Del cuartel a la justicia
Héctor Concari (Montevideo, 1956) escribe sobre Argentina, 1985, de Santiago Mitre; una película que aborda el caso del fiscal Julio César Strassera y su equipo, en el célebre Juicio a las Juntas Militares (las tres primeras juntas) que instalaron un régimen de terrorismo de Estado con miles de desaparecidos y torturados, durante la última dictadura que gobernó la Argentina, hasta 1983. Estrenada el 3 de septiembre pasado en la competencia oficial de la 79.ª edición del Festival Internacional de Cine de Venecia –donde ganó el premio FIPRESCI de la crítica internacional–, obtuvo posteriormente el premio del público en la 70.ª edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián y se encuentra nominada en la categoría de “mejor película extranjera” en la 95.ª edición de los Premios Óscar.
El golpe de estado a un gobierno democrático es el crimen institucional por excelencia. Es la solución de uno o varios problemas políticos por la menos civilizada de las vías para solucionar un problema político. La vía militar. Sorprendentemente es el delito que goza de mayor impunidad. Los golpistas del mundo generalmente terminan sus días en el confort de sus casas, en exilios a menudo dorados, muchas veces con sus tropelías justificadas con razonamientos contra fácticos (“si no hubieran intervenido los militares…”). La regla tolera una excepción histórica de lujo. El juicio y condena a los milicos argentinos de las tres juntas militares que asolaron el país entre 1976 y 1983. Conviene, antes de empezar, establecer una definición de los generales, almirantes y brigadieres incursos en los crímenes de lesa humanidad del período. Para ello lo mejor es un eufemismo: eran todos unos hijos de puta.
La definición puede sin problemas ser extendida a cualquier militar que atente contra un gobierno democrático. Pero en el caso argentino había agravantes de consideración. Antes y después de tomar el poder, se había establecido la práctica de las desapariciones forzosas y las ejecuciones extrajudiciales como forma privilegiada y única de enfrentar a los movimientos guerrilleros peronistas (Montoneros) y Trotskistas (ERP) que en operativos particularmente sangrientos, habían jaqueado a los gobiernos posteriores a la última dictadura, terminada en 1983. A esto se sumaban campos de concentración clandestinos, tortura generalizada, venganzas por mano propia, tráfico de bebes, corrupción, una política económica despiadada y, guinda de la torta, una derrota humillante en una guerra insensata contra un país del primer mundo. A diferencia de las demás dictaduras del período cuya salida fue transaccional, la de Argentina fue inevitable y por derrumbe.
El gobierno elegido en noviembre de 1983 tenía por delante desafíos paquidérmicos: domar la economía, lidiar con el incorregible peronismo, darse un piso institucional y atender un problema que oscilaba entre la justicia y la venganza: el de los derechos humanos. El tema era espinoso porque si las prácticas de la dictadura eran imperdonables, también es cierto que las guerrillas habían perdido el norte político operando con una crueldad y un extravío sanguinario, producto de derivas militaristas sin destino. Esta polarización bélica ofreció a la administración del presidente Raúl Alfonsín una oportunidad dorada de construir una narrativa que cargara las culpas del pasado sobre los actores derrotados, preservando a la joven democracia, como una vestal intocable. Así nació una teoría perversa: la de los dos demonios. Rezaba más o menos así. Hubo un demonio de izquierda, que con un accionar violento, hizo que despertara un demonio de derecha, igual de maléfico y violento. La teoría era, admitámoslo, verosímil y atractiva, pero ocultaba un elemento esencial. Ninguna violencia por irracional, inorgánica o sanguinaria que sea, puede ser equiparada a la violencia aplastante que puede descargar sobre sus ciudadanos un estado salido de sus goznes y operando al margen de la ley.
En el marco práctico el gobierno impulsó dos iniciativas. Por un lado, creó en diciembre de 1983 la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), presidida por Ernesto Sábato. La misma produjo un informe escalofriante llamado “Nunca más”, el 20 de septiembre de 1984. Por el otro lado, el mismo gobierno intentó una carta inverosímil: hacer que los militares fueran juzgados (y condenados) por sus pares de la justicia militar. La conciencia de casta de los uniformados rechazó de plano esta oportunidad, lo cual dio pie a un paso aún más inverosímil y descabellado en la ahora lejana Argentina de 1985. Hacer que el estamento militar, confeso golpista contumaz, y orgulloso de serlo, fuera llevado a juicio por los civiles. Por la justicia penal. Por la justicia a secas.
El título Argentina, 1985, escueto, contundente, le viene como anillo al dedo al drama que está por cumplir cuarenta años. Los hechos todavía no se han despegado del todo de la crónica, y si bien han entrado en la historia, están todavía contaminados por el recuerdo de quienes vivieron esos años. La película dirigida por Santiago Mitre no es del todo un film histórico, porque sus filamentos llegan aún hasta nosotros. Pero tampoco es una crónica cercana, porque uno de los pocos éxitos de Argentina en el campo institucional es que no ha habido desde entonces un golpe militar. Argentina, 1985, cabalga entonces, entre el recuerdo y la historia.
La historia es la del fiscal Julio Strassera, uno de esos tipos puestos en el ojo del huracán por azares del destino, el azar y la burocracia, sobre quien recae la tarea de montar una acusación creíble, sólida e incuestionable de lo que está en el imaginario de la calle pero hasta entonces no ha sido demostrado. El terrorismo de estado, la “guerra sucia” en la jerga de la época, no fue la extralimitación de unos pocos, ni el capricho de algún jerarca demasiado celoso de su supuesto deber. Fue, por el contrario, y para terminar con la teoría de los dos demonios, un plan concertado, planificado y calculado por el Leviatán militar para exterminar a quienes osaran con actos o palabras salirse de la línea trazada por la dictadura. Es por supuesto un drama oscuro, que la fotografía realza en la aún peligrosa Argentina de los 80. Un país que es un campo minado por los militares, en el cual es preciso trazar un sendero procesal para demostrar la culpabilidad institucional. El rasgo de inteligencia del libreto es similar al de los fiscales. No importan las opiniones, las teorías o el imaginario herido por siete años de dictadura. Para demostrar la falta lo que importan son los hechos y su demostración. Por eso la película es dura, áspera, casi desprovista de humor o distensión. Los fiscales y el espectador se sumergen una trama macabra que va dibujando el patrón del horror, los testigos aparecen al principio como goteo, luego como un aluvión. Las pocas escenas que oxigenan la trama tienen que ver con la vida privada del fiscal, de quien se muestran también sus pequeñas debilidades familiares. Pero al margen de esos pocos momentos en que la trama toma un necesario respiro, la crónica es la de un hombre, y detrás de él un equipo de voluntarios con una misión. El libreto excluye con astucia los movimientos del campo militar. Los acusados son siluetas de fondo que no merecen siquiera un primer plano. Porque , y esta es la clave de la película, los milicos ya han sido derrotados, en la guerra por Inglaterra, en la calle por la gente que en un año de democracia ha visto expuestos sus crímenes. Falta una pieza esencial. La que los verdugos les negaron a sus víctimas en los últimos siete años. La condena por un jurado y unos jueces civiles. Y el momento de clímax de la película es el alegato final de Strassera, que termina de hilvanar las pruebas y los testimonios presentados.
Argentina, 1985 es, a su manera , la contracara de aquel drama íntimo que tenía sus raíces en la historia. Es la cara judicial de un drama que involucró a todos, algunos como verdugos, muchos como víctimas, la mayoría como una masa a veces complaciente, a veces crítica, muy a menudo anónima.
La película podría terminar allí. No lo hace y el epílogo posterior al juicio es si se quiere un anticlímax, pero al mismo tiempo una reflexión amarga sobre los tiempos que vendrían. Las condenas no fueron unánimes, ni reflejaron uniformemente la gravedad de los crímenes cometidos, acaso porque si los fiscales siguieron un estricto libreto procesal al margen de influencias políticas, los jueces, que son los que condenan, sí prefirieron distribuir las penas con señas tenues pero perceptibles al estamento militar y político de la época. La película es candidata al Oscar, si lo ganara, sería la segunda vez que un film argentino sobre la tragedia de los desaparecidos obtiene la estatuilla. La primera fue en 1985, con La historia oficial, de Luis Puenzo. La distancia que media entre los dos merece una reflexión. En 1985, la película hablaba de las víctimas y una niña adoptada por una pareja de clase media acomodada que resultaba ser hija de desaparecidos. Era la crónica de como la madre comenzaba a intuir e internalizar el horror de la represión en la Argentina de la época. Argentina, 1985 es, a su manera , la contracara de aquel drama íntimo que tenía sus raíces en la historia. Es la cara judicial de un drama que involucró a todos, algunos como verdugos, muchos como víctimas, la mayoría como una masa a veces complaciente, a veces crítica, muy a menudo anónima.
Es un film de factura impecable, cuya mayor virtud sea el tono contenido apegado a los hechos, y carente de toma de partido. En 1985 los derechos humanos concitaban unanimidad absoluta y solo los defensores de los golpistas tildaban a sus defensores de estar motivados políticamente.
La historia posterior es triste. Hoy en día con una patente de corso de izquierda es válido matar estudiantes, violar a una hijastra, reprimir a palos a un pueblo hambriento, robar, robar elecciones, aliarse con dictadores y masificar ejecuciones extrajudiciales. La lista no es exhaustiva e involucra a más de una organización que con toda razón pedía justicia. Pero el péndulo giró de más y, con pocas excepciones, el doble estándar se ha impuesto en lo que debería ser una regla de cumplimiento absoluto. Es la reflexión última que deja la película. Un film imprescindible.
©Trópico Absoluto
Héctor Concari (Montevideo, 1956) es Licenciado en filosofía por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de la República. En Uruguay fue crítico de cine de las revistas Opción y Cinemateca Uruguaya. En 1983, se radicó en Venezuela, donde vivió hasta 2006 colaborando con Encuadre, Cine Oja, Cine al Día, Imagen y diversas publicaciones de la Cinemateca Nacional de Venezuela hasta 1999. Entre 2004 y 2016, tuvo a su cargo la columna “Días de cine» del diario Tal Cual. Como narrador ha publicado los libros de cuentos Fuller y otros sobrevivientes (2005), Yo fui el chofer de John Dillinger (2008), las novelas De prófugos y fantasmas (Random House /Mondadori, 2005) y Edipo de Texas – Spaghetti western (Sergio Dahbar editores, 2016), así como el estudio critico Mario Handler, retrato de un caminante (Editorial Trilce, 2012). Actualmente es columnista de El Nacional de Venezuela. Vive en República Dominicana.
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