/ Literatura

En un reino rojo

Escribe Enza García Arreaza (Puerto La Cruz, 1987): «¿Cómo sabemos que algo es arte? No sé. ¿Cuándo se vende por millones de dólares? ¿Cuándo no puedes sacártelo de la cabeza? Hay una persona que cuando viene a mi casa se retuerce de ganas de decirme que mis pinturas no son arte. Hay gente a la que le da picazón de culo frente a una obra abstracta. "Eso lo puede hacer cualquiera". Es verdad, papito mi rey. Cualquiera. Cualquiera pudiera ser tú, incluso.»

Mark Rothko. Sin título. 1968.

Con nuestros pigmentos,
nuestro talento y nuestro amor,
recordamos la orden que Dios nos dio:
Ved. Recordar es saber lo que se ha visto.
Ver es saber sin recordar.
Así pues, pintar es recordar la oscuridad.
Los grandes maestros, que aman la pintura
y que son conscientes de que los colores
y la vista están hechos de oscuridad,
quieren regresar a la oscuridad
divina a través de los colores.
El que no tiene memoria
no recuerda a Dios ni su oscuridad”
.
Orhan Pamuk, Me llamo rojo

En estos días lo único que hago es pensar en Rothko.

Venezuela volvió a no arreglarse y Estados Unidos remata para decirnos que el joropo también desafina en inglés. Por otro lado, un médico acaba de confirmar mi sospecha: cumplo con el criterio de síntomas del Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad.

Había otro diagnóstico de TDHA en mi familia desde hace años. Cuando volví a leer sobre ello, mientras buscábamos el diagnóstico de mi esposo (que también tiene TDAH y además se encuentra en el espectro autista), agarré varias peloticas en el aire y me las metí en el bolsillo. Empecé a reconocerme, sobre todo en los aspectos de mi personalidad que con tanto esfuerzo me empeñaba en amordazar. Y como suele suceder, cuando se trata de diagnosticar mujeres, siempre hay un asterisco, una investigación chucuta, un «todavía no hemos llegado a esa parte».  Esto es una condición neurológica que intercepta desregulación emocional con disfunción ejecutiva y sensorial. Dicen que es genético o apenas un mecanismo de defensa. Otros alegan que es mentira, no más que una epidemia de las redes sociales que parece alcanzar sobre todo a los millennials.

Ser mujer, del tercer mundo, inmigrante y ahora neurodivergente, me parece ridiculísimo. Esto podría ser una de las cosas más interesantes que ha podido sucederme, algo digno de escribirse para darme importancia, pero al mismo tiempo quisiera dormir y no pensar más en el asunto. Quisiera dormir y no despertar. Quisiera despertar en una piscina de sangre y decir que solo Rothko me va a meter la mano.

Además, en cualquier momento alguien puede venir a sacarme arrastrada de mi casa. Vivir en estos días en Estados Unidos es una ruleta rusa. Ser venezolano quita el sueño.

Mark Rothko no necesita introducción. Pero por si no saben, fue un pintor que se mató a los 66 años. Uno que no quiso irse por la sombrita. A Rothko no le gustaba que lo denominaran como expresionista abstracto. Me encanta lo mal que reaccionan algunas personas a su obra, arengando que cómo es posible que unas manchas ahí cuesten millones de dólares.

Algunos adultos llegaron a decirle a mis padres que había algo «especial », «precoz», «interesante» en mí.  Y mis padres reaccionaban con orgullo, pero a puertas cerradas yo no me sentía especial en lo absoluto. Al contrario. Todo lo que a mí se refería era un incordio: tener que enseñarme cosas, comprarme cosas, aguantarme cosas. Una vez comía despacio, y mi mamá, que siempre estaba brava a la hora del almuerzo, me enterró la cara en el plato de arvejas. Lisbeth, la mayor de mis hermanas, ayudó a limpiarme, mientras yo cerraba los ojos durísimo para que todo se pusiera rojo, quizás intuyendo que Rothko existía.  Entre las cachetadas de mi mamá y el ver para otro lado de mi papá, a los nueve años, yo solo deseaba morir. Fantaseaba con que alguien me secuestrara (tantos niños desaparecían en las noticias, a lo mejor había una secta secreta que rescataba niños desesperados). Que me secuestraran y me devolvieran en una transmisión de Sábado Sensacional. En aquel entonces yo llevaba coñazo porque le tenía miedo a la oscuridad, porque se me perdían los lápices de colores, porque no me gustaba la carne molida, porque hacía bulla con los legos, porque las maestras mandaban a decir que hablaba mucho. «Tan tranquilita que eras tú», dijo mamá en estos días, quejándose de un niño «maleducadísimo» que había visitado la casa. «Cuéntame más», pensé yo, encarnando el meme de Gene Wilder.

Pienso, casi, que no puedo tener TDAH porque yo «he hecho cosas”» yo resuelvo, yo tengo trucos, yo hago lo que hay que hacer: pero también es cierto que intenté matarme cuando tenía 17, repetí quinto año, no me gradué de la universidad, y quiero tirarme por la ventana cuando hay más de tres personas a mi alrededor. Además, a mí no me gusta leer. Dios mío santo, qué superpoder inútil es que a uno le guste la literatura, pero no le guste leer. Odio leer, las palabras empiezan a echar burbujitas, me duelen los dientes. A veces para leer un libro tengo que alternar esa lectura principal con otras dos o tres lecturas secundarias. Odio escribir correos, ensayos, cuentos, poemas. Odio las palabras, por qué existen las palabras si hay colores, por qué existen las palabras si existen Shostakovich o Jóhannsson, por qué existen las palabras si todo termina en humo y moho.  ¿Por qué hay gente que te pregunta «hola, como estás» en Messenger antes de pedirte un favor? ¡Pídeme el favor de una buena vez, tarado!

A mí solo me gusta mirar las paredes y recordar la música que he memorizado ese día. Ahora pienso en Sufjan Stevens cuando dice «now all of me thinks less of you». Lo malo es que Sufjan Stevens me hace pensar en Chávez, la voz del gringo mariposa se transforma en el trayecto Nueva Casarapa-UCV, y estoy yo mirando por la ventana, preguntando por qué es tan difícil amarme y que cuándo se irá a acabar este delirio mesiánico, porque yo, que era pobre, seguía siendo pobre.

Quizás los ancestros me hablan a través del color. Mis ancestros son la puta que se preñó de un cliente y trajo a mi papá a este infierno de morirse medio ciego y medio sordo bajo una dictadura, mientras yo sigo con la quejadera. Mi papá, que prepara el pollo frito más sabroso del mundo, también soltaba sus cachetadas, como esa vez que fue a buscarme al colegio y un amiguito se despidió gritándome desde el transporte, y durante el trayecto a la casa, mi papá lo único que hizo fue exigirme que dejara el bochinche con los varones, mientras yo lloraba confundida y rabiosa sin entender el bofetón que me había ganado porque un amiguito me había tomado en cuenta. Con lo difícil que era tener amiguitos en tercer grado, a mí que me costaba tanto respirar. Ahora tengo más o menos la edad que ellos tenían cuando me caían a cachetadas, pero no tengo hijos, solo gatos, y siento que la perspectiva es notable: qué natural se le daba a este par hacerme sentir como un estorbo. Pero todo hay que perdonarlo. Hay que enfocarse en lo bueno. Hay que madurar, leer, ir a terapia, ponerse en el lugar del maltratador maltratado. Hay que ser una hija excepcional, brillante, hay que poner a valer esa multitud que tienes por dentro, sacarle plata, resolver, mira que en dictadura todo cuesta más, mira que sobreviviendo es como nos convertimos en héroes.

Vi por primera vez una pintura de Rothko en vivo y directo durante una visita al Museo de Arte Moderno, en Nueva York. Fui derecho a la sala donde reposa No. 3/No. 13 (1949) con mueca de vamos a ver qué es lo que es.

Las fotos no le hacían justicia. Era una presencia colosal, un bululú entre romántico e irónico. El naranja y el verde me hicieron concluir que los límites son para la gente pequeña que no tiene la culpa, los demás no cabemos en nosotros mismos. Pensé que días antes le había fingido un orgasmo a un hombre muy bello al que no vería más nunca y que regresar a Venezuela me iba a seguir desnutriendo. Qué inconmensurable es hacer historia, mientras los colores te cierran varias puertas en la cara. Me dio sed. Por un momento no estaba en Nueva York por primera vez en mi vida. No era nada, de hecho. Yo no era nada. Había espacio para ese silencio que sobreviene a una explosión donde a veces, si la vida es bondadosa, te permiten recoger los pedazos del siniestro, entonando apenas tu respiración sin esperanza.

¿Cómo sabemos que algo es arte? No sé. ¿Cuando se vende por millones de dólares? ¿Cuando no puedes sacártelo de la cabeza? Hay una persona que cuando viene a mi casa se retuerce de ganas de decirme que mis pinturas no son arte. Hay gente a la que le da picazón de culo frente a una obra abstracta. «Eso lo puede hacer cualquiera». Es verdad, papito mi rey. Cualquiera. Cualquiera pudiera ser tú, incluso.

Creo que algo es arte cuando soy capaz de mirarlo por más de tres segundos. De pequeña me entretenía viendo las manchas de aceite en el piso del garaje. A lo mejor estaba incursionando en un test de Rorschach. Yo brincaba esquivando las manchas, soñando que alguna me atrapara. Antes se me ocurrían historias a cada rato. Ahora, con suerte, se prende el bombillo mientras me baño, pero ya no me gusta bañarme, me desespera. Apenas siento el agua sobre mi piel, no veo la hora de secarme y seguir de largo. Antes me gustaba bañarme hasta tres veces. Cuando era pequeña, bañarme era lo único bueno del día, podía brincar, hablar sola, hacer ruiditos sin que me regañaran. Cuando reprobé el último año de secundaria no solo me regañaron, mi papá dejó de hablarme por meses mientras su rabia se iba macerando, hasta que un día explotó y me pegó media canilla en la cara. Escribo esto y casi me da risa porque me pregunto qué fetiche es ese de castigar malgastando la comida. Escribo esto y no lo puedo creer. ¿Cómo pudieron suceder estas cosas? ¿YO DE VERDAD REPETÍ QUINTO AÑO? ¿YO DE VERDAD INTENTÉ MATARME CON UNA CAJA DE TAFIL? ¿Dónde estaban los responsables de mi vida? ¿Qué hacían exactamente? Ah, claro. Mi mamá era una adicta a las apuestas y las drogas con prescripción, mi papá era un bolsa que hacía todo lo que ella le ordenaba, y nadie nunca tenía la culpa de nada. La culpa era mía y de mis hermanas, por no portarnos bien, por dar malas-contestas, por querer audífonos nuevos. Gané mi primer premio literario el mismo año que intenté matarme y supongo que allí reside todo el sentido: no me gusta escribir ni leer, pero tengo que escribir porque desde que recuerdo yo no he podido creer ni la mitad de las cosas que me suceden. Escribo para creérmelas. Escribo para que el asombro no me apague las luces.

Leo, a pesar de mi disfunción ejecutiva, porque me gusta el chisme. Y siguen llevándose a la gente, no importa desde dónde leas esto.

Encuentro fascinante pensar en la obra de Rothko a partir de los ensayos de su hijo, Christopher. Este hijo tenía tres años cuando el papá se mató. ¿Qué se sentirá tener un papá tan inútil y colosal? Son muchos millones de dólares y una ausencia absorbente. Quizás todos los hijos estamos aquí para pulir un fósil y exhibirlo en la ventana, para esgrimir absoluciones y curar en reversa, soñando con un futuro limpio, liviano. Rothko encarnaba ventanas, enmarcaba el impulso que nos lleva a saltar sin remedio.  En la introducción a Rothko: The Color Field Paintings (2017), Christopher dice: “The paintings are not about color or form, the process of painting or the process of viewing, and they are not about abstract ideas. The paintings are a stage for human concerns and human dialogue, as drama, unlike narrative, inherently involves interaction”. A Rothko le gustaba Mozart, pero yo no soporto a Mozart, así que mientras escribía este texto, escuchaba la banda sonora de E.T. the Extra-Terrestrial.  

El último Rothko que vi en persona fue hace algunas semanas. Reposa en el Museo Stanley de la Universidad de Iowa. Es un Rothko chiquito pero cumplidor, rojo sobre rojo y papel, sin título, de 1968. Supongo que Dios se pasea por nuestros cerebros con una linterna a la que se le agota la batería, mientras tararea algún maldito jingle publicitario que no te deja espacio para recordar qué comiste en el almuerzo.

Enza García Arreaza (Puerto La Cruz, 1987) es escritora y artista visual. En 2004, ganó el VII Premio Literario «Cuento Contigo: Nuevas Voces Literarias» de Casa de América, con un cuento que luego sería publicado en la antología Cuento contigo de Ediciones Siruela.​ En 2007, ganó el Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores, gracias al cual publicó su primer libro de relatos Cállate poco a poco (2008). Ha publicado también El bosque de los abedules (2010), Plegarias para un zorro (2012) y los poemarios El animal intacto (2020) y Cosmonauta (2022). En 2017, se trasladó a los Estados Unidos para participar en el International Writing Program de la Universidad de Iowa y fue invitada de la organización City of Asylum en Pittsburgh. Entre 2018 y 2020 fue residente del International Writers Project de la Universidad Brown.​ En 2024 realizó su primera exposición de collages: Emulsiones, en la Poeteca de Caracas.

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