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Escribir

La partida de Victoria de Stefano (Rímini, 1940 - Caracas, 2023) ha significado para Trópico Absoluto una doble pérdida, pues además de una notable escritora, era ella una de nuestras mejores y más amables lectoras, amiga. Desde la misma creación de este proyecto, Victoria nos acompañó con gran entusiasmo, leyendo, comentando y compartiendo en sus redes con gran generosidad nuestros trabajos. Hacía tiempo teníamos en agenda un texto suyo, que solo esperaba la revisión de uno de sus libros menos difundidos, un volumen titulado La reconfiguración del viaje (2005), publicado en Mérida por el Instituto de Investigaciones Literarias Gonzalo Picón Febres. “En este archivo hay un ensayo titulado “Escribir” que tal vez te sirva”, me dijo. Sirva entonces su publicación como un homenaje a nuestra querida lectora, y a la más valiosa escritora, cuya obra ocupa un lugar preeminente en la literatura venezolana. (MSF)

Victoria de Stefano y Marilén Hobaica. 1980. Tomado del facebook de Jacobo Sarevnik Verastegui

Sólo son bellas las cosas que dicta la locura y la razón escribe
André Gide

Durante, a lo largo y en el transcurso de la cura escribí dos libros, sin contar varios ensayos breves y escritos de ocasión. Un análisis más fructífero no cabe imaginarse. Si el análisis es costoso en ambos sentidos, en este caso el rendimiento superó el valor de las mieses invertidas. Los esfuerzos se vieron compensados por la abundancia. Pensemos en términos de bendición evangélica y tendremos un buen ejemplo de esta multiplicación de los panes. En cinco años perforé más cinta de máquina y entinté más hojas de papel de lo que lo había hecho en todo el baqueteado trayecto de mi vida anterior. Escribía, pero no sabía bien hacia dónde me dirigía. No me daba mucha cuenta de que las palabras se armaban, se interpolaban, se suturaban, que aun dan- do traspiés y manotazos andaban por cuenta propia hasta alcanzar formas y fábulas de cuerpo entero, no veía cómo tanto desatarse terminaría por anudar- se en la espesura de los libros. Y de golpe la flecha distendió el arco en el sendero de un blanco que ya no era virtual. A veces quien se cree dormido está despierto. Basta descorrer un poco la cortina. ¿Y qué aparece? Aparece el mar. Y cuando se ha visto el mar ya no se puede dejar de mirarlo o de soñarlo. Allí estaban los libros, visibles y tangibles como son las cosas que deben ser creíbles. Estaban allí como está el sol encima de la tierra, y cómo está la tierra debajo de nuestros pies. En ruso existe una palabra, “volia”, que quiere decir a la vez libertad y querer. Entiendo que para querer hay que tener la libertad de querer, que hay que darse y concederse las reales ganas de querer. Y también digo que la paciencia y la perseverancia son un prodigioso talismán. Y ahora podía entonar el Pangue lengua: Ven lengua y canta las glorias del cuerpo misterioso.

Había escrito otros libros. Había escrito una novela y un libro de ensayos unos diez años antes. No era una escritora novel. Mi primera novela era mía, la reconocía con sus virtudes y posibles defectos. Podía decir: Vaya adonde vaya, ella irá tras de mí. La inflexión de mi voz había sido dueña y señora del espacio y el tiempo en que se desarrolló esa aventura. Si alguien tenía la gentileza de decirme que había disfrutado con su lectura, yo le correspondía con un sincero y enternecido agradecimiento, el mismo que se tiene con aquellos que halagan nuestro íntimo orgullo alabando a nuestros hijos. En cambio, el ensayo me avergonzaba. Me sigue avergonzando, aunque ya me importe mucho menos. Me hacía volver el rostro con rubor, con uno de esos rubores que son capaces de empalidecernos hasta las entrañas. Tenía la sensación de haber cometido un delito de orden público, más grave todavía, pues había lo- grado permanecer a la sombra de las culpas privadas, convirtiéndose, a falta de castigo, en un acto de arrepentimiento de lo más inútil. Si lo tomaba entre las manos, me pesaba su minúscula presencia; si leía una que otra línea, el desdén lo cerraba aun antes de haber terminado. ¡Qué tedio! ¡Qué aburrimiento! Me veía retrospectivamente confinada frente a una mesa, rodeada de libros, amurallada, encorvada, tecleando torpemente, ausente de la gracia del espíritu, muy por debajo del vuelo de las aves de corral. Recordaba al sabio alejandrino, del que decía Nietzsche que en el fondo es un bibliotecario y un corrector, miserablemente ciego a causa del polvo de los libros y las erratas de imprenta; un crítico sin placer ni fuerza, alguien que ya no se atreve a remontar las mareas vivas de la existencia, alguien que se abstiene, alguien que no confía en todo aquello que es un contento para mantener el alma en vilo.

¿Entonces por qué haber despilfarrado tiempo y malgastado todas las energías para obtener tan poco, para conservar apenas dos onzas de nada?

Ningún placer, ni siquiera la estúpida satisfacción por la tarea cumplida. Me preguntaba si los humanos no somos hechura de esta disyuntiva. Que el placer nos viene sólo de la imaginación y la fantasía, de las estrepitosas historias que atamos a un centenar de lazos y alfileres, pero nunca del ejercicio del entendimiento, como si el deseo no acertase sino en la ilusión y jamás en la remodelación de ruinas arqueológicas. La búsqueda solemne de la verdad no podía devolverme el sentimiento simpático por la vida, la alegría y la jovialidad de ciertas libertades astutamente conseguidas –porque si no es con astucia, ¿entonces, cómo?–, a lo sumo unas cuantas pobres y desoladas verdades, siempre pasto de la duda y la irrisión, y ninguna, absolutamente ninguna sabiduría, o como quiera llamarse esa manera confusa, pero precisa, de comprender y querer. Sin embargo, había escrito un libro. Nadie me obligaba. ¿Detrás de las pistas de la verdad, señora?, ¿la mía? Seguramente no, puesto que de lo contrario me la habría inventado y la habría hallado… La presentía más airada, también más movida e inquietante. No estoy hecha del mismo material que mi perro.

Pero lo había escrito. Creía recordar que aun penando resistía; recordaba una suerte de obstinación nocturna, una constancia sin desvío a pesar de los nervios embotados, de la esterilidad. Una resistencia bruta, que sin duda quería decir algo. ¿Acaso me había impuesto una penitencia? ¿Predicaba el claustro? ¿O se trataba de alguna deuda que pagar? ¿Una deuda de amor?, como dice la canción. ¿Una de esas deudas que se contraen de espaldas a la vida?

en el corazón de la escritura está, toda entera, la crisis de la expresión. Uno debe aceptarse como inventor de su propio lenguaje, de esa orgiástica densidad sin límites, de ese despliegue que es un concierto en el puro éter de la audición

Y ya no pude escribir, ni esto ni aquello, ni con el sentimiento de la ilusión ni con las ilusiones de la cabeza; ambos enemigos mortales, por decirlo de algún modo. No podía escribir ni en comandita ni por separado. Todo lo que podía hacer era caminar sobre mi sombra e impedir que se me echara encima, estando como estaba provista de dos caras antagónicas y quizás de ninguna. Viví en carne propia esa prenda de bazar que en el lenguaje multiuso llaman inseguridad, y a la que no se sabe ponerle una etiqueta más elegante. Por lo demás, bien se sabe, la letra entra con sangre. Es su vehículo predilecto.

Si había perdido el afán de escribir, fuera lo que fuese, no había quebrantado la voluntad de leer. Leía y leía. La lectura me mecía y yo me dejaba llevar, como si fuera música o contemplación de un paisaje, de un paraje recóndito que nos reconcilia con la naturaleza y la melancolía de las palomas. Podía leer las páginas más abstrusas, las menos indicadas para enfervorizar un espíritu novelesco. Las leía como se lee un cuento o una novela colmada de peripecias, viajes, naufragios, salvamentos milagrosos, vidas trastocadas, reconocimientos, cabos sueltos y vueltos a encontrar que terminan por trenzarse en largas cadenetas de encajes de Bruselas: “y entonces… y entonces…”. Recobraba por un lado lo que me había sido sustraído por otro, y proseguiría largo tiempo en ese camino hasta tanto no se me permitiera sostener de nuevo la pluma para rehacer lo andado.

Encontré, pues, otra manera de verbalizar jugadas, de lanzar los dados a caballo desbocado. Y aquí me detengo y hago una pausa. Dije verbalizar y se supone que leer es escuchar, darle el derecho de palabra a las intenciones del otro, del que escribe, del que narra, del que poetiza y se expresa. Apenas un sí. Porque escuchar es responder; es, por obligación, un diálogo desmandado, sin desenlace, al menos mientras el aliento ronde amigable bajo el cielo del paladar. Sólo el que oye está dispuesto a navegar, a dilatar al infinito el sis- tema expansivo de las voces. Puede continuar a su gusto, puede reanudar donde mejor le parezca, elegir esta o aquella versión; puede rebasar, interpolar y también, si así lo quiere, suspirar y tomar el relevo. Tristan Tzara pronunció un día la sentencia: “El pensamiento se hace en la boca”. Creo que éstas son las reglas del juego. Y son unas reglas que están a flor de mundo.

Si alguien me preguntara, Dios o Demonio, cuál es el mayor don que pudiera serme concedido, yo no vacilaría, no vacilaría en responder. Hacer la parte de Scherezada en la alcoba del misógino y por fin vencido Rey Shahriyar. Contar Las mil y una noches; perpetuar el regocijo y la picardía, al ritmo de los oficios, de abrazar el tiempo contra el tiempo para narrar una historia que sucede a otra historia que sucede a otra historia hasta saltar la cláusula mortal en las nupcias reales. José Lezama Lima recuerda el poema de Whitman en el que un niño sale toda las mañanas de su casa. Y vuelve y hace su relato. Se pierde y sigue en su relato, ¿lo oyen?

De hecho, todo había comenzado. El cómo y el cuándo son mero accidente. Estaba en vena de discurrir, de penetrar el querer y la libertad en el mundo de la infinita abertura. A la par que los pastores órficos recibiría la respuesta del coro: saber su no saber es el nuevo saber.

Hace unos días encontré, un poco al azar y otro poco por destino, un texto de Bajtin que podría suscribir hasta el fin del mundo. El diálogo inconcluso es la única forma adecuada de expresión verbal de una vida humana auténtica. La vida es diálogo por su naturaleza. Vivir significa participar en un diálogo: significa interrogar, oír, responder, estar de acuerdo. El hombre está todo en este diálogo y con toda su vida: con ojos, labios, manos, alma, espíritu, con todo el cuerpo, con sus actos. El hombre se entrega todo a la palabra, y esta palabra forma parte de la tela dialógica de la vida humana, del simposio universal.

Recordé que cuando los muertos más queridos hacían acto de presencia en el sueño, siempre languidecían en la distancia imperturbable de su silencio; lentos, sigilosos, demorados en la piedra de una despedida que no había tenido lugar. En el sueño de Aquiles, Patroclo es un humo que sólo se muestra para huir y, en el mundo sonoro, el suyo es el chillido de un murciélago.

¡Hay que atreverse a preguntar a los muertos! Hay que invitarlos a llenar el vacío de su ausencia. Es preciso desahogar el aire gris de esos vapores enrarecidos. Hay que avivar con fuego y fuelle esa conversación de medianoche y luz de luna. Es dándoles de beber un poco de este licor como nos retornan a la vida.

Pero, después de todo, ¿qué me fue dado? Me fue dado descubrir, a las perdidas, en esa continua plática sobre nuestra dificultad de ser y de no ser –¿no ha sido Hamlet el primero en ponerle velocidad de drama a ese trance?–, que el gesto oral, sus vibraciones, sus pausas, sus cortes vitales y su abrupta e intermitente alternancia, es todo lo que podemos ofrecer de más propio para colmar los protocolos de la escritura: en el corazón de la escritura está, toda entera, la crisis de la expresión. Uno debe aceptarse como inventor de su propio lenguaje, de esa orgiástica densidad sin límites, de ese despliegue que es un concierto en el puro éter de la audición. Toda alma –decía el incomparable Mallarmé– es una melodía que se trata de reanudar y para ello están la flauta o la viola de cada uno. Señoras, señores… ¡Y bien!, ¿se oye?

De ningún modo existe el lenguaje universal. Un lenguaje de tal naturaleza y magnitud es una utopía. Creer que existe es de impertinentes; soñar con él es de hombres probos y poetas. Vendrán los días del agua lustral y el rosicler… pero aún no han llegado. Y mientras tanto los restos de esa Atlántida se guardan en el fondo del baúl de la poesía. Por eso en la poesía todos los esfuerzos cuerpo a cuerpo apuntan solícitamente hacia la apoteosis de la felicidad; por eso hay en ella una avidez que traspasa la memoria en medio de significaciones asombrosamente nuevas. Tiene una frescura, una amplitud en el goce, como si el trazado hubiera sido lanzado con toda la apertura del compás. Fiándonos de ella, muy a menudo, encontramos ese pregusto del placer que nos obliga y al que nada detiene ni restringe. Y entonces un soplo de esa brisa marina viene a mojarnos. ¡Con qué munificencia infla las velas!

Mis libros se fecundaron, por largos y desviados caminos, en el lecho común del sofá. Habrá quien ponga reparos en llamar lecho, con todo lo que éste comporta de reposo, tibieza y abrazo, al lugar donde pasan los trabajos de Hércules y ciertas guerras casi púnicas. ¿No es allí donde se exorciza a los muertos por el precio de escasas palabras, donde se entierran para siempre algunos vivos demasiado vivos? Y, sin embargo, no hay mejor ocasión que ésta. Para abrir y cerrar puertas, para refrendar de puño y letra el vicio que me asiste. Entonces, lo bautizo lecho, que no deja de ser un hermoso nombre para este entusiasmo.

©Trópico Absoluto

Victoria de Stefano (Rímini, Italia, 1940 – Caracas, 2023), figura fundamental de la literatura venezolana contemporánea, su obra ha sido valorada positivamente por la crítica internacional. Estudió en la Facultad de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela. Tras obtener su licenciatura, en 1962, se desempeñó como investigadora en el Instituto de Filosofía de la UCV e impartió clases de estética, filosofía contemporánea, teoría del arte y estructuras dramáticas en las Escuelas de Filosofía y de Arte de esa universidad. Volcada a la escritura, publicó novelas: El desolvido (1970), La noche llama a la noche (1985), El lugar del escritor (1993), Cabo de vida (1994), Historias de la marcha a pie (finalista del Premio Rómulo Gallegos, 1998), Lluvia (2002), Pedir demasiado (2004), Paleografías (2010) y Vamos, venimos (2019). En ensayo, destacan sus títulos Sartre y el marxismo (1975), Poesía y modernidad, Baudelaire (1984) y La reconfiguración del viaje (2005). En el 2016, publicó La insubordinación de los márgenes, que recoge sus diarios de 1988-1989. En 2019, la editorial El Taller Blanco publicó Su vida, una colección de textos autobiográficos. 

Este texto apareció originalmente en Analítica, No 6-7, Caracas, 1985; y se recogió posteriormente en el volumen La reconfiguración del viaje. Mérida: Instituto de Investigaciones Literarias Gonzalo Picón Febres, 2005, pp. 23-28. Se publica aquí con expresa autorización de su autora.

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