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Rodolfo Santana: rebelde y anárquico 1/2

Leonardo Azparren Jiménez aborda en la primera parte de este díptico la obra del dramaturgo Rodolfo Santana (Guarenas, 1944 - Caracas, 2012), figura fundamental del teatro venezolano del siglo XX, Premio Nacional de Teatro, Premio Nacional de la Crítica, Premio Casa de las Américas a la mejor obra de teatro y Premio Nacional de Cultura. Su trabajo abarca más de ochenta obras, algunas de ellas traducidas y montadas fuera de Venezuela, en una reflexión sobre problemáticas sociales que alcanzó a desarrollar una estética propia basada en personajes marginales, fracasados, siempre obstruidos por barreras externas.

Rodolfo Santana. s/f

Los comienzos teatrales de Rodolfo Santana (1944-2012) tuvieron lugar en Petare, el extremo este de Caracas, donde trabajó entre sectores populares y marginales. En 1968, ganó el concurso de teatro de la Universidad del Zulia con «La muerte de Alfredo Gris» y la mención de honor con «Los hijos del Iris»; al año siguiente el segundo premio con «El ordenanza». A partir de entonces, la carrera teatral de Santana fue vertiginosa, convirtiéndose en una referencia resaltante en la década de los sesenta que culminó, en 1970, con el Premio Nacional de Teatro. Obtuvo varios premios nacionales, regionales e internacionales, incluyendo el Premio Nacional de la Crítica en 1975.

En 1971 fue becado por el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes y estuvo dos años en España, Inglaterra, Francia, Colombia, Perú y México. En 1973 fue invitado por la Universidad de California, donde estrenó «Moloch», con la que participó en el Festival de Teatro Chicano. Con su grupo Cobre desarrolló, a partir de 1976, una amplia actividad en el país y estrenó «La empresa perdona un momento de locura» (1978), llevada también al cine por Mauricio Walerstein, «Gracias por los favores recibidos» (1979), «El ejecutor» y «Fin de round» (1981) e «Historias de cerro arriba» (1982) en el V Festival Nacional de Teatro. Santana también fue un destacado guionista de cine.

Escribió un centenar de obras recogidas en dieciocho ediciones. Sus restos merecieron honras fúnebres en el Teatro Nacional de Caracas y fue considerado el «segundo padre del teatro venezolano» (Carlos Herrera, Ciudad CCS, 14-10-2013). Su vocación revolucionaria y comunista siempre lo acompañó, y testimonio de ella es su producción dramática, conscientemente cuestionadora del sistema social capitalista y desacralizadora de sus valores, a ratos con violencia anarquista. En 1983, en la plenitud de su proceso creador y siendo presidente de la Asociación Venezolana de Profesionales del Teatro, declaró:

Bueno, mis simpatías y mi continuidad política siempre han estado bastante vinculadas al Partido Comunista, me parece que con sus vaivenes y avatares es un partido que tiene y ha tenido una permanencia ética y moral a lo largo de la historia del país (El Diario de Caracas, 20/02/1983).

En su proceso de producción los cambios de estilo y de modelos discursivos buscaron agudizar sus visiones de la realidad. Fue un autor obsedido por escribir, algunas veces sin darse tiempo para asentar su escritura, razón por la cual con frecuencia reescribió sus piezas. Esa obsesión le hizo perder alguna medida al escribir obras de difícil o imposible representación en el sistema de producción teatral nacional, por la cantidad de personajes y la complejidad de sus dispositivos escénicos.

El proceso de producción de Santana en los aspectos estético e ideológico se emparenta con la visión crítica de César Rengifo y Román Chalbaud, aunque su mundo dramático tiene perfiles más originales en la concepción de las situaciones y personajes que le permitieron construir algunas fábulas e intrigas que asombraron en sus primeros años.

Su obra dramática inicial es una representación sui géneris por su abordaje de los conflictos de la década de los sesenta del siglo XX con sus contradicciones ideológicas, la liberación de la imaginación («La imaginación al poder»), el reto al statu quo («Prohibido prohibir») y la búsqueda de alguna certidumbre aunque la realidad negara su posibilidad. Urgido de escribir y comunicarse, el resultado fue el centenar o más de obras, muchas de ellas en espera de ser representadas, y otro tanto llevadas a escena en diversos países de América y Europa.

Algunas de sus primeras piezas, con los naturales rasgos de inmadurez y precipitación, son obra de la espontaneidad y preocupación ante un mundo en crisis. Preocupa a Santana la situación del hombre en general, a la que representa absurda, seguramente por no disponer aún de instrumentos ideológicos y teatrales más eficaces para sustentar su representación. Por eso la intemporalidad de la acción, que no oculta el propósito general del discurso: la crisis existencial del hombre en situación.

Una irrupción tempestuosa

Cuando en 1969 estrenó «El sitio» en el Segundo Festival de Teatro de Provincia (Valencia), la crítica fue unánime al reconocer la aparición de un dramaturgo que profundizaba el realismo crítico con un discurso de vocación subversiva inequívoca. De ahí que las obras premiadas en la Universidad del Zulia en 1968 («La muerte de Alfredo Gris» y «Los hijos del Iris») fueron leídas con otros ojos, pues había en ellas una manera distinta de explorar y representar la realidad que hacía una crítica social apoyada en recursos absurdos e, incluso, surrealistas y de ciencia ficción.

En «La muerte de Alfredo Gris» su protagonista es un oscuro empleado bancario hecho preso, sometido a juicio y condenado a muerte sin conocer la causa; tampoco puede asistir al proceso y es agobiado por una autoridad desconocida. Si el propósito es denunciar a la justicia injusta, la estrategia diseña una nueva situación básica de enunciación paradójica, con un humor negro exasperante. Alfredo Gris es obligado por su compañero de celda a caminar encorvado: solo el aire inferior le está permitido respirar por higiene. Es una relación amo-esclavo rota cuando el Preso I sabe que Alfredo es un condenado a muerte; pero cuando descubre que es víctima de un malentendido lo conduce en el diálogo hasta hacer que invente un delito para que su situación sea coherente. Esta pieza tiene una segunda versión en la que Santana le da un sentido político a la muerte de su personaje.

Santana fue el primer autor venezolano interesado en la ciencia ficción. Son piezas breves: «La guerra del Papeloneso», «La ordenación», «¿Dónde está XL 24.890?» (inéditas de los años sesenta) y «Los hijos del Iris». Esta última tiene lugar en el año 4081. Un grupo de notables discute algunos hallazgos arqueológicos que parecen comprobar la existencia de una civilización donde los hombres eran unicolores: blancos, negros y, posiblemente, de otros colores. Esta civilización también se caracterizó por la diferencia de sexos y guerras en las que se mataba. La fábula relata la guerra entre Irislandia y el País Multicolor, en la que este último es derrotado en una contienda de pulso. Es una época en la que existen seres unipernados y bicéfalos que padecen segregación social en el País Multicolor. La metáfora no esconde la crítica social.

el autor tiene que ser un revolucionario incluso cuando las revoluciones cesen.
Rodolfo Santana

La experimentación de diversas estrategias discursivas y la conformación de fábulas sustentadas en metáforas un tanto exóticas responden a la búsqueda de un lenguaje propio y la consolidación de un discurso político, que adquirirá perfil propio pocos años después con «Barbarroja, nuevo viaje a las regiones equinocciales» (1970).

En «Algunos en el islote» (1974) Santana concretó los rasgos crueles y absurdos presentes en obras anteriores. En esta los marginados son los únicos protagonistas, seres al margen del tiempo cuyos comportamientos no dependen de un momento histórico específico, porque el interés es la situación en sí y las derivaciones que de ella surgen.

En un basurero viven tres personajes: Rómulo, Nadie y Lola. De ellos, Rómulo tiene un cometido específico: se considera un elegido de la luz divina y, en consecuencia, exhorta y predica para ganar adeptos. El propósito es general, explorar las aristas de la marginalidad social y existencial, para lo cual la estrategia crea una situación y unos personajes arrabaleros. Nadie y Lola son opositores con palabras y actitudes a las prédicas del otro. Así Rómulo confronta su fe mosaica depositaria de nuevos mandamientos, comenzando por el undécimo: «Adorar a Dios en la forma de todos los alimentos enlatados».

Al final, queda planteada la necesidad de construir un mundo nuevo, cualquiera que sea, un mundo de ilusiones, lo único permitido a unos seres sumergidos en una situación sin salida.

Rodolfo Santana. s/f. Archivo El Nacional

En sus siguientes obras Santana es más sensible a las exigencias de un país cuya historia es una conjunción de contradicciones y en su teatro expondrá una violencia sistemática y liberadora no frecuente en el teatro venezolano de los años sesenta, erigida en fundamento de las relaciones sociales, en maneras de vivir y en soportes de ideologías. Expresión de ello son «Elogio a la tortura», «El sitio», «Las camas» y «Nuestro padre Drácula».

El tema de «Elogio a la tortura» es la violencia absoluta contra el ser humano como ente físico e histórico. En un mundo sombrío y tétrico, Jessop realiza su ser a través de la tortura aplicada a unos presos, para la que dispone de un abigarrado instrumental de látigos y máquinas. Para él, el sentido del mundo lo da la vejación; el acto de tortura en sí es lo único que tiene valor. Logra la realización masoquista de su persona con el sufrimiento del otro. Ni siquiera necesita obtener confesiones de los presos; el escarnio a que los somete le es suficiente para sentirse realizado, actitud algo anti científica como se lo recrimina Rómulo, quien viene a sustituirlo porque ha sido jubilado con honores.

Jessop cree que la tortura implica una actitud filosófica, una ideología en la que el ser humano no cuenta, sino el acto de ejercerla en el que el torturador se realiza. Al final, Rómulo se entroniza en el poder con expresiones histéricas.

La delincuencia común y la política es el tema de «El sitio», cuyo propósito central es desenmascarar al político demagogo. Para obtener tal fin, la estrategia empleada no pone límites a la violencia escénica de un grupo de presos. El emparentar ambas delincuencias es, a la larga, una requisitoria política y social.

Drogómanos, asesinos, ladrones, etc. comparten una celda con un preso político, Maqui, quien postula la necesidad de hacer la revolución, empezando por los hábitos educacionales. Maqui es muy retórico, no responde a comportamientos normales, y Ratón, el único con sentido realista de la situación, se lo demuestra.

En la escena culminante se enfrentan los dos personajes y es desenmascarado el falso revolucionario. Es el momento de la confrontación de ambas delincuencias, la de Ratón, quien no entiende la revolución porque no le encuentra sentido, y Maqui, quien une a su mediocridad la ambición de poder. Dos afirmaciones de Ratón son importantes: «No sé cómo se estropean los hombres dentro de la revolución. No conozco el mecanismo, no soy revolucionario»; poco después: «La delincuencia es un proceso cochino igual que la revolución para ciertos hombres…». Habla alguien consciente de la mecánica social, por lo menos de la que lo utiliza porque de alguna manera necesita la delincuencia para justificarse.

Son los años sesenta, en los que la ilusión de la insurgencia de las guerrillas terminó en fracaso, crisis que dio origen a discrepancias y acusaciones. Cuando Maqui mata al comandante de la prisión y asume el poder surge el realismo de Ratón: «No ha pasado nada… Esa es la revolución de Maqui, su revolución. La nuestra, la de todos, no ha llegado todavía».

En «Las camas» (1969) no hayamos la misma convicción dramática ni la misma claridad de propósitos. Es la representación, dándole a espacio y tiempo un tratamiento multiforme, de un personaje enfrentado a sí mismo en tres épocas de su vida. En escena, tres camas en niveles distintos. La simultaneidad escénica de la confrontación da a la acción una cualidad lúdica, para comprender el propósito del autor: desenmascarar la conducta corrupta de un político. El propósito de criticar una conducta está representado mediante una estrategia que presenta, in crescendo, al personaje en tres momentos de su vida.

En el inicio de la obra Laura y Tomás, padres de Francisco, se fustigan. La aparición de Francisco Joven da de inmediato el tono político, sin excluir un componente erótico que convive con el enfoque político. Francisco es un obrero que se juega la vida en una manifestación por la que es despedido. En un primer nivel los padres hablan del hijo, de sus relaciones con Maritza y su posición política, pues en la cama encontraron un ejemplar de El Capital. Simultáneamente, los jóvenes hacen el amor, siendo ella la parte activa con unos parlamentos directos y procaces. Francisco, impasible, dialoga con sus padres sobre Marx, momento a partir del cual Santana plantea la crítica al personaje.

Después aparecen Francisco Hombre y Francisco Viejo, en quienes lo erótico adquiere mayor relevancia. Si el Joven vive asediado, el Hombre es impotente. Ambos se confrontan, porque el primero sigue esperanzado en la acción política, mientras el otro tiene un escepticismo creciente; pero el componente erótico minimiza la discusión. Cuando aparece Francisco Viejo, es un personaje totalmente entregado al sistema, prostituido y adinerado.

La obra concluye con un derrotismo grave. Francisco Joven muere en la desesperación; Francisco Hombre considera que ya es tiempo de abandonar una impotencia fingida y Francisco Viejo muere.

Una pieza inesperada es «Nuestro padre Drácula» (1969). Tres personajes marginados –Mami, Julia y Carlo- para subsistir se dedican a un infantil raterismo y, al mismo tiempo, construyen un mundo fantasioso en el que desdoblan sus personalidades a través de juegos. ¿Por qué jugar a la construcción de mundos? Es una actitud alienante mediante la cual hacen una búsqueda poética de alguna autenticidad. Ellos constituyen un mundo cerrado en el que se justifican, sin el mundo exterior en el que se disuelven. Es el argumento de los jóvenes cuando Mami anuncia a un socio que les enseñará nuevos juegos. El propósito de Santana es insistir en la perversidad y violencia de las relaciones sociales, esta vez mediante una estrategia lúdica.

En el desarrollo de la acción aflora un estado anímico general de soledad. Los personaje son grandes solitarios en una constante nostalgia que busca desesperadamente ser satisfecha con los juegos sin lograrlo. Pero llega el momento de la verdad, y en el segundo acto los juegos adquieren plena significación. Un inmenso juego, una inmensa ceremonia los enfrente en una lucha de poder entre la subsistencia y la entrega.

Juegan a Caperucita Roja, que no es devorada por el legendario lobo, sino mordida por el tétrico y legendario Drácula, encarnado por Tobías, el socio de Mami. La escena ocurre en un bosque tradicional, donde Caperucita, Julia, está acompañada de un payaso, Carlo, que entre sí pelean instigados por las intrigas de Drácula, a pesar de las intervenciones de una torpe Hada Madrina, interpretada por Mami.

La historia debe terminar como todas las historias de Drácula, con una estaca clavada en su corazón, aunque con un pequeño detalle, imperceptible al comienzo. El conde Drácula muere, pero transforma en dráculas a los jóvenes en una secuencia dramática, a pesar de su espíritu ingenuo e infantil, pues se está en presencia de un cuento de hadas que dejó de ser idealizante para ser macabro. Cuando el juego se reinicia y la estaca es clavada a Drácula, Tobías recuerda la trampa puesta a sus compañeros, quienes antes fueron inoculados por el vampiro: «Cuando un vampiro hace una víctima, ésta automáticamente se transforma en vampiro», les dice.

La muerte ha sido inútil, porque los victimarios son, ahora, nuevos dráculas. Drácula les pide que vivan como una familia más, atentos a los peligros iniciales que correrán pero conscientes de una lucha que deberán iniciar para ir «construyendo poco a poco el mundo ideal».

El final del comienzo

Más de quince obras escribió Rodolfo Santana en los años sesenta, en una tarea casi desesperada por expresarse y dar respuesta a muchas interrogantes y retos. Una producción tal, irregular e insegura en buena parte, fue también un proceso de decantación discursiva e ideológica. En un aspecto para encontrar un lenguaje propio, inserto en el realismo crítico de la época pero con un estilo iconoclasta y subversivo; en el otro, para reafirmar su crítica radical al sistema.

Dos obras surgen como decantación de la década: «Los criminales» (1970) y «Barbarroja nuevo viaje a las regiones equinocciales» (1970). La primera surgió en una crisis que produjo la primera versión de «El gran circo del sur» (1970); la otra lo definió políticamente.

En una entrevista a comienzos de 1969 (Imagen, febrero), Santana declaró:

En lo que se refiere a la perspectiva y cultivo de los derechos de libertad del espíritu y del ser humano, el autor tiene que ser un revolucionario incluso cuando las revoluciones cesen, cumpliendo de esta forma su tarea insoslayable de catalizador de movimientos de la sociedad en que vive.

Esa vocación revolucionaria adquiere un perfil específico en «Los criminales», también llevada al cine por Clemente de la Cerda, donde la fuerza de las imágenes y el equívoco perverso y vejatorio entre los personajes están al servicio de una crítica descarnada a la conducta de una clase dominante. Para lograr ese propósito, recurre a un inmenso mural patológico que se trasciende a sí mismo en la medida en que va más allá de sí para ser político. A través de la líbido, el masoquismo y la necrofilia hace teatro político.

Una estatua de Satanás, un sarcófago egipcio, mesas, un trozo de columna, látigos, etc., es el mundo donde están Willy, Franck, Dora y Lucy. Dora está vendada como una momia en el sarcófago, Willy viste de sacerdote y murmura sortilegios necrofílicos y Lucy azota a Franck en un acto de exacerbación de la líbido. Cuando Martin, el ladrón, entra en escena, Franck comenta: «Esto es nuestro santuario. Aquí nos separamos del mundo exterior y logramos la fuerza que nos permite sentirnos seguros».

Es un mundo privado parecido solo en la forma al de Nuestro padre Drácula, en el que la realidad es enmascarada. Pero la moral privada de estos cuatro personajes, en contraste con la pública, lleva a los máximos extremos la crítica de los mecanismos ocultos de la clase social a la que pertenece la burguesía. El ceremonial de la primera escena es roto por una llamada de teléfono, en la que son informados de algunas fluctuaciones en la bolsa de valores, sirve para enteramos de quiénes realmente son. Al mismo tiempo, ven por la ventana movimientos extraños en la casa principal: es un ladrón, Martín, a quien encierran con ellos y someten a un terror creciente, validos de su poder social. Al inicio, Martin no comprende el ambiente y esa situación, pero el tono de los interlocutores le indica que está ante el poder y nada puede hacer en su contra.

En un proceso de vejación mediante el cual la voluntad de Marín es anulada, como si hubiese estado sometido a alucinógenos, se establecen las reglas del juego: la entrega del arma por la libertad. Pero desarmado, una inmensa maquinaria se pone en movimiento. Dora y Lucy lo acosan con un erotismo inédito para Martin, ante el cual es incapaz de soportar la furia de una moral diabólica. En aquel asedio feroz quiere irse y se abalanza sobre la puerta, mientras Dora toma el revólver, dispara y patea la herida. Una sirena de policía los vuelve a la realidad; pero no es motivo de preocupación, ellos son los señores de la casa:

FRANCK.- Cámbiense pronto esas ropas y arreglemos un poco todo esto.
DORA (Lúgubre).- Cierto, esto no es ropa para una persona decente.
WILLY.- ¡La situación es muy seria, apurémonos!
LUCY (A Willy).- Saldrá mañana en los diarios, Willy.
WILLY.- Sí, claro. “Peligroso criminal muerto al intentar robar residencia”.
Ríen por lo bajo.
FRANCK.- Las personas honorables se sentirán más seguras.

Leonardo Azparren Giménez (Barquisimeto, 1941), es licenciado en filosofía y magíster en teatro latinoamericano. Profesor titular de la Universidad Central de Venezuela y coordinador de la maestría en Teatro Latinoamericano de esa universidad. Miembro de número de la Academia Venezolana de la lengua. Ha sido diplomático (1971-1991), director del Fondo de Fomento Cinematográfico (1982-86), presidente del Círculo de Críticos de Teatro de Venezuela (1986-88), miembro de la Editorial Monte Ávila (1994) y de la Fundación Teresa Carreño (1995-1999). Especialista en teatro venezolano y teatro griego, sus investigaciones se centran en los procesos de modernización del teatro venezolano y en el discurso teatral. Ha publicado, entre otros: Cabrujas en tres actos (1983); Documentos para la historia del teatro en Venezuela, siglos XVI, XVII y XVIII (1994); El teatro en Venezuela, ensayos históricos (1997); El realismo en el nuevo teatro venezolano (2002), y Estudios sobre teatro venezolano (2006).

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