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El corazón de las tinieblas sigue latiendo

Por | 7 agosto 2020

El año pasado, Francis Ford Coppola presentó una versión restaurada (Final Cut, se ha dicho) de su obra Apocalypse Now, “aquel film mítico de 1979, que fue su cenit, y el comienzo de su nadir”, según el crítico Héctor Concari (Montevideo, 1956), quien aborda aquí algunos aspectos de la obra del director norteamericano que formó parte de esa valiosa generación de autores que ante la crisis terminal del modelo económico de los estudios americanos, entre las décadas de 1960 y 1970, impulsó la “aparición de un cine nuevo, ágil, cuestionador y dispuesto a dinamitar convenciones”.


“It was the farthest point of navigation and the culminating point of my experience.”

 (Era el punto más lejano de navegación y el punto culminante de mi experiencia).

Joseph Conrad – El corazón de las tinieblas

En un artículo de 1969, “Discurso sobre el plano secuencia”, el director Pier Paolo Pasolini arriesgaba una teoría sobre el cine y sus posibilidades de otorgar sentido a la realidad. Esta, decía el poeta, solo habla consigo misma. Y una toma cualquiera es, por excelencia, un presente captado subjetivamente desde un punto de vista posible entre muchos. Ese plano solo adquirirá sentido, una vez que en el montaje, sea ubicado en una unidad narrativa. Y luego, en un giro imaginativo muy propio, concluía que el montaje es como la muerte. Una vez que todos los actos de una persona han sido inventariados y no tiene la posibilidad de cometer un acto más, que los complete o desmienta, esa vida adquiere su sentido. Como siempre, se podía estar o no de acuerdo con Pasolini. Pero su fertilidad conceptual siempre era de admirar.

El artículo ha venido a la memoria porque en agosto del año pasado, Francis Coppola nos ha sorprendido con un nuevo montaje, el tercero, de Apocalipsis ahora, aquel film mítico de 1979, que fue su cenit, y el comienzo de su nadir. El escenario era Vietnam, la guerra que Estados Unidos había perdido deshonrosamente en 1973 y que el cine se había negado tenazmente a abordar. La de Coppola hubiera sido la primera aproximación si la producción no hubiera durado los tres años que duró, dando origen a otras historias, casi tan buenas como las del film.

Pero si a comenzar por el principio vamos, la primera parte comienza en 1890, cuando Joseph Conrad es contratado por la Société Générale de Belgique, para viajar al Congo. El viaje es a la vez  una revelación, la de las prácticas del poder colonial y un pretexto para que el escritor que Conrad todavía no era, imagine una trama que tendrá larga vida. Nueve años más tarde, una novela corta llamada El corazón de las tinieblas verá la luz en una serie de tres entregas en el Blackwood Magazine. Y aquí comienzan las sutilezas. Es cierto que el relato es el testimonio de las tropelías cometidas por los conquistadores. Pero en realidad, se trata más que nada de la historia de Charles Marlow, según la cuenta al narrador en la comodidad londinense de una noche de tragos, que tiene la sinuosidad y la tersura del suspenso. El argumento postula la historia de Kurtz, un gerente excepcional de una compañía explotadora del marfil que, perdido en la selva, es cegado por ella y por el poder que desarrolla sobre sus habitantes. El secreto literario de Conrad es sencillo, pero explotado como solo un maestro puede hacerlo. Kurtz no aparece sino hasta el final. Es una presencia, una sombra que va contaminando todo el relato que, sin él, –que no ha aparecido todavía sino como referente– no tendría interés. Ni siquiera, nos dice Conrad, es una presencia, más bien es una palabra. Kurtz habla el mismo idioma del narrador, lo cual lo hermana con el lector. Habla, anotémoslo, el lenguaje del dominador, lo cual debería hacerlo un ser civilizado. Pero ese ser excepcional ya se ha perdido y habita otro mundo. El del corazón de las tinieblas. Se puede releer incontables veces. La fascinación, el giro de las imágenes trastocadas en palabra, el erotismo perverso del territorio desconocido que a la vez amenaza y atrae, siempre va a estar allí, acechando al lector como Kurtz a los protagonistas. Porque ha descubierto el fondo oscuro del poder y apenas si puede aludir a él con dos palabras que son el leit motiv de la novela: “El horror, el horror”. Son palabras que repite en el momento de su muerte, como quien ha tenido una revelación. Revelación que el narrador le ocultará a la viuda de Kurtz cuando la visite.

Setenta años separan la publicación de la obra, en 1899, de su salto al cine. (Ha habido una escala intermedia como drama radial del Mercury Theatre de Orson Welles, en  1938, y un fallido intento de volverla película). Pero estamos en los 60. Es una década ruptural y violenta, en la cual conviven, como la Biblia y el calefón del tango, la muerte de Marilyn Monroe, Los Beatles, James Bond, el extravío suicida del Che Guevara en Bolivia, el spaghetti western, la Nouvelle Vague y la crisis terminal del modelo económico de los estudios americanos, con la consecuente aparición de un cine nuevo, ágil, cuestionador y dispuesto a dinamitar convenciones. Un cine que, además, encontró rápidamente su público. Un dato importante sobre los directores que lo representaban: a diferencia de sus mayores, que habían aprendido el oficio en el set, el cuarto de los libretistas o la sala de montaje; George Lucas, Martin Scorsese, Francis –entonces Ford– Coppola y otros habían estudiado cine en la Universidad, habían devorado todo el cine existente y estaban dispuestos a vender a su madre por una oportunidad de ubicarse detrás de la cámara. Parafraseando una línea famosa de la película que nos ocupará: “querían una misión, y por sus pecados, les dieron una”. La historia de esta transformación del cine está muy bien contada en el libro y posterior documental Easy Riders, Raging Bulls: How the Sex-Drugs-and-Rock ‘N Roll Generation Saved Hollywood, de Peter Biskind (Simon & Schuster, 1998), cuyo título intraducible alude a las dos películas que marcarían el comienzo y la transición de ese período electrizante.

Todas sus personalidades y las de sus productores son inefables, pero
una de ellas, lateral y poco conocida, aparecerá una y otra vez, asociada a lo peor y lo mejor del cine que sigue. Se llama John Milius, es inicialmente libretista y eventualmente dirigirá películas musculares y políticamente incorrectas, muy en su autodefinición ideológica: “Soy un fascista zen”. (Abreviemos, es republicano). Para la época ha estudiado cine en la University of Southern California y se ha hecho amigo de George Lucas, que apenas empieza a soñar con La guerra de las galaxias y le propone una idea extraordinaria: adaptar El corazón de las tinieblas a la época actual, ambientarla en Vietnam y, ya que la guerra no parece tener fin, filmarla allí. Lucas declina el ofrecimiento. No hace falta decir que ningún productor se interesó en la aventura y el guión pasó a dormir en algún cajón olvidado.

El público es generoso con la frescura de las nuevas historias y la nueva generación de directores se impone. Cada uno es mejor negocio que el otro y los productores juegan al manirroto. Hay una frase del libro de Conrad que describe este tipo de situaciones «muéstrales que tienes en ti algo realmente capaz de generar ganancias y no habrá límites al reconocimiento que obtendrás”.

Hay un joven talentoso que, con una historia de la mafia, es capaz de
arriesgar su trabajo de director principiante para imponer su visión ambiciosa y perfeccionista. Desafía a los productores, y logra al final una película que recauda doscientos cuarenta y seis millones de dólares contra los seis que ha costado. Para mejor, al año siguiente gana la Palma de Oro en Cannes con un drama policial minimalista llamado La conversación (1974) y para completar, accede a filmar la segunda parte de El Padrino (1974) que es tan buena, tan exitosa y tan buen negocio como la primera entrega. Se llama Francis Coppola y en homenaje al maestro intercala un Ford como segundo nombre. En 1974, rico, famosísimo, seguro de sí mismo, busca un proyecto con el cual doblar la apuesta. Su amigo John Milius, para entonces autor de los guiones de las dos primeras películas de Harry el Sucio (Don Siegel, 1971; Ted Post, 1973), un western poético de Sidney Pollack llamado Jeremiah Johnson (1972), otro western socarrón éste, de John Huston, La vida y tiempos del Juez Roy Bean (1972). Además, ha dirigido Dillinger (1973), un film poderoso e injustamente olvidado. Por 17.000 dólares desempolva el viejo libreto que la lucidez de Lucas había descartado. Y ahí, en 1976 empieza el calvario.

El primero de los errores es desoír el consejo de su mentor, un productor de viveza legendaria llamado Roger Corman, y mover una producción de  catorce millones de dólares, prevista para seis meses, a las Filipinas de Ferdinand Marcos. Un rasgo de toda la historia es que en ella todo es operático, desmelenado y colosal. Tal vez por tratarse de un Apocalypse Now. Un tifón destruye los escenarios recién construidos, los helicópteros contratados al ejército filipino combaten a la guerrilla y no siempre están disponibles, Marlon Brando llega con un sobrepeso impensado, y un infarto casi termina con el  actor principal, Martin Sheen. Peor aún, el libreto original es poco a poco abandonado y Coppola se pierde en la bruma de su película, y cada vez que no sabe como seguir echa mano al libro que lleva siempre consigo. El original Heart of Darkness, de Conrad. Las catorce semanas iniciales se estiran hasta 263 días, y no es sino en mayo de 1977, que Coppola declara esta etapa concluida. La película terminó costando 31 millones de dólares, completados arriesgando el patrimonio del director. Valió la pena. En mayo de 1979, se alzó con la Palma de Oro en Cannes y Coppola estaba, una vez más,  en el pináculo de la fama. Los ingresos quintuplicarían su costo, confirmando la cita de Conrad.

Francis Ford Coppola durante el rodaje de Apocalypse Now. Foto: AP.

Al releerlo y ver la película, puede percibirse que la segunda es más fiel al libro de lo que puede pensarse inicialmente. Apenas hay dos secuencias originales, una, el mesmerizante ataque en helicópteros a un villorrio, seguido de un discurso no menos electrizante  (“Amo el olor del napalm en la mañana… huele a victoria”). El otro episodio es melancólico, una cena con los colonos franceses (inexistente en la primera versión). El cambio decisivo está en el punto de partida. El Charlie Marlow es ahora un capitán de nombre Willard con algunas operaciones clandestinas en su hoja de vida, a quien se le encomienda “terminar con perjuicio extremo” (en la jerga militar: matar) al coronel de los boinas verdes Walter Kurtz, quien comanda un ejército propio en la frontera con Camboya. El periplo, subiendo el río (“un cable conectado a la personalidad de Kurtz”) está salpicado de los mismos incidentes que relata la novela, pero siguiéndola, vamos percibiendo la fascinación que la carrera y la personalidad de Kurtz despiertan en su ejecutor. El elemento quizás esencial, es el poder mimético del cuento, capaz de transportarse de África a Vietnam y, en ese mismo movimiento, de un siglo a otro, cambiando el pelaje, algún detalle, la época y la vestimenta, pero manteniéndose intacto en su núcleo. Ya lo advierte Conrad “y para él, el sentido de un episodio no estaba dentro, como un carozo, sino fuera, envolviendo el cuento que lo mostraba como un resplandor señala la neblina, parecido a uno de esos halos brumosos que a veces hace visible la espectral luz de la luna”.

“Este no es un film sobre Vietnam, es el Vietnam mismo” gritó Coppola al presentar su película en Cannes.

Ese viaje sin regreso pleno de errores, desencuentros e ilusiones oscuras, es siempre apasionante. Y así como la sensualidad de la selva y el poder perdieron a Kurtz, la historia, de tan buena, terminó por devorarse al último de sus narradores. Al que intentó domarla y creyó haberlo hecho sin adivinar que lo habían encandilado sus encantos, el poder de su trama y el interés unánime que generó, avivando una hoguera de éxito y fama que terminó por consumirlo, con la minuciosa voracidad con la cual  había perdido a su personaje principal, al fin y al cabo, el señuelo de toda la conspiración.

“Este no es un film sobre Vietnam, es el Vietnam mismo” gritó Coppola al presentar su película en Cannes. La frase refería al infierno productivo y las idas y venidas del montaje. Y ahí comenzaba otro capítulo, tal vez el más revelador, de la historia de la película. Para empezar, Coppola presentó en Cannes lo que llamo un “work in progress” (obra en construcción) de tres horas, con la que se llevó la codiciada palma. Cuando la película se estrenó en agosto de 1979 la duración se había reducido a 147 minutos. Los críticos franceses se horrorizaron. El film, sostuvieron quienes lo vieron en la versión de Cannes, tenía un final en el cual Willard se hermanaba a Kurtz y ambos perecían en el ataque final. La versión comercial preveía el final preferido por Coppola y no se volvió a hablar del tema. El mismo Coppola lo desmintió. Pero hubo otro elemento que generó controversia. Los créditos se mostraban sobre una serie de explosiones sobre la jungla, con lo cual el espectador pensaba, lógicamente, que un ataque final terminaba por destruir el campamento de Kurtz. La versión difundida en cine recibió un segundo cambio y los créditos pasaron a un fondo negro. La historia apenas había comenzado.

En mayo de 2001, Coppola volvió a presentar en Cannes, Apocalypse now Redux, una versión de 197 minutos. “Redux” quiere decir traer de regreso, rescatar, y, por extensión, restaurar. En esta vuelta de la fortuna se agregaron planos menores y una larga secuencia particularmente lograda: la visita a una plantación de colonos franceses que se negaban a abandonar lo que consideraban su hogar. Pasaron otros 18 años y, en 2019, la película era un venerable clásico que cumplía cuarenta años. Inmejorable oportunidad para un final cut que salió en 4K y Blu Ray con una duración de 183 minutos. No hace falta aclarar que ambas, al igual que el original, mantienen intacto el drama de Kurtz, aderezado por la insanía de una guerra lejana, telón de fondo de la feroz alegoría sobre el poder.

Marlon Brando en Apocalypse Now. Francis Ford Coppola. 1979.

Volvamos a Pasolini y su discurso sobre el plano cinematográfico como alegoría del sentido y la muerte como prestatario último de ese sentido. Su intuición preveía una película que se organiza de una sola manera posible y se ofrece al espectador como tal. Las idas y venidas de El Corazón de las tinieblas, empezando por su pase de la literatura al cine, y siguiendo por las distintas ediciones de Apocalipsis ahora podrían desmentirlo. No hay una sola forma posible de contar una historia, este punto es discutible y además estéril. La broma genial está en otra parte y tiene tantas aristas como lecturas una novela. Nunca nos bañamos en el mismo río, nunca leemos de nuevo una misma novela. Y con esa misma, ni Marlow ni Willard vuelven a remontar el mismo río, esté en el Congo o en Vietnam. La maravilla está en que siga intacta en cada recodo la fábula del extravío del poder, del horror de quien ha entrado en contacto con el mal y se atemoriza porque “había visto el inconcebible misterio de un alma que no conocía límite alguno, ni fe, ni miedo, y sin embargo luchaba ciegamente consigo misma”. 

Ni siquiera tiene sentido el que sea la misma historia contada con mejor o desigual fortuna por uno o por otro. La bendición es que, libro o película, existan.

Una mejor  explicación está en el cuento “Emma Zunz” de Borges, en el cual una versión de los hechos devora policialmente a la otra para concluir que “la historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”. La clave está en ese núcleo innombrable, ese noúmeno inasible de las buenas historias que a veces logra captar el cine, y otra vez la palabra (a veces, como en este caso, ambos) sin que medie alguna regla tácita o explícita. Hay una buena nueva para los amantes de las buenas historias. Importa poco quien las cuente. Mucho menos importa cómo las cuente. Ni siquiera tiene sentido el que sea la misma historia contada con mejor o desigual fortuna por uno o por otro. La bendición es que, libro o película, existan.

La historia no se detiene allí, más bien la carrera posterior de Coppola parece el destino de Kurtz. Su film posterior, Golpe al corazón (One from the heart, 1981) debió haber costado quince millones de dólares, pero el director prefirió recrear buena parte de Las Vegas en estudio y terminó costando veintitrés y recaudando seiscientos noventa y seis mil dólares, lo que lo llevó a la bancarrota, sepultó a Zoetrope, su compañía productora, y le obligó a alquilarse en producciones en las cuales su corazón y su ímpetu ya no estaba. Había algún interés en un film de gangsters ocurrente Cotton club (1984) o en dos adaptaciones de novelas de S.E. Hinton: Los outsiders (The Outsiders, 1983) y Rumble fish (1983), pero nadie daba dos cobres por Coppola, que intentó un Padrino III (1990), no exento de interés pero pálido al lado de sus hermanos mayores. Mejor le fue con su Drácula (1992), pero el olvido le volvió a ganar la partida y su contraataque con filmes casi artesanales –Juventud sin Juventud (Youth Without Youth, 2007), Tetro (2009) o Twixt (2011)– poco hicieron por su carrera. Coppola, como su protagonista, terminó perdido en la jungla. Un héroe a lo Kurtz cuya carrera se eclipsaba con la frase de T.S. Elliott en boca de Kurtz:  “no con una explosión sino con un gemido”.

Porque la de Conrad, Kurtz y Coppola sigue siendo una historia de poder y, se sabe, los dioses tienen en común ese rasgo de las buenas historias. Cuando quieren destruir a alguien, sea este el personaje o el narrador, primero lo vuelven loco.

©Trópico Absoluto

Héctor Concari (Montevideo, 1956) es Licenciado en filosofía por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de la República. En Uruguay fue crítico de cine de las revistas Opción y Cinemateca Uruguaya. En 1983 se radicó en Venezuela donde vivió hasta 2006 colaborando con Encuadre, Cine Oja, Cine al Día, Imagen y diversas publicaciones de la Cinemateca Nacional de Venezuela hasta 1999. Entre 2004 y 2016  tuvo  a su cargo la columna “Días de cine» del diario Tal Cual. Como narrador ha publicado los libros de cuentos Fuller y otros sobrevivientes (2005), Yo fui el chofer de John Dillinger (2008), las novelas De prófugos y fantasmas (Random House /Mondadori, 2005) y Edipo de Texas – Spaghetti western (Sergio Dahbar editores, 2016), así como el estudio critico Mario Handler, retrato de un caminante (Editorial Trilce, 2012). Actualmente es columnista de El Nacional de Venezuela. Vive en República Dominicana.

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