Aufhebung. Sobre Welserland, de Víctor Manuel Pinto
Estas palabras fueron leídas por César Panza, el 26 de marzo del corriente, en la presentación de Welserland (Kavrial, Mad. España, 2021), en la ciudad de Valencia, Venezuela. La escogencia de la fecha, como en muchos trabajos que desarrollamos juntos, no fue casual. El 26 de marzo de 1527 se sirvió la mesa para que, bajo el sol del 27, Carlos I de España y V de Alemania arrendara a perpetuidad la Provincia de Venezuela a los Welser, dando paso a la terrible exploración de la Klein-Venedig o Welserland. Otro hito del 26 de marzo, pero de 1826, fue la ejecución del coronel venezolano Leonardo Infante, fusilado en Bogotá por soldados de Santander. En aquel juicio infame contra el oficial maturinés -que aceleró la secesión de Venezuela de la unión pactada con Quito, Cundinamarca y Panamá-, la presencia del valenciano Miguel Peña, como abogado defensor, fue trascendente. En mi último encuentro con César, hablamos mucho sobre esto. Evocamos, no sin gusto, los procederes ladinos de Peña quien, a pesar de ser un hábil jugador de naipes, pasó su postrimería casi en la quiebra después de publicar de manera independiente sendos volúmenes suyos. Uno de ellos, el contentivo de los documentos del juicio contra el Negro Infante, fue el último libro que César me entregó para la investigación que sucede a Welserland, obra que no existiría de no ser por él. Me pregunto ahora si fue casual el lugar que el destino reservó para aquella reunión: el insólito manantial que brotó inusitadamente, en 1769, justo cuando la sequía y la peste asolaban la capital carabobeña. Allí, frente al cerro La Guacamaya, muy cerca de donde sus ancestros y los míos comenzaron a bregar en Valencia, brindamos con los viejos amigos bajo la vid, o nos quedábamos callados frente al agua inexplicable. Que ahora repose en Tocuyito, estoy seguro, no es casualidad. Tenía que ser ahí, en los bizarros campos. Es que César fue un infante en contienda feroz. Uno de los pocos que no sucumbió a la vulgaridad y la pública autoconmiseración de nuestro clima social, sino que supo mantenerse como un ciudadano modelo. Ejemplo de estudio, ética y elegancia; amor y resistencia. Víctor Manuel Pinto
Bien sé, hijo, que otras muchas cosas os podría y debería decir. De las que podría, no hacen por ahora al caso… las que debería están tan oscuras y dudosas que no sé cómo decirlas ni que os debo aconsejar sobre ellas, porque están llenas de confusiones y contradicciones, o por los negocios o por la conciencia.
Carlos I de España & V del Sacro Imperio Romano Germánico
Este libro puede abordársele de un objeto sólido, con múltiples caras, vértices y aristas que, por ser una suerte de vitrificación que cambia el medio de los discursos genéricos, toma una luz de lectura blanca y concentrada, para difractarla en multitud de interpretaciones con colores y emociones específicas dependientes de la frecuencia del interés y excitación del lector. Dichas interpretaciones, juntas, comprenden y definen a este enigmático ejemplar de poesía histórica latinoamericana que Víctor Manuel Pinto y Kavrial nos traen hoy. Son tantos los asuntos sobre los que versa este libro, cómo se despliegan en su compleja anatomía, su pluralidad formal y de sentido, que comenzar por uno en particular es arbitrario. Intentaré hacerlo de forma tal que pueda cerrar una trayectoria que comprenda el paso por lo histórico, lo poético y lo latinoamericano de Werlserland.
El paisaje como distorsión del espíritu
Es conocido que Hegel describió a América y su cultura originaria como un conjunto completamente natural e inmaduro, algo que tenía que morir tan pronto como el espíritu europeo se le aproximara. América, una región sin historia y sin estados, es decir, sin razón ni fuerza: solamente geografía y paisaje. Por lo que se justificaba que fuese objeto directo de invasiones coloniales. Física y mentalmente consumida, agrega el filósofo alemán de principios del siglo XIX, “sigue mostrándose así, pues los nativos han perecido, después que los europeos aterrizasen en América, poco a poco por el soplo de la actividad europea”. Una inercia cultural apocada nos tienta a bajar la cabeza para asentir ante el ímpetu de esta sabiduría hegeliana, como si sus palabras fuesen los caballos, arcabuces, viruelas y perros de caza de entonces, de no ser porque el maestro Mariano Picón Salas, en su examen a la psicología de la conquista, nos dice:
Welserland entonces podría tratarse sobre cómo la pura geografía y el paisaje americano distorsionarían mediante poderíos telúricos el temperamento, en vías de ascenso y depuración, del espíritu del pueblo alemán; un breve episodio en donde lo real arrollaría a la razonable, un impasse donde lo civilizado degeneraría en barbarie, como si el espacio liso e inmaduro, física y políticamente, de América hubiese embrujado y corrompido la estriada vitalidad, casi moderna, de estos banqueros de Augsburgo, en ese aspaviento nómade que implicó su gobierno sobre la provincia de Venezuela durante unos oscuros diecisiete o dieciocho años.
Acumulación originaria
La ironía con la que reclamo a Hegel su posición de ninguna forma está orientada a ridiculizarlo. Es decir, no es del todo cierto que la presencia y la violenta complexión de los Belzares en Venezuela se debió a su inmersión en un territorio de abierto cielo azul, sin historia ni estaciones. Más bien es consecuencia de su propio destino y ruina. En 1516, un par de familias de patricios de Augsburgo, los Belzares y los Fúcaros, ayudaron política y económicamente a que Carlos de Habsburgo, el hijo del Hermoso y de la Loca, fuese coronado soberano de Castilla, Aragón, Nápoles y Sicilia; y tres años después Emperador del Sacro Imperio Romano. Comerciantes, prestamistas y mineros, estos Belzares tutelaron monetaria y políticamente al César y, dada la deuda contraída por la majestad, serían por ello sus representantes Plus Ultra dada la concesión de gobierno y explotación de la Provincia de Venezuela, a despecho de otros conquistadores ibéricos. Sería más preciso entonces que señale al tema de este libro allí: sobre el hecho de que nuestra gestación e infancia como nación colonial estuvo marcada por un soborno y una deuda. O algo menos que un tema, una excusa atmosférica, un clima inicial, desde el brillo breve de un relámpago ilumine los años oscuros de nuestra historia, pues, el arco temporal sobre el que se tienden las curvas de escritura de Welserland interpolan eventos ocurridos entre los años 1528, 1561, 1817, 1821 y 1902. Su hilo conductor es aquél que comunica al Viejo Mundo con el Mundo Nuevo, dada la rígida restricción que imponen tanto el mal de archivo y el archivo del mal, esos lugares comunes de nuestra historia, como bien lo ha apuntado la poeta Gina Saraceni al respecto de la investigación que supuso para Víctor Manuel Pinto este libro.
Esa cara de este prisma textual quizás sea la de mayor brillo: el registro de los eventos asociados a la acumulación originaria y nuestro lugar en ella, las demarcaciones y cicatrices que dejarían sobre el devenir de esta exuberante parcela de territorio tropical, si en aquél entonces no contábamos con el rango de nación. Su inicio cuenta desde el arribo de los europeos, cuenta alguna de las conmociones españolas, pasa por la unificación británica del sistema colonial, luego por el estallido y reacomodo independentista, hasta la extraordinaria traslación de la hegemonía político-económica hacia el foco norteamericano. Insisto que esta podría ser la lectura de mayor rendimiento, la atención prestada al enfrentamiento entre barbaries que significó la conquista nuestra, el exponernos como una de las minas, con una deuda como partida de nacimiento, en donde ciertas máquinas de guerra produjeron las condiciones para conciliar los polos despótico y persuasor de aquellas comunidades del Viejo Mundo para, ayudados por las técnicas y canales del comercio y la banca, dar el impulso inicial al capitalismo moderno y a los estados-nación que hoy, nuevamente, parecen estremecerse ante su incapacidad de identificar lo real con lo racional, y no solo en estas periferias. Si estuvimos en su principio, también habremos de estar también en su final.
La experiencia de remontar a ese origen tiene severas consecuencias sobre el concepto que tengamos acerca de nuestra identidad, potencias y posición en el sistema-mundo. No son insignificantes y están íntimamente ligadas con el hecho de que Víctor Manuel Pinto construya su Welserland poéticamente.
Verdad histórica y verdad poética
Varias son las emociones que se despiertan al conocer un poco de la historia de este territorio. Estupor, rabia, resentimiento, frustración, apatía, cinismo y resignación. Ninguna que posea una fuerza vital sostenible para mirar adelante o siquiera estimar el recuerdo. Ninguna que supere la condición de instrumento o de víctima. Nietzsche, este otro gran pensador de la cultura alemana de la segunda mitad del siglo XIX, al considerar la utilidad y los inconvenientes de la Historia para la vida, señaló como fármacos helénicos contra las enfermedades de la historia y los archivos al arte y la religión, lo ahistórico y suprahistórico, poder olvidar y poder observar a lo eterno, como medios para “organizar el caos que llevamos dentro, concentrándonos en las necesidades genuinas”. Su razonamiento es demoledor y seguro podrá servir a los germánicos, quienes tienen muchos eventos atroces que olvidar y mucha ciencia para pensar en lo eterno, pero en lo que refiere a nosotros, venezolanos, americanos, es ligeramente muy otra la situación, es decir, que podría convenir lo contrario, dada la distancia entre civilización y colonización, la misma que hay entre nuestra vida y pensamiento, entre nuestros intereses y voluntad. Tomo prestadas ahora las palabras de Enrique Bernardo Núñez para referirme con mayor precisión al respecto:
Alguien ya ha dicho que la historia no puede repetirse, es termodinámicamente imposible su reversibilidad. Pero rima, y tiene un ritmo, se podría decir. Sobre esa especie de contradicción físico-espiritual, sobre el vértigo psíquico que se experimenta ante la imposibilidad de salir del violento bucle de edictos, empréstitos, sangre y traiciones, ni la filosofía ni la historia solas están capacitadas para decir verdad. Se requiere de esa facultad específica que tiene la poesía para des-automatizar los discursos y auto-impugnar el lenguaje, para abordar esta experiencia de abismo y necesidad. Tal sería una de las pautas de escritura de Víctor Manuel Pinto que hizo de su trabajo un libro de poesía histórica latinoamericana, con una pasión por la actualidad que infunden en el lector los mares y las alteraciones de la percepción, propias de un viaje a través del tiempo que bien podría ser también una pesadilla o simple y llanamente una mirada indirecta a nuestra contemporaneidad.
Los niveles de verdad histórica que puedan mostrarse en Welserland deben estar entre dicho, debido a los claros historiográficos de ese extenso período donde parece que no ocurrió nada. No así cierta verosimilitud, sobre la que Víctor Manuel Pinto se compromete siguiendo lineamientos de Herrera Luque para tratar el vínculo narrativo entre ficción y realidad. De ciertos flujos de escritura no se puede esperar verdad literal, no importa si se presenta como crónica o ensayo; así como tampoco puede relegarse al poema o al drama al terreno del puro código alegórico, universos de la simbología o exposición de la intimidad. Y es en este particular donde Welserland es singularísimo en una especie de bribonería estilística o de sagacidad transgenérica, precisamente en época de posverdades y propaganda: las formas que toman sus textos no son estables, mutan a gran velocidad. A sabiendas de que los géneros literarios son invenciones recientes remachadas por escuelas, academias y hábitos monumentalistas, Pinto moldeó a Welserland en pluralidad de cuerpos y voces y formas, capaces de disfrazarla adrede de novela histórica o historia fabulada en clave rizomática. Welserland cuenta, canta, interpreta, traduce, susurra e insinúa montado sobre los hombros de otros textos de historia y poesía venezolana. Al menos dos fines lo orientan: esbozar un contexto para empotrar algunos poemas de tema histórico y, una vez con él, ¿por qué no?, elaborar dispositivos que inicien a las sensibilidades de sus lectores para que sean capaces de cruzar voluntariamente un puente entre el mundo visto y el desconocido, entre la actualidad y el pasado. Para luego, como si hubiesen cruzado un valenciano Leteo inverso, volver como nuevos sujetos con la memoria recobrada, sujetos capaces de emociones menos oscuras, más vigorosas, menos pasivos: ¿no es esa una de las funciones de la poesía, dar condiciones para nuevas subjetividades?
Eso se explicaría mejor de acuerdo a algo que Ludovico Silva ha dicho sobre Ramón Palomares y su poema Santiago de León de Caracas:
Estas palabras se ajustan con fidelidad a Welserland, y no debería sorprendernos en la medida en que Palomares con sus Alegres Provincias también están presentes en el trabajo de Pinto, como referente tradicional, como punto de tangencia de Venezuela con Alemania, y como arquetipo de poeta y poema históricos.
Mudos y estúpidos, sin embargo, escriben
Debo volver a Hegel nuevamente para hacer las paces con el maestro, prestándole un poco más de atención y, así, comentar otro particular sobre Welserland. Esa confusión entre pasado y presente (y posiblemente futuro) podría estar condicionada por un asunto relativo a la posesión y uso de lenguaje. Hegel decía que solo hay hechos históricos allí donde hay relato (historiográfico o mítico, como preferiría Nietzsche), y solo hay relato allí donde hay estado. Todo lo anterior es pre-historia, es decir, “la extensión y el crecimiento orgánico del imperio de los sonidos articulados que permanece mudo y estupefacto, avanzando sigiloso e inadvertidamente”. El gran moderno alemán se refería a una manifestación específica del lenguaje que es la inscripción y escritura, porque si bien la memoria e imaginación sin lenguaje son demasiado pobres e inmediatas, el habla de las conciencias sensibles no basta para hacer historia. A partir de esa evidencia, Welserland parece estar construida alrededor de las acciones y conflictos de personajes que escriben su paso por el mundo. Y se puede entender por qué, pues el borde donde la historia material se imbrica dinámicamente con la ideal yace en el registro que se haga de los eventos con los que se implica. No hay emancipación de ese oscuro pasado sin voz, al que se refiere Hegel, ni conocimiento vital de las realidades ético-políticas que se despliegan en los espacios lisos y estriados del mundo, sin una escritura que rinda cuenta de la colisión de las necesidades e intereses que nos mueven a unos y a otros. Mucho menos comunicar las intuiciones que sobre ella se tengan. Qué decir del pensamiento.
Entonces cabe preguntarse, a sabiendas ya de su rebeldía de género, el exotismo de su paisaje, su tensión con la época, lo autorreferencial de una escritura sobre escritores, ¿sobre qué lenguaje se levanta Welserland como poema histórico latinoamericano? Lo hace sobre un castellano plebeyo tan problemático culturalmente como si no hubiese sucedido nada desde la querella entre Sarmiento y Bello, pero Pinto lo problematiza más titulando en inglés y alemán, reescribiendo a Kipling y a Shakespeare como un Calibán que ocupa y saquea la lengua de Próspero para insultarlo, como Carlos V que amaba el castellano sin que fuese su lengua materna, Pinto opera referenciando mitologías paganas lo mismo que cristianas, desacralizando las leyendas de los padres de la patria mientras ridiculiza la supuesta supremacía espiritual europea, procediendo igual con humor que con horror, para distraer a nuestra tendencia habitual a engañarnos cada vez que emprendemos la dura tarea de conocernos a nosotros mismos. Enfrentándonos a una condición humana que somos más proclives a ridiculizar, condenar o lamentar antes de reconocer que es la propia, “con todas sus confusiones y contradicciones, sea por los negocios o por la conciencia”.
Entre el negro y el blanco
La ejecución final del trabajo de Víctor Manuel Pinto, su concreción como libro físico, merece especial atención. El trabajo conjunto de Daniel Oliveros, editor, y Jean Luc Gehrenbeck, diseñador, logró recrear a Welserland genialmente en un ejemplar de aires góticos y altos contrastes donde la convivencia entre lo blanco y lo negro no es un recurso decorativo, sino el signo de la operación de lanzar luz sobre las tinieblas de ese imperio pasado que permanece mudo y estupefacto, y que vuelve hoy a nosotros tras un viaje sigiloso e inadvertido. Lo acompañaron con precisas fotos e ilustraciones que insinúan el habitad de una multitud de impulsos e intereses de seres sumidos adrede en una pre-historia material y espiritual. Por supuesto, los dos junto a Pinto son latinoamericanos y nadie mejor que los latinoamericanos para presentir las razones y potencialidad del estado actual de las cosas en toda su perspectiva universal. Esa sensación de pre-historia en donde se confunden pasados con presentes, sería acaso la misma de quien ha vivido todos los posibles devenires. Pienso que, así, todo cuanto ha sucedido aquí nos ayuda a presentir las trayectorias de lo porvenir. Acá esa cualidad sea lo que vuelve a Welserland tan pertinente, y no solo para nosotros, no solo aquí y ahora. Como a Picón Salas, la historia nos ha de interesar “no solo en cuanto pasado, sino en cuanto prueba de la psicología del hombre y de las reacciones del grupo social y en cuanto ayuda a alumbrar, también problemas y vivencias contemporáneas”.
©Trópico Absoluto
César Panza (Valencia, Venezuela 1987 – 2022) Poeta, traductor y editor. Licenciado en Matemáticas por la Universidad de Carabobo, donde ejerció labores docentes. Fue uno de los fundadores de la revista La Fulana Vaca y editor del periódico Los Telares. Miembro del equipo de redacción de la revista POESIA. Tradujo del inglés Canciones 1962-1970, de Bob Dylan (Fundarte, 2017). Publicó Mercancías (Fundación Editorial El perro y la rana, 2018).
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