Haciendas y ciudades: herencias poscoloniales y patrones de poblamiento en la trama urbana contemporánea
En este luminoso ensayo, Lorenzo González Casas (Caracas, 1956) y Henry Vicente Garrido (Caracas, 1962) van tras los pasos del legado de larga duración del pasado colonial venezolano, para observar cómo se origina allí la trama urbana de nuestra geografía contemporánea. Nueva Cádiz, Coro, Caracas, Cumaná… la ristra de ciudades y poblados que se fundan a lo largo de la costa, de cara a la metrópolis imperial y de espaldas al continente, son solo partes de un complejo proyecto colonial de explotación agrícola, que tras la independencia, continuará funcionando hasta bien entrado el siglo XX, cuando es finalmente desplazado por la fuerza de la industria del petróleo.
Este ensayo es una versión revisada y ampliada del artículo “Ciudades y Haciendas”, publicado por los autores en la revista Sartenejas, N° 7, del año 1992. Queremos agradecer al profesor Orlando Marín Castañeda por el apoyo brindado a esta actualización del trabajo.
El proceso de ocupación expansiva del espacio geográfico de lo que hoy conocemos como la República de Venezuela abarca un período de poco más de trescientos años, que va desde las primeras décadas del siglo XVI, con la conquista del territorio por parte de las fuerzas españolas, hasta el fin de la dominación colonial a comienzos del siglo XIX.[1] Este proceso, que abarca cronológicamente tres quintas partes de la incorporación de Venezuela al mundo occidental, dibuja el plano base de lo que es la situación urbanística del presente venezolano.
De esta forma, cuando se habla de macrocefalia urbana, de la desocupación de los extremos y fronteras del país, de la concentración de la población y las actividades en una franja de espacio muy pequeña del territorio, así como de las migraciones, es preciso recordar las condiciones de partida con las cuales Venezuela inició su acelerado crecimiento urbano durante el siglo XX.
Tradicionalmente, al imaginar la vida en el período colonial y sus manifestaciones espaciales se concentra el interés en el ámbito de lo urbano, en las ciudades como centros del desarrollo humano y, también, de sus conflictos. Estamos acostumbrados a una historiografía –la universal y la local, la antigua y la contemporánea– que remite a la formación de ciudades como la fundamental agregación de hombres, de actividades, de espacios y edificios en un lugar determinado. Esta descripción histórica opone, por regla general y, tal vez, dialécticamente, a ese primer actor de lo urbano un espacio rural, que es definido como un personaje inculto, abierto y poco denso, que se supone, tiene sus propias leyes. Es un espacio remanente de donde provienen migrantes que, incluso, deben modificar su conducta a los fines de adecuarla al modo de vida urbano.
Muy seguramente, esos razonamientos –que diferencian lo urbano y lo rural como polos opuestos– tienen un gran asidero cuando se contrapone la metrópolis contemporánea moderna con un asentamiento agrícola. Pero la distinción no se antoja tan nítida en relación con los pequeños centros de la colonia y su entorno rural inmediato. En otras palabras, aquí nos estaremos refiriendo a procesos de “ruralización” y urbanización simultáneos, a ciudades “ruralizadas” y a urbanización, o al menos poblamiento bastante considerable del campo.
También queremos enfatizar la coexistencia de los conceptos de producción agrícola y vida urbana durante los albores y posterior desarrollo del período colonial en Venezuela. Podemos adelantar que, particularmente en la zona central y norte costera, la disposición urbana del presente emana de una fuerte estructura agraria heredada de la colonia.
El poblamiento durante el período colonial
La penetración y ocupación del territorio durante el siglo XVI fue muy errática. Comienza por el oriente, la “tierra de gracia” de Colón, pero el rápido agotamiento de la riqueza fácil de Cubagua y la resistencia de los pobladores originarios en tierra firme desmoronan una estructura de ocupación endeble, de la que casi solamente quedan el escudo de piedra de Carlos V, el de la Orden Franciscana, que tuvo vida submarina hasta hace poco tiempo, y alguna que otra evidencia arqueológica.
Poco después, hay una traslación de intenciones hacia el oeste. Al tanteo se produce un pendular en torno al espacio costero central, que luego tendría el acento definitivo de la urbanización. De esta manera, Coro y sus alrededores son la zona de ocupación de las primeras rancherías apostadas cerca del mar, canal de comunicación inmediato con Europa y, por ello, menos inseguro que la tierra.
En esta nueva etapa se recibió el refuerzo de agentes “importados”, enviados de los banqueros de Augsburgo (Alemania), quienes protagonizaron aventuras más allá de lo financiero –y de lo verosímil–, internándose en un territorio aún desconocido, poblándolo y despoblándolo alternativamente.
El paso de los aventureros y su búsqueda de riquezas requiere de “cabezas de puente” para apertrechar las expediciones, como lo fueron Nueva Cádiz, Paria y Maracapana o Macarapana; y lo empiezan a ser Coro y, finalmente, tierra adentro, El Tocuyo.
Lo inmenso de la tarea es recreado por Isaac Pardo:
“La gobernación de los alemanes estaba despoblada. En todo lo que va desde Cabo de la Vela hasta Maracapana, sólo quedaba en pie la obra de Juan el Bueno y de Juan el Malo. Quedaba Santa Ana de Coro, mansamente fundada al amparo de Juan de Ampíes, y El Tocuyo de Juan de Carvajal, nacido entre degüellos y ahorcamientos. Arranque y remate de un caminar gigantesco que duró diecisiete años.” (Pardo, 1984: 131)
Fue el abastecimiento de los buscadores de oro y, en general, la escasa población de la colonia, el móvil inicial de la actividad agrícola de comienzos del siglo XVI. Productos cultivados como la yuca, el maíz y el algodón –que crecía de forma natural– existieron al lado de otros introducidos por el colonizador, como la cebada, el arroz, el centeno y el trigo. De donde se desprende que un siglo después de la llegada de los españoles al territorio de lo que hoy es Venezuela, la colonia, luego de abastecer en grado de suficiencia –seguramente no muy grande– las necesidades de una escasísima población, apenas alcanzaba a exportar insignificantes cantidades de unos cuantos artículos.
sólo más tarde, particularmente después de la instalación de la Compañía Guipuzcoana, será posible hablar de una factoría colonial encaminada a abastecer a Europa con productos tropicales.
Sería insensato pretender mucho más de la colonización de un continente “nuevo” y “salvaje”, al cabo de un siglo del inicio de esa colonización. No es ese nuestro objetivo, sino únicamente señalar que, en sus inicios, la colonia exportaba una variedad de cosas, pero esa exportación era tan insignificante que confirma la impresión de que al principio sólo se producía para atender las necesidades básicas de los “mineros” y el resto de los pobladores. Y que sólo más tarde, particularmente después de la instalación de la Compañía Guipuzcoana, será posible hablar de una factoría colonial encaminada a abastecer a Europa con productos tropicales.
Hardoy y Aranovich plantean la importancia del proceso de urbanización desde el mismo siglo XVI, y reconocen que las características y ritmo del proceso de concentración en ciudades estarían ligados “a la dinámica de las economías regionales” (1984: 12-20). Es por ello que, mientras para 1580 Ciudad de México y Lima eran las principales ciudades del continente, con 3 mil y 2 mil vecinos[2], respectivamente, Caracas figura en el puesto 78 con unos 55 vecinos, Margarita en el puesto 95 con 37 vecinos, y Nueva Segovia en el puesto 96 con otros tantos. Para 1630, el fin del período estudiado por estos autores, Caracas posee 300 vecinos, Margarita 250 y Nueva Segovia 60. México y Lima han pasado para ese momento a 15 mil y 9 mil quinientos vecinos, respectivamente.
La economía de la audiencia de Santo Domingo, de la cual Venezuela formaba parte importante, se basaba en la agricultura y la ganadería, las cuales, en comparación con otras colonias, demostraban ser menos eficaces que otras actividades extractivas o productivas, e incapaces de estimular y arraigar a los emigrantes.
Los mismos Hardoy y Aranovich enfatizan el valor del componente agrícola en nuestra economía y proceso urbano:
“El crecimiento de las ciudades en América hispana estuvo respaldado en una floreciente actividad agropecuaria regional o en la minería. En el territorio de la audiencia de Santo Domingo, ese respaldo fue siempre incierto y discontinuo. En las primeras décadas de la conquista, la pesca y el comercio constituyeron un atractivo significativo para quienes llegaban a Venezuela que reemplazó los anhelos del oro de los colonizadores, pero ya en la segunda mitad del siglo XVI era necesario facilitar su pesca con ventajas impositivas, habiendo, al parecer, disminuido la producción. La minería no tuvo la importancia que en otras colonias de América, y sólo el oro, que era fundido en Caracas y Nueva Segovia, y el cobre tuvieron cierta importancia en algunos años. Fueron, finalmente, las haciendas de tabaco y especialmente de cacao, cuya calidad era superior a las de los cacaos de Guatemala y Guayaquil, junto con la exportación de cueros, las bases del comercio exterior de Venezuela durante los cincuenta años de este análisis.” (Hardoy y Aranovich, 1984: 35)
La imagen inicial de los pueblos es, por supuesto, de precariedad. Los poblados carecen de construcciones fundamentales y están compuestos por algunas casas de tierra y techos de paja. La construcción mayor es la iglesia, la cual apenas destaca en el conjunto.[3]
Paradójicamente, los asentamientos están poco asentados y resultan de extrema fragilidad:
“Cuánto trabajo costaba dejar asentada una fundación lo hemos visto en Cubagua, en la costa de Cumaná y en las minas de Buria. Pero nada comparable a Trujillo, que Oviedo y Baños llamó «la ciudad portátil.» (Pardo: 1984: 144)
Esto que ocurre con Trujillo, al extremo de haberle sido prohibido mudar de lugar por el Gobernador Ponce de León –infructuosamente por cierto, ya que sufrió un par de mudanzas adicionales a partir de la prohibición–, sucede con muchos otros centros urbanos y rurales, como San Sebastián de los Reyes y el Hato de Fajardo en el valle de Caracas.
El gran peso lo tiene la propiedad territorial. Es preciso producir todo lo que se necesita, ya que difícilmente se podía recibir algo del exterior. El aislamiento de la provincia es notorio. Como cita Gasparini: “En casi dos décadas, de 1564 a 1582, sólo llegaron tres naves procedentes de Sevilla” (Gasparini y Posani, 1969: 14), lo que ilustra la distancia de los vínculos con la Península. Ello lleva a la generación de un verdadero sistema feudal, en pleno Renacimiento y Barroco europeos, que presagiaba una lucha de poderes entre los grupos urbanos y rurales, de distinta orientación e intereses, como había sucedido durante la Edad Media en el viejo continente. No obstante, la actividad comercial durante la colonia es muy limitada, por lo que la distinción entre esos grupos es muy débil, sin diferencias materiales y culturales fundamentales.
Las encomiendas buscan asentar a la escasa población, a la par que catequizar.[4] Es preciso fijar en la tierra a una población aborigen cuyos hábitos naturales era la movilidad y el escaso sedentarismo. La propiedad del suelo se divide entre la individual o privada, de los europeos, obtenida por mercedes del cabildo, y la comunal, de carácter colectivo, de los indígenas.
La historia se consolida en el siglo XVII, en una estrecha franja de territorio que va de Borburata, al oeste, a Cabo Codera, al este. Las razones para la definitiva concentración de las actividades productivas y la población en el lugar costero y montañoso del centro son variadas. Pueden mencionarse la presencia de mayor población indígena (fuente de la mano de obra que se requiere), la disposición de tierras más fértiles y adecuadas al autoabastecimiento y, posteriormente, a los cultivos de exportación y la cercanía al mar que facilitarían su eventual comercialización. La geografía de esta zona también permite el control de grandes porciones territoriales, por razones militares y estratégicas.
La voluntad urbanizadora de la corona española –que condujo en América a la fundación de numerosos centros bajo el patrón de retícula– es puesta a prueba en Venezuela. La jurisprudencia, concretada la política fundacional en las llamadas Leyes de Indias, es cuestionada en una provincia marginal que carecía de centros urbanos precoloniales y poseía una población aborigen poco numerosa.[5] Aparte del lento desarrollo urbano que cabe suponer, acompañado por frecuentes ciclones, pestes, terremotos, ataques de corsarios y otros eventos que abatían la terca demografía colonial, se produjeron importantes variaciones al esquema general previsto en las regulaciones de la época.
Las ciudades, al menos en su etapa inicial, son escasas, de ámbito indefinido, extensas e imprecisas.[6] La ausencia de murallas permite una suerte de explosión desde un núcleo algo más denso, simulacro urbano en torno a la plaza, que aglutina a la iglesia, al poder local y la residencia de los vecinos más ilustres. Poco más allá, hacia la periferia, la estructura se va desmoronando, como si quisiera disolverse en la campiña, volviéndose a concentrar de alguna manera en las estructuras agrícolas que aparecen algo más lejos.
El hinterland, del cual vive la ciudad a una década de su establecimiento, aparece como un vacío en el que pareciera no ocurre nada de importancia.
Sin embargo, los mapas de la época no muestran siempre esta realidad de fusión entre la ciudad y el campo, pues están sesgados a la representación de los centros poblados, basándose en la experiencia europea y en el deseo de describir las manifestaciones físicas más evidentes del poder en el territorio, siguiendo instrucciones y normativas específicas que serían recogidas más tarde en las llamadas Leyes de Indias. Por ejemplo, el Plano de Caracas de 1578 elaborado por el gobernador Pimentel muestra, con escalas alteradas, la cuadrícula fundacional rodeada de algunos accidentes orográficos e hidrográficos y la zona costera al otro lado de la cordillera. El hinterland, del cual vive la ciudad a una década de su establecimiento, aparece como un vacío en el que pareciera no ocurre nada de importancia. Otros planos muestran ese vacío poblado, como un fondo indiferenciado lleno de vegetación.
En cambio, con avances en técnicas cartográficas y conocimiento del territorio, se logran representaciones más ajustadas a la realidad, tanto en escala como en ocupación. Esto ocurre especialmente en los poblados indígenas, en los cuales se deben registrar las haciendas, tierras de la Iglesia, ejidos, sembradíos y parcelas entregadas a los indígenas asentados en esos lugares, así como su superficie aproximada, como en el caso del pueblo de Maracapana, en el oriente de Venezuela.
No solamente el dibujo, sino también la leyenda del Plano de San Juan de Maracapana de 1704, un asentamiento cercano a Cumaná, ilustran muy bien lo que mencionamos:
“En recuadro: A. Pueblo de San Juan. B. Tierras repartidas a los indios. C. Tierras que le quedan a Zapata. D. Tierras que le quedan a Merchán. E. Hacienda de don Juan Sanches, F. Las dos isletas que se le desmembraron para la comunidad de los indios. G. Tierras del padre Antonio Goveo. En el campo: Pueblo de San Juan. Arroyo de agua perenne. Tierras repartidas a los indios. Tierras de don Diego de Avila. Tierras de don Gaspar Zapata una fanegada. Tierras de Alonso Merchán 3 fanegadas / Tierras del Pe. Antonio Govea 5 fanegadas. Tierras y hazienda de caña de don Juan Sánchez fanegada y media. Tierras de los indios. Tierras del egido / Lavores de los indios. Río Maracapana. Río. Río. Río / Isleta. Isleta, Más tierras de labor de Zapata 5 fanegadas. Más tierras de labor de Zapata 6 fanegadas. Tierras de don Francisco del Rincón que corren para abajo / Río de Cumaná.” (Chueca Goitia y Torres Balbás, 1981: 667-668).
En cualquier caso, no hay una dinámica de intercambio que facilite la especialización y la heterogeneidad características de lo urbano, ni la cantidad de población, ni concentración de usos que conduzcan a lo intenso –la gran densidad– y carácter general de las urbes. Tampoco, como es de suponer, las edificaciones demuestran la solidez y el deseo de erigirse en hitos o monumentos imperecederos.
En la relación del gobernador Pimentel antes mencionada, de la cual queda un plano y una descripción de la incipiente ciudad de Santiago de León de Caracas, para el momento cercana a los 2 mil habitantes, se reseña un conjunto de casas construidas con maderos y con cubiertas de paja. Apenas tres o cuatro de las viviendas se edifican con mayor solidez, con piedras, ladrillos o tapias y con cubiertas de caña y tejas. Las únicas edificaciones públicas son de carácter religioso: la iglesia parroquial –no pensada en aquel momento con título y dignidad de catedral– y el convento de San Francisco.
Sin embargo, la clave del progreso de la ciudad está fuera de ella. La escasa capacidad para generar excedentes de las actividades agrícolas del siglo XVI, sólo amplió en forma limitada la presencia humana europea, puesto que era difícil impulsar, a través del comercio, el funcionamiento hacia afuera de la economía que exigía la condición colonial. Esta situación adquirió en el siglo XVII nuevas perspectivas, con el desarrollo de la ganadería y los cultivos de tabaco y cacao (López, 1988: 185).
El territorio virgen, materia original y, en la mente de algunos, indiferenciado y caótico, se transforma por obra de un mismo proceso en ciudad y espacio agrícola.
Paulatinamente, el país se va poblando con la llegada de la migración española y los –también migrantes forzados– esclavos africanos. Decir ciudad, en la acepción actual del término, es un poco exagerado para los numerosos asentamientos que aparecen. Hay pocos centros importantes, y los mayores, Caracas y Valencia, como hemos mencionado antes, apenas sobrepasan el tamaño poblacional de tres o cuatro edificios residenciales, de densidad media, de la Caracas actual. Existen, sin embargo, múltiples centros menores subordinados a las áreas agrícolas. El territorio virgen, materia original y, en la mente de algunos, indiferenciado y caótico, se transforma por obra de un mismo proceso en ciudad y espacio agrícola. Los incipientes caminos buscan los puertos y la movilización de los productos del agro. El tabaco atrae a los contrabandistas y un pequeño pueblo como Borburata crece al ritmo del ilícito comercio.
Los humildes asentamientos, pueblos de misión, de doctrina, o simples caseríos, dependen de su capacidad de abastecimiento. Son conjuntos residenciales con funciones administrativas y de gobierno, muy rurales en su forma de vida. Suerte de densificaciones en un todo rural.
En la Relación Histórico-Geográfica de la Provincia de Venezuela, amplio informe elaborado por Agustín Marón alrededor de 1775, se abarcan numerosos aspectos de la vida colonial. Entre ellos se destaca una muestra detallada de la población de la provincia de Venezuela. Es muy sintomático que Marón no hable de ciudades en sentido estricto, sino de núcleos urbanos y su contorno inmediato. Hace referencia, así, a lo homogéneo e indisoluble de los dos medios.
Pasadas las correrías del siglo XVI y los accidentes del siglo XVII, los asentamientos se van consolidando. Los poblados, muchos de ellos de formación espontánea, con calles en torno al templo, ven crecer sus límites y aparecer los arrabales, subdividir su trama parcelaria y surgir edificaciones de mayor calidad y sentido institucional; siempre al ritmo del desarrollo agrícola y de las exportaciones de tabaco y cacao -inicialmente- y de café, a fines del período colonial.
No debe olvidarse que, hasta entrado el siglo XX, las tres cuartas partes de la población vivía en el campo y sólo una cuarta parte en ciudades. No obstante, esta afirmación no termina de dibujar la situación real, ya que muchos de los agrupados en la última categoría derivan su sustento directamente del campo. Ello hace tender al equilibrio, si no a la homogeneidad, en los ámbitos de desarrollo de la vida colonial. Aquí se destaca el peso de la hacienda como núcleo magnético concentrador de población, actividades y, en fin, de cultura.
La hacienda
La hacienda es la manifestación agraria más difundida en el centro del país y se diferencia económica, social y morfológicamente de la finca familiar de los Andes y del hato ganadero de los llanos, los cuales originan otras variantes de ocupación del espacio.[7] Es el gran crisol de la colonia: en ella se funden personas, suelos, productos, actividades, edificaciones y enseres, para generar un magma de gran coherencia que quiebra la simplificación dualista de la ciudad europea y la aldea india.
La sociedad colonial se desarrolló patriarcal y aristocrática a la sombra de los sembradíos agrícolas. No en grupos inestables, en chozas de aventureros, sino en haciendas amplias y frescas. La formación del país se organizó teniendo por unidad a la familia rural o semirural. Activo y absorbente órgano de la composición social, la familia colonial abarcó, sobre la base económica de la riqueza y el trabajo esclavo, una diversidad de funciones que incluyeron el mando político y militar.
Considerando el elemento colonizador español, se puede decir que su “ruralismo” en Venezuela no fue espontáneo, sino adoptado, impuesto por las circunstancias. El ideal hubiera sido no una colonia de plantación, sino un lugar como el imaginario Dorado o Potosí, donde extraer sin mayor esfuerzo el oro y la plata. Las condiciones de este territorio obligaron a un pueblo colonizador, de poca tendencia agrícola, a asumir totalmente el hecho rural como clave para la supervivencia.
La localización de los núcleos productivos tampoco es arbitraria. Junto con los centros poblados, parecen buscar la modestia de determinados parajes en lugar de lo colosal. Hay razones para ello, más en el caso de la hacienda, arraigada a condiciones naturales. En América, enormes masas de agua comunicaban grandeza y drama a la tierra cubierta de densas selvas. Pero una grandeza carente muchas veces de posibilidades económicas para la técnica y los conocimientos de la época. Al contrario, un gran río de aquéllos, cuando en época de lluvia desbordaba, era para inundarlo todo, cubriendo los cultivos y matando a las personas y el ganado. Ciudad, agricultura y ganadería no eran posibles en sus márgenes. Sin equilibrio en el volumen ni regularidad en el curso, los grandes ríos fueron colaboradores inciertos en la formación económica y social del país. No en balde, los grandes desarrollos agrícolas se adosaron a las corrientes menores, modestas pero mucho más regulares, que se prestaban a establecer molinos, a irrigar valles y llanuras, a transportar la madera y, algo más tarde, el café; sirviendo a los intereses de poblaciones estables instaladas en sus márgenes. Allí prosperó la agricultura latifundista.
Caracteres similares, aunque dimensión mayor, tuvo el desarrollo agrícola brasileño. La visión de Gilberto Freyre nos lo muestra así:
“El sistema patriarcal de colonización portuguesa del Brasil, representado por la casa-grande, fue un sistema de plástica contemporización entre ambas tendencias. Al mismo tiempo que expresó una imposición imperialista de la raza adelantada a la atrasada y una imposición de formas europeas (…) al medio tropical, representó una contemporización con las nuevas condiciones de vida y ambiente. La casa-grande de ingenio que, todavía en el siglo XVI, comenzó, el colonizador, a levantar en el Brasil –gruesas paredes de adobe o de piedra y cal, cubierta de paja o de teja vana, galería en el frente y los costados, techado pendiente en un máximo de protección contra el fuerte sol y las lluvias tropicales– no fue ninguna reproducción de las casas portuguesas, sino una nueva expresión que correspondía al nuevo ambiente físico y a una época sorprendente, inesperada, del imperialismo portugués: su actividad agraria y sedentaria en los trópicos, su patriarcalismo rural y esclavista.” (Freyre 1977: 9)
La casa de hacienda, completada por las barracas de esclavos, representa todo un sistema cultural, en su sentido más amplio. Esto es: un sistema económico, político y social. Un sistema productivo de monocultivo latifundista, de trabajo sustentado por repartimiento, encomienda y esclavitud, de movimiento a través del transporte a caballo y de vinculación entre asentamientos aislados, de religión mediante el catolicismo, de vida familiar y sexual con un patriarcado polígamo y mestizo, para extenderse a la política, basada en relaciones de caudillismo y compadrazgo.
En la hacienda se daban cita los medios productivos, terrenos y equipos para arañarle riqueza a la tierra. Fueron además microcosmos, hospedería, escuela. Contenían lo residencial, clasificándolo según la importancia de los ocupantes en viviendas para los propietarios, sus familias o encargados, los allegados, los empleados y los esclavos.
Por supuesto, como unidad productiva fundamental, la hacienda contenía también la base económica y comercial del sistema colonial en el nuevo mundo: una limitada red de abastecimiento de los escasos productos que generaba obligaba a la autarquía de cada unidad, que creaba sus propios almacenes y pulperías. En ellos se suplían los bienes primarios a todos los trabajadores –esclavos o no– y se otorgaban los créditos que quizá éstos nunca saldarían. Surgieron así las fichas, generando medios de pago que obligaban a intercambiar solamente en el recinto de la hacienda, por lo cual la actividad comercial se hacía, además, financiera.
La casa de hacienda, completada por las barracas de esclavos, representa todo un sistema cultural, en su sentido más amplio. Esto es: un sistema económico, político y social.
Hasta en lo religioso se reproducía el modelo de la hacienda como célula autosuficiente. La frecuente edificación de oratorios y capillas marcaba el reconocimiento del clero a la nueva realidad social. Por una parte, eran lugares ad hoc que permitían la llegada de los representantes de la Iglesia en esa forma delivery de los oficios religiosos para dar misa, impartir los sacramentos, explicar la doctrina a sirvientes y esclavos, y mantener cerca de dios y los evangelios a la élite integrante del grupo familiar. Por otra parte, sacralizaban el espacio, fijando un lugar para el culto en la residencia principal, con sus torres y frontis que extendían su valor fundacional al paisaje en derredor.
Esa condición de lugar estable presupone la existencia de unos temas permanentes, de una solución inmediata de los mismos, en la que el peso lo lleva lo esencial en lugar de la moda. La renovación estilística es sensiblemente menor en lo que afecta a los problemas centrales.
Esos microcosmos florecen en Venezuela durante los siglos XVIII y XIX, al mismo tiempo que tiene lugar el auge de determinadas ciudades y el comercio de exportación (Ver Cuadro N° 2). La hacienda muestra una estructura de tal consistencia, que sobrevivirá a los cambios sociales y políticos del período republicano. Más aún, en muchos lugares se acentúa –hasta extremos de gravedad–, luego de la independencia, la vertiente hacendística de la organización social.
A pesar de las difíciles condiciones en que se desarrolla el trabajo, la hacienda ofrecía generalmente mejores condiciones de vida que la ciudad, sus arrabales o las minas. Era un núcleo social en torno al cual giraba la mayoría de los individuos. La casona principal que, de ser posible, ocupaba un lugar central y prominente, funcionaba como cubo de la rueda en torno al cual se disponían las demás estructuras y los conucos que disfrutaban en usufructo los aparceros (González Casas, 1998).
Herencias poscoloniales en la trama de la ciudad contemporánea
Tras la revolución industrial –que apenas se asoma tardíamente a los pueblos de América Latina– las formas de producción han cambiado drásticamente. En este nuevo escenario, el sistema de hacienda, con sus particularidades, potencialidades e injusticias, es afectado profundamente por una nueva realidad económica global, que va a determinar un original entorno urbano que crece sobre las ruinas del pasado.
Ya bien entrado el siglo XX, más de un siglo después que estos cambios han tenido lugar en Europa y el norte de América, el auge de la industria petrolera va a ser el factor determinante de su puesta en marcha en Venezuela. La conversión del territorio venezolano en un enclave petrolero conectado a los circuitos financieros globales de su tiempo va a operar el milagro. De esta forma, una a una, las enormes propiedades prediales se dividieron para ser engullidas por la urbe, el sector terciario y los valores del suelo, como si se prepararan para ser bocados más digeribles. La ciudad moderna dominó en muchos lugares, tragándose así los famosos techos rojos y su nostalgia. Una nostalgia que es, para muchos, no más que amor a lo desconocido.
La incorporación de la antigua hacienda al patrimonio edificado del presente plantea interesantes retos de adaptación: ¿Será hoy factible la coexistencia de lo rural y lo urbano, como se presentó en la colonia? ¿Será posible hacer más que un palimpsesto sobre la sombra del antiguo feudo con el fin de obtener la nueva trama urbana? ¿Qué hacer con unas estructuras –pura forma– que no responden al sistema económico vigente?
El Valle, Altamira, Las Mercedes, Bello Monte, La Vega, Blandín, La Floresta, La California, Los Naranjos… son hoy mera toponimia, o lugares donde en todo caso quedan algunas estructuras, casa-grandes y senzalas, que atestiguan el pasado agrícola de nuestro presente urbano.
©Trópico Absoluto
Notas
[1] La historiografía ha definido un período para identificar la independencia de Venezuela entre el 19 de abril de 1810, cuando se constituye una primera Junta Suprema de Gobierno que sustituye a las autoridades españolas, hasta 1845, cuando tras innumerables conflictos y batallas, mediante un tratado de paz la reina Isabel II de España y el presidente venezolano Carlos Soublette sellan el reconocimiento definitivo de Venezuela como república independiente.
[2] El término vecino hace referencia al jefe de familia, con lo que el número mencionado es el de familias, por lo general de carácter extendido.
[3] Las catedrales de Coro y La Asunción son las primeras edificaciones religiosas de envergadura en Venezuela y datan del siglo XVI. Previamente existió en Cubagua la iglesia de Santiago, capilla de una sola nave, y el convento franciscano, los cuales han desaparecido.
[4] En Venezuela el régimen de encomienda se inició en 1545, prolongándose hasta mediados del siglo XVIII. Ver: Arcila Farías (1979).
[5] El proceso de creación de centenares de establecimientos, en su mayoría bajo el esquema de damero, fue normalizado por Felipe II en las Ordenanzas de Indias, promulgadas en julio de 1573. Esta normativa fue compilación y síntesis de disposiciones anteriores y legitimó una práctica urbanística de gran difusión, origen de una de las mayores empresas de poblamiento de la historia. Las famosas Leyes de Indias constituyeron un sistema muy completo, el cual invitaba a la población a concentrarse en ciudades, por razones defensivas, políticas, religiosas y económicas. Estas normas incluían importantes criterios para la localización de los centros poblados, el tipo de trama urbana, disposición y tamaño de los espacios abiertos y edificaciones públicas, la expansión de las ciudades, la distribución de terrenos y la forma urbana en general.
[6] Juan López de Velasco, en su Geografía y descripción universal de las Indias (1571 – 1574) y refiriéndose a los pueblos de peninsulares, hablaba de ocho pueblos, la mitad ciudades en que habrá como doscientos vecinos españoles o pocos más. Los ocho pueblos de españoles eran Coro, El Tocuyo, Nueva Segovia (Barquisimeto), Nueva Jerez (Nirgua) la cual no persistió, Nueva Valencia (Valencia), Trujillo o Nuestra Señora de la Paz, Santiago de León de Caracas y Caraballeda. Ver: Vila (1978).
[7] En relación con sistemas productivos agrícolas y patrones de ocupación del espacio, véase: Carvallo y Hernández (1983).
Referencias
Arcila Farías, Eduardo. 1979. El régimen de la encomienda en Venezuela. Caracas: Universidad Central de Venezuela.
Carvallo, Gastón y Josefina de Hernández. 1983. “Formas de Ocupación del Espacio en la Venezuela Agroexportadora”. En: Suárez, M. M., Torrealba, R., Vessuri, H. Cambio Social y Urbanización en Venezuela. Caracas: Monte Ávila.
Chueca Goitia, Fernando y Leopoldo Torres Balbás (eds.) 1981. Planos de ciudades iberoamericanas y filipinas. Existentes en el Archivo de Indias. Madrid: Instituto de Estudios de Administración Local.
DeSola Ricardo, Irma. 1967. Contribución al estudio de los planos de Caracas. Caracas: Dirección de Cartografía Nacional, Ministerio de Obras Públicas.
Freyre, Gilberto. 1977. Casa-grande y Senzala. Caracas: Biblioteca Ayacucho.
Gasparini, Graziano y Juan Pedro Posani. 1969. Caracas a través de su arquitectura. Caracas: Ediciones Fundación Fina Gómez.
Geldner, Carl. 1997. Anotaciones de un viaje por Venezuela 1866-1868. Caracas: Oscar Todtmann Editores.
González Casas, Lorenzo. 1998. “Las haciendas en Venezuela: Territorio y memoria histórica”. En: Ciudades, N° 4, pp. 203-213.
Hardoy, Jorge Enrique y Carmen Aranovich. 1984. “Urbanización en América Hispánica entre 1580 y 1630”. En: Boletín CIHE, N° 11, pp. 12-20.
López, José Eliseo. 1988. “Poblamiento Siglos XVI al XX”. En: Diccionario de Historia de Venezuela. Tomo III. Fundación Polar. Caracas, pp. 182-189.
Marón, Agustín. 1970. “Relación Histórico-Geográfica de la Provincia de Venezuela”. En: Arellano Moreno, A. Documentos para la Historia Económica en la Época Colonial. Caracas: Academia Nacional de la Historia.
Pardo, Isaac J. 1984. Esta Tierra de Gracia. Imagen de Venezuela en el siglo XVI. Caracas: Monte Ávila.
Vila, Marco Aurelio. 1978. La Geoeconomía de la Venezuela del siglo XVI. Caracas: Ediciones de la Facultad de Humanidades y Educación. Universidad Central de Venezuela.
Lorenzo González Casas (Caracas, 1956), es arquitecto y urbanista con Postgrado en Gerencia de Proyectos por la Universidad Simón Bolívar, y Doctorado en Planificación Urbana y Regional por la Universidad de Cornell. Profesor Titular del Departamento de Planificación Urbana de la Universidad Simón Bolívar. Ha participado en numerosos proyectos de investigación relacionados con preservación histórica, urbanismo, arquitectura, gestión de recursos culturales y turísticos y planes de desarrollo urbano, de los que se han derivado numerosas publicaciones. Su estudio Urbanismo y patrimonio. La conservación de los centros históricos (Ministerio de Infraestructura, 2003) obtuvo el Premio Nacional de Investigación en Vivienda 2001.
Henry Vicente Garrido (Caracas, 1962), es arquitecto con Maestría en Literatura Latinoamericana por la Universidad Simón Bolívar y Doctorado en Arquitectura por la Universidad Politécnica de Madrid. Profesor Titular del Departamento de Diseño, Arquitectura y Artes Plásticas de la Universidad Simón Bolívar. Ha publicado, entre otros: Presencia de las migraciones europeas en la arquitectura latinoamericana del siglo XX (UNAM, 2009), Arquitecturas desplazadas. Arquitecturas del exilio español (Ministerio de Vivienda, Madrid, 2007), y La ciudad invisible de Jorge Luis Borges (Fundarte, 1999).
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