de ver, fascinante para entender su obra. Hay una especial economía en la manera como distribuye sus roles y presencias. Si la televisión queda presa, salvo en el caso de unas series que le gusta comentar, en la tergiversación y ocultamiento de las versiones del Estado argentino en los setenta, otros aparatos surgen en relación al oficio propio de su creación personal. La máquina de escribir es así el gran medio de su escritura, que se yuxtapone –y a veces entra en conflicto- con la escritura a mano; pareciera que la ficción está más vinculada al primero, mientras el Diario en sus primeras versiones se encuentra más relacionado con el segundo, aunque es difícil ciertamente trazar una lógica clara aquí. La grabadora es, por otro lado, motivo de indagación constante. Desde la reflexión que tiene como forma de registrar la voz del personaje de su novela Coca, pasando por las posibilidades que genera como técnica para transmitir “la oralidad de los personajes como un documento real”, no deja de ser un elemento para pensar ciertas dimensiones de lo real que se niegan u olvidan. Por último, un poco más adelante, da cuenta del computador, que le sirve de motivo incluso para pensar en los lenguajes artificiales; a Renzi le gusta usarla, se siente cómodo con ella, pues tiene “un ritmo propio que hay que buscar y descubrir”
Ya al final del Diario, nos encontramos con una sección más confesional, más cercana a los últimos momentos de su vida, padeciendo la enfermedad que antes era un mero síntoma. “Morir es difícil”, dice. “He empezado a declinar inesperadamente”, confiesa con una gran lucidez y valentía, rehuyendo además de todo patetismo. “No hay que quejarse”, agrega.
Bajo ese lugar de indefensión, de absoluta fragilidad, contempla su cuerpo y su estado. “Me he refugiado en la mente, en el lenguaje, en el porvenir”, señala. El final se acerca, pero por lo visto sigue la escritura, lo que deja con ella, con su vida, con su Diario.
El mito del escritor entregado a su obra, incluso en los últimos momentos de su vida, es lo que reluce más claro de esta apuesta original de uno de los escritores más interesantes, junto a Bolaño y tantos otros, de las décadas finales del siglo XX. Leerlo es reconocer cómo la vida, su vida, no fue más que un artificio para su escritura literaria.
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Con esta curiosa propuesta Piglia de nuevo nos sorprende, pero también –hay que decirlo- nos consterna un poco. Pensando en algunos argumentos de Alberto Giordano, quien percibía cómo la seguridad de la mirada crítica del escritor borraba la incertidumbre del acontecimiento literario, entreví la posibilidad de extender ese gesto en la misma construcción de su vida. El uso de la figura de Emilio Renzi para verse en tercera persona, si bien es una ingeniosa boutade quijotesca que hay que celebrar, no deja de guardar una operación que le permite construir mejor su figura escribiente, su destino con la palabra literaria y la creación. No hay así en su texto espacios en blanco, ni salidas inesperadas; no hay digresiones traicioneras, ni obsesiones reveladoras, detalles que se les escapan al diarista cuando escribe de su vida sin tanta autoconciencia narrativa. Además, los conflictos sentimentales, los traumas familiares, los complejos de culpa, los registros patéticos y melodramáticos (fobias, miedos, errores), quedan a mi modo de ver repartidos de manera muy precisa, y muy bien justificados.
Sin embargo, sería injusto reducir la obra a este elemento. La suspensión de la incredulidad sí puede servirnos para degustar de una gran apuesta de creación ficcional. “Se trata entonces de pensar en la figura imaginaria de escritor que intento hacer ver en la sociedad”, dice. Y quizás por eso, es bueno tener en cuenta lo que él mismo nos advierte de otros: “los escritores dependen de su imagen pública y de la construcción de una figura que tenga efecto y menos de sus libros”. No porque haga eso que critica, sino porque precisamente propone lo contrario: construir su imagen pública desde sus mismos libros. De cualquier modo, la figura autorial menos como un autoridad vivencial que como una artefacto cultural, puede abrirnos nuevos horizontes para leer estos diarios y comprender a Piglia de otra manera.
Como el texto “Borges y yo”, tenemos en él a dos figuras: una como aparato discursivo y literario, que podemos admirar en la construcción del texto y sus giros, y otra como criatura privada y vivencial (no necesariamente real), que sólo podemos entrever oculto entre los intersticios de sus líneas, entre lo que borra, deja de lado o desplaza.
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