No sé si será el más remoto
Estos fragmentos son un adelanto de Reconocimiento de Rafael Sánchez, a publicarse en 2025 por Dahbar Ediciones (en español) y por Fordham UP (en inglés). Se publican aquí con autorización de Patricia Spyer.
No sé si será el más remoto –mis recuerdos de la infancia conviven todos en una suerte de contemporaneidad borrosa– pero de lo que sí estoy seguro es de que se trata del recuerdo al que he regresado con más insistencia a lo largo de los años desde hace ya más de seis décadas. Tendría yo unos cinco o seis años y estoy con los ojos cerrados sentado en una silla en medio de la cocina del apartamento familiar en La Habana. Previamente embadurnados de grasa por mi padre, sostengo en mis manos una suerte de embudo de metal mientras lo oigo, parado frente a mí, recitar ceremoniosamente en plan de Gran Mago una serie de fórmulas o instrucciones imbuidas de la promesa de alguna transformación portentosa, quizás algún pájaro prodigioso surgiendo repentinamente del embudo que sostengo entre mis manos grasientas, las alas poderosamente desplegadas, o alguna otra ocurrencia similarmente fabulosa. En lugar de ello, lo único que pasa vertido por mi padre es un chorro de agua helada, seguramente recién sacada de la nevera, deslizándose a través del embudo desde mi cintura para abajo hasta empapar, como una desolación, toda la región inferior de mi cuerpo. En la mezcla indecidible de, por un lado, magia y promesa de futuro, y, por el otro, humillación y condena sin salida, que es, para mí, la sustancia íntima de este recuerdo, he creído hallar la clave de muchas de mis experiencias más tenaces, desde mis dificultades con la escritura, hasta mi apasionada relación con Venezuela, como la nación que, en las buenas y en las malas, tanto en su promesa desbordante como en sus insoslayables cesuras, silencios, violencias y prohibiciones, reconozco como propia.
Algo que resulta profundamente comprometido por la experiencia del exilio, o, al menos, así ha sido para mí, es la habilidad de componer lo vivido en un relato autobiográfico, incluso, o quizás especialmente, para alguien que, como yo, no tomó la decisión de abandonar la isla, sino que lo hizo a muy temprana edad, como parte de una familia cuyos progenitores entendieron que no podían seguir viviendo bajo el tipo de régimen que se instaló en Cuba a partir del 1 de enero de 1959. Con todo lo que conlleva de desarraigo, el exilio actúa sobre el pasado con la contundencia de un martillazo que, de un solo golpe, hace añicos todo lo allí vivido. A partir de entonces, cualquier intento retrospectivo de dotar de coherencia y sentido al espejo trizado de ese pasado se topa con una serie de obstáculos.
Es, precisamente, esa pulsión la que se ve irreparablemente frustrada por la experiencia del exilio, especialmente, una vez más, cuando tal experiencia es la de un sujeto a una edad en la que a la misma noción de pasado le falta cobrar cuerpo. En tales circunstancias, de cualquier incursión en el territorio borroso, más allá de la línea divisoria del exilio, no se regresa sino con una serie de viñetas dispersas: las fotos y las postales inconexas de un álbum familiar inexistente. Por ejemplo, la ocasión en la que fantaseé con dirigir una película de terror en la finca cercana a La Habana, propiedad de mi abuelo materno, un gallego dulcísimo venido a Cuba a principios del siglo XX. Buscaba hacer fortuna, algo que logró bastante pronto, al ganarse un premio gordo de la lotería que más tarde supo invertir sabiamente. El escenario de la película: las cuevas fabulosas, verdadera maravilla de la naturaleza, que en uno de esos giros surrealistas que a veces dan las cosas en los trópicos, se hallaban dentro de la finca misma del abuelo, y que yo imaginaba como el dominio de un chorreante monstruo lacustre. Sus actores principales: mis amiguitos más cercanos del colegio de La Salle de La Habana, Emilio Carrillo y Guillermito Bernal, de quienes no he vuelto a saber nada desde mi salida de Cuba en 1960.
Su promesa no podía ser más explícita: siempre y cuando consigas hacer tus miedos a un lado, de aquí en adelante hallarás en esta plaza, y en Venezuela toda, un espacio prodigiosamente propicio a todos los viajes, metamorfosis y transformaciones.
Otra tarjeta postal, los viajes a la playa de Tarará con mi padre al volante de su Pontiac verde modelo 1956 ó 57, tarareando y cantando boleros, guarachas o danzones mientras un paisaje de palmeras enceguecido por el sol inclemente transcurría veloz fuera de las ventanas del vehículo. Mi padre era un abogado y notario cubano bastante exitoso, que en sus inicios ejerció como criminalista en una serie de casos relativamente sonados que en su día alcanzaron las páginas de varios diarios de La Habana, que, para el momento de la viñeta, se dedicaba a resolver los asuntos privados de una serie de clientes, y a desarrollar un par de urbanizaciones orientadas a personas de bajos ingresos. De la relación entre él y yo, su primogénito (aunque tengo una hermana mayor que yo en mi familia, por desgracia, los asuntos de primogenitura estaban indisociablemente ligadas al género, recobro las escenas en el baño de la casa, conmigo descalzo sobre unas baldosas que recuerdo improbablemente frías, mi padre sentado en la poceta frente a mí, instándome a recitar en tono tribunalicio los discursos que algún día, como heredero suyo, habría de declamar en los tribunales de La Habana. También me veo sentado junto a él, en el comedor de la casa, instigándome a trazar una y otra vez, sobre un papel en blanco, la copia de su firma que habría de ser siempre la mía, en tanto doble sin fisuras de la figura paterna. Hasta el día de hoy, mi firma es un remedo de la de mi padre. Presumo que esa obsesión patriarcal, que él tenía por la persistencia monumentalizada de su figura, mucho tuvo que ver con su propia ilegitimidad y la fragilidad terrible que debió de acompañarla. Mi padre era hijo bastardo de un comerciante rico venido de Asturias y de una aristócrata española venida a menos, descendiente de una familia cubana que en las últimas décadas del siglo XIX se había repatriado en España desde Cuba, huyéndole a los incendios de las guerras de independencia de la isla contra la «madre patria». Se me ocurre que los Jacobinos Danzantes de mis escritos posteriores, mucho tienen que ver con estas escenas genealógicas, sobre todo teniendo en cuenta que, más allá de sus excesivas pretensiones tribunalicias de patriarca manqué, mi padre era un bailarín consumado, que en algún momento llegó a ganar un premio al mejor bailador de rumba de La Habana. Mi madre a menudo lo recordaba, las manos entrelazadas detrás de la espalda, moviendo rítmicamente los hombros, mientras se iba agachando para recoger con los dientes un pañuelo blanco abandonado en el suelo. No necesito revisitar aquí la violencia multiforme subyacente a las escenas con las que un orden patriarcal se narra a sí mismo en el acto de proclamar su soberanía. Al igual que en el ensayo «El Narrador» de Walter Benjamin, de ellas, como de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, uno regresa mudo a un mundo hecho de girones, cascotes, grietas y desperdicios, y es solo con el mayor esfuerzo que se llega a contar algo, aunque no sea sino de otra manera.
* * *
Después de los opresivos años pasados en España, Venezuela fue para mí la libertad. Y eso, desde un principio, casi desde nuestra llegada al puerto de La Guaira a bordo de un transatlántico español (Guadalupe creo que se llamaba) un buen día de 1965. Al menos, mirando hacia atrás, la promesa de libertad desplegándose en todas direcciones como una rosa de los vientos ya estaba allí, germinando en el barullo humano que nos recibió en los muelles desde antes de que el Guadalupe tocara puerto. Hecho de inspectores de aduanas, maleteros, cargadores, estibadores, vendedores ambulantes, y, seguramente, espectadores ociosos, a ese febril barullo lo recuerdo borrosamente como una marea de cuerpos sudorosos, gritos descompasados y va y vienes innumerables agitándose de aquí para allá bajo la luz cenital de los trópicos. De ese recuerdo, la nota dominante es esa luz invadiéndolo todo.
El sentimiento de libertad inicial se vio felizmente confirmado por la caminata que, a los pocos días de haber llegado, emprendí por mi cuenta desde el apartamento que mi familia alquiló en la zona de El Rosal, apenas a una cuadra de la Francisco de Miranda. Partiendo de El Rosal, y, siempre con el Ávila a un lado, atravesando, cuadra tras cuadra, primero Chacaíto, y, después, Sabana Grande, esta caminata inaugural culminó ya bien entrado el atardecer en Plaza Venezuela saliéndome como una aparición al encuentro. Con el «bordón uniforme de la ciudad» (la imagen es de un narrador venezolano cuyo nombre de momento se me escapa), como banda sonora, y completa con su fuente de aguas prodigiosamente iluminadas flanqueada, en uno de sus lados, por modernos edificios coronados de anuncios lumínicos, y, en el otro, por la autopista del Este, el río Guaire, y, más allá, el campus de la Universidad Central, súbitamente la plaza se desplegó ante mi mirada adolescente de Alicia maravillada como un libro bellamente ilustrado, el prodigioso país de las maravillas que, libre de los terrores habituales, de ahora en adelante yo transitaría. O al menos es así, con ese sentido de aparición súbita, como yo recobro mi encuentro inicial con la plaza. Al cabo de todos estos años, esta visión inaugural de Plaza Venezuela no ha perdido nada de su poder inicial de convocatoria. En mi recuerdo, no fui yo el que fue al encuentro de la plaza sino Plaza Venezuela misma la que, desde afuera, como una criatura viva, se vino emocionada a recibirme, en toda su crepuscular majestuosidad conminándome seductoramente a salir de mí mismo. Ya no tierra baldía, no importa cuán brevemente, la plaza momentáneamente desplegó ante mí un territorio de afectos, sensaciones y potencialidades hasta allí largamente insospechados. Su promesa no podía ser más explícita: siempre y cuando consigas hacer tus miedos a un lado, de aquí en adelante hallarás en esta plaza, y en Venezuela toda, un espacio prodigiosamente propicio a todos los viajes, metamorfosis y transformaciones. Tal como me ha llegado a través de los años, seguramente como un compuesto de las varias Plazas Venezuela que se han sucedido en el tiempo, esa visión persiste como el núcleo incandescente de todos mis regresos y de todas mis partidas.
Como el filósofo Jean-Luc Nancy sugiere, las emociones, sobre todo, añadiría yo, aquellas que nos son constitutivas, no solamente nos conmueven desde afuera, provocadas por algún estímulo externo. Originadas afuera, esas emociones también dan forma desde adentro, conformándolo, al núcleo más íntimo de lo que somos en tanto participes en un ser juntos informe impregnado de afectividad. Así la visión de la Plaza Venezuela de hace ya muchísimos años. En su intensa emocionalidad, esa visión aun alumbra mis «moradas interiores» como un fuego vivo. En toda su riqueza sensorial y prolijidad material, esa visión es para mí el más potente de los emblemas. Casi desde un principio, ella operó en mi subjetividad con una fuerza resueltamente totémica como el significante que misteriosamente dotó de un mínimo de identidad, recogiéndolo en una imagen omnicomprensiva, el ser juntos informe en el que me vi envuelto desde mi llegada misma a Venezuela. Por razones que no me son del todo claras—los caminos del corazón son, hasta cierto punto, inescrutables—esta visión inaugural de Plaza Venezuela permitió que yo adivinara una colectividad diferenciada en la multitud informe y dispersa en la que, desde un principio, me sentí arropado. Tanto en el terreno afectivo como en el de la imaginación esa visión unificadora, fue mi primera aprehensión de Venezuela como nación relativamente diferenciada de las otras, la «comunidad imaginada» con la que yo, ¡finalmente!, podía identificarme y a la que afectivamente podía pertenecer.
Quizás sea necesaria una aclaración. Hasta ahora he venido utilizando las palabras ‘emoción’, ‘emocionado’ ‘emocionante’ o ‘emocionar’ en su sentido etimológico de ‘moción’ o movimiento de tal manera que, por ejemplo, estar ‘emocionado’ significaría algo así como estar afectivamente movido por una agencia externa. De igual manera, ‘emocionar’ o ‘emocionante’ significarían lo opuesto, poniendo el acento en el ser y no en el otro del movimiento afectivo. Todo esto simplemente para decir que, a pesar de todos los pesares, la visión inicial que yo tuve de Venezuela aún hoy me emociona. Sobra, por supuesto, decir que, si no necesariamente engañosas, las primeras impresiones son cuando menos parciales.
También que, como en la escena del agua helada en el apartamento de La Habana con la que comenzaron estas memorias, las promesas y los desengaños a menudo son el anverso y el reverso de una misma moneda, con frecuencia sucediéndose y remplazándose sin cesar las unas a las otras. Siendo las cosas como son, es Venezuela en su promesa, de la cual me hice depositario en mi visita inicial a la plaza, y no en las violencias, cesuras y prohibiciones que son consustanciales a cualquier estado-nación, la que hasta hoy me conmueve. A pesar de los horrores y del maltrato al que, por no decir el país, la idea misma de país se ha visto sometida desde siempre, y, especialmente, en estos últimos años, en lo que a mí respecta, es esa promesa inicial, la que, hasta hoy, no ha dejado de emocionarme.
Como cabría esperar, después de la exaltación inicial los tropiezos no tardaron en presentarse. Por un lado, mis relaciones familiares, que ya desde España venían en picada, terminaron de hacer crisis. Tanto así, que mi presencia en el seno familiar eventualmente se hizo insostenible. De esa época la imagen que retengo de mi padre no es la de ningún patriarca prohibitivo sino la de un hombre disminuido por las circunstancias saliendo cada mañana con un portafolio bajo el brazo a tratar de vender noticias para la agencia de publicidad que lo había contratado en Caracas. Por el otro lado, mi situación en el colegio San Ignacio, donde mis padres lograron inscribirme a poco de nuestra llegada a Venezuela, no iba por mejor camino. Si no hubiera sido por mis modestos talentos actorales como miembro de la compañía de teatro del San Ignacio, pienso que los Jesuitas me hubieran mostrado la puerta de salida del colegio bastante antes de que tuviera lugar mi expulsión definitiva, apenas un año después de haber ingresado. No habría pasado más de año y medio, o, a lo sumo, dos años cuando ya me hallaba ocupando la habitación de una pensión de mala muerte en la zona de Sabana Grande, subvencionado por una pequeña ayuda material de mi familia dizque para prevenir el infarto que, debida a la peleadera continua, acabaría por matar a mi padre. Lo que siguió fue una sucesión de peripecias, algunas bastante rocambolescas, a las que no podré aludir sino de pasada en lo que sigue.
©Trópico Absoluto
Rafael Sánchez (La Habana, 1950 – Ginebra, 2024) estudió sociología en Ecuador y Venezuela. Completó sus estudios (BA) en la Universidad de California (Santa Bárbara). Máster en Antropología (Universidad de Chicago), doctor en Antropología (Universidad de Ámsterdam). Fue docente en el Centro de Estudios Latinoamericanos y del Caribe de la Universidad de Nueva York (2007-11), en el Amsterdam University College (2011-15), y en The Graduate Institute Geneva. Sus publicaciones abordaron, entre otros temas, la religión, los medios de comunicación, la política, el populismo y la mediumnidad espiritual. Su libro Dancing Jacobins. A Venezuelan Genealogy of Latin American Populism, fue publicado por Fordham University Press en 2016.
Estos fragmentos son un adelanto de Reconocimiento de Rafael Sánchez, a publicarse en 2025 por Dahbar Ediciones (en español) y por Fordham UP (en inglés). Se publican aquí con autorización de Patricia Spyer.
2 Comentarios
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Me gusto mucho … gracias
Qué texto precioso. Cumple con su trabajo preliminar a un libro. Ganas de seguir leyendo. Gracias por compartirlo.