/ Mariano Picón-Salas: Fervor de Venezuela

Introducción a Autobiografías (tomo I de la Biblioteca de Mariano Picón-Salas)

Por | 4 diciembre 2021

Mariano Picón-Salas y Beatriz Otañez (¿?). S/F S/A. Colección: Archivo para la Cultura Urbana.

Integran este volumen las dos autobiografías que escribió Mariano Picón-Salas: Viaje al amanecer (1943) y Regreso de tres mundos (1959). Gran parte de su obra está impregnada de lo que podríamos llamar una sensibilidad autobiográfica. Pero es evidente que solo estos dos libros tienen el carácter de autobiografías: la personal aventura vital restablecida por la memoria.

El volumen va precedido de “Pequeña confesión a la sordina”, texto con que el autor introdujo en 1953 la primera edición de sus Obras selectas, y que mantuvo inalterable en la reedición de 1962, pocos años antes de su muerte. ¿Cómo dejar de incluirlo aquí, si se trata, en palabras del propio Picón-Salas, de un “autorretrato espiritual”? Aunque evoca en rápido racconto etapas decisivas de su vida, lo hace sobre todo para esclarecer las obsesiones y alternativas, los debates interiores de los que fue naciendo y modelándose su obra. No tanto el hombre como el escritor es el que aquí se confiesa. Se trata, pues, de una especie de “poética”, pero dicha con cierto disimulo, “a la sordina”, y no proclamada con la suficiencia de quienes desconocen el recato, esa quizá más íntima convicción.

El anhelo y aun la necesidad de errancia geográfica y espiritual en contraste con la añoranza del paraíso perdido de su nativa Mérida. La busca de sobriedad y equilibrio en continua lucha con toda tendencia yoica. El conocimiento de la Historia como manera de preservar un escepticismo liberador ante los fanatismos ideológicos. Su gusto por las formas estéticas y el cuidado que repartió por igual entre la cortesía y el lenguaje, pues, reconocía magníficamente, “son las palabras las que producen las más enconadas e irreparables dis­cordias de los hombres”. Su desdén por lo artificioso y su pasión por lo concreto (como la de “ese viejo Homero que sabía tanto de caba­llos, naves y armaduras”), todavía más saludable en el frenesí con­ceptual y tecnológico del mundo moderno, tan sumido ya en la abs­tracción deshumanizada. La individualidad intransferible, no el simple individualismo, ¿paradójicamente?, tan gregario y acomoda­ticio; la sensibilidad original, no el falso refinamiento. “En nuestro amoblado cerebro de hombres modernos –dice– se guardan y des­hidratan para cualquier ocasión las frases y las consignas de moda. Ya no escuchamos cuentos junto al fuego ni nos viene en rapsodia de ancianos la poesía legendaria.” Aun se pronuncia contra el “intelectualismo orgulloso e inhumano”. Y de seguidas, para concluir, subraya: “No nos basta el arte tan solo, porque aspiramos a compar­tir con otros la múltiple responsabilidad de haber vivido.”

Estas son como las claves de mesura, entrañable fervor y claridad humanística que pautan toda su obra. O como a él le habría gustado igualmente expresarlo: el combate de la sophrosine contra la hybris. Por ello era casi imprescindible que un texto como “Pequeña con­fesión a la sordina” presidiera este volumen, que no es sino el primero de las obras completas del autor.

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Ángel Rosenblat –maestro de la historia del castellano– dijo que Picón-Salas era sin duda el prosista de más alta calidad de Venezuela y uno de los primeros de nuestra lengua. No se trata del elogio a un amigo; ¡cuántos no tuvo Rosenblat en nuestro país! Basta haberlo conocido a través de su cátedra o de sus libros, o en el trato cotidiano, para saber que nada lo llevaba al exceso en sus reconocimientos. Solo que tenía la competencia y la sensibilidad para apreciar el don verbal, a veces tan prodigioso, que se revela en la obra de Picón-Salas. Ese don era producto de la memoria y de la imaginación. Ambas hicieron posible que manejara nuestra lengua con esa suma proporción suya entre “el orden y la aventura”. Lo que en otros derivaba en tedioso recuento o en “mazacote” de datos e interpretaciones, fluía en él con la libertad –y la precisión, no lo olvidemos– de los grandes textos. Lo que en otros pretendía ser inventivo y noveleramente profundo se filtraba en su cálida claridad, en un arte de sugerencias y matices mucho más eficaz: ¿no es el que nos acerca al ejercicio realmente sensible del espíritu? Un adjetivo, un verbo, un súbito escorzo sintáctico o hasta una expre­sión muy coloquial, todo lo que forma el nervio pero también el impecable pulso de la prosa de Picón-Salas habría servido quizá para darles otra vida e inteligibilidad a tantos sapientes tratados –filosóficos, históricos, pedagógicos, sociológicos o literarios– de los que estamos tan apesadumbrados, y no solo abrumados, los venezolanos. El deber del escritor –ponderaba– “es trabajar su instrumento expresivo con la misma exactitud y variedad configuradora con que el buen ebanista convierte su pedazo de madera en objeto hermoso y socialmente útil”.

No es posible, por tanto, ver a Picón-Salas como un escritor “exquisito”, esa trivialidad con que invariablemente también se cali­fica a Teresa de la Parra. ¡Como si no fueran los dos escritores vene­zolanos que con más desenvoltura hicieron del castellano una espléndida comunión con nuestra lengua coloquial! Así tampoco ni el refinamiento estilístico ni el atildado casticismo forman parte de su estilo. ¡Y qué lejos estuvo de las fáciles seducciones de nues­tros realistas líricos! La agilidad para moverse en todos los niveles de la lengua; la ironía y la duda interrogativa con que atenuaba toda grandilocuencia; el improntu vivísimo y la metáfora que ilumi­na toda una situación o un espacio: eso sí distinguió su prosa. Una prosa a veces tan suculenta como la que él admiraba en Montaigne. La expresividad en la elegancia fue su verdadero ideal lingüístico. No solo trama su prosa con la riqueza que va acopiando la memoria; también supo ver, y cada percepción suya se ahonda, se amplía y adquiere el ritmo de la más animada representación. Todo lo que escribe y aun describe lo vemos en la nitidez del reposo y en la ráfaga del movimiento. Se siente que el aire y la luz pasan por sus palabras, que hay un dinamismo envolvente en sus transiciones ver­bales y en sus planos expositivos o narrativos, que lo meramente impresionista se va adensando en la reflexión, que aun el giro más directo o familiar adquiere en él la vivacidad de lo inesperado, esa nostalgia por lo primigenio de la lengua.

La facilidad idiomática, en suma, fue una de sus virtudes. Y es lo que impresiona en estos dos libros autobiográficos, separados en su publicación por muchos años. También los separa el punto de vista. Predomina en Viaje al amanecer lo invencionario y noveles­co; en Regreso de tres mundos, la reflexión del ensayista y del pen­sador. Aun en las diferencias de estilo que esto supone, ¿no los sen­timos unidos, además, por el impulso de una venturosa narración?

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Cuando aparece Viaje al amanecer, en México y en 1943, Pi­cón-Salas tenía unos cuarenta años. Quizá lo escribió entre Cara­cas y los Estados Unidos, en donde, desde hacía un año, daba clases de literatura latinoamericana. Antes había vivido por más de una década de voluntario exilio en Chile, y recorrido luego varios países de Europa. Durante su permanencia en Santiago de Chile había publicado tres libros de relatos y novelas, que obtuvieron especial reconocimiento de la crítica (Planchart, Alone, Latcham, Azuela). Será en Viaje al amanecer, sin embargo, donde su aptitud narrativa alcance su primera gran excelencia.

Mariano Picón-Salas. Viaje al amanecer. México: Ed. Mensaje, 1943.

Junto a Las memorias de Mamá Blanca, sigue siendo el libro venezolano que con mayor perspicacia recrea el sentido mítico de la infancia. Y, al igual que el libro de Teresa de la Parra, bien podría leerse como una novela. Una novela sin intriga o acción dramática, sin personajes inventados, y cuyo tiempo parece corres­ponder exactamente al del autor. Pero, aparte de que en Picón-Salas la memoria descompone y recompone, creando un tejido más libre de relaciones, ¿no se trata igualmente de la vieja fórmula del “cuento de cuentos”, que el protagonista conoce desde sus lecturas infantiles de Las mil y una noches? Y a través de ese hilado de cuentos –aceptemos que verídicos, reales– es como se va creando un espacio espejeante que ya no pertenece a la pura autobiografía.

Hay diversos modos de evocar una vida. Uno de los más tradicio­nales consiste en acogerse a un orden fundacional, cronológico y parsimonioso, situándose en una perspectiva omnisciente. Que sea uno de los más tradicionales no le resta fuerza; Recuerdos de pro­vincia, por ejemplo, continúa seduciéndonos como una admirable evocación. Picón-Salas no adoptó esa perspectiva. Narra menos lo que sabe que lo que ha oído contar, y aun lo vivido le parece y nos parece que forma parte de ese cuento fabuloso que la memoria atesora y transfigura. No se sitúa, pues, en un presente desde donde todo ha sido ya esclarecido; se deja llevar por la aventura misma del pasado; todavía es ese “niño curioso de los que se quedan escu­chando aquellas conversaciones de Historia que son tan frecuentes en las tertulias merideñas”. Más un espacio del alma que una cro­nología, Viaje al amanecer sigue por supuesto un orden de “etapas”, con sus escenas, retratos y episodios, y de acuerdo a ese orden se va dando el tránsito de la niñez a la adolescencia. Aun así, al terminar de leerlo sentimos más la simultaneidad que la sucesión, un tiempo íntimo y como absoluto, el de la Poesía y no el de la Historia, como diría el propio narrador. Si la voz de este suena clara y distinta, oímos en ella las voces de sus personajes y nos figuramos que su voz es también la de ellos, que se confunde y se modela con la de ellos. No falta el análisis introspectivo, que nos va revelando la formación de un carácter; tampoco la descripción objetiva que nos sitúa en una muy perceptible realidad. El capítulo de la muerte del abuelo es como un rito de pasaje de la “invencionera infancia” al despertar de la conciencia: “Y acaso el dolor de verle morir se jun­taba con la curiosidad de conocer la Muerte.” ¿Y no se inicia el libro justamente con un tour de forcé descriptivo: “ese contar el tiempo y dar color a los meses” según las fiestas de la Iglesia? Lo católico y lo pagano, el animismo popular y mágico de nuestras tradiciones están recreados en esas páginas por una mirada pictórica casi magistral.

Pero es aquella “voz de voces” de la narración la que produce el verdadero punto alquímico de todas las fusiones: lo subjetivo y lo objetivo, la costumbre de la casa y el ámbito de la ciudad, el presente y el pasado, la realidad y la leyenda. Y a lo que busca ser fiel el narrador es sobre todo a esa voz colectiva, a esa lengua que trasluce también toda una tradición, una manera de vivir cuyo orden secreto va adivinando a través de las diversas historias que oye, o que evoca como si solo las hubiera oído.

“Escribí un librito, Viaje al amanecer, como para librarme de (una) obstinada carga de fantasmas y seguir «lige­ro de equipaje» –como en el verso de Antonio Machado– mi peregrinación del mundo.” M. Picón-Salas

¡Cuántas historias no hay en este libro tan breve! La pesarosa de Josefina, que hasta sus noventa años recuerda con inalterable pate­tismo la muerte de su novio en la Guerra Federal. La un poco dia­bólica o apocalíptica de la beata María Eudocia, anunciando la destrucción del mundo con el cometa Halley como castigo al liberalismo, claro que ateo, aun desde la época de Bolívar. La ya casi irreal de Sancocho, como legítimo heredero de conquistadores, excavando por años un “entierro”. La ceremoniosa del Canónigo Méndez, que entre copas de jerez no deja de censurar el “azufre” de los libros del abuelo. La en cambio desaforada del Padre Arellano, “especie de gigante contumelioso” capaz de “arreglar a trompadas los asuntos de fe”. La heroica y aun escandalosa de un tío abuelo, el Coronel Riolid, con “su pierna de palo –reliquia de las batallas de la Independencia–, el gran costurón que le agrietaba la cara, su apetito devorante, las borracheras con que celebraba cada 5 de julio y sobre todo sus palabrotas gruesas y sus cuentos llenos de pimienta”, que muere en la Mérida de los 60, pidiendo su cajeta de chimó como último goce de la vida y no confesándose sino entregando su alma a Dios: “No me queda más pataleo. Ese Dios es el único general con quien no se puede pelear.” Y la muy aventurera del viejo communard Monsieur Machy, que por azar se establece en Mérida y será el preceptor del niño y morirá en 1916 anunciando, como siempre, el triunfo del socialismo.

Aún quedan dos no menos memorables, y quizá centrales. La del Mocho Rafael, maestro en “geografía aérea”, que conoce las migraciones de las aves y anuncia la hora y punto en donde se encontrarán hasta en las más remotas regiones; ¿no era dueño también de los poderes de metamorfosis del “Magníficat Negro”, que lo salvan de la recluta cuando se alza el General Castro? La del abuelo médico y su viaje a París en los 50, luego el regreso y la sobrecogedora aventura a través de los Llanos en plena Guerra Federal; el abuelo liberal y elegante, que hace de la ironía una tolerancia y anima la infancia del narrador con sus cuentos, los atlas y diccionarios de su biblioteca que despiertan en aquel “uno como sueño geográfico de países, naves y ciudades”. El Mocho Rafael, ya menos joven y sin duda poco atractivo, que acepta hasta con cortesía ser despojado de la novia; el abuelo que muere con el estoicismo aprendido en Séneca y Luciano. Uno que encarna “la fantasía bárbara” y el otro “la fantasía culta”, se unen finalmente en una sola y misma lección: la reciedumbre ante el destino y la reve­rencia por la vida.

Más que biografías o retratos bien acabados, o hitos de refe­rencia: cuentos. Y todos estos cuentos no son registro o acopio de Historia; son solo una memoria que se sumerge en el tiempo como tal. “El tiempo para el que nace en Mérida –advierte el narrador– es como un tiempo denso y estratificado (tan diverso de ese tiempo nervioso y olvidadizo que se vive en lugares más modernos); el pasado se confundía con el presente y personajes que vivieron hace tres siglos, o no vivieron sino en la medrosa fantasía de algunos merideños, eran los testigos obstinados, los fantasmas de nuestra existencia cotidiana.”

Una década después, al evocar los conflictos de su juventud, Picón-Salas confesará: “Escribí un librito, Viaje al amanecer, como para librarme de (una) obstinada carga de fantasmas y seguir «lige­ro de equipaje» –como en el verso de Antonio Machado– mi peregrinación del mundo.” También entonces (se trata de “Pequeña confesión”) reconocía: “La nostalgia de esa naturaleza perdida es uno de los leitmotiv de mi obra literaria.” ¿Hay alguna inconse­cuencia en ello, reveladora de conflictos más íntimos? No se evoca el pasado para convertirlo en obsesión personal o en ejemplo de futuras generaciones. Se le evoca quizá para darle otra vida: la libertad del tiempo puro, a la vez memorable e inmemorial. Es lo que parece descubrir el narrador desde muy niño. La madre abría un viejísimo escaparate de caoba y de sus gavetas iba sacando “objetos desteñidos y fabulosos”; volviendo a guardarlo todo, exclamaba: “Cosas de Maricastaña”. El niño se recuesta al fogón a oír los cuen­tos de Pedro Rimales o de la Reina Mora: “Aquello fue en el tiempo de Maricastaña”, empezaba diciendo la sirvienta. ¿Y no es significativo que la dedicatoria del libro sea a Maricastaña, “la Diosa femenina del tiempo”?

Viaje al amanecer (¿no será este el sentido último del título?) nada tiene de elegía ni de conjuro; es la memoria que se celebra a sí misma para convertirse en tiempo y relato puros. Al final, intuye el narrador o, más bien, ya el autor: “Otros muchachos –como lo impone la cambiante civilización– escucharán otros cuentos y tratarán otros personajes; no conocerán el miedo al Diablo, a la próxima visita del cometa Halley, a las señales del fin del mundo.” Gozarán, sin embargo, de la naturaleza: “las mariposas, los pájaros y la luz de Mérida”. Y de toda esa experiencia habrá de nacer otra memoria, que, a su vez, dará origen a otro cuento, como decir a otra nostalgia. “Para entonces –concluye lacónica­mente– yo estaré muerto y me gustaría que me recordasen.”

Pero a lo que puede aspirar un narrador es a que lo recuerden por su narración misma. Somos poca cosa en el mundo y, al cabo de los años, solo seremos epitafios o tumbas con nombres borrados. Acaso nada nos salva del tiempo sino el sabernos convertir en el tiempo ya libre, transparente, de la memoria. “La memoria, lo más persistente del hombre”, se dirá en Regreso de tres mundos.

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De la obra de Picón-Salas se desprende una preocupación central: preservar los fueros íntimos de la conciencia en lucha con su época y con la omnipresente historia. Le interesaba de la lite­ratura “la parte de problema, de humanidad angustiada o ilumi­nada” que pueda ofrecernos. No solo exponer ideas sino hacerlas sensibles en el cuerpo del lenguaje; no solo expresar una expe­riencia en bruto sino clarificarla: estos son como los rasgos domi­nantes de su escritura. Escribir, para él, era siempre saber componer, tanto en un sentido estético como ético. “En la obra del escritor –decía–, para que las palabras sirvan y no queden enre­dadas como aserrín en la garlopa, hay que usar también escuadras e invisibles instrumentos de cálculo, porque hasta eso que los ro­mánticos desgreñados llamaban la inspiración solo acude al espí­ritu fecundado por el estudio, la meditación, la congoja.”

Regreso de tres mundos parece estar escrito desde esta perspec­tiva. Tiene, por ello, la luminosa modestia de los testimonios espi­rituales nobles. No cabe duda: pertenece, mucho más que Viaje al amanecer, al género autobiográfico. Sin recurrir a ninguna fantasía novelesca, un hombre “que ya comienza a ser viejo” traza, desde el fin de la adolescencia, el itinerario de su vida. Lo trazan la limpidez, la serenidad, el pudor, y así el itinerario resulta despo­jado de dos cosas: el protagonismo ostentoso del yo y la más o menos sibilina insidia contra el prójimo. ¿No desencantan por eso un poco muchas de las autobiografías contemporáneas en nuestra lengua, tan mezquinas de alma y pobres en vida interior? La de Picón-Salas parece formar parte, más bien, del linaje iniciado por Mon­taigne, “el buen vecino bordelés –como él lo define– que no aspira a ser héroe pero sí una persona iluminada, benévola y sen­sata”, que supo, sin embargo, formular, en sí mismo y desde su propia experiencia, los grandes conflictos espirituales del mundo moderno. Así lo vemos evocar con nostalgia “la pura y limpia bon­dad humana” o “esas virtudes preteridas que se llaman la tolerancia y la piedad”. También Montaigne ya se acongojaba de ver el menos­precio en que se tenía a las virtudes más esenciales del hombre.

Mariano Picón Salas. Regreso de tres mundos. Un hombre en su generación. México: Fondo De Cultura, 1959.

Si en Regreso de tres mundos encontramos los elementos que configuran a toda autobiografía, estos se dan de una manera depu­rada. Desde el comienzo se entiende que estamos ante una autobiografía escrita en el tono de la meditación: el recogimiento, el desvelo y el impulso de quien aún busca esclarecer los signos de su experiencia. Ni teorías ni análisis subliminales; mucho menos la pre­sunción de un saber autosuficiente, la prédica o la confesión edifi­cantes. La meditación se ensimisma pero también discurre con la vivacidad de un relato: revivir un pasado como cumpliendo con una celebración pura. Porque se vive para que todo sea después cuento, canto, memoria; de nuevo, una libertad. Ya en el prólogo lo advierte el autor: “Solo para un hermoso cuento que también se llama la Historia narramos lo que a nosotros nos pasó. Más que una lección práctica, contar historias es un entretenimiento libe­rador del cansancio del hombre.”

Toda la vida de Picón-Salas estuvo signada por los viajes. Ahora los evoca como instancias o pruebas biográficas al mismo tiempo que simbólicas y míticas. Al hablar de Gilgamesh y su busca del árbol de la vida, revela: “Todos fuimos a buscarlo con la más varia suerte, y nos gusta narrar cómo nos resultó la expedición.” No solo, pues, sus viajes sino el viaje, metafórico y arquetípico, que todo hombre emprende para enfrentar las venturas o desventuras del destino. Una de las virtudes del libro, y la que quizá le confiere una forma muy peculiar, es la de haber logrado encajar ambos planos.

Ya en los primeros capítulos aparecen tres secuencias en las que el viaje adquiere su sentido múltiple y como premonitorio. Cuando el autor describe, narra la fascinación que siente el adoles­cente al leer la historia de San Alejo. “Aquel príncipe —recuerda— que en el día de sus bodas deja su bulliciosa casa en fiestas y se marcha al Oriente a vivir entre mendigos y aventureros. Torna muchos años después a servir como otros criados en el mismo pala­cio en que fue señor, y nadie –ni la esposa ni los padres– le reconoce por el traje raído y el sol con que lo azotó el desierto.” Cuando se ve en un retrato de “candidato a bachiller que escribe su tesis y aspira a definir pretenciosamente los signos de la época”; es el momento de la culpa de Caín y la ruptura con su medio: “Queríamos ser gentes de la época, hundidos en ella, y no testigos añorantes de una provincia adormecida.” Luego de su estación en Caracas, el oprobio de la dictadura y el personal desengaño, cuando regresa a los lares paternos, presencia la ruina económica de la familia y decide partir a Chile. Y así se inicia la realidad del largo viaje, no sin antes decirnos: “el último paraíso se desvanecía en mí”, “comenzaba la fatiga de una nueva peregrinación”. El viaje como renuncia mística y purificación (pues todos llevamos “una helada culpa original”), como ruptura y voluntad de conquista (pues todos aspiramos a la acción), como condena (pues todos somos expulsados del paraíso): no son estas las únicas instancias, pero a todo lo largo del libro, bajo distintas formas, se repiten, creando una trama simultánea y más profunda. Faltarían las instancias del viaje como busca de sabiduría y meditación de lo que nos ha enseñado.

¿Y qué nos enseña el viaje? Educación para la vida, termina por ser reconocimiento de los límites y es como un regreso a la inicial perplejidad e incertidumbre con que hemos vivido en el mundo. “Toda enseñanza que pretendemos ofrecer se trueca así en añoranza”, reconoce finalmente el autor. Pero no la añoranza de un determinado tiempo, sino la del viaje mismo: evocar “los colores, dichas y trances de la expedición”. La añoranza conduce, pues, a la narración del viaje, y su única sabiduría será el buen arte de narrarlo. Así la experiencia recobra su antiguo valor de aventura. “Je n’enseigne point, je raconte”, decía también el viejo Montaigne. Lo cual no deja de ser aleccionador en otro sentido. Si solo podemos recorrer la verdad del viaje, es porque no hay una verdad absoluta, y habría que cuidarse, al regreso, de hablar en nombre de ella.

Picón-Salas subtituló su libro: Un hombre en su generación, y en gran medida, este es también la meditación sobre una historia dominada por las ideologías más fanáticas. Pero la misma ecuani­midad o catarsis del viaje rige esa meditación. Lo que conmueve en ella es el proceso espiritual a través del cual un hombre busca sustraerse a las tentaciones del poder absoluto; la capacidad de aná­lisis y lucidez que supo oponer al furor de los sectarios y de los nuevos endemoniados, esos “nómadas de la sensibilidad”, como los llama. Aun debía resistirse al contagio de los mitos que fue creando la manipulación ideológica. Había uno, sobre todo, que convenía someter al “más escueto y esclarecedor balance”. El mito de la Revo­lución, en el que él también creyó: “Contra el optimismo de nues­tra ilusión revolucionaria, ¡cuánta sangre y oprobio, diáspora cruel y retorno a estadios más bárbaros, en el civilizadísimo siglo xx.”

Cualquier teoría, cualquier idea, cualquier proyecto de redención social llevado hasta sus extremos, se convierte en totalitarismo. Este es como el hilo conductor en la meditación histórica de Picón-Salas. En un mundo tan arbitrariamente colectivista había que fortalecer, por tanto, la independencia de criterio, y de alma, esa individualidad que es “lo más desgarradamente humano”. La his­toria –o la política– se convierte en un mayor desamparo cuando el hombre no sabe reconocer sus límites o su fragilidad ante el destino. O cuando no comprende que la única felicidad proviene “del trabajo de la conciencia por establecer su propia concordia”, advierte el autor desde el comienzo. Al final, la única parábola o lección de su viaje no podrá ser sino esta: “¡Conciencia, no me abandones! es el grito del hombre que quiso pensar y deliberar con justicia en la angustiosa lucha existencial.” La memoria del viaje va así unida a la conciencia que legitima su sentido humano, siem­pre relativo, personal e impersonal a un tiempo. Porque de eso se trata en este libro, y es uno de sus temas mayores: restituir a la conciencia su condición de primera libertad del hombre. Ninguna justicia, ninguna utopía puede prevalecer sobre ella.

También desde esta perspectiva, Regreso de tres mundos resulta ser un libro excepcional en la literatura hispanoamericana, tan convencional o hipócrita en el orden del pensamiento ético. Su tono crítico, sin embargo, nunca se ve empañado por la acrimonia de la denuncia o de la polémica abrupta. Es como un gran ejercicio de ascesis interior y está escrito con la disciplinada inteligencia y la tolerancia de un “liberal anacrónico”, como se autocalifica el propio autor. En ese anacronismo reside quizá su verdadera fuerza. La clarividencia para prever lo que hoy está más en juego: el res­cate del pluralismo ideológico y la continua aventura de la libertad contra el Poder.

Después de publicarse en México, y en 1959, Regreso de tres mundos no ha sido reeditado en volumen individual.[1] Al parecer, un prejuicio muy hispanoamericano lo había condenado al limbo. Tal vez porque atenta también contra algunos de nuestros mitos más intocados: una cierta tradición “historicista” de la culpa y ese forzado ideal “redentorista” que ha saturado a nuestra literatura. ¿No era necesario –se preguntaba Picón-Salas– que esta se ele­vara también a “otra esfera moral, poética y metafísica”?

Rosenblat consideró que Regreso de tres mundos era el “testamento espiritual” de Picón-Salas. No cabe duda de que lo es. Y quizá llegue a serlo de toda una generación hispanoamericana. En la advertencia al lector de sus Essais, Montaigne empezaba por aclarar que él era el tema de su libro; luego, casi al final, reconoció cómo su libro lo fue haciendo a él. Borges, en un prólogo a Recuerdos de provincia, afirmaba que Sarmiento no era el autor de ese libro, sino la persona creada por él. Es posible que, con el tiempo, leamos Regreso de tres mundos desde esta perspectiva. Si fuera así, ningún merecimiento mayor para quien escribió: “Sobre­vive solo el grande y desinteresado quehacer del hombre cuando se borran sus cenizas. La Virgen de las rocas es ya más importante que el hombre llamado Leonardo; los Pensamientos, que el frágil y enlutado gentilhombre que firmaba Blas Pascal.”

©Trópico Absoluto

[1] Rectifico. El FCE lanzó una segunda edición, en su colección “Biblioteca Joven”, pero muy recientemente, en 1985.

Guillermo Sucre (Tumeremo, 1933 – Caracas, 2021) poeta, traductor y crítico literario. En 1957 fundó la revista literaria Sardio. Fue profesor de literatura en la Universidad Central de Venezuela, en la Universidad de Pittsburgh -donde formó parte del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana– y en la Universidad Simón Bolívar de Caracas. Fue director literario de la editorial Monte Ávila. En 1976 recibió el Premio Nacional de Literatura de Venezuela por su obra La máscara, la transparencia.

Este texto es una reproducción idéntica de la Introducción de Guillermo Sucre a Autobiografías, tomo I de la Biblioteca de Mariano Picón-Salas (texto establecido con notas y variantes por Cristian Álvarez. Caracas: Monte Ávila editores, 1987, pp. VII-XIX). Se reproduce aquí con autorización de su autor.

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