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Guillermo Sucre. Diálogos a la distancia

Este texto es una versión abreviada de tres diálogos epistolares que sostuvieron el académico español Ioannis Antzus Ramos (Madrid, 1984) y el crítico y poeta venezolano Guillermo Sucre. En este intercambio, el escritor repasa momentos biográficos que resultaron decisivos para su obra, así como su relación personal con intelectuales como Octavio Paz, Mariano Picón Salas y Emir Rodríguez Monegal.

Georges Braque. Le moulin a cafe. 1942

Este texto es una versión abreviada de tres diálogos epistolares que sostuve con el crítico y poeta venezolano Guillermo Sucre (Tumeremo, 1933), entre octubre de 2011 y abril de 2013, cuando yo realizaba en la Universidad de Salamanca una tesis doctoral sobre su pensamiento literario. En este generoso intercambio, el escritor repasa momentos biográficos que resultaron decisivos para su obra, como su estadía en Chile durante los años del exilio perezjimenista, su participación en diversos proyectos editoriales a lo largo de las décadas de 1960 y 1970, su desempeño como profesor en los Estados Unidos, y su relación personal con intelectuales como Octavio Paz, Mariano Picón Salas y Emir Rodríguez Monegal.

En estas conversaciones Guillermo Sucre nos habla asimismo de otros autores que tuvieron un papel fundamental en su visión de la literatura y de la realidad. Nos permite comprender así una trayectoria intelectual que se forjó en un diálogo íntimo con los grandes nombres de la tradición literaria hispanoamericana y universal. En efecto, a partir de su conversación con las obras de Borges, Vallejo, Montaigne, Eliot, Lezama Lima, Cervantes, Camus, y tantos otros; Sucre elaboró un pensamiento literario sólido, de naturaleza profundamente ética, que se sostiene sobre conceptos como la transparencia, la intemperie o la autenticidad, y que tiene como clave la relación del escritor con el lenguaje. En todo ello se detiene en estas conversaciones, donde hace gala también, varias veces, de una deliciosa ironía.

Para facilitar la lectura, presento primero las preguntas que tienen que ver con la biografía intelectual del escritor, paso después a aquellas en las que aborda su relación con autores que marcaron su trayectoria, y acabo con las que se refieren a las ideas que son recurrentes en sus escritos críticos y literarios (si es que esta división existe).

Guillermo Sucre, retratado por Vasco Szinetar. Librería Lugar Común. Caracas, 2016.

HACIA UNA BIOGRAFÍA INTELECTUAL

Durante su estancia en Chile en los años 50 usted conoció a Jorge Teiller ¿En qué manera cree que la poesía de Teiller (y la importancia que él le concede al pasado) marcó de alguna manera su primera poesía?           

Viví en Santiago de Chile entre 1952 y 1955. Estudié Castellano y Literatura en el Instituto Pedagógico. Uno de mis profesores era Ricardo Latcham, amigo de Picón Salas, quien, al saber que yo era venezolano, me distinguió con su protección y amistad. En el Pedagógico conocí a Jorge Teiller, estudiante de Historia y Geografía. Mis otros amigos estudiaban lo mismo que yo, Jaime Valdivieso, Antonio Avalón, Mónica Imbert y otras musas. Entre ellas una muchacha muy bella, estudiante de geografía como Jorge, Ángela Jiménez, a la que conocí tomando el trolebús en Vicuña Mackenna, que nos dejaba a varias cuadras del Instituto al que llegábamos caminando. El Instituto era un conjunto de hermosos y sencillos edificios cubiertos de hiedra, y con un inmenso jardín (campus) sembrado de álamos. En el trayecto hablaba mucho con Ángela y casi iniciamos un romance. Dejé de verla por un tiempo y cuando la encontré de nuevo en el centro de Santiago me presentó a un profesor de matemáticas, con el que iba a casarse. Disimulé mi indignación y no nos volvimos a ver. Sin embargo, en mi tercer libro le dedico un breve poema, al cual añado unos versos de Neruda, titulado “Ángela Adónica”, que con frecuencia le memorizaba a ella, y era como nuestra contraseña.

En el Pedagógico formamos una tertulia literaria. Nos reuníamos allí un día a la semana, leíamos y comentábamos nuestros poemas, ensayos y relatos. En una ocasión, el Pedagógico publicó una antología de poetas universitarios, con colaboraciones nuestras. Jorge Teiller era ya un poeta con mucho dominio expresivo y originalidad, lo que se nota en su primer libro Para ángeles y gorriones (1956). Jorge, hacia esta fecha, estaba por casarse con una muchacha preciosa, que era muy amiga de todos nosotros, Matilde Guevara. Cuando yo vivía en Caracas, me enviaba sus libros que yo reseñaba en Zona Franca. Cuando elaboramos la antología de la Universidad Simón Bolívar incluí a Jorge, y creo que fue uno de los éxitos de esa publicación, al menos le abrió un público lector venezolano. Creo que el tono nostálgico de su poesía, su sentido de lo irreparable y el sentido misterioso de la Frontera (del sur), la fascinación por la aventura como el Grand Meaulnes de Fournier o el Rimbaud de las Iluminaciones, son rasgos notables de su poesía. Y nadie más inocente que él. En un capitulo que ideo para La máscara (“El Reino”) le reservo un buen espacio.

¿Conoció a algún otro poeta en Chile en esa época?

Conocí también a Nicanor Parra, así como a Braulio Arenas y a Gonzalo Rojas. A Nicanor me lo presentaron en la Biblioteca, y cuando supo que yo era venezolano inmediatamente me preguntó por su amigo Juan Sánchez Peláez, quien había vivido años antes en Santiago. Éramos más o menos vecinos (él vivía en La Alameda y yo en Vicuña Mackenna) y con frecuencia me invitaba a ver las piezas que montaba el Teatro Universitario en la Plaza de la Moneda. A veces él no iba y me acompañaba su hija. Yo admiraba a Nicanor por su poesía (era la época de Poemas y anti-poemas) y por su ingenio un poco mordaz. En los veranos nos encontrábamos en el sur, algunas veces en Valdivia, otras en Concepción.

Años después, en 1967, vino a Caracas invitado a un encuentro de escritores norteamericanos y latinoamericanos, que celebró sus reuniones en un club del litoral, y al cual yo también asistí. Recuerdo una sesión nocturna de diálogo abierto, en la que Robert Lowell y Nicanor leyeron sus poemas. Lowell leyó un poema de Nicanor, y éste un poema de Lowell traducido por él. En ese encuentro Nicanor me decía: “en estas reuniones no hay que hablar mucho porque después no nos invitan más”. Terminado el encuentro nos vinimos a Caracas, y fui un poco su cicerone en la ciudad, junto con Sánchez Peláez. Lo llevé a la Ciudad Universitaria y cuando le mostré el Aula Magna, le dije: en 1959 Neruda leyó sus poemas aquí. Noté que a Nicanor no le cayó muy bien la noticia. Poco después me preguntó por qué a él no lo invitaban al Aula Magna, en vez de a la pequeña sala del Ateneo de Caracas. Al día siguiente tomó el avión y sin avisar se marchó; apenas me dejó una esquela con el adiós. Por suerte, le había pedido permiso para publicar en Imagen los “Artefactos” que había leído en las reuniones del Litoral, a lo cual accedió, no sin antes protestar por los honorarios. Así era Nicanor, siempre inconforme. En una futura edición de La máscara pienso dedicarle un espacio más amplio.

En los años 60, ya en Venezuela, usted accede al campo literario y ocupa cargos de importancia en las instituciones del país. En esa década se produce una intensa polarización política en todo el continente. ¿Cómo vivió ese período de transición a la democracia?

Salí de la cárcel el 23 de enero de 1958, y apoyé la candidatura de Rómulo Betancourt, quien fue electo presidente ese mismo año. Luego terminé mis estudios de Letras en la UCV. Me casé con Julieta Fombona y viajamos a Francia, becados por la UCV y por la Embajada de Francia. Cuando regresé, a comienzos de 1962, el país no sólo estaba polarizado políticamente, sino enguerrillado: los jóvenes de Acción Democrática y todo el Partido Comunista -muchos de ellos compañeros de cárcel- habían creado un maquis y un terrorismo en ciertas ciudades. Eso después de los intentos de insurrección militar de Carúpano y Puerto Cabello. Además contaban con el apoyo de Fidel Castro. Nunca apoyé estos movimientos y, personalmente, se lo decía a muchos de sus activistas. Por cierto, en esos años –hasta 1960– fui amigo de Alejo Carpentier, quien vivió en nuestro país desde 1947, cuando fue electo Presidente Rómulo Gallegos, derrocado en noviembre de 1948. Desde este año empezó mi actividad política, en el Liceo y en la Universidad, lo que me costó dos cárceles y la expulsión del país en 1952. Por cierto, Carpentier era la persona más apolítica que he conocido, pero también se contagió de la “castroenteritis” (para emplear un término de Cabrera Infante).

Quiero aclarar que nunca ocupé un puesto relevante en la cultura oficial a lo largo de los años 60. Entre 1967 y 1968 fui director de la revista quincenal Imagen, que editaba el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, fundado por Mariano Picón Salas, y, luego de su muerte, regido por mi amigo Simón Alberto Consalvi. También colaboré con Consalvi en la fundación de Monte Ávila Editores. Entre 1964 y 1967 formé parte del consejo de redacción de la revista Zona Franca, de la que me retiré por desavenencias intelectuales con su director, Juan Liscano, quien luego de ser amigo de Betancourt y habitué de Carlos Andrés Pérez, se convirtió años después en uno de los llamados “notables” (como Uslar Pietri) que alentaron el golpe militar y luego el chavismo triunfante.

¿Escribió usted los “Testimonios» de la revista Sardio a finales de los años 50? ¿Cuáles fueron las “desavenencias ideológicas” que motivaron su distanciamiento de Zona Franca, donde colaboró, si tengo bien entendido, entre 1964 y 1966?

Sí, muchos de los “Testimonios» de Sardio son míos. La cárcel y las primeras Situations de Sartre influyeron quizá en mí. Pero luego no me reconocí en ellos. Sartre se volvió más dogmático y stalinista que Neruda, lo que ya es mucho decir. Por otra parte, fuera del entusiasmo juvenil y ciertas amistades, tampoco Sardio representó mucho para mí, quizá porque no estuve a la altura de ella. Así que puedo hablar, como Borges de la secta ultraísta, de la equivocada secta sardiana. Lo mismo puedo decir de Zona Franca.

¿A qué se refiere exactamente con la expresión “equivocada secta sardiana”? En verdad, yo veo que el proyecto cultural de Sardio es bastante coherente con las demás publicaciones en las que participó en los años 60. ¿Tiene que ver esta opinión negativa de Sardio con la posterior deriva vanguardista de parte de los integrantes del grupo?

“La equivocada secta de Sardio”; en verdad, quien estaba equivocado era yo. Los verdaderos sardianos -cuando nos separamos amistosamente- fundaron en 1961 El techo de la ballena, una revista radicalmente herética y provocadora, el escándalo de su época. Un síntoma más de la epidemia de “castroenteritis”.

He consultado la revista Imagen durante el tiempo que usted la dirigió (1967-1968) y, aparte de que la he encontrado completamente coherente con su pensamiento sobre la literatura, he advertido en ella un vínculo estrecho con Mundo Nuevo, la publicación parisina dirigida por Emir Rodríguez Monegal.

Cuando apareció Imagen en 1967, Rodríguez Monegal empezó a venir con frecuencia a Caracas. Ya era director de Mundo Nuevo, revista en la que yo colaboraba, pero ya estaba a punto de renunciar e irse a las universidades norteamericanas. En 1967 vino a un congreso de literatura hispanoamericana, y fue cuando lo conoció Simón Alberto Consalvi, presidente del INCIBA, que lo invitó a dar un curso que duró dos meses, tiempo en el cual nos hicimos buenos amigos. Mucho después, a mediados de los setenta, me invitó a Yale a un coloquio sobre Lezama Lima. Admiraba a Emir por su inteligencia, por su amplia formación y por su honestidad crítica. Me gustaba más lo que escribía sobre Borges que lo que escribía sobre Neruda, aunque finalmente escribí sobre El viajero inmóvil, el libro que le dedicó a Neruda, una cuerda muy tensa entre la amistad y las convicciones. Creo que lo más perdurable de Emir es Ficcionario, una antología de textos de Borges, organizados y comentados por él -en ese libro logra dar una visión caleidoscópica de Borges.

Guillermo Sucre

Octavio Paz ha sido sin duda una de sus grandes referencias literarias. Además, tengo entendido que fueron amigos. ¿Cómo fue su relación con él? 

A Octavio Paz lo conocí en París el año 1959. Sin embargo, no lo frecuenté mucho. Una o dos veces nos reunimos en su casa o en la Embajada de México, y en casa de Mariano Picón Salas, Embajador de Venezuela en la UNESCO y antiguo profesor mío. Para mí era, además, uno de los mejores escritores venezolanos, cuya obra conocía desde joven. En 1962, Paz y yo nos despedimos: él se iba a la India como embajador y yo regresaba a Venezuela. Paz no era castrista, sobre todo por el apoyo soviético. Pero tampoco lo atacaba, hasta la crisis de los misiles y posteriormente el lamentable “caso” Padilla. Nuestra amistad se profundizó en Pittsburgh, en Washington, otra vez París y en Madrid. Fui continuo colaborador de las dos revistas que fundó: Plural y Vuelta. Cuando la insurrección fallida del actual Comandante-Presidente [Chávez] en 1992, publiqué dos o tres artículos en Vuelta. Sin nombrarlos, aludía a ciertos intelectuales que luego apoyaron al Comandante cuando ganó las elecciones en 1998. Eso me parecía un bochorno. Gente amiga, que yo apreciaba y creo que aún aprecio, que fueron intelectuales civilistas y hasta rectores de universidades, se sumaron a esta desgracia. Y también ataqué al periódico El Nacional, chavista desde el comienzo y hoy decepcionados. Pero todo esto me reveló la crisis moral de nuestro país. La muerte de Paz, la de mis hermanos mayores, la de mi esposa -aunque ya nos habíamos divorciado- fue todavía un motivo de crisis personal.

Cómo fue su relación con Mariano Picón Salas, sin duda otro de sus grandes maestros

Cuando regresé a Venezuela desde Chile en 1956, estudié en la Escuela de Letras la parte de la Literatura Hispanoamericana que me faltaba, y mi profesor en esta asignatura fue precisamente Mariano Picón Salas. Me hice muy amigo de él. Al terminar las clases, a eso de las 7 de la noche, nos íbamos caminando juntos hacia Sabana Grande, donde ambos vivíamos. Aproveché esas ocasiones para hablar con él de la situación política del país y finalmente le llevé un mensaje del Partido Acción Democrática pidiéndole su firma para un documento que él contribuiría a redactar, dirigido a la nación y al Congreso (perezjimenista) pidiendo que se celebraran elecciones libres para elegir un nuevo presidente de la república. Ese documento iba a ser firmado por el ex-Presidente, General López Contreras, en primer lugar, y luego por él (el Dr. Uslar Pietri escurrió el bulto) y por un grupo importante de intelectuales, científicos, profesores universitarios, profesionales y empresarios liberales, etc. Me contestó que, por supuesto, él firmaría tal documento, pero que en el momento en que le hablé de ello (junio de 1957) le parecía un poco prematuro y que era mejor esperar la rentrée de septiembre. Fue entonces cuando caí preso. Pero se cumplió lo que habíamos previsto. Pérez Jiménez convocó un plebiscito para prolongar su periodo presidencial, violando así su propia constitución. Lo que fue el principio del fin, comenzando por la protesta pública de los estudiantes en la ciudad universitaria, continuando con las pastorales de la Iglesia, las huelgas, los manifiestos de los intelectuales, profesionales, gremios y sindicatos, hasta la final intervención del Ejército, y la huida de Pérez Jiménez del país el 23 de enero de 1958. Al salir de la cárcel, regresar a mi casa y volver a la universidad me encontré con Don Mariano, cuyo primer saludo fue: “¿No le había dicho que a este gobierno lo tumbábamos con papelitos?”. Lo que era verdad, pero esos “papelitos” habían costado años de sangre, sudor y lágrimas. Picón Salas fue nombrado embajador, primero en Brasil, y luego en la UNESCO, en París. Así que cuando viajé a Francia en 1959 lo encontré, así como a su hija Delia (Pascualita), a quien había conocido en Santiago de Chile. Desde estos años mi vida se cruzó, de alguna manera, con la de Picón Salas y la de Ángel Rosenblat.

Cuando regresé de París en 1962, ingresé como profesor en la Escuela de Letras y él [Picón Salas] fue designado Secretario de la Presidencia de Rómulo Betancourt. A él le tocó un período político especialmente difícil por las conspiraciones militares y la guerrilla alentada por Castro desde Cuba. Sin embargo, contribuyó a la realización de unas elecciones pacíficas en las que por primera vez en nuestra historia había una sucesión presidencial democrática. Picón Salas murió el 1 de enero de 1965. El año anterior, encargado por el presidente electo, Raúl Leoni, preparó lo que iba a ser el Instituto de Cultura y Bellas Artes (INCIBA), que se iba a instalar el 18 de enero de 1965. Poco antes de morir, había escrito el “Prólogo del Instituto Nacional de Cultura”, discurso inaugural que, como el que había pronunciado treinta años antes al inaugurar las actividades de la Facultad de Filosofía y Letras, constituyen la verdadera doctrina del pensamiento democrático frente a la cultura. En ninguna otra época se ha hablado de la relación Estado y cultura con tanta inteligencia, ecuanimidad, y sin ningún paternalismo. La cultura venezolana ha tenido otros logros después, pero no ha superado ese momento como de cotidiano dominio y de generosa empresa colectiva que iba a tener con Picón Salas. Leía a Picón Salas desde mi adolescencia y aún conservo las ediciones que compraba cuando estudiaba bachillerato y en la Universidad, como Europa-América, De la Conquista a la Independencia, Viaje al amanecer, Regreso de tres mundos, etc. Un mes después de su muerte, un grupo de profesores de la Facultad de Humanidades y Educación, la antigua facultad de Filosofía y Letras que él había fundado en 1946, propuso que la Universidad le rindiera un homenaje público. Ángel Rosenblat me pidió que yo participara. Lo hice con el segundo texto que escribí después de su muerte. La pieza central de ese acto fue lo que leyó Rosenblat sobre el estilo de Picón Salas. Siento que he tratado de guiarme por la obra de Picón Salas y la de Rosenblat, sobre todo en lo relativo al lenguaje.

Ya que lo ha traído a colación, me gustaría que ahondara un poco más en el vínculo personal y profesional que mantuvo con el filólogo Ángel Rosenblat.

Me unió al profesor Rosenblat una larga amistad, desde cuando regresé al país en 1956. Estudié con él las dos materias de filología que me faltaba cursar, y literatura española. En 1957, recién presentados mis exámenes finales con él, caí preso, junto con mi hermano Quico, y estuve fuera de circulación hasta enero de 1958, cuando fue derrocada la dictadura de Pérez Jiménez. Al año siguiente me recibí de Licenciado en Letras y el Profesor Rosenblat firmó mi diploma. Como ya le comenté, me casé y con mi mujer Julieta Fombona me fui a París. A mi regreso reanudé mis relaciones con Rosenblat y su familia. Había ingresado en la Escuela de Letras y viví en la Urbanización El Paraíso (Calle Machado N° 28) muy cerca de donde vivía Rosenblat. Algunos sábados nos invitaba (con mi mujer y mis tres hijos) al Club Playa Grande en el litoral. Rosenblat era un gran nadador.

Leí a Rosenblat desde muy joven. Antes de que las publicara en libro, yo leía en la “Página Literaria” de El Nacional, que en aquel entonces dirigía Picón Salas, sus Buenas y malas palabras. Cuando, siendo ya profesor de la Escuela de Letras me tocó presentar, como trabajo de ascenso a la categoría de Profesor Asistente, mi librito sobre Borges, el poeta, Rosenblat estuvo en el Jurado que lo leyó y aprobó. Luego, individualmente, me hizo muchas observaciones y me propuso correcciones. Con frecuencia, yo metía la pata en mis opiniones y en mi estilo, y Rosenblat me sugería soluciones.

¿De qué manera cree que su estancia en los EEUU entre 1968 y 1975 modificó su obra? ¿Cómo eran los estudios literarios en los EEUU durante el período que usted residió allí?

Mi estancia en los States fue muy estimulante en lo personal y en lo intelectual, a pesar de los malos ratos que se pasaban en esos departamentos hispánicos. Como tuve que concentrarme en el campo hispanoamericano, esos años me sirvieron para ampliar mis lecturas y para tener una visión más amplia de nuestra literatura. Conocí en Pittsburgh al profesor Raimundo Lida que iba a dirigir la cátedra Mellon en Literatura Española. Lida era de la misma generación que Rosenblat, amigo de él y lector de sus libros; ya me conocía de nombre, pues había leído mi libro sobre Borges, y por él supe que a Borges le había gustado mucho también, se lo dijo cuando había dado clases en Harvard. Cuando regresé a Caracas, en 1975, recibí una carta de él proponiéndome, autorizado por los demás profesores del Departamento Hispánico, la Cátedra de Literatura Hispanoamericana en reemplazo de Anderson Imbert, quien se iba a jubilar. Pero no podía aceptar por muchas razones. Las personales: tanto Julieta como yo creíamos que nuestros hijos debían terminar su formación en nuestro país; lo que en ese momento fue acertado, pero a la larga un error: mis hijos, aún en Caracas, tuvieron una educación más norteamericana que hispánica. Actualmente los tres viven y trabajan en Nueva York, y Julieta misma -para quien los States era su segunda patria-, murió en Brooklyn, en 2005. Luego, porque yo mismo pensaba que tenía y tengo un espíritu poco académico y una formación intelectual nada apta para pasar mi vida en una universidad tan exigente como Harvard.

¿Qué motivó su vuelta a Venezuela? Al volver trabajó como director literario de Monte Ávila, ¿cómo recuerda su trabajo de editor?

Al volver a Caracas en 1975, volví a trabajar en Monte Ávila y retomé mi puesto de Director Literario, además de mis clases en el Postgrado de Literatura Hispanoamericana en el Instituto Pedagógico de Caracas. En verdad, en 1967, junto con Simón Alberto Consalvi y Benito Milla fui uno de los fundadores de Monte Ávila. A mí me había gustado mucho trabajar allí en los años iniciales. Pero había cambiado enormemente. Curioso: la editorial, como tal, se había consolidado y tenía cierto prestigio, pero humanamente no era la misma. El señor Juan Liscano, íntimo amigo del nuevo Presidente de la República, Carlos Andrés Pérez, se hizo nombrar Vice-Presidente de la empresa, ya había introducido en ella l´ére du soupçon, estimulando en empleados subalternos y hasta en el propio Don Benito Milla un espíritu de intriga y de recelos. Lo decisivo para mí, fue un señor ególatra que hacía su politiquería literaria, poniendo a Monte Ávila a su servicio y obstaculizando mi trabajo. Así que no me quedó otro camino que renunciar. Fui contratado como profesor en la Universidad Simón Bolívar, donde organicé y fundé la Maestría en Literatura Hispanoamericana, en donde se han graduado brillantes alumnos que hoy son jóvenes maestros, y donde dirigí un equipo que elaboró la Antología de la poesía hispanoamericana moderna, en dos tomos. En 1981 viajé a España, regresé, preparé las Bibliotecas de Mariano Picón Salas y agilicé la de Ángel Rosenblat, continuando mi trabajo en la Universidad Simón Bolívar hasta 1985, año en que me separo de Julieta, y entro a mi verdadera casa, la Escuela de Letras de la Facultad de Humanidades de la Universidad Central de Venezuela.

RELACIÓN CON OTROS AUTORES

Me ha llamado la atención que en un texto suyo titulado “Sobre poesía venezolana”, publicado en 1963, en la Revista Nacional de Cultura, no haya menciones significativas a la obra de Ramos Sucre. ¿De cuándo data su conocimiento de la poesía de Ramos Sucre?

“Sobre poesía venezolana”, que publiqué en 1963 en la Revista Nacional de Cultura, a pedido de su director, tenía que limitarme a un panorama de nuestra poesía en los últimos 25 años, que cumplía la revista en esa fecha. Así que no podía referirme a Ramos Sucre. Es posible que mi panorama no fuera tan feliz y, con los años, me di cuenta de que era un poco errático. A Ramos Sucre ya lo conocía; en Chile había comprado las ediciones originales de Las Formas del Fuego (1929) y Cielo de Esmalte (1929). Había leído la edición de toda su obra en el volumen que publicó la Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación en 1956. Una edición, por cierto, poco recomendable, pues no incluía el contenido de cada libro y los poemas eran presentados tipográficamente como si fueran prosa. Pero vine a leer más detenidamente a Ramos Sucre en 1972-1973, cuando viví en Washington y estaba escribiendo La máscara, la transparencia. Hoy estoy escribiendo un pequeño libro titulado Poesía y Ensayo: un estudio sobre Ramos Sucre y Picón Salas.

¿Puede contarme cuál es el vínculo familiar que le une a Ramos Sucre?

El apellido Sucre en Venezuela es un solo tronco y viene desde la época de la Colonia y de la Capitanía General de Venezuela. Ramos Sucre desciende del primer matrimonio del padre del Mariscal Sucre, es decir, de los Sucre Alcalá. Mi abuelo paterno era descendiente del segundo matrimonio del padre del Mariscal, es decir, de los Sucre Márquez; uno de los cuales, Juan Manuel Sucre Márquez, se estableció en Angostura (Ciudad Bolívar) después de las guerras de Independencia. En pocas palabras, Ramos Sucre era sobrino bisnieto del Mariscal, lo mismo que mi abuelo Juan Manuel Sucre Samarra. C´est tout.

He observado que en varios momentos de su obra cita a T. S. Eliot. ¿Qué fue lo que más le interesó del poeta anglosajón?

Lo primero que me interesó de Eliot fue su poesía. Muy joven leí un librito titulado Tierra baldía y otros poemas (1954), con buenas traducciones de Ángel Flores, León Felipe, J. R. Jiménez y Ortiz de Montellano. Esa primera lectura se continuó con la poesía completa en el original -aún tengo el disco con grabaciones de Eliot, quien es un magnífico lector de su poesía (al igual que Borges de la suya). Aun he leído sus divertidos poemas sobre los gatos, y otros animales. Algo que siempre me impresiona de Eliot es su ironía, su dramaticidad, la emoción que subyace en estructuras poéticas tan concertadas. Cuando leí la biografía que le dedicó Peter Ackroyd (1992) fui descubriendo todo lo que hay de experiencia vivida en su poesía. Al final, él mismo confesaba que se había desgastado mucho escribiendo sus poemas -desgaste físico, psíquico. Como en todos los poetas que he admirado, Eliot ha sido para mí un ensayista inigualable y un crítico que me ha enriquecido en el momento de leer poesía. La interrelación entre el escritor y la tradición, su idea de la impersonalidad poética, o del correlato objetivo, o las diferentes voces que pueden coexistir en un poema, o los diferentes textos en un texto, ese espléndido que a veces son sus poemas, todo eso que asociamos con él nos revela que es uno de los poetas contemporáneos más singulares y, a la vez, más antiguos. Creo que su poesía tiene esa otra virtud de crearnos un personaje que ya no es él tan sólo, sino una época, quizá una cultura que desaparece. En el fondo Neruda tenía razón cuando en uno de sus libros lo toma como mofa, signo de la decadencia (algo así como “y el poeta Eliot, con su viejo frac, leyendo sus poemas a los gusanos”, qué delicadeza, qué vulgaridad, ¿no?) ¿Y el teatro de Eliot? Casi no lo he leído, pero sí he visto algunas de sus piezas en versiones al español y al francés.

En un artículo sobre Georges Braque, usted destacaba la importancia del cubismo en algunos escritores de su predilección como Huidobro, Stein, Paz, etc. En otros lugares ha puesto en valor la figura y la obra de Pierre Reverdy. ¿Cuál es su relación con estos creadores franceses?

Desde que en 1955,  vi en el Louvre la primera retrospectiva de su obra, siempre me gustó Braque. Me seducía también el hecho de que fuese un pintor que pensaba y escribía muy bien. Al menos yo me identificaba con sus ideas. En 1973 traduje para Plural sus “Cahiers”, acompañados de un breve comentario. Antes, había publicado en Imagen “Pájaros”, el poema de Saint-John Perse, cuyo tema visible son los cuadros de Braque, y que es también como una reflexión sobre los nexos de la realidad (la naturaleza) y el arte, y la celebración de otro nacimiento. Por supuesto, esto me llevó a interesarme por la relación entre el cubismo y la poesía que escribían Reverdy, Huidobro, Gertrude Stein y Octavio Paz. Sobre Reverdy y Huidobro di un curso en la Maestría de Literatura Hispanoamericana de la Universidad Simón Bolívar, y de él traduje varios de sus textos teóricos para un libro que publicó Monte Ávila en 1977, titulado Escritos para una poética. Años después, la misma Monte Ávila publicó una Antología poética de Reverdy, en traducción de Alfredo Silva Estrada, un magnífico poeta venezolano. Igualmente traduje de Reverdy otro texto, “Notas sobre la poesía», de 1942, que reprodujo en 1974 una revista francesa de poca duración, Argile, que aglutinaba a importantes poetas jóvenes. Publiqué mi traducción y un breve ensayo sobre Reverdy en la revista Poesía de la Universidad de Carabobo. Reverdy me atrajo por la limpidez de su poesía y su imaginación homológica, así como por su nueva visión de la imagen y su lucidez crítica en general.

A partir de los años 70 crece enormemente su interés por Lezama Lima, un autor que, en apariencia, posee una sensibilidad muy diferente a la suya. ¿Cómo llegó a Lezama y qué es lo que más le interesó de su obra?

Mi conocimiento de Lezama Lima se remonta al año 1957, cuando Alejo Carpentier me regaló un ejemplar de la primera edición de La expresión americana, que contenía cinco conferencias dictadas en el Centro de Altos Estudios de La Habana, durante las cinco semanas de enero de 1957. Este libro me impresionó mucho por sus ideas y su lenguaje, y sentí que estaba frente a un escritor considerable, distinto, por ejemplo, al propio Carpentier. En efecto, “Pequeño tratado sobre la expresión americana», “El nacimiento de la expresión criolla», «Nuestro barroco, nuestro romanticismo» (en el que estudia tres figuras venezolanas tan admirables como Simón Rodríguez, Miranda, Bolívar), «Nuestras sumas críticas» (el paisaje como un espacio gnóstico, el complejo americano de creer que su expresión no es forma alcanzable sino cosa por resolver, por ejemplo), este libro de Lezama es, en sí mismo, una muestra de una expresión lograda que puede hablar de lo americano sin complejos de inferioridad o de superioridad, y que tenía ganancias deslumbrantes en textos como “Sucesiva o las coordenadas habaneras” (sept. de 1949 y carnaval de 1950), que leí posteriormente. Luego fui leyendo su sorprendente poesía, tan desmesurada, extraña, pero igualmente familiar e íntima. La oscuridad transparente o la transparencia oscura. Sigo leyéndola y cuando leí el último libro de Lezama, Fragmentos a su imán (póstumo, 1978), pude comprobar que su fuerza creadora estaba intacta y que ese pequeño libro era como el tour de force de un rasgo que parece imposible lograr con tanta soltura: que el tema y la experiencia del poema nacen del momento mismo de escribir el poema, que una imagen desencadena una constelación de imágenes, que todas las alusiones exóticas (de clima, de ciudad, de cultura) son vividas por un personaje que vive en una ciudad que es La Habana y no lo es, una ciudad cotidiana y soñada, un personaje refinado y a la vez candoroso, que, como se dice en el último poema, lo vive todo “para morir, para la primavera”, y va abriendo el tokonoma en la pared, un pequeño vacío en donde se va reduciendo “para reaparecer de nuevo”. Hay, sin duda, poetas más grandes que Lezama, más buena compañía, pero pocos tan sacerdotales y dionisíacos como él. La edición que ha hecho Alianza Editorial de su Poesía Completa (1970) es digna de él. ¿Y Paradiso? Creo que no hay una novela sobre la vida del artista, su juventud, como ésta de Lezama, tan rica e inagotablemente mítica. Me refiero, claro, a la literatura en español. Lezama parece demasiado grandioso, desproporcionado, pero es un mago de esa desmesura y llega a ser un Parménides del logos de la imaginación. Si alguna parte de La máscara, la transparencia me sigue gustando es la que dediqué a Lezama. En una futura edición creo que tendré ánimo para ampliarla. También he ideado un nuevo capítulo que se titularía “El Reino”, en el que incluiré a un poeta cubano como Eliseo Diego.

IDEAS Y CONCEPTOS LITERARIOS

Me parece que su pensamiento se enmarca en la crítica al logocentrismo que caracteriza a la filosofía occidental de la segunda mitad del siglo XX. Aparte de que Borges y Paz en buena medida coinciden con esta crítica. ¿Cuáles fueron sus fuentes en este sentido?

¿Contra el “logocentrismo” de la filosofía occidental? Es posible. Mis lecturas en un tiempo fueron, sobre todo, Eliot, Barthes, Foucault; después, Borges, Paz. De Heidegger había leído, en mis estudios de literatura, sus ensayos “Hölderlin o la esencia de la Poesía”, “Orígenes de la obra de arte”, “Senderos en el bosque”. Un año antes de terminar mis estudios hice un seminario de Estética con el profesor español-venezolano Federico Riu, que versó sobre Heidegger. En los últimos años, leo o soy asiduo lector de Georges Steiner.

Su poesía entronca con la tradición crítica de la modernidad, y es eso, me parece, lo que en ciertos momentos (como en su poemario Serpiente breve (1977), por ejemplo) la vuelve intensamente irónica. Además, la ironía goza de una valoración positiva a lo largo de toda su obra. ¿En qué sentido se puede relacionar con la memoria y con la autenticidad, tan determinantes en su escritura?

En uno de los primeros escritos de Camus se dice: “Es usted irónico, eso prueba que usted es malo”. Hay mucha gente que piensa que la ironía es una maldad (lo que no es descartable del todo). Pienso, sin embargo, que la ironía es una manera de no ser aseverativo (ni totalitario). Tampoco es un juego, sino una última sagesse. Es una pasión en la medida en que no nace de un cálculo. Y quizá surja de una experiencia: la de tantos paraísos perdidos. En mi caso, la muerte de mi padre cuando apenas era un infante o la de mi madre cuando era un adolescente impúber. Un amigo solía decir: es que Guillermo no ha tenido infancia. Es y no es cierto. Conservo un amor por el amor o por la felicidad que sólo se tiene en la infancia. Y, claro, por eso el pasado y la memoria son tan intensos en mí. Y al juzgar u opinar sobre una obra pongo más el acento en su “autenticidad” que en su “grandeza”. De esta última, se encargará el tiempo, decía T. S. Eliot.

En relación con esto último, he observado que en sus primeras críticas usted insiste mucho en el concepto de “autenticidad”, y establece un vínculo entre la ética y la estética o, lo que es lo mismo, entre la actitud vital del escritor y su actitud ante el lenguaje.

Cada vez tengo más cuidado en el empleo de vocablos como “autenticidad» y “auténtico». Desde cualquier punto de vista resultan vocablos muy inasibles y con frecuencia se emplean de manera contradictoria. Los escritores que he admirado, desde Eliot a Vallejo, pasando por Borges y Picón Salas, me han enseñado que la autenticidad se siente, sin necesidad de definirla, que no es sólo cuestión de lenguaje, sino también de sentimientos. Exagerar el lenguaje o los sentimientos pone en peligro la autenticidad, pues se nota el esfuerzo por lograrla. El realismo-socialista (cierto Neruda) y el realismo-mágico (Carpentier, García Márquez) se nutren de esta exageración: el culto a la historia, al pueblo, a la naturaleza mágica, paradisíaca, que concluye en el culto al autor. Si Baudelaire me parece más auténtico o me gusta más que Vicente Huidobro no es porque me parezca poéticamente superior, sino porque el vínculo entre poesía y vida no se convierte en apoteosis o teatralidad del yo. Al parecer, a la autenticidad le gusta revestirse de cierta impersonalidad, para que surja del texto mismo y no de los énfasis y las decisiones previas del autor. Aunque parezca un escándalo decirlo, con frecuencia nos atrae más un escritor considerado menor pero que sentimos como auténtico, que un escritor mayor (o tenido como tal) pero al que sentimos inauténtico. Pienso en la novela Viaje al amanecer (1943) de Picón Salas y El reino de este mundo (1948) de Alejo Carpentier. Pero en todo esto quien tendrá la última palabra es el tiempo. “Sé el hijo de tu tiempo, pero no su favorito”, decía Schiller. Hay escritores que siempre prefieren ser “el favorito” –son los imprescindibles, los únicos merecedores del mañana, diría Borges.

Esta relación que usted establece entre ética y estética en su crítica literaria implica un gusto por la mesura en la literatura y, por consiguiente, en el hombre. ¿De quién toma esta noción de la mesura?

Es posible que la autenticidad conduzca a la mesura, aunque no siempre. Porque la desmesura, aunque no siempre, es hija de la megalomanía. Y la mesura no es sólo del yo sino también del lenguaje. El lenguaje es creación del hombre, pero simultáneamente crea al hombre. Yo he hecho mi libro tanto como él me ha hecho a mí, decía Montaigne, a quien no le interesaba otro valor que esa doble conjunción. Borges parece decir lo mismo en el epílogo de El hacedor. No sabría decir de quién tomo el gusto por la mesura, si es que la tomo de alguien, si es de Picón Salas o de Camus, entre quienes he buscado un guía. Seguramente lo tomo de la literatura misma.

En su Antología de la poesía hispanoamericana moderna habla de “la intemperie” como del sentimiento fundamental que comparten los poetas de su generación. ¿A qué se refiere con este concepto? 

Sí, creo que es un signo de mi generación, aunque no sólo de ella. Uno de mis mejores amigos tituló así uno de sus libros en 1976, creo. Me refiero a Rafael Cadenas. Hace poco, Gustavo Guerrero publicó una antología de seis poetas venezolanos, titulada Una conversación con la intemperie (2008), que es un verso dedicado a Ramos Sucre tomado de un libro mío escrito también en los setenta. Ese poema, creo, tiene un sentido histórico, pero también biográfico y poético. La intemperie, me parece, tiene estos tres sentidos en los otros libros en que hablo mucho de ella, comenzando por lo personal. Pero ya esto me llevaría a extenderme. Gustavo Guerrero dice haber escrito un ensayo sobre la intemperie en la poesía venezolana. No lo conozco; seguramente coincido con él.

Otro concepto fundamental en su obra es el de “la transparencia”. En la formulación que aparece en su ensayo “Poetics of Vivacity” se acerca a eso que Blanchot llamaba “lo neutro”. Sin embargo, en otras ocasiones parece acercarse a la epojé fenomenológica. ¿Puede aclarar lo que significa “la transparencia” para usted y de qué manera es importante en su obra? ¿Tiene algo que ver con el sentimiento de la intemperie por el que le acabo de preguntar?

En cuanto al término “transparencia” tiene, entre otros sentidos, el de impersonalidad, que quizá es la mejor manera de ser personal. Aunque el epígrafe de mi libro lo tomo de un ensayo de Lezama Lima, creo que la transparencia le debe mucho a Octavio Paz. “Sólo nos queda la transparencia”, dice Paz en algunos de sus últimos poemas. Es lo que nos queda cuando ya no nos queda nada, sino una suerte de iluminación de lo vivido o de los que nos han hecho vivir. Es posible que tenga algo que ver con la intemperie y con la memoria.

Guillermo Sucre y María Fernanda Palacios, retratados por Vasco Szinetar. Librería Lugar Común. Caracas, 2016.

Borges afirmó, como usted cita en varios lugares, “que otros se jacten de los libros que han escrito, yo me jacto de aquellos que he leído”. ¿Qué libros se jacta usted de haber de leído? ¿A qué libros o autores le concede, a día de hoy, una importancia mayor?

Sólo Borges podía decir una frase como ésta, que, además, la dice sin jactancia, pero con orgullo. Conozco otros escritores (post-borgianos, no Neruda, no) que decían lo mismo, pero la jactancia era visible. “Somos los últimos grandes lectores”, le oí decir a uno (y creo que era cierto en él). A él y a Borges, los incluyo en mi biblioteca. Como decía Montaigne, no hago nada, no leo libros sin cierta joie. A Montaigne y a Cervantes los incluyo en mi biblioteca personal. Así como a Antonio Machado, Proust, Eliot, y al Joyce de Un retrato del artista adolescente y de Stephen Dedalus, y a W. C. Williams, Ramos Sucre y M. Picón Salas.

A partir de la segunda edición de La máscara, la transparencia (1985) y de La vastedad (1988) deja de publicar con la intensidad con que lo había hecho hasta ese momento. Cuando no adviene el silencio, la escritura pierde sensorialidad, se vuelve melancólica. En este nuevo panorama, marcado por la posmodernidad, ¿cree que es posible resistir, como propone Eduardo Milán? ¿Cómo ve el futuro de la crítica y de la poesía?

He dejado de publicar, pero no de escribir. He publicado en la última década: La segunda versión (poemas) y ensayos en revistas. Tengo otro libro in progress, El Regreso (poemas) y dos de ensayos. Pero confieso que paso por largos períodos de depresión personal y literaria. Eduardo Milán es un escritor con resistencia, y una manera de resistir es insistir. Pero sin exagerar: conozco autores cuya bibliografía ya casi sobrepasa a la de Balzac.

Ioannis Antzus Ramos (Madrid, 1984). Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y Doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca. Su tesis doctoral, titulada La última claridad (Ediciones de la Universidad de Murcia, 2017), se centra en el pensamiento literario del crítico y poeta venezolano Guillermo Sucre. Sus áreas de trabajo son la Literatura venezolana del siglo XX, el Pensamiento hispanoamericano de los siglos XIX y XX, y la teoría crítica y cultural de América Latina. Desde 2015 trabaja como profesor de Estudios Culturales en la American University de Dubai.

4 Comentarios

  1. Javier Lasarte Valcárcel

    Sobre la importancia de Guillermo Sucre en sus ensayos y su minusvalorada poesía, nada que decir, es un valor… y grande como pocos. Y todo conocimiento sobre él es más que bienvenido
    Sobre el entrevistador, fuimos amigos algunos años. Debo reconocer su tino en trabajar con dos figuras venezolanas indiscutibles: Mariano Picón Salas y Guillermo Sucre. Lástima que nuestra amistad concluyera en 2017 tras su apoyo irrestricto a las posiciones de Unidos – Podemos respecto a Venezuela. (No puedo con los dobles discursos: búsqueda de «espacio» de trabajo por un lado y posición política opuesta, que incluso ofende a los protagonistas del trabajo). Lo siento.

  2. Ioannis Antzus Ramos

    Gracias a Dios, trabajo desde hace años como profesor en la American University in Dubai, y no tengo ninguna necesidad de mendigar por trabajo, como otros hacen. He publicado mi entrevista en este blog porque Manuel Silva-Ferrer me invitó a hacerlo, y me siento muy honrado por ello. Aprovecho para darle las gracias públicamente.

    Aclarado esto, he de decir que es de tener poca vergüenza, y que revela una naturaleza rastrera, hablar en nombre de otros, y más aún mentir en su nombre cuando no pueden defenderse. La envidia y el resentimiento llevan a algunos a hacer el ridículo. A la vista de todos está.

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