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Todos los hombres del Presidente (y una mujer)

Por | 7 agosto 2022

Héctor Concari (Montevideo, 1956) ofrece una crítica de Gaslit (2022), la miniserie de Robbie Pickering protagonizada por Sean Penn y Julia Roberts. Se trata de una mirada moderna al ya famosos escándalo político Watergate, de los años 70, centrada en historias no contadas y personajes olvidados de la época. Dice Concari: “La serie es un regreso refrescante sobre una historia cuyo absurdo dice mucho sobre el poder, la hubris y los imprevisibles cambios de bando en la política. Dice mucho además sobre la manipulación y sus vericuetos en la dinámica de una pareja habituada al perfil alto. Porque no se termina de saber quién es el verdugo y quién la víctima. Ambos intercambian roles en algún momento y ambos juegan un papel en la defenestración de Richard Nixon.”

Julia Robert en Gaslit (2022). Foto de Hilary Bronwyn Gayle - ©2021 Starz Entertainment.

Cincuenta años después de los hechos, la tinta no se ha secado sobre el caso Watergate, que vuelve una y otra vez al cine. No es que el cine antes de Watergate evitara la política, pero con el escándalo, Nixon y, muy especialmente todos los hombres de su presidencia saltan como personajes al libro y de ahí a la pantalla. Esta vez una miniserie trae un ángulo nuevo al asunto. Gaslit trata de la vida del director de campaña de Nixon (John Mitchell, un irreconocible Sean Penn) y su inefable esposa Martha (Julia Roberts) que dan su visión de un drama inexplicable. Una chapucera incursión de inteligencia perpetrada por  unos espías de opereta, termina con el mandato de Richard Nixon, arquitecto geopolítico de las ultimas 3 décadas del siglo pasado. ¿Cómo pudo ocurrir? Veamos los hechos.

En la noche del 17 de Junio de 1972, un guardia de seguridad de las oficinas del complejo Watergate (que incluye un hotel y apartamentos) nota movimientos extraños y llama a la policía que detiene a cinco personas en las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata. Se los acusa de intento de robo  y posesión de implementos criminales, cosa lógica teniendo en cuenta que llevaban encima cámaras, película y pistolas de gases lacrimógenas en miniatura. Un dato llama la atención, tres de ellos son exiliados cubanos, uno es cubano americano y el único americano de pura cepa, James McCord, es un ex agente de la CIA. Pero ahora trabaja como jefe de seguridad del CRP republicano, el Comité para la Reelección del Presidente. No contentos con haber reservado  habitaciones en un hotel frente al complejo en las cuales la policía encuentra equipos de escucha electrónica sofisticado, uno de ellos guarda en su agenda un nombre: Howard Hunt, y un número telefónico. El tal Hunt (un hombre de la inteligencia norteamericana salido no se sabe si de la leyenda o de la picaresca) trabaja en la Casa Blanca. Y triste coincidencia, la mañana en que indician a los cinco ladrones, un periodista novato maldice en un banco de la corte su tedioso  primer empleo en el Washington Post: cubrir  las noticias de la ciudad. Se llama Bob Woodward, y a los  29 años la ambición o la curiosidad hacen que sus antenas capten el zumbido aún lejano de una noticia.

Un poco de contexto se impone. El presidente era Richard Milhous Nixon y estaba en el último año de su primer periodo de gobierno. Era un animal político de cuidado, detestado por los medios, y por las elites liberales. Su historia es una de confrontaciones y luchas de las cuales ha salido airoso gracias a la voluntad de su herencia cuáquera, un espíritu de combate originado en su niñez pobre y triste y un instinto político envidiable.  Ha sido parlamentario, en los 40 ha hostigado a Hollywood como miembro del comité de actividades antinorteamericanas y tal vez gracias a su anticomunismo cerril ha sido el vicepresidente de Eisenhower antes de ser humillado por el juvenil Kennedy en las elecciones de 1960, que pierde por un margen mínimo.  Exhibe, como su mejor credencial, un conservadurismo  irrebatible que lo hace atractivo ante un sector del electorado para el cual ha inventado un nombre: “la mayoría silenciosa”. Esa masa conservadora que ve con horror a los estudiantes cabezacalientes, a los tibios frente a Moscú y a esa nueva cultura ruptural que parece irrigar al mundo entero. Su gusto por los trucos sucios en la política le ha valido un apodo :“Tricky Dick” (Dick el tramposo). Tiene una mente geoestratégica brillante y la virtud imprescindible de un político exitoso. Nunca se rinde.

En ese verano de 1972, la recta final  de la campaña se avecina. Nixon espera una cómoda reelección. Por un lado ha demostrado una extraordinaria entereza aguantando el fuego de la protesta interna contra la guerra de Vietnam, y la mayoría silenciosa lo apoya. En febrero de ese año, ha operado un giro copernicano en la política exterior americana al ir a visitar a Mao Tse Tung y abrir relaciones diplomáticas con China. Y tres meses después en Moscú, ha firmado con Leonid Breznev los tratados SALT que garantizan un control de las armas nucleares y un alejamiento de la doctrina de la “mutua destrucción asegurada”. Junto a su socio en asuntos internacionales Henry Kissinger, Nixon, el niño pobre de Yorba Linda, California, el conservador despreciado por los niños ricos de la costa Este,  ha diseñado una nueva arquitectura para la paz mundial. Y la contienda rueda muy bien: los demócratas se han movido demasiado a la izquierda y Nixon le lleva al ultraliberal George McGovern una ventaja de dos dígitos. “El presidente está feliz”, como dice algún comentarista y recoge el prólogo de la película sobre el caso.

Nada del drama de Watergate es comprensible sin la personalidad de Nixon. Para su desgracia es un paranoico de cuidado, convencido de estar rodeado de enemigos que persiguen su fin y a los cuales busca  eliminar preventivamente. Todavía hay algunos nubarrones que alientan ese lado oscuro del presidente. Falta  por negociar el fin la guerra de Vietnam que espera concluir “con honor”, asegurando al mundo que Estados Unidos no abandona a sus aliados (para ello bombardeará sin piedad todo el sudeste asiático, pero esa es otra historia). Y en ese marco, le preocupan las filtraciones de los funcionarios de la Casa Blanca y del Departamento de Estado, esas madrigueras plagadas de burócratas liberales. Adopta dos medidas que lo perderán. La primera, en febrero de 1971, es establecer un sistema de grabación en la Sala Oval y en la Sala de Juntas a las que luego seguirán otros en su oficina privada, teléfonos varios y en el retiro presidencial de Camp David. Grabar a los enemigos no era nuevo, la novedad de Nixon fue instalar un sistema que se activara con la voz y lo grabara todo en un primer absurdo de la historia. Escuchar las grabaciones, hechas con la excusa de ayudar a unas futuras memorias, hubiera requerido un tiempo inverosímil. Exponerse a que salieran a la luz como finalmente ocurrió era tan impensable como peligroso. Grabar a los demás sin que lo supieran era sencillamente inmoral. Y sin embargo, corrió ese riesgo  y pagó por él. El segundo error fue igual de grave. Nixon comenzó a rodearse de sujetos que alimentaban sus “fobias” y luego cumplían al pie de la letra instrucciones producto de la rabia del momento. Eran los hombres del presidente, inicialmente contratados para contener las filtraciones, y por eso se les llamó, con sorna, “los plomeros”. A partir de allí se diseñó una trama de espionajes, invasiones de la privacidad y trucos sucios electorales que condujeron al desastre del Watergate ¿Cómo una mente política tan brillante no calibró el alcance de estos excesos? Es imposible decirlo sin apelar al costado irracional de un presidente cuyos fantasmas lo visitaban en largas noches de insomnio y dibujaban un cuadro de miedos, algunos verdaderos, muchos hechos de bruma,  que había que conjurar durante el día. La poca resistencia de Nixon al alcohol además, aportaba lo suyo.

Pero el protagonista del caso Watergate es la prensa. Es un periodista quien olfatea el primer indicio, y es Woodward junto a su colega Carl Bernstein, quienes apoyados por un editor legendario, Ben Bradlee, desenmadejarán el caso para el Washington Post. El libro resultante Todos los hombres del presidente (1974) es un prodigio de cuidado por el detalle, y un manual de ética periodística. Todo indicio  y todo dato tenía que ser verificado y corroborado con minuciosidad de entomólogo antes de ver la luz. Había además un actor clave que digitaba la investigación desde las sombras. Una fuente anónima que los dirigía hacia las áreas de interés, los alejaba de los caminos que no conducían a ningún lado y les hacía ver el alcance de todo el entramado de secretos del cual la chapuza del Hotel Watergate era solo una mota de polvo en un chiquero. Lo llamaron “Deep Throat” (Garganta Profunda) en homenaje a la muy nombrada película pornográfica de 1972. Durante años la identidad de Deep Throat fue un misterio y la única conjetura posible, dado el calibre de las pistas que ofrecía, era que se trataba de alguien ubicado muy, muy alto en la estructura de poder. Para John Dean (asesor legal de la Presidencia y el primero en empezar a colaborar con los fiscales) era Alexander Haig (ex colaborador de Kissinger y luego Jefe de Gabinete de Nixon), para Bob Haldeman, Chief of staff caído en desgracia, era el propio John Dean. La mejor de las teorías era la de la revista MAD que sostenía que Garganta Profunda, por motivos obvios, tenía que ser el vicepresidente Gerald Ford. La verdad se supo recién en 2005 cuando en un reportaje para la revista Vanity Fair la célebre fuente salió del closet. No era otro que Mark Felt, el número dos del FBI, amargado por no haber obtenido el puesto de número uno a la muerte de J. Edgar Hoover, su perenne director, o asqueado por los manejos del poder en el Ejecutivo. Muy probablemente una mezcla de ambos.

La serie es un regreso refrescante sobre una historia cuyo absurdo dice mucho sobre el poder, la hubris, y los imprevisibles cambios de bando en la política. Dice mucho además sobre la manipulación y sus vericuetos en la dinámica de una pareja habituada al perfil alto.

El libro Todos los hombres del presidente de Woodward y Bernstein (paráfrasis feliz de otro clásico  sobre política, Todos los hombres del rey, de Robert Penn Warren) saltó al cine en 1976 con una adaptación  hecha por el libretista William Goldman (el mismo de Butch Cassidy y Sundance Kid), la dirección de  Alan J. Pakula y un elenco de sueño: Robert Redford, Dustin Hoffman, Jason Robards y Martin Balsam. La silueta de Hal Holbrook en las tinieblas de un parqueo hacía las veces de Deep Throat. Todos los hombres… está muy lejos de ser la primera película política americana (la obra de Warren había sido llevada al cine por Robert Rossen en 1949). Es, sin embargo, y salvo mejor opinión, el momento en el cual el cine americano se apropia de la fórmula del thriller político que los franceses habían inaugurado en 1969 con “Z”, de Costa Gavras. Más importante que eso, es la película que, desde el título, apunta a los detentadores del poder sin mostrarlos. Libro y libreto siguen paso a paso la investigación (que si a verlo vamos es bastante tediosa en sus procedimientos). Al hacerlo, va dibujando a la vez una trama y un clima de arrogancia, desprecio por las formas democráticas, el fair play electoral, si es que existe, y la aspiración a un poder imperial. Un film electrizante, todavía hoy.

Hay un elemento que llama la atención en las biografías de los protagonistas del escándalo. Casi todos han escrito sus memorias o han dejado que escriban sobre ellos o han dado repetidamente sus versiones del caso. Todos ellos se declaran culpables (¿Cómo apelar ante el cumulo de evidencias?). Pero todos matizan esa confesión echando mano al más burdo de los paralogismos: el recurso a lo contra fáctico. Si Nixon no hubiera sido paranoico, si no hubiera existido la guerra de Vietnam, si no hubiera seguido el consejo de alguno de esos asesores obsecuentes, otro gallo hubiera cantado. Uno de esos razonamientos, el más canalla de todos, vuelve una y otra vez, incluso en boca del propio Nixon. Si John Mitchell, ex fiscal general y luego director de la campaña, no hubiera estado enamorado de su esposa Martha, y hubiera calibrado con realismo las propuestas ilegales que le fueron presentadas, Nixon hubiera terminado su mandato. Y sobre Martha caen todas las maldiciones del mundo: es bocona, tiene un corazoncito liberal, bebe de más, consume barbitúricos, motivos por los cuales el presidente la detesta y la exilia del avión presidencial y de su presencia. Y la vida de su esposo, amigo de toda la vida de Nixon, socio político y mentor del presidente, se vuelve un calvario y, al  no poder servir a dos patrones, comete errores de juicio imperdonables. El culpable entonces, no es un abogado veterano en el mundo de las leyes y la política, ¡sino su esposa! No olvidemos algo. El drama de poder de Watergate es un drama exclusivamente masculino. Hay solo dos mujeres en este entorno. Pat Nixon, la primera dama es una presencia protocolar y lejana, que odia la política. En  esa arena de gladiadores sedientos de poder queda una sola mujer que mira el drama desde la indiferencia de todos: Martha Mitchell. No es extraño pues, que la historia la haya relegado al papel de sureña tonta e inútil.

La miniserie Gaslit de Universal, tiene un primer acierto al apuntar al único ángulo femenino del escándalo. El segundo es darle a Martha Mitchell una estatura un poco más digna. Oliver Stone, en su Nixon de 1996, le dio el papel a Madeline Kahn, la hilarante actriz de las películas de Mel Brooks, y con ese simple acto la redujo al papel de caricatura. Aquí, Martha es Julia Roberts, una estrella consagrada. Una actriz linda e inteligente irrumpe en el mundo de los hombres del presidente. Todos ellos feos, sucios y malos.

Empecemos por el intraducible título. Hay una película original de 1940 que dio origen al termino gaslight (literalmente “luz de gas”). La dirigió impecablemente Thorold Dickinson, pero como a veces ocurre, su remake americana dirigida por George Cukor, con Charles Boyer e Ingrid Bergman, en 1944, la eclipsó muy injustamente. (La traducción española es tan cursi como  eficaz: “La luz que agoniza”). Ambas se basaban en una obra de teatro de Patrick Hamilton sobre la trama de un marido que a punta  de comentarios tiernos y gestos de cariño manipula a su mujer hasta convencerla de su locura. Y la luz de gas que a veces se debilita en aquel drama anterior a la luz eléctrica es un comentario del estado mental de la pobre protagonista. A partir del film de Cukor el nombre gaslight saltó al dominio público con fuerza e intención de verbo. To gaslight (intraducible al español) es el ejercicio de poder de una persona sobre otra más desvalida. Generalmente de un hombre sobre una mujer. Un toque de genio el del hoy olvidado Hamilton. La luz de gas es inestable, impredecible y poco confiable.

Los ocho capítulos de Gaslit (el participio pasado agrega el toque de nostalgia por los 70) proponen una doble trama. Por un lado, uno de los personajes más siniestros del caso, un ex agente de la CIA llamado Gordon Liddy, abre el drama con un largo monólogo sobre el poder mientras su mano se quema sobre una vela encendida, forma más bien peculiar de demostrar su fuerza de voluntad frente a los subalternos. Este Liddy propone un plan extremo de secuestros y extorsiones que horroriza a Mitchell, su asistente Jeb Magruder y el asesor John Dean. Pero eventualmente será pasteurizado y dará origen a la célebre incursión. El otro polo dramático es la relación de amor, erotismo travieso y gusto por el poder que tienen Martha y John. La serie entrecruza así las dos pulsiones del drama: el poder en sus distintas facetas  y  la debilidad de John por Marta, y, para cerrar el círculo, la de Marta por el poder y la fama. Hay una arista adicional innovadora en el tratamiento del caso. Watergate ha servido siempre para promover el ejercicio del periodismo investigativo, del cual es uno de los mejores ejemplos, por supuesto. Gaslit prefiere darle un papel lateral y poner en mejor plano a dos personajes poco nombrados del drama. Los agentes del FBI Paul Magallanes y Angelo Lano fueron los encargados de llevar la investigación inicial por parte del FBI, investigación que corría en paralelo a la de los sabuesos del Post. La ironía es que Mark Felt/ Garganta Profunda participaba de los “debriefings” de Lano y Magallanes al director del FBI, Pat Gray, y luego pasaba esa información a Woodward y Bernstein. La jugada no era tan limpia como parecía, porque en el proceso quemaba a algún testigo y entorpecía la investigación. Pero estamos hablando de la intraducible gaslight, que no puede sino rotar en torno a la heroína, definida por su fragilidad y su verdugo. Hay dos planos en este drama de poder. El del juego político en el cual el traspié de Watergate precipita una crisis impredecible y el del matrimonio Mitchell, para el cual ese factor desencadena otra crisis, siempre al amparo del poder y la manipulación de un cónyuge por el otro. Tal vez este sea el acierto. El presidente de los Estados Unidos es una sombra muy lejana. La agonía del poder se juega entre sus consejeros, tal vez innecesariamente caricaturales. Y en el centro de todo por primera vez, Martha Mitchell adquiere el papel siempre lateral pero relevante que hasta ahora tantos libros y películas le habían negado. La serie es un regreso refrescante sobre una historia cuyo absurdo dice mucho sobre el poder, la hubris, y los imprevisibles cambios de bando en la política. Dice mucho además sobre la manipulación y sus vericuetos en la dinámica de una pareja habituada al perfil alto. Porque no se termina de saber quién es el verdugo y quién la víctima. Ambos intercambian roles en algún momento y ambos juegan un papel en la defenestración de Richard Nixon. Como dirá más tarde, a modo de epitafio su “sidekick” geopolítico, Henry Kissinger: “hasta el último de los paranoicos tiene enemigos”.

©Trópico Absoluto

Héctor Concari (Montevideo, 1956) es Licenciado en filosofía por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de la República. En Uruguay fue crítico de cine de las revistas Opción y Cinemateca Uruguaya. En 1983 se radicó en Venezuela, donde vivió hasta 2006 colaborando con Encuadre, Cine Oja, Cine al Día, Imagen y diversas publicaciones de la Cinemateca Nacional de Venezuela hasta 1999. Entre 2004 y 2016 tuvo a su cargo la columna “Días de cine» del diario Tal Cual. Como narrador ha publicado los libros de cuentos Fuller y otros sobrevivientes (2005), Yo fui el chofer de John Dillinger (2008), las novelas De prófugos y fantasmas (Random House /Mondadori, 2005) y Edipo de Texas – Spaghetti western (Sergio Dahbar editores, 2016), así como el estudio critico Mario Handler, retrato de un caminante (Editorial Trilce, 2012). Actualmente es columnista de El Nacional de Venezuela. Vive en República Dominicana.

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