Motos
Quisiera plantear una hipótesis. Que, junto con los celulares, las motos han cambiado el sentido del yo junto con el sentido del tiempo y el espacio en el Sur Global. Lo que tengo en mente equivale a una «revolución copernicana». Pues, así como la tierra plana fue descentrada por Copérnico y Galileo en el siglo XVI para volverse esférica y tan solo uno entre muchos planetas orbitando el Sol, también el híbrido moto-celular en el Sur Global descentra el ser, no del planeta Tierra, sino del yo.
En memoria de Rafael Sánchez
Introducción
Con su sonrisa y su mirada pícara, Rafael abordaba las ideas debatiéndolas y saboreándolas como un catador de vinos finos. También se burlaría sin dejarlas tomar el control. Es con este espíritu de generosidad especulativa que deseo presentar algunas ideas sobre las motocicletas en el Sur Global a partir de mis experiencias en el suroccidente de Colombia, en las que durante los últimos diez años me he sentido abrumado por el incremento masivo de las motos -y los celulares-. Esto ha sido tan abrupto en una sociedad cuyas áreas rurales previamente dependían de moverse a pie, en burros y en carretillas haladas por caballos, además de buses, taxis desbordados y en muchos lugares en las partes traseras de camiones, que es difícil no imaginarse que ha habido un cambio fundamental en el sentido del tiempo y el espacio de la gente. (En lo rural incluyo pueblos de 100.000 habitantes o menos).
En su libro clásico The Railway Journey: The Industrialization of Time and Space in the 19th Century, Wolfgang Shivelbusch proporciona una perspectiva fascinante sobre la contracción del espacio y la indiferencia al paisaje causada por este nuevo tipo de viaje, así como su impacto en el sentido del propio cuerpo.
¿Qué sucede entonces con la actual erupción de motocicletas en el Sur Global, casi dos siglos después de que comenzaron los ferrocarriles en el Norte Global?
De ratones y hombres
Recuerdo que Rafael quería estudiar el destino de los refugiados venezolanos en Colombia, por eso le envié un largo artículo de James Wagner en el New York Times, en noviembre de 2023, sobre el impacto que estaban teniendo los niños venezolanos y sus familias con el beisbol en Bogotá, una ciudad hasta ahora sin mucho interés en ese deporte.
Pero esto parecía tener más que ver con las familias de clase media que con la mayor parte de los refugiados venezolanos que se me vinieron a la mente recientemente cuando hablé con un «motorratón» venezolano. Fue en una esquina de un degradado pueblo de plantación de azúcar predominantemente afrodescendiente que visito frecuentemente desde 1970. De unos veinte años, moreno y delgado, pensó que yo necesitaba un moto-taxi. Las esquinas de esa parte del pueblo están llenas de motorratones venezolanos, un término de uso común por toda Colombia, refiriéndose a los motociclistas que ofrecen un servicio de taxi.[1]
Estos son mucho más baratos que los taxis tradicionales y mucho más abundantes. De hecho, hay tantos que uno se pregunta cómo logran ganar algo. Pero la demanda debe ser alta, pues solo un tonto caminaría por fuera del pueblo o en ciertas partes dentro del pueblo por el peligro de ser atracado o algo peor. Caminar más allá del «cordón sanitario» del centro del pueblo es percibido por muchos como algo riesgoso y sin duda tienen razón, pues este pueblo presume de una de las tasas de homicidio más altas de Colombia.
El término motorratones puede parecer denigrante, pero ¿no hay en él también ternura y cariño? Después de todo, en las caricaturas los ratones son a menudo retratados como víctimas inocentes y bonitas, perseguidos por gatos, por ejemplo. Y no solo la «rr» hace un encantador eco del sonido de una moto acelerada, sino que los ratones también indican o evocan que los motorratones son similares a una multitud de insectos o animales, como las plagas de langostas, cardúmenes de peces o bandadas de aves. Estas son imágenes fuertes, sugerentes a aquellas usadas por Elías Canetti en su clásico trabajo Masa y poder o por Thomas Pynchon en su novela El arco iris de gravedad, describiendo los estorninos llenando los cielos de Londres durante la Segunda Guerra Mundial con sus prodigiosas acrobacias en perfecta sincronía, provocando que los operadores de radar les llamaran «ángeles».
Los ratones en grupo, no obstante, no son tan sincronizados en sus movimientos. Se mueven más en montones o en partidas -como esos grupitos de moto-taxis en las esquinas- y también tienden a pensar de manera independiente, yendo sigilosamente en sus exploraciones solitarias.
Esta dialéctica de agrupamiento e independencia me parece cierta para las motocicletas en Colombia. También la veo en el comportamiento de las motos en las protestas en contra de los resultados electorales en Venezuela, el 28 de julio de 2024, así como entre los «colectivos» de escuadrones paramilitares de motociclistas organizados por chavistas arrojándose sobre los habitantes de los barrios pobres.
Centauros
Si caminaras unas pocas cuadras desde donde esperan los motorratones, te sorprenderías de ver que las calles cerca al parque principal son ahora pozos de aceite. Hasta hace quince años esas calles estaban compuestas por las casas sólidamente construidas de la burguesía provincial. Ahora son talleres de motos y tiendas de repuestos, la mayoría de las reparaciones las hacen en la calle y los dueños ansiosos esperan de pie en los alrededores. Los rumores dicen que aquí también las motocicletas robadas son desguazadas y revendidas.
Otras cosas también han cambiado, como el estrecho puente que lleva de otras partes hacia el pueblo. Uno pensaría que restringir el paso sobre el puente a los carros traería algún alivio. Para nada. Los peatones se escabullen de un lado a otro mientras las motos, a gran velocidad y a veces hasta de a tres a lo ancho, los espantan como moscas. Aun así, las motos son más que toleradas. Parece su derecho de nacimiento. Uno podría preguntarse, ¿qué pasó con las bicicletas? Ahora no se ven por ninguna parte. Hace veinte años estaban en todas partes.
En el mucho más viejo pueblo colonial de Santander de Quilichao, como a una hora al sur, donde las calles son más estrechas y las casas están construidas al borde de los estrechos andenes y el tráfico es de una sola vía, el eco de la masa de motos es ensordecedor -un aullido como el de una bestia adolorida-, por momentos un grito maquinal, especialmente cuando los conductores aceleran sus motores al no lograr cruzar la calle perpendicular porque las motos en esa calle tienen por un momento anárquico el monopolio del poder. Ese acelerar de la masa es lo que podríamos llamar «la histeria de la moto», un grito de guerra como el sonido de los escuadrones de aviones bombarderos en las películas de la Segunda Guerra Mundial, o como lo que escuchas en un estadio de fútbol a reventar. Es más que un sonido. Hace temblar al pueblo como un trueno con ese poder ominoso de la masa que aterrorizaba a Canetti, obligándolo a escribir Masa y poder. (Por cierto, entiendo que los Hells Angels tomaron su nombre de los escuadrones de bombarderos de los Estados Unidos ubicados en China y en Birmania antes de la Segunda Guerra Mundial).
En Santander, caminando hacia mi lugar favorito junto al río bajo las ceibas gigantes para desayunar a las siete de la mañana, nunca podía encontrar una calle libre de los enjambres de motos avanzando agresivamente. Parecen ganado en estampida o guerreros nómadas recorriendo las estepas.
Las motos son ahora hechos de la naturaleza, aceptadas como la lluvia o el sol brillante, cada día más adaptadas a la psique y el cuerpo humano y viceversa. Todos necesitan una. Las motos están fetichizadas. Pero también son reificadas como objetos cotidianos que cambian lo que significa la cotidianidad.
Cuando ves motos como cardúmenes de peces entrando y saliendo como un rayo de un lado a otro entre los trancones, […] eres de hecho testigo de una subversión del tiempo y el espacio que ahora es una forma de vida.
Las motos son conducidas no solo por hombres jóvenes o citadinos. Para nada. Son igualmente conducidas por mujeres y son una parte integral de la vida campesina y de los pueblos pequeños. La moto es fuerte y flexible, puede cargar un peso considerable y andar en casi cualquier terreno.
Cuenta una historia que los Incas pensaron que los conquistadores eran centauros, mitad hombre y mitad caballo, con el caballo respirando fuego por la nariz. Bueno, a este respecto son también un Inca. Tan juntas, tan fusionadas, tan completas en su unidad y unicidad están las motos con sus conductores arrojados a la conquista.
El centauro también parece ser un sobrenombre favorito de los escuadrones de muerte y paramilitares colombianos. Son unos adelantados, como es usual, y con un instinto incomparable han logrado una imagen apropiada. A este respecto nótese la organización que ya mencioné de motociclistas, en Venezuela bajo Chávez, que han sido comparados con las unidades motorizadas de la SS de Hitler, según un amplio artículo de Simón Romero publicado en el New York Times en mayo de 2009 sobre las motocicletas en Caracas.
Mi buena amiga María del Rosario Ferro, quien vive la mitad del tiempo en las remotas montañas de Colombia conocidas como la Sierra Nevada de Santa Marta, me dice que durante la última década los indígenas de allá, los arhuacos y kogis, prácticamente han dejado de caminar y en cambio andan en motos. Mi traductor en Colombia, Daniel Campo, quien vive en Santander de Quilichao, me cuenta que la gente usa su moto para ir a la tienda de la esquina ¡incluso viviendo en la misma cuadra! ¿Pasará factura la evolución? ¿Serán redundantes las piernas?
No puedo decirles el número de conversaciones que he tenido con gente encaramada en sus motos parqueadas, pausadas y plantadas para una breve charla, los pies posados en tierra firme como una escultura. Recuerdo vívidamente en 2024 conocer a una joven mujer negra en un pequeño pueblo de plantación de caña de azúcar, recientemente asignada a un equipo creado por la vicepresidenta de Colombia para sacar a los pandilleros de las pandillas. Estaba retardada y llegó de la nada en su moto con un gesto florido para encontrarse conmigo y mis amigos parados en el andén. Estaba radiante, vestida de negro de pies a cabeza con un atuendo cómodo y ni por un minuto se bajó de la moto. Un verdadero centauro. Se llamaba Linda.
De manera similar, recuerdo conversar con una joven amiga a horcajadas en una moto esperando afuera de un colegio a que su hija saliera al final de la jornada escolar. Un niño pequeño de unos tres años estaba sentado detrás de ella y, cuando su hija llegó, los tres partieron juntos, por supuesto, sin casco. Una vez vi a tres personas más una silla de ruedas, todos subidos en una moto, andando por la carretera Panamericana a las afueras de Cali.
Robo
Hoy puedes comprar una moto pequeña por unos mil dólares y una más grande por tres mil, con el salario mínimo diario en alrededor de diez dólares. El robo de motos es tan común que también clasifica como un «hecho de la naturaleza» a pesar de que puede engendrar violencia. Un amigo campesino que vivía a cinco kilómetros a las afueras del pueblo entre los cañaduzales agarró a alguien robando su moto, luchó con él, en el altercado lo mató de un disparo y tuvo que huir a España a trabajar en construcción por temor a retaliaciones.
Estaba presente en la misma zona rural cuando una noche el recién instalado alumbrado público sufrió un apagón durante una tormenta eléctrica. El joven y fornido hijo de mi anfitriona que estaba de visita pidió prestada la moto para visitar a sus suegros. Para nuestra sorpresa, pronto regresó caminando, diciendo que una pandilla de adolescentes salió de la oscuridad y con un arma lo obligaron a entregarles la moto. El aspecto más extraño de esto era que la identidad de los ladrones fue descubierta rápidamente, pues eran jóvenes del siguiente caserío. Era como si no les importara ser identificados, lo que me parece indica la frecuencia del robo, la debilidad y corrupción de la policía, y el miedo a una retaliación por parte de los ladrones si mi anfitriona tomaba cartas en el asunto. Tres semanas después la moto fue regresada -sin papeles- y mi anfitriona no denunció nada.
Arriba en la cordillera con vista hacia los campos de caña está el pueblo indígena de Toribío, que no tiene policía, pero sí un parqueadero completamente lleno de motos robadas de toda Colombia.
Hay otra forma de violencia de la moto en el exagerado número de personas muertas o lisiadas en accidentes. Por fuera de las principales ciudades nadie usa cascos y, como lo señalé antes, pueden ir, además del conductor, dos o más pasajeros por moto.
Los conductores de motos son individualistas empedernidos. Haciendo caso omiso de las costumbres y las leyes, esquivan el tráfico como estrellas de fútbol y corren felizmente en contravía. ¡Pobre del peatón que se cruce en su camino!
Esto nos da una imagen. Por un lado, la firme solidez del paisaje urbano con sus altos edificios, tráfico pesado y trancones. Por el otro lado, estos temerarios tejen su camino, a pesar de todo. De un lado, la gran compresión como en un torno. Del otro, libertad.
La moto es una respuesta al fracaso de las ciudades en general y de la ciudad en el Sur Global en particular. La moto hace viables a las ciudades atascadas. La moto te permite circunnavegar la cultura del carro que, en el caso de América Latina, arrancó hace unos cuarenta años y convirtió de muchas maneras a las ciudades en pesadillas. Engendro de la congestión urbana, la moto es el bandido que florece en la selva de concreto.
Por eso la moto con su conductor armado, el sicario, es un legendario medio de asesinato, como en el Medellín de Pablo Escobar y el asesinato de Rodrigo Lara Bonilla, el ministro de justicia, en 1984. Iba en un Mercedes Benz rodeado de camionetas. ¿Pero de qué sirve todo eso contra una moto dotada de un sicario?
Aceleración
Durante décadas en la Costa Pacífica carente de vías he tenido la amplia oportunidad de observar el progresivo incremento en el poder de los motores fuera de borda fijados primero a canoas de madera y, empezando el año 2000, a lanchas de fibra de vidrio que desplazaron a las canoas.
Cuando me aventuré por primera vez en la Costa, en 1971, los motores eran de 9.9 caballos de fuerza y avanzabas tranquilamente durante horas para llegar del pueblo porteño de Guapi al de Timbiquí. Ese viaje duraba, según recuerdo, más de medio día. A principios de la década del 2000 los motores eran usualmente de 30 ó 40 caballos de fuerza y hoy son al menos el doble de eso.
Las lanchas públicas que pueden llevar entre puertos hasta veinticinco pasajeros y su equipaje pueden tener dos motores, cada uno de más de 100 caballos de fuerza ¡y hacen el viaje en poco más de una hora!
Este es un tipo de viaje física, mental y filosóficamente diferente al del modo de transporte en canoa de remos que le precedió, y lo mismo aplica a avanzar lentamente con un motor fuera de borda de 9.9 caballos de fuerza. Entonces te abrías camino por los ríos y costas de una manera ensoñadora con todo el tiempo del mundo para observar y ser observado, para sentir e intimar con el ambiente marino, ribereño, de manglar y, río arriba, con selvas, minas y tierra cultivada. Eras, por así decirlo, inmanente con tu entorno. Eras parte de lo que pasabas y podías sentir el esfuerzo y la fina habilidad del canoero, sin mencionar la del boga de pie apoyado en la proa, con su palanca orientando la nave entre los temidos rápidos.
Pero las velocidades de hoy son hostiles a la inmanencia. De cierta manera ¡hay mucha inmanencia! El paisaje terrestre o marino no es más que una mancha. Y por la vibración te descubres mirando fijamente como un zombi a un pequeño lugar en el suelo, esperando desesperadamente en tu estado adormecido que este castigo termine pronto.
La lancha se estremece con cada ola que se estrella en su casco. Pones tu cuerpo rígido, intentando prepararlo para cada impacto. ¡Choca! ¡Choca! Arriba y abajo. Mientras escribo este ensayo tengo una amiga costeña de cincuenta años postrada en cama con un insoportable dolor de espalda, incapaz de moverse después de tal viaje.
Dependiendo del estado del océano, si está tranquilo, puede tomar cuatro horas ir de Buenaventura, el principal puerto de la costa Pacífica, hasta un destino común como Guapi. Aquí los pasajeros desembarcan conmocionados, con sus sistemas de equilibro traumatizados como lo están sus sentidos de tiempo y espacio. Lo que importa, como lo señala Schivelbusch con el viaje en ferrocarril, es el principio y el fin del viaje. El intermedio es un borrón, como la consciencia de un paciente agonizando con soporte vital. Es como si no hubiera espacio. ¿No es esto lo mismo que pasa con el viaje aéreo?
A medida que la lancha se detiene y se asienta en el agua como un pato muerto, todo parece terriblemente anticlimático y te haces la misma pregunta que ha estado dando vueltas en mi mente sobre las motos.
¿Por qué la velocidad? ¿Cuál es la prisa?
Claro, es parte del desarrollo del capital, local y globalmente. ¿Pero eso explica realmente el deseo de velocidad? Parece haber un exceso presente, lo que George Bataille llamó depense, es decir, una necesidad de emoción, de atrevimiento y de osadía que no se puede rastrear hasta el capital -al menos no en un sentido estándar o marxista de capital-. En efecto, como bien dijo Max Weber, es probable que el capitalismo requiera cautela y una toma de riesgos prudente, definitivamente no el «exceso» del depense.
Lo que nos lleva a las cuestiones filosóficas antes mencionadas.
Una revolución copernicana
Quisiera plantear una hipótesis. Que, junto con los celulares, las motos han cambiado el sentido del yo junto con el sentido del tiempo y el espacio en el Sur Global. Lo que tengo en mente equivale a una «revolución copernicana». Pues, así como la tierra plana fue descentrada por Copérnico y Galileo en el siglo XVI para volverse esférica y tan solo uno entre muchos planetas orbitando el Sol, también el híbrido moto-celular en el Sur Global descentra el ser, no del planeta Tierra, sino del yo.
No obstante, también hay una diferencia con la cosmología de Copérnico. Con Copérnico permanece la idea y necesidad de un centro (que se convirtió en el Sol, que también era dios). Pero con el híbrido moto-celular no hay centro. Es como si no hubiera campo gravitacional ni superego. La idea de líneas rectas, vías, conducción por la derecha, calles de sentido única, semáforos, peatones e incluso automóviles, simplemente no existen. El híbrido se toma el control como en una pelea de bar.
Colombia es un ejemplo excelente de descentramiento, pues el país es un mosaico de subculturas y de violentas entidades políticas. Es un país con incontables historias de corrupción que se alimentan unas de otras en espirales de enrevesadas negaciones y contradicciones. No sorprende que el realismo mágico encuentre aquí su hogar. Con su hipermovilidad y su cantidad excesiva zigzagueando entre el tráfico, los pueblos y paisajes, las motos como centauros también se decantan en enrevesadas negaciones y contradicciones. Junto con el cambio en el sentido corporal del tiempo y el espacio, el yo como construcción psicosocial sufre una abstracción y una amorfización tal, como el pasajero en la lancha ultrarrápida, que la propiocepción se reconfigura.
Cuando ves motos como cardúmenes de peces entrando y saliendo como un rayo de un lado a otro entre los trancones, embistiendo por los andenes o conduciendo en contravía, o cuando ves una moto atravesando un terreno difícil en las montañas y por los valles, conquistando y colonizando la naturaleza, eres de hecho testigo de una subversión del tiempo y el espacio que ahora es una forma de vida.
El celular es análogo a esto, siendo la moto la manifestación física del divorcio del celular con la física newtoniana y el mapeo pre-Google. Puedes ver esto en la forma en que los conductores de carros navegan hoy, girando a la izquierda o la derecha siguiendo esa voz anónima pero siempre tan «personal». El contexto ha sido eviscerado. Con las motos esa voz está en la ontología de la moto misma.
Pero este es el asunto. ¿Acaso la moto no desafía este descentramiento posmoderno, así como toma ventaja de él o al menos lo canaliza de maneras creativas?
El pez que relampaguea entre el tráfico ignorando todas las reglas puede ser el epítome de la descentralidad, pero también magnifica e intensifica el cuerpo humano del conductor, tejiendo adentro y afuera del caos de la selva urbana. Es una descentralidad que se descentra a sí misma en cada momento mercurial. El desarrollo de la cultura del automóvil en los Estados Unidos ocurrió al mismo tiempo que se popularizaron las películas western, con su énfasis en la belleza y la velocidad del caballo tanto como en la belleza y la velocidad del jinete. Ese caballo en el oeste de los Estados Unidos es la moto de hoy en el Sur Global.
Wolfgang Schivelbusch ha tematizado la transformación del tiempo y el espacio con el ferrocarril. Pero cuánto más es este el caso con la moto, de muchas maneras la cruda antítesis del ferrocarril.
Si el ferrocarril representa líneas rectas, superficies niveladas, horarios, un ritmo regular de sonido y movimiento, pasajeros sentados bien erguidos como en el comedor o en un escritorio observando el paisaje que transcurre al otro lado de la ventana, la moto no podría ser más diferente.
En el tren tienes la sensación de ser un simple engranaje, rehén de una poderosa máquina. Pero con la moto tenemos al individuo moviéndose como un jockey montando un caballo, las rodillas y las piernas en cada lado de la máquina mientras el cuerpo del conductor está doblado con los brazos extendidos, el viento rasgando los ojos, la superficie del camino a menos de quince centímetros de los pies pasando a gran velocidad. Hay una intimidad con el paisaje y es probable que sea una intimidad peligrosa. Esto es un retroceso a una época anterior al mundo de las máquinas. Es peligroso y emocionante, potenciando la sensación de estar vivo.
Similar a descentrar la descentralidad, hay aquí una paradoja. En el mundo mecanizado de hoy, la moto representa una máquina replicando un contacto sensorial no-maquinal.
Pero eso es enfocarse en el individuo. ¿Qué hay del impacto general de las motos que ha arrasado al Sur Global? Ya estamos acostumbrados a escuchar sobre las drogas que van al Norte Global como la cocaína, pero ¿qué hay de las motos y celulares? ¿No son drogas también, solo que fluyen hacia y no desde el Sur Global? ¿Y no es su impacto espiritual, especialmente cuando hay una mujer semidesnuda pintada en el tanque de gasolina entre tus piernas? ¿No son las motos deidades seculares formando una nueva realidad? Como con la luz, Dios bien pudo haber dicho «háganse las motos», solo que tomó un poco más de tiempo para que ocurriera. Pues hoy parece que incluso Dios necesita su moto para una visita rápida a la tienda de la esquina.
A propósito, ¿no dependo yo también del mundo de la moto con esta misma escritura, con este mismo ensayo? Todo mi eludir y tejer entre el tráfico con múltiples pasajeros es sin duda la prosa equivalente al motorratón llevándote en un viaje por el envés de la escritura de la agroindustria.
©Trópico Absoluto
Agradecimientos:
A Diego Villar, que ha estado estudiando durante mucho tiempo el uso de las motos en las tierras bajas bolivianas; ver la página web: https://pric.unive.it/projects/motoboom/home. A Stephen Muecke y Maxwell Brierly en Australia; a Camila Veloz, Axel Rojas y Daniel Campo en Colombia.
Notas:
[1] Axel Rojas, de la Universidad del Cauca, me escribe: «Un apunte final, el uso de la palabra motorratón posiblemente esté asociada a una serie gringa ‘motorratones de marte’, en la que los tres protagonistas eran ratones alienígenas aficionados a las motos, cada uno con alguna modificación en su cuerpo; uno con ojos biónicos, otro con un brazo, y el tercero con una máscara metálica. Esto me hacía pensar en la imagen del centauro, que propones, y su cercanía con la idea de cyborg, que también parece aplicarse con la inseparable condición medio orgánica medio mecánica de nuestros motorratones.»
Michael Taussig (Sidney, 1940), graduado originalmente como médico, obtuvo un doctorado en antropología por el London School of Economics. Actualmente es profesor en Antropología en Columbia University. Sus escritos abarcan la historia de la esclavitud, las manifestaciones populares del funcionamiento del fetichismo de las mercancías, el impacto del colonialismo en el «chamanismo» y la curación popular, la relevancia del modernismo y la estética posmodernista para la comprensión del ritual, la fabricación, el habla y la escritura del terror, la mímesis en relación con la magia simpática, y el fetichismo de estado. Es autor, entre otros, de Mimesis and Alterity: A Particular History of the Senses (Routledge, 1993), The Magic of The State (Routledge, 1997), y Mastery of Non-Mastery in the Age of Meltdown (University of Chicago Press, 2020).
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