Lealtad del intelectual
Por qué el intelectual no ha podido cumplir una influencia moderadora en la tremenda discordia contemporánea; por qué valores espirituales que nos parecían secularmente inexpugnables mostraron tanta fragilidad en estos días de violencia y angustia, es el problema que me gustaría esclarecer. Desde este ángulo de visión hístórica el papel social de la inteligencia ha sido infinitamente más débil en nuestro siglo que lo que fuera, por ejemplo, en el XVIII, cuando un escrito de Voltaire templaba la furia de los coléricos y lograba imponer una norma de tolerancia y de justicia. Acaso en la actitud de soberbia y de aislamiento aristocrático que tomó la alta Cultura en nuestros días, deba buscarse su ineficacia colectiva. El Papa León XIII dijo alguna vez que el gran error de la Iglesia Católica en el siglo XIX fue haber perdido el proletariado por buscar la alianza con los poderes del dinero y de la opresión social. Parafraseando al Pontífice podría decirse que también los intelectuales (los verdaderos intelectuales, no los voceros o los intérpretes de las propagandas de odio) perdieron su ascendiente sobre el pueblo. Como lo anota muy bien Silva Herzog se plegaron cómodamente a la turbia circunstancia política, o en actitud igualmente estéril se aislaron en el narcisismo de una inteligencia que al negar el reclamo de la vida, al ponerse de espaldas a la emoción histórica, se tornaba inhumana. El excesivo especialismo fue destruyendo aquel ideal de “humanistas”, de vida y comprensión integral con que naciera en la época renacentista la Cultura Moderna. Las universidades, por ejemplo, en Alemania formaron una especie de casta brahmánica que se comunicaba entre sí por medio de un lenguaje esotérico; que insistía en su desprecio de la multitud y que no hubiera interrumpido la redacción de una ficha, en la Biblioteca, para asomarse a ver lo que estaba pasando en la calle; lo que pedían las multitudes desesperadas que en medio de la tragedia económica y la confusión espiritual estaban dispuestas a arrojarse en los brazos de cualquier credo, así fuese el más fanático, el más iconoclasta o el más resentido. A la angustia de las muchedumbres la mayor parte de los intelectuales respondían con su desdeñoso escepticismo o con exceso de sofisticación literaria. De acuerdo con los paralelos históricos de Burckhardt y Spengler el mundo había caído en aquella típica escisión entre la Cultura y la Vida que ya conoció la antigüedad en la época alejandrina, o, más concretamente, después del siglo II de nuestra era cuando la ya muy elaborada literatura romana se petrificó en las fórmulas retóricas y fue completamente incapaz de expresar u orientar aquella nueva realidad que se estaba vertiendo en el cristianismo naciente. Grandes escritores y catedráticos miraban pasar la época, poblada de problemas e interrogantes patéticos, con la misma incomprensión elegante, con la misma incapacidad de rectificar con que un Símaco en el admirable retrato de Gastón Boissier esperó la llegada de los bárbaros. En vez de rectificarse a sí mismos –como en el caso de un famoso pensador español–, con ciega soberbia intelectualista esos escritores y catedráticos pretendían rectificar la época. En el conflicto entre ellos y la realidad histórica era ésta y no ellos la que se había equivocado. Cuando no se podía ser artífice de la Historia, cuando las masas no se resignaban a obedecer sin deliberar, el intelectual se alejaba envuelto en su clámide de frases. Esa soberbia del intelectual moderno, produjo, como reacción, el rencor contra la Cultura que estallara fatídicamente en el nazismo alemán. Las legiones de frustrados, los que parecían parias ante el orgulloso desdén de los brahamanes comenzaron un día a quemar libros y cuadernos; llevaron a las universidades el matonismo de sus partidos; diríase que anhelaban vengarse de tantos años de exclusión y desprecio. Y, como otro síntoma de la época, en un país como Alemania donde la ciencia universitaria había sido tan jerárquica y envanecida, donde el Herr Professor actuaba como el altanero e indiscutible Mariscal de la Cultura, fue, también, donde la sujeción la inteligencia a la barbarie alcanzó caracteres más trágicos. La “Voluntad de poder” sobre la que muchos intelectuales teorizaron sin realizarla, se entregaba ahora a las fuerzas irracionales. Los oradores de cervecería, los demagogos de los asilos de noche, comenzaban a trocarse en “Führers”.
Puede uno inquirir cómo el intelectual reasumiría aquella función esclarecedora, aquel alto magisterio humano que le correspondió en el tiempo de Erasmo o en el tiempo de Voltaire. Acaso lo que más requiera la inteligencia contemporánea para integrarse de nuevo a la vida, sea una terapéutica de humildad. En el último medio siglo de la Cultura de Occidente al perfeccionar y aquilatar sus técnicas; al desenvolver el lenguaje de alta precisión con que los especialistas se comunican entre sí, fue olvidando parte de su original mensaje humano. Fue una época de “pintura para los pintores” y de “literatura para los literatos”. Como si fuese una gran conquista histórica y no expresase la más trágica escisión cultural que viera ninguna época, celebraba hace algunos años José Ortega y Gasset la “deshumanización” del arte contemporáneo. Y ¿no señala, acaso, esta palabra “deshumanización” todo el horror de los días que estamos viviendo? La salida de tan tremendo “impase’’ de la Cultura no consiste, tampoco, en aquella grosera vulgarización de los conocimientos humanos, en aquellos resúmenes de Filosofía en veinte lecciones o en la trasvasación de la poesía de Shakespeare a un “inglés básico» en que se han empeñado ciertas empresas editoriales de los Estados Unidos. Como toda conquista humana la Cultura exige gran esfuerzo, y el único conocimiento válido es el que logramos incorporar a lo más profundo de nuestro ser; el que más que como espectáculo o excitación exterior, supo hacerse en nosotros vocación, drama o destino. Pero de los eternos maestros –los griegos– el hombre de hoy debe aprender de nuevo aquella integral simpatía con que en el diálogo socrático nos remontamos de lo más próximo y circundante, de lo que todos veían por las calles de Atenas, a los más altos móviles y esencias. Destruidos por tres siglos de crítica racionalista los fundamentos de la tradición religiosa de Occidente, la crisis de nuestra edad es fundamentalmente una crisis ética. Y nuestra henchida elaboradísima Cultura habrá fracasado si no reconquista la norma moral; si no concilia la inteligencia arrogante con el desgarrado clamor de la vida. Mientras las multitudes de hoy parecen pedir una nueva fe, el intelectual ha permanecido solitario y escéptico. Y acercarse a ver ese problema, entenderlo u orientarlo (como San Agustín en la crisis final de la Cultura antigua que tanto se parece a la de nuestros días), es la función más alta que podría cumplir el intelectual en este tiempo angustioso. Hay en los períodos de grandes crisis históricas dos tipos de intelectuales: los que se quedan en la aristocrática nostalgia del mundo que fue, sin deseo de comprender los hechos nuevos, los últimos depositarios e intérpretes de los estilos desaparecidos, y los que valerosamente, con riesgo y renunciamiento, se lanzan a los caminos por explorar. La cuestión consiste, pues, en definir en cuál categoría humana queremos que se nos incluya. Y el abstracto problema del “intelectual” se convierte, de este modo, en el personalizado y concreto de “los intelectuales”.
©Trópico Absoluto
Mariano Picón-Salas
Publicado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos, Sección Mesa Rodante. Volumen XV, Nº 3, México, mayo-junio de 1944, pp. 34-36
1 Comentarios
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Solo felicitar la publicación tan analítica y precisa de la tendencia histórico evolutiva del criterio o pensamiento social de equilibrio. Como a saber, me atrevería a llamar de manera consecuente con la realidad que vemos y/o sentimos estamos ahora viviendo.
Una descripción simple, compleja y profunda a la vez, de lo que hoy con mayor notoriedad y relevancia (para este análisis de 1944),
se vive en; al menos, América Latina.