La Tempestá
El trópico se expande, es una utopía que se repite en el tiempo, ya no es único, absoluto. ¿De qué trata esta historia? Muy difícil es precisar una respuesta. ¿Es la historia de un diálogo entre dos escritores? Podría ser también la historia de dos, de muchas tradiciones literarias. La historia de la persecución de la cultura; del exilio. La historia de una ciudad, de muchas ciudades destruidas por revoluciones. De tantas vidas rotas. De todo eso y más trata este doloroso y severo texto de Antonio José Ponte (Matanzas, Cuba, 1964), parte de los trabajos originalmente destinados a la desaparecida revista El Sarcófago, y que ahora, por cortesía de Igor Barreto, se publican en Trópico Absoluto.
Una historia donde José Lezama Lima pregunta al poeta español Juan Ramón Jiménez cómo puede administrarse mágicamente la isla. Lezama Lima habla de Cuba, tiene 25 años, todavía no se ha graduado de abogado, solamente ha publicado un librito y tiene todavía por fundar la más importante de sus revistas literarias. Juan Ramón Jiménez llega como exiliado, huye de la Guerra Civil Española, va a dar una serie de conferencias en La Habana, invitado por Fernando Ortiz, antologará la poesía cubana del momento, y tendrá uno o varios diálogos con el joven Lezama Lima que terminarán en ese texto publicado: Coloquio con Juan Ramón Jiménez.
Una historia donde, con unas pocas semanas de diferencia, el francoargentino Paul Groussac y el nicaragüense Rubén Darío inauguran, cada uno por su lado, la lectura de The Tempest de William Shakespeare en clave latinoamericana. Paul Groussac, con un discurso pronunciado en Buenos Aires en mayo de 1898. Darío con su artículo «El triunfo de Calibán» en el diario bonaerense El Tiempo. Para ambos, el Calibán que triunfa es el imperialismo estadounidense y América Latina es Ariel. Ninguno de los dos parece tener en cuenta al amo, a Próspero.
Una historia de la advertencia notarial que Juan Ramón Jiménez exige poner a la entrada de su diálogo con José Lezama Lima. Advertencia que dice: «En las opiniones que José Lezama Lima me obliga a escribir con su pletórica pluma, hay ideas y palabras que reconozco mías y otras que no. Pero lo que no reconozco mío tiene una calidad que me obliga también a no abandonarlo como ajeno». En este punto comienza el reconocimiento de un rasgo inequívoco de la escritura de Lezama Lima: su indeterminación referencial, en la que se hacen riesgosas las atribuciones de autoría y las citas pueden ser apócrifas o no muy exactas.
Una historia donde Zenobia Camprubí, esposa de Juan Ramón Jiménez que le hace también de secretaria, trabaja junto a él toda la mañana del 27 de julio de 1937 y anota luego en su diario: «Este trabajo no es muy satisfactorio, ya que todo lo que Juan Ramón hace es ponerlo en español. Hay tanto atribuido a Juan Ramón que él nunca dijo ni pensó decir y tanto que realmente dijo y está incorporado a los comentarios de Lezama Lima, que hubiera tomado más tiempo desenredar la madeja que escribirlo de nuevo». «Sin embargo», reconoce Zenobia Camprubí, «había suficiente valor en el diálogo como para salvarlo y todo lo que hizo Juan Ramón fue corregirlo lo suficiente para que no se anegaran totalmente las ideas en un mar de confusión, debido a la oscuridad de la expresión».
Una historia donde, lo mismo que José Lezama Lima y que Juan Ramón Jiménez, Paul Groussac y Rubén Darío hablan de Cuba. Groussac y Darío a propósito de la entrada del ejército estadounidense en la guerra cubana de independencia.
Una historia donde Zenobia Camprubí es la primera en toda la carrera de escritor de José Lezama Lima en echarle en cara su oscuridad, su confusa sintaxis y su lengua que en tantas ocasiones no parece coincidir con lo que se estaría dispuesto a aceptar como lengua española. Aunque también será la primera de muchas ocasiones en que, a pesar de todas esas objeciones, Lezama Lima termina por imponerse.
Una historia donde José Lezama Lima pretende averiguar con Juan Ramón Jiménez cómo puede administrarse mágicamente una isla que es Cuba. Un coloquio entre un Próspero y un aprendiz de Próspero. ¿No ha percibido Juan Ramón, en el poco tiempo que lleva en esa tierra, la posibilidad del insularismo? ¿No ha encontrado señales suficientes para hablar de ese mito, de la insularidad?
Una historia donde Juan Ramón Jiménez se resiste a la mitología de la isla. Y razona que si Cuba es una isla, Inglaterra también es una isla, Australia es una isla y el planeta todo es una isla. Y en ese caso, ¿dónde estaría lo continental frente a lo que tanto insularismo reacciona?
Una historia, la del 17 de octubre de 1937, cuando Zenobia Camprubí anota en su diario: «Terminé el diálogo de Lezama Lima. ¡Qué alivio!».
Una historia donde el uruguayo José Enrique Rodó comprende que su tiempo es también el tiempo de La Tempestad. Rodó, igual que Paul Groussac y que Rubén Darío, entiende a América Latina como Ariel, y escribe un ensayo que titula con ese nombre, Ariel, aunque aparecen en él pocas alusiones a la pieza de Shakespeare.
Una historia en la que Roberto Fernández Retamar admite que José Enrique Rodó se equivoca de personaje shakespeariano, pero no en el diagnóstico de la situación. Rodó yerra al elegir dentro del guardarropa teatral, aunque acierta plenamente frente a una problemática que, siete décadas más tarde, empuja también a Fernández Retamar hacia la Isla de la Tempestad.
Una historia en la que José Lezama Lima le menciona a Juan Ramón Jiménez la posibilidad de un imperialismo cubano que ha sido sugerida por el estadounidense Waldo Frank. «Pudiera imaginarse una inmotivada vanidad insular escondida en mi pregunta», comenta después de preguntarle por el mito de la isla. Y agrega para todos: «recuérdese que un crítico norteamericano, Waldo Frank, nos aconsejaba el ejercicio, en un presunto imperialismo antillano, de una hegemonía del Caribe».
Una historia donde La Tempestad gira obsesivamente en torno a las relaciones entre Estados Unidos y Cuba. Y, por extensión, entre Estados Unidos y América Latina.
Una historia en la cual el mito de la isla tendría que existir, tal como existe el mito de la región más transparente del aire (Lezama Lima cita ante Jiménez la Visión de Anáhuac de Alfonso Reyes) y toda la mitología urdida por los argentinos en torno a la Cruz del Sur. Pues a juicio de José Lezama Lima solo hay tres países de todo el continente que podrían organizar una expresión, y esos países son México, Argentina y, por último, Cuba.
Una historia donde José Lezama Lima tiene que haber conocido el libro de Antonio S. Pedreira Insularismo. Ensayos de interpretación puertorriqueña, publicado dos o tres años antes de sus diálogos con Juan Ramón Jiménez, en cuyas páginas Pedreira habla de un alma puertorriqueña disgregada, dispersa, en potencia, luminosamente fragmentada. Y habla Pedreira de un rompecabezas doloroso que no ha gozado nunca de su integridad.
Una historia en la que Juan Ramón Jiménez le advierte a José Lezama Lima: «Creo que lo que usted me ofrece es un mito». Y se trata exactamente de eso, de un mito. Porque desde Platón un buen diálogo va siempre en pos de un mito. Así que no es Inglaterra, ni Japón, ni Australia, ni siquiera Cuba, esa isla de la que le habla el joven poeta cubano, sino la Atlántida.
Una historia que no es tanto la historia de la Atlántida como la historia de la isla artificial Utopía.
Una historia donde José Lezama Lima tiene que haber conocido el libro de Antonio S. Pedreira Insularismo. Ensayos de interpretación puertorriqueña, publicado dos o tres años antes de sus diálogos con Juan Ramón Jiménez, en cuyas páginas Pedreira habla de un alma puertorriqueña disgregada, dispersa, en potencia, luminosamente fragmentada. Y habla Pedreira de un rompecabezas doloroso que no ha gozado nunca de su integridad.
Una historia que alarma a Juan Ramón Jiménez, quien pide ejemplos a la vehemencia de su interlocutor, ejemplos de ese mito insular en las obras de algunos de los pocos escritores cubanos que él conoce, como Julián del Casal o José Martí.
Una historia en la que José Lezama Lima evita las concreciones y procura no rebajarse a la cobardía de los ejemplos, tal como aconseja Fernando Pessoa. Porque cuando él alude a un mito, es de un mito balbuciente del que habla. De un mito generacional, que empezará con él y con los poetas de su grupo, nunca antes. Nunca con escritores de un siglo anterior, Casal o Martí. En el fondo, es de la falta de mito de lo que habla él. De ese rompecabezas doloroso que nunca antes ha gozado de su integridad. Así que cuando pregunta a Juan Ramón Jiménez, pregunta desde la falta de mito, desde un estadio anterior a la fundación del mito de la isla, desde un estadio prologal.
Una historia en que Juan Ramón Jiménez le contesta a José Lezama Lima: «Su pregunta es más bien de fauna marina».
Una historia en la que, al tropezarse por primera vez con Calibán, Trinculo suelta: «What have we here? A man or a fish? Dead or alive?» Y se responde: «A fish. He smells like a fish.»
Una historia en que otra exiliada española, María Zambrano, pasa por La Habana de camino a Chile, y en su primera tarde habanera conoce a José Lezama Lima.
Una historia donde María Zambrano explica su relación con José Lezama Lima y su grupo de poetas mediante su particular versión del mito de la isla: considerando a Cuba como su patria prenatal, patria suya anterior a la patria de nacimiento.
Una historia que haría de María Zambrano mejor Próspero que el propio Juan Ramón Jiménez. Por hallarse más dispuesta a mitologizar, por mayor disposición suya a la magia. Aunque, a ojos de José Lezama Lima le habría faltado todavía altura magisterial. Hasta el punto que ella recordará décadas después cómo él se le acercaba al final de sus conferencias habaneras para recomendarle: «María, has estado muy bien; ahora tienes que cuidar los problemas de la prosa». Él que, según Zenobia Camprubí, no escribe precisamente en español.
Una historia de la divinidad más vieja del Caribe compuesta por Fernando Ortiz: El huracán, su mitología y sus símbolos.
Una historia en la que José Lezama Lima negocia con Juan Ramón Jiménez la administración de símbolos y mitos nacionales. Con Juan Ramón Jiménez, que huye del encarnizamiento de esas administraciones.
Una historia de exilio, al fin y al cabo.
Una historia que cabe en la carta que, dos años después de sus encuentros con Juan Ramón Jiménez, José Lezama Lima escribe a uno de sus mayores camaradas de revistas y de antologías, Cintio Vitier. «Ya va siendo hora», escribe como el jefe de una conspiración muy impaciente, «de que todos nos empeñemos en una Economía Astronómica, en una Meteorología habanera para uso de descarriados y poetas, en una Teleología Insular, en algo de veras grande y nutridor». Economía Astronómica la llama, como si tuviera que vérselas con la Cruz del Sur. Meteorología habanera, como si se ocupara de la región más transparente del aire. Y, al final, la denominación más propia y de más largo recorrido: Teleología Insular.
Una historia del diálogo de sordos establecido entre Juan Ramón Jiménez y José Lezama Lima: cuando uno habla del mito de la isla, el otro le responde con el mito de la negritud y del mestizaje.
Una historia de cómo la conspiración de los origenistas descarta esas interrogantes sobre mestizaje y negritud, aunque sea un maestro de la talla de Juan Ramón Jiménez quien las haga.
Una historia de la repulsión de un crítico como Cintio Vitier ante la negritud de Nicolás Guillén y la antillanización de la que da muestras Virgilio Piñera en su poema La isla en peso. Hasta hacerle imposible a Vitier incluir esos ejemplos de Piñera o de Guillén en el discurso de la cubanidad de su serie de conferencias (y luego libro) Lo cubano en la poesía.
Una historia del miedo a que esa esencia nacional que Cintio Vitier rastrea en las obras de poetas cubanos de dos siglos pueda disolverse.
Una historia del temor a que el cubano no sea el único imperialismo antillano posible, a que no sea Cuba quien ejerza la hegemonía sobre todo el Caribe.
Una historia de la influencia de Aimée Césaire sobre Virgilio Piñera como si se tratara de un contagio bárbaro. De las novelas haitianas de Alejo Carpentier que en verdad tratan de la revolución cubana, pendiente o realizada.
Una historia de este tan repetido verso inicial de Virgilio Piñera como definición de la insularidad: «La maldita circunstancia del agua por todas partes».
Una historia de la isla como cordón sanitario.
Una historia del Caribe donde la bonanza de una isla está hecha de la debacle de la isla más próxima.
Una historia en la que los vientos que van de isla en isla polinizan la destrucción.
Una historia de cómo la gran bonanza azucarera que configura a Cuba nace de la debacle azucarera de La Española.
Una historia compuesta por ocho objetos arqueológicos indocubanos recopilados por Fernando Ortiz. De esos ocho, dos son falsifaciones. El resto repite esta figuración: una cabeza y dos brazos alabeados que salen de ella. Rara imagen en un arte tan escaso de dinamismos, tal como reconoce Fernando Ortiz, y reconoce lo extraño de que no aparezcan ejemplos similares en las islas vecinas. Ortiz llega a considerarla como la más típica de las imágenes simbólicas cubanas. Y sintetiza esas seis imágenes hasta obtener un círculo y dos líneas en forma de sigma, que es símbolo de lo que rota. Fernando Ortiz compara mitologías del Viejo y del Nuevo Mundo, y queda convencido de hallarse ante la imagen del dios Huracán, Jurakán o Jurrakán.
Una historia de Huracán, el dios de la tempestad.
Una historia que aparece en Oppiano Licario, la novela inconclusa de José Lezama Lima escrita en sus años de censura y publicada póstumamente, acerca de la búsqueda de un sentido y de la concentración de ese sentido en un libro para que luego venga el huracán y lo disperse y nunca más pueda gozarse de su integridad y no se sepa más de qué hablaba aquel libro.
Una historia de libros perdidos.
Una historia del extremo cuidado que ha de poner el mago al trazar ciertos símbolos y al tratar con la tempestad. Porque esas seis imágenes arqueológicas en las que unos brazos rotan alrededor de un centro dibujan una media swástica. Y Fernando Ortiz escribe su tratado sobre el dios Huracán durante la Segunda Guerra Mundial, antes de la derrota de la swástica nazi. Ortiz deduce del sentido levógiro del símbolo nazi lo siniestro de la política del Tercer Reich. Y recuerda asimismo el triste caso de la última emperatriz de Rusia, que cubrió los muros de su calabozo con swásticas como amuletos, pero trazándolas en sentido contrario a la buena fortuna. «Fue que hubo fuerzas de una magia superior, o quizás fue porque la emperatriz pintó las svásticas en forma sinistroversa», reconoce.
Una historia de las revoluciones políticas. De las revoluciones políticas como fuerzas de una magia superior, más arrasadora que la mayor de las tempestades.
Una historia de libros mágicos: el llamado Silogística Poética, encontrable en el episodio del examen escolar de la novela Paradiso de José Lezama Lima. El jurado examinador pregunta a Oppiano Licario por el nombre del perro de Robespierre, por las respectivas estaturas físicas de Napoleón y Luis XVI, y por las circunstancias de muerte de Enriqueta de Inglaterra. Es tan excéntrico el jurado universitario que examina a Licario que invita a una muchacha que pasa por allí a que agregue una pregunta. Y la anónima muchacha hace una pregunta tonta que alguna vez nos habremos hecho tontamente: dónde puede comprarse el mejor chocolate del mundo. Oppiano Licario, que ha acertado en todas las preguntas históricas anteriores, no lo duda: París, calle Rivoli, número 17, primer piso. Para rematar, una priora dominica lo interroga acerca de la extensión de los labios del demonio. Licario también vence esta prueba y declara el título del método que le permite responder a cualquier majadería de tribunal docente. Silogística Poética, se llama.
Una historia de libros mágicos que se pierden en medio de una tempestad: el que Oppiano Licario deja como herencia a su ahijado de sabiduría José Eugenio Cemí: la única copia existente de la Súmula nunca infusa de excepciones morfológicas. El cofre que contiene ese libro llega a Cemí el mismo día en que entra un ciclón en La Habana. Sea cual sea el sentido de sus aspas, aquel ciclón es saludado por los habaneros como si se tratara de un verdadero carnaval. En las pocetas del Malecón los muchachos se bañan desnudos, la ciudad parece olvidada de toda precaución de clavar ventanas. Cemí protege el libro de las primeras ventoleras del ciclón. Unas vecinas le dejan a su cuidado un perro, él se ve obligado a dejar a solas al perro y al libro, y a su regreso encuentra a la Súmula nunca infusa de excepciones morfológicas destrozado e irrecuperable, sin que nunca llegue a conocer el contenido de sus páginas.
Una historia donde otro libro mágico, también imaginado por un origenista, se pierde en el malecón habanero. El protagonista de la «Historia de un inmortal» de Eliseo Diego recibe de un amigo el manuscrito de un largo poema. El amigo se marcha a la manigua a pelear contra los españoles. El poema es extenso, todo un libro. Libro de las Profecías, se titula. Está hecho de voces que le hablaron a su autor en una ensoñación. Su autor no fue más que el copista de unas voces del mundo perdido de la Atlántida. Quien vela por ese manuscrito se va a nadar y lo deja dentro de su sombrero, en las rocas de la orilla. El mar está agitado, entra un norte en la ciudad. Y al volver a la orilla, sombrero y manuscrito han sido destrozados por las olas.
Una historia donde el sentido de la isla, Cuba o Atlántida o Utopía, consigue concentrarse en un libro mágico para, al final, perderse para siempre.
Una historia cuyos símbolos han de ser examinados muy cautelosamente, desde que Fernando Ortiz descubre que el signo del dios Huracán, una media swástica, es tan levógiro como la swástica completa nazi o aquellas que, para su perdición, la última zarina de las Rusias trazara antes de ser ejecutada.
Una historia de imperios, el estadounidense, el fallido imperio cubano, pero también el imperio soviético.
Una historia en la que Heberto Padilla pasa por calabozos e interrogatorios, y termina en una sala llena de artistas y escritores en la que anuncia que ha sido un contrarrevolucionario, y contrarrevolucionarios también varios de sus amigos, entre los que delata a José Lezama Lima.
Una historia de la coincidencia entre los símbolos indocubanos y los símbolos nazis, y en la que Fernando Ortiz identifica al huracán con la revolución pendiente. «Si un día hubiese de desatarse en Cuba una revolución que destruyera como un huracán y creara de nuevo como un soplo de génesis», escribe, «quizás su más genuino y expresivo emblema sería el que muchas centurias atrás lo fue de los indios cubanos, nacido de su mentalidad y reverenciado en sus ritos». Y añade Ortiz: «Símbolo propicio por varios conceptos para los alegorismos nacionalistas de Cuba. Ojalá nadie lo interprete en nuestra patria como una semisvástica cavernaria…»
Una historia de lo soviético en Cuba que Antonio Benítez Rojo describe como una extraña máquina esteparia, un artefacto cuya magia no podría funcionar bien en el Caribe. Como si no pudiera haberse dicho lo mismo de cualquier imperialismo llegado a esas islas. Como si carabelas o acorazados no fuesen máquinas tan extrañas, y luego ganadas por la costumbre, como los misiles soviéticos.
Una historia de la maravillosa ciudad que fue La Habana de finales de los años cincuenta, en la que Guillermo Cabrera Infante incluye la extraña máquina esteparia del asesinato de Trotski. El asesinato de Trotski por Ramón Mercader contado por un puñado de autores cubanos, incluido José Lezama Lima.
Una historia de la Crisis de los Misiles.
Una historia de la Crisis de Octubre.
Una historia desprovista de cualquier posibilidad de apocalipsis desde que Antonio Benítez Rojo ve desde su balcón caminar a dos viejas negras y su bamboleo dentro de la amenaza de guerra lo aquieta de pronto, le da seguridad de que el mundo no puede acabarse allí, en ese momento.
Una historia donde un puñado de escritores y artistas estadounidenses y europeos escriben, primero una y luego otra, una carta pública a Fidel Castro que intercede por el poeta Heberto Padilla. Primero una carta y luego otra, pidiéndole a Fidel Castro que no se comporte como Iósif Stalin. Intercediendo, no tanto por Padilla, como por la revolución.
Una historia en la que Roberto Fernández Retamar echa mano al reparto de La Tempestad para responder a esas dos cartas públicas, para dejar establecido cómo ha de ser la relación del escritor y del artista, por extranjero que sea, con el régimen revolucionario cubano. Roberto Fernández Retamar, director de la revista Casa de las Américas, muestra a esos díscolos escritores y artistas con qué respeto y deferencia han de dirigirse a Fidel Castro siempre que le escriban.
Una historia de la isla, contraria a la de Cintio Vitier y José Lezama Lima y otros conspiradores origenistas, donde la isla se repite. Tal como la comprende Antonio Benítez Rojo.
Una historia que transita de Ariel a Calibán y que, igual que en época de Paul Groussac y de Rubén Darío, atañe principalmente a Cuba porque lo que ocurra en Cuba va a ser decisivo para todo el continente. Porque no podrán producirse en América Latina más revoluciones que aquellas que sigan el modelo iniciado por Fidel Castro.
Una historia de la teleología, más que insular, continental, que el cuentista dominicano Juan Bosch formula en el título de este libro suyo: De Cristóbal Colón a Fidel Castro.
Una historia de la isla, contraria a la de Cintio Vitier y José Lezama Lima y otros conspiradores origenistas, donde la isla se repite. Tal como la comprende Antonio Benítez Rojo.
Una historia de esclavitud.
Una historia de cimarronaje.
Una historia de las bibliotecas mágicas de Próspero, pero también una historia de las bibliotecas mágicas del esclavo Calibán: todo lo compilado por Lydia Cabrera en El Monte. Todo lo compilado por Lydia Cabrera en sus edicioncitas autopagadas del exilio.
Una historia del exilio como cimarronaje.
Una historia en la que los avances del ejército estadounidense en la guerra de Cuba consiguen que Rubén Darío termine defendiendo el viejo imperialismo español.
Una historia en la que el Calibán de Roberto Fernández Retamar obra a favor del imperialismo soviético, integra la parafernalia sovietizante en torno al juicio político de un poeta y habla en nombre de la extraña máquina esteparia.
Una historia en que el anciano cimarrón Esteban Montejo cuenta su vida a Miguel Barnet, que la firma como autor.
Una historia de otro libro mágico perdido, el que los funcionarios judiciales llamaron Libro de pinturas, del criollo negro y libre José Antonio Aponte, carpintero, ebanista y tallador, capitán de compañía del Batallón de Pardos y Morenos, director del cabildo Changó-Teddun y cabecilla de conspiración. 72 páginas llenas de imágenes en las que aparecen personajes reales y mitológicos, ciudades y edificios de Europa y África, mitos grecolatinos y episodios bíblicos. Un plano detallado de La Habana y sus fortalezas y entradas y salidas. Más los retratos de los líderes haitianos Toussaint L’Ouverture, Jean Jacques Dessalines y Henri Christophe, que Aponte tiene la precaución de quemar al sentirse en peligro de detención. De este libro quedan solo noticias en los legajos del juicio.
Una historia de cómo un libro de Calibán procura siempre convertir a su dueño en Próspero.
Una historia de la cabeza de José Antonio Aponte dentro de una jaula de hierro, expuesta a la entrada de la calzada de San Luis de Gonzaga, donde ahora se cruzan Belascoaín y Carlos III.
Una historia de la novela que Alejo Carpentier habría podido hacer a partir de esa cabeza.
Una historia en la que, luego de tratar como cipayos a Domingo Faustino Sarmiento, Jorge Luis Borges, Emir Rodríguez Monegal y Carlos Fuentes, Roberto Fernández Retamar compila un catálogo de calibanes, una larga enumeración de figuras históricas latinoamericanas en la que no aparece José Antonio Aponte.
Una historia del palimpsesto que es Calibán, de Roberto Fernández Retamar, un ensayo continuamente en revisión por su autor — Calibán revisitado, Calibán en esta hora de nuestra América, Calibán quinientos años más tarde, Calibán ante la antropofagia—, y reescrito con persistencia. Hasta el emborronamiento, hasta un esfuminado ideológico que le permite reubicar a Borges en mejor lugar que en la edición original, incluir a Rigoberta Menchú para subsanar la falta de Calibanas o hacer de José Lezama Lima un calibán más, cuando en la versión primera Lezama Lima no aparecía por encontrarse condenado por la censura.
Una historia de lo histórico que se pierde irremediablemente, según la establece José Lezama en uno de sus mayores ensayos: «Paralelos. La poesía y la pintura en Cuba (siglos XVIII y XIX)». Allí están (o no están) un anillo hecho por Darío Romano, el primer platero de la isla. Los crucifijos tallados por Manuel del Socorro Rodríguez, así como un cuadro suyo de la Santísima Trinidad. Las recetas en verso del doctor Surí, las frutas pintadas por el poeta Rubalcaba, las pláticas sabatinas de Luz y Caballero, las cenizas mortuorias de Heredia, las piezas de artesanía en carey de Plácido, los sermones de Tristán de Jesús de Medina, las pinturas de aprendizaje de Julián del Casal y la mayoría de los cuadros de Juana Borrero. Lezama Lima da también por perdidas las joyas del poeta Zequeira, que no existieron nunca y pueden considerarse doblemente perdidas. José Lezama Lima se lamenta: «Todo lo hemos perdido, desconocemos qué es lo esencial cubano». No hace mención ninguna del Libro de pinturas de José Antonio Aponte.
Una historia en la que la revolución haitiana no aparece en ningún momento de La expresión americana de José Lezama Lima.
Una historia en que en toda la colección de la revista Orígenes no puede hallarse una alusión a la Segunda Guerra Mundial.
Una historia de lo que no escribió José Lezama Lima sobre el Libro de pinturas de José Antonio Aponte. De cómo no alcanzó a considerarlo como una suerte de Atlas Mnemosine, por el estilo del atlas de Aby Warburg.
Una historia de los caníbales brasileños con que se encuentra Michel de Montaigne y que William Shakespeare debió leer en la traducción de Montaigne hecha por Florio. Si es que Calibán viene de caníbal. Si es que caribe viene de caníbal, o viceversa.
Una historia de caníbales.
Una historia de zombies.
Una historia de zombies que viene de la Revolución Haitiana.
Una historia de George A. Romero, hijo de cubano y de lituana, y creador de zombies.
Una historia del sueño alquímico del doctor Ernesto Guevara: el hombre nuevo.
Una historia de cómo el hombre nuevo acaba convirtiéndose en zombie, el sueño del doctor Guevara convertido en una pesadilla de Romero.
Una historia del vampiro, porque el vampiro asoma como imagen del capitalismo en un momento del Manifiesto Comunista.
Una historia hecha de las esperanzas puestas por James I en resolver mediante alianza matrimonial las guerras de religión que dividen Europa. La Tempestad como pieza teatral elegida para celebrar en la corte el matrimonio entre dos príncipes de religiones opuestas, una obra en la que magia y matrimonio garantizan la paz política.
Una historia en la que el miembro del Comité Central del Partido Comunista de Cuba Roberto Fernández Retamar firma la sentencia de muerte de tres jóvenes negros que secuestran una lancha para huir y se convierte así en el único escritor de toda la literatura nacional que ha firmado una sentencia de muerte.
Una historia que termina por descartar los asuntos de la corte de Milán, el matrimonio reparador y todo cuanto prometa la alianza de Miranda y de Fernando para centrarse en la cuestión territorial más inmediata, no el ducado de Milán sino la isla. La cuestión es a quién pertenece.
Una historia que cabría en el Atlas de las islas remotas, al que Judith Schalansky le ha dado este subtítulo: «Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré».
Una historia a incluir dentro de la colección de islas prodigiosas compuesta por Angelo Arioli a partir de manuscritos medievales árabes: Islario Maravilloso.
Una historia del fin de la isla tal como aparece en El color del verano, la novela póstuma de Reinaldo Arenas donde, a escondidas de la policía política, los habitantes de la isla bucean para socavar, arrancando un puñado de tierra en cada zambullida, la conexión con la plataforma continental, hasta romper el cordón umbilical que une la isla al lecho oceánico y dejarla suelta, a la deriva. Como una gran balsa.
Una historia, tal como suponía Juan Ramón Jiménez, de fauna submarina.
Una historia de seres que no se saben si son hombres o peces.
Una historia en la que el miembro del Comité Central del Partido Comunista de Cuba Roberto Fernández Retamar firma la sentencia de muerte de tres jóvenes negros que secuestran una lancha para huir y se convierte así en el único escritor de toda la literatura nacional que ha firmado una sentencia de muerte.
Una historia donde no cabe reedición ni reescritura que borre ese acto suyo.
Una historia en la que, una vez que la isla puede usarse como balsa, suelta como está ya, cuenta Reinaldo Arenas que termina linchada por los tirones que le da cada habitante, cada uno abogando por una dirección distinta.
© Trópico Absoluto
Antonio José Ponte (Matanzas, Cuba, 1964) es ensayista, narrador y poeta. Se le considera como uno de los más prestigiosos ensayistas cubanos. Publica regularmente en las revistas La Habana Elegante , Cuadernos Hispanoamericanos y Letras Libres. Actualmente co-dirige la publicación digital Diario de Cuba. Ha publicado, entre otros: Las comidas profundas (Éditions Deleatur, 1997), Un seguidor de Montaigne mira La Habana / Las comidas profundas (Verbum, 2001) y El libro perdido de los origenistas (Aldus, México, 2002). En poesía: Asiento en las ruinas (Letras Cubanas, 1997) y en Un bosque, una escalera (Editorial Compañía, México, 2005). Es autor de la novela Contrabando de sombras (Mondadori, Barcelona, 2002). Sus últimas obras publicadas son Un arte de hacer ruinas y otros cuentos (Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2005) y La fiesta vigilada (Anagrama, 2007).
1 Comentarios