Género, mercado y transgresión en la novela venezolana actual
En este trabajo, que fue presentado en noviembre de 2023 en la Universidad de Salamanca como conferencia con ocasión de los treinta años de la Cátedra Ramos Sucre, Miguel Gomes (Caracas, 1964) perfila la historia de la conciencia del mercado en el campo cultural hispánico, enfocándose en prácticas literarias y preferencias estéticas. El texto se concentra en la novela venezolana de los albores del siglo XXI, considerando su posición como objeto privilegiado de consumo y su riqueza literaria. Desde la crisis política de 1992, la literatura venezolana ha ganado atención internacional, con autores insertándose en la industria del libro global.
Estas líneas únicamente se proponen ser un fragmento de un trabajo por fuerza mucho más extenso donde se perfile la historia de la conciencia que en el seno del campo cultural hispánico se ha tenido del mercado debido a las peculiaridades del roce entre las distintas formas, tangibles e intangibles, de capital. Dicha conciencia puede registrarse no tanto en disquisiciones directas como en prácticas literarias, conductas expresivas, obediencia o desafíos a preferencias estéticas o editoriales. Y como la tarea sería abrumadora si se llevara a cabo en el ámbito de la lengua española, he decidido concentrarme en un solo género —la novela—, un solo país —Venezuela— y un solo período —los albores del siglo XXI—. El género, porque es sabido que estamos ante un objeto privilegiado de consumo. El país, porque, si se considera la riqueza de sus letras, se trata de uno de los desconcertantemente menos estudiados fuera de sus fronteras —acaso por las veleidades mismas del mercado global—. El período, porque desde la profunda crisis en que se sumieron sus estructuras democráticas a partir de los intentos de golpe de Estado de 1992 Venezuela no ha hecho sino llamar más y más la atención por causas diversas que hoy incluyen las literarias, con la inserción de algunos de sus autores, desde fines de los años noventa, en la industria del libro foránea.
Como he apuntado, hasta las sacudidas políticas de entre milenios las obras de autores venezolanos, con salvedades clásicas —Andrés Bello, Manuel Díaz Rodríguez, Rómulo Gallegos, pocos más—, apenas circulaban en el extranjero. Dos son las razones principales: la primera, la escasez de la emigración, que hasta el siglo XXI no creó en el exterior redes sólidas de promoción cultural —a diferencia de las comunidades del Cono Sur, la cubana o la mexicana, a las que las perturbaciones sociales o económicas obligaron a salir para instalarse en centros influyentes del Primer Mundo—; segundo, los fallidos esfuerzos de las editoriales venezolanas para competir internacionalmente y, de paso, colocar a sus escritores en un mercado global. Monte Ávila, la empresa que más cerca estuvo de lograrlo durante los setenta y los ochenta, penetrando en Argentina y Colombia, no consiguió dar continuidad a sus programas. Lo cierto es que Venezuela, país democrático desde 1958, que en 1950 tuvo el cuarto producto interno bruto más alto del mundo y no satisfacía por ende expectativas de lo latinoamericano, sumó a su atipicidad el difícil acceso a sus producciones culturales, y ello le aseguró una relativa invisibilidad.
La situación desde los años noventa, cuando se tambalea escandalosamente la democracia, se ha alterado y han aparecido indicios de un interés del mercado internacional del libro por absorber obras venezolanas. Si nos detenemos en las editoriales españolas por su innegable poder de difusión (Casanova 246), un caso temprano fue el de Boris Izaguirre, quien desde 1998, con su segunda novela Azul petróleo, se insertó en el mercado ibérico con el incentivo de su imagen pública de locutor y guionista televisivo. Alberto Barrera Tszyka, desde México, también ha tenido presencia debido al premio Herralde y al Tusquets recibidos, respectivamente, por La enfermedad (2006) y Patria o muerte (2015). En 2019 la concesión del premio de la Bienal Mario Vargas Llosa a The Night (2016) de Rodrigo Blanco Calderón consolidó internacionalmente la carrera de este escritor, para entonces en Francia; luego, asentado en Málaga, ha publicado su segunda novela, Simpatía (2021). Moisés Naím, economista y periodista con una carrera política en Venezuela, residenciado en Washington D.C., publica en España su primera novela, Dos espías en Caracas, en 2018. El caso de Karina Sainz Borgo, radicada en Madrid, ha sido tanto o más notable por el despliegue publicitario del lanzamiento de La hija de la española (2019), con traducción simultánea a una veintena de idiomas. Camilo Pino, residente en la Florida, publicó su tercera novela en España, Crema Paraíso (2020). Y recientemente ha de mencionarse el otorgamiento del premio Café Gijón a María Elena Morán —que vive en Brasil—, por Volver a cuándo (2022). Me abstengo, por supuesto, de hacer una lista exhaustiva, pero no podemos pasar por alto a escritores venezolanos residenciados desde los años noventa en España con una condición ya dual como agentes del campo cultural español y el venezolano, muy en particular, pero no exclusivamente, el ya mencionado Boris Izaguirre, Juan Carlos Chirinos y Juan Carlos Méndez Guédez, este último autor de novelas tan conocidas como la finalista del Premio Fernando Quiñones Una tarde con campanas (2004), la galardonada con el Premio Internacional Ciudad de Barbastro Tal vez la lluvia (2009) y las traducidas con éxito al francés Los maletines (2014) o La ola detenida (2017)[1].
Estar fuera de los mercados mayores, si bien limita el número de destinatarios, puede constituir una invitación a la innovación.
En el panorama de los novelistas venezolanos que se integran en el mercado peninsular no cuesta vislumbrar extremos de sofisticación literaria —piénsese en Barrera Tyszka, Méndez Guédez, Chirinos o Blanco Calderón— y de crudeza comercial —Izaguirre o Naím—. Podríamos indagar en las negociaciones que en sus poéticas ocurren entre las inquietudes estéticas y las del mercado, y creo que los extraordinarios logros como novelistas de los primeros en ocasiones surgen de su conciencia de tales negociaciones, con violaciones de expectativas realizadas desde dentro del sistema. Obsérvese en También el corazón es un descuido (2001) o Rating (2011) de Barrera Tyszka el retrato satírico de los medios de comunicación de masas con los que el autor, fuera de la ficción, ha estado tan asociado como guionista televisivo, así como el modo en que Blanco Calderón juega con el thriller en Simpatía, superponiéndolo inusitadamente al motivo kitsch de las mascotas abandonadas en un país de emigraciones en masa, o la manera como Méndez Guédez desautomatiza nuestra percepción de los hábitos más pertinaces de la novela negra sin dejar por ello de cultivarla en alguna medida en Los maletines, El baile de madame Kalalú (2016) y La ola detenida. Como en otras ocasiones he ido a fondo en varios de estos casos que se acogen a un paradigma cervantino de donoso escrutinio o sátira de modelos genológicos de consumo masivo, aquí comentaré textos que no han circulado internacionalmente. El propósito es ofrecer una idea de cómo en ellos los pactos comerciales de lectura se someten por igual a un sagaz cuestionamiento pero desde una periferia casi intocada por las leyes del mercado global. Las premisas de dicho mercado son, para estas creaciones, no un medio inevitable, sino un objeto contemplado a distancia e incorporado no por necesidad de supervivencia, sino por elección. Esto, sospecho, es síntoma de una comunidad letrada donde todavía la autonomía se acaricia como ideal supremo, pese a que cierta crítica vea en la nuestra una época posautonómica por excelencia[2].
Estar fuera de los mercados mayores, si bien limita el número de destinatarios, puede constituir una invitación a la innovación. No es de extrañar que la poesía venezolana, un margen dentro del margen, se haya caracterizado en los últimos años por el experimentalismo. Lo prueban las negociaciones de lo literario y lo visual en revistas como El Puente o Sarcófago y en las ediciones de la Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro o de Letra Muerta, que destacan la persistencia de lo poético en los dominios de la fotografía y el diseño. Y están, por supuesto, los poemarios que nos desafían para que los reconozcamos como tales. Es el caso de la radical intermedialidad de Balada de la revelación (2004) de Blanca Strepponi, Cosmonauta (2020) de Enza García Arreaza o Welserland (2021) de Víctor Manuel Pinto, volúmenes donde la lírica se entrecruza con otros géneros literarios (o no) pero, sobre todo, con la plástica, sea mediante el collage realizado por el autor, sea por el trabajo de diseño que nos ofrece un libro-objeto. No podemos soslayar un hito transmedial como Paisajeno (2011) de Willy McKey, que incluye no solo la poesía, la narrativa y el collage de textos, sino el cómic —el Lone Ranger habla de la historia de la poesía venezolana—, mapas, fotografías y una interacción con materiales audiovisuales dispuestos en Internet, a lo cual se sumaba la performance a la que por Twitter invitaba su autor, quien solo vendía en persona los ejemplares del libro, en momentos y lugares anunciados por él, a un precio que fluctuaba con el del barril de petróleo[3].
La narrativa venezolana ha sido más sutil, pero no debemos ignorar que las conductas transgresoras la nutren. El patronato editorial del Estado democrático entre los años sesenta y noventa, sin restricciones ideológicas significativas —se acogió todo el espectro político, incluso a autores que después se volvieron funcionarios chavistas—, facilitó ese espíritu de desafío a las pautas comerciales. Conviene citar a uno de los críticos más importantes de la segunda mitad del siglo XX venezolano, con proyección latinoamericana y, por cierto, novelista, Francisco Rivera, quien en 1979, desde la tribuna mexicana de Vuelta, señalaba lo siguiente:
La tenaz elocuencia de Rivera nos facilita discernir la lucidez que se tenía con respecto al mercado global ya en la Venezuela de los noventa: «Vivimos en una época en que solo se aprecia la cantidad, una época desastrosa para el individuo creador que, a las cosas producidas en serie con el objeto de embobar más y más al consumidor, siente la necesidad de oponer artefactos únicos hechos para hacernos reflexionar, para despertar en nosotros la curiosidad y darnos placer estético» (La búsqueda 171). Eso, ni más ni menos, es el arte para Rivera y supongo que no se trata de una opinión aislada en el país que más lo conoció, lo leía y aún de vez en cuando lo relee con atención.
La libertad de estilos e idearios que singularizaba al campo cultural venezolano se alteraría por la toma de los medios editoriales estatales iniciada en 1999, que irá intensificándose con la consecuente entronización de un discurso oficial único. El intento de introducir pluralidad de opciones será a partir de ese momento el incentivo para que los narradores rastreen nuevos modos, más personales, de decir. En el siglo XXI el traslado de los escritores de oposición a editoriales privadas —algunas de ellas locales y de escasos recursos; otras, trasnacionales que aprovecharon el mercado interno sin internacionalizar sus productos o haciéndolo con restricciones[4]— tampoco impuso trabas de criterios o preferencias expresivas, y autores disímiles lograron hacerse de un espacio. Colapsada en la segunda década del milenio esa red alternativa, las escasas editoriales supervivientes, a veces refugiadas en el exterior o subsidiadas por organismos internacionales aún son capaces de albergar apuestas para nada formulistas en sus acercamientos a la narrativa[5]. En lo que queda de estas páginas discutiré algunas de las obras a las que me refiero, porque creo que cumplen con los requisitos de la poética sintetizada por Rivera cuando la Venezuela actual empezaba a gestarse.
El primer autor en quien me detendré es Rubi Guerra (1958), a quien elijo por tratarse de uno de los secretos mejor guardados de la literatura venezolana y lo más parecido a un escritor vivo de culto en el país o, por lo menos, uno que cuenta con la admiración casi unánime de sus colegas. Ha publicado, además de cuentos, tres novelas breves, pero me concentraré en la primera, El discreto enemigo, porque ilustra bien la novelística de buena parte del período chavista: aunque apareció en 2001, su segunda versión, de 2016, con una estructura distinta una vez redistribuidos sus capítulos, hace de ella una obra relativamente reciente. Esa valoración atenta de las implicaciones de la forma de una edición a otra la coloca de lleno en mi corpus.
Las mayores infracciones que nos depara tienen como blanco las normas usuales del policial, sobre cuya rigidez Tzvetan Todorov meditó bastante (95). En El discreto enemigo, el empaque del subgéneroen un pueblo costeño del Oriente venezolano es una de nuestras primeras certidumbres como lectores, tras atisbos de narcotráfico, la intervención amenazadora de un «jefe» local y el estrangulamiento de una joven del cual Medina, el periodista que protagoniza, mero visitante con la tarea de escribir un texto turístico, se vuelve sospechoso. En el desenlace, siguiendo las rutinas del thriller, se resuelve el enigma del asesinato y emerge el móvil de la venganza que lo produjo ―lo que despeja las sospechas acerca del visitante―; con todo, lejos está Guerra de rendirse a los convencionalismos porque, si reparamos en la escritura, el riguroso mecanismo argumental comienza a perder la relevancia que gradualmente ganan el virtuosismo constructivo y el lirismo de lo indeterminado. Lo primero, mediante el contrapunto de dos historias, una, situada en el pueblo desolado y corrupto de La Laguna al cual llega Medina, y, otra, con escenarios más reconocibles de la geografía de Venezuela, cuya sordidez no es menor, en la que veremos las conexiones de otro personaje, Miguel, con el mundo de las drogas y descubriremos que las dos anécdotas que se turnan capítulo tras capítulo convergen, juntando lo casi fabuloso y lo casi histórico. En lo que atañe a la ambivalencia poética, esta cristaliza en la elocución: el poder visionario de una prosa que se detiene en escenarios imbuidos de atmósfera mítica o preternatural. Puede tratarse de una pincelada en el parlamento de un personaje secundario: «cuando Dimas mató a mi papá, también mató a mi tío que […] solo estaba parado allí, viendo cómo su hermano caía muerto y cómo la tierra se chupaba la sangre» (37). Puede ser en boca del narrador protagonista:
Y, si bien prima un tono infernal, tanto en la historia de Medina como en la de Miguel se hace explícita una espacialidad afín a la del gótico que evoca un vínculo entre las inmediaciones físicas y el alma de los personajes —pienso en The Castle of Otranto o The Fall of the House of Usher—, apreciable en la descripción del Mercado Viejo de la ciudad de Cumaná, en la anécdota de Miguel:
Medina acude a tal imaginería y parece aludir a una enfermedad del anima mundi, refiriéndose al «Detritus del mar[,] materia muerta de un mundo agobiado» (61), o a una «noche despoblada de seres humanos, como la encarnación de un terror cósmico» (67); y, aun más, subraya en sí mismo un «malestar físico y anímico […] como una náusea universal» (78), al cual se añade la humanización de la naturaleza: «como contestándome, el mar arrojó una ola sucia de espuma, lúgubre y solitaria». Enseguida, se sugiere que la costa venezolana es una accidental superficie en la cual se entrevé la forest gaste o la waste land de la leyenda del Grial. En palabras de Wilhelm, el alemán con quien se aloja Medina,
Un tal Rufino ―¿eco de Juan Rulfo, a quien debemos algunas de las mejores recreaciones de la waste land en nuestra lengua y en nuestro continente: Luvina y Comala?― agregará sus propias anécdotas sobre «regiones pantanosas donde los árboles se pudrían con las raíces al aire. [L]legué al mediodía y jamás había contemplado pueblo tan apagado, tan oscuro, tanto que por un momento dudé que hubiera alguien con vida» (94). Cabe advertir que la sección final convierte el espacio en factor dominante entre las «cosas sobre las que quisiera escribir» (130). Como resultado, quedamos con la impresión de que la última palabra, antes que una trama social cerrada (circunscrita a los moldes policiacos de misterio y resolución, crimen y castigo), la tiene el empuje de la novela hacia la evanescencia espiritual. Guerra desecha la coherencia de la estructura detectivesca con el fin de propiciar lecturas que se atrevan a adivinar en qué consisten la «nube negra» o el «aire de crimen» que se adueñan de la tierra. Estamos, en otras palabras, ante una opera aperta cuya ambigüedad calculada nos conmina a participar y nos brinda momentos de ironía metanarrativa cuando, muy avanzados los eventos, se pone en abismo todo lo que hemos leído con una tensa conversación entre Rufino y Medina acerca del asesinato de la muchacha:
La relación subversiva que El discreto enemigo entabla con lo policial puede servirnos de transición a la siguiente novela que he seleccionado, Ficciones asesinas (2021) de Krina Ber (1948). Pero la manipulación de marcos genéricos es más compleja, puesto que, cito a Silda Cordoliani,
La obra literaria de Ber, nacida en Polonia, tiene la peculiaridad de haberse escrito en su totalidad en español, última de las lenguas que adquirió en la madurez, cuando se estableció con su familia portuguesa en Venezuela, luego de haber crecido en Israel y vivir en Suiza y Portugal. Se trata, sin embargo, de una narradora representativa de las letras nacionales, con dos novelas premiadas. Ficciones asesinas, la segunda, nos sitúa en un conjunto residencial —de nombre «Mayoral»— donde las intrigas vodevilescas entre vecinos se inscriben en el horizonte más terrible de un país no identificado en que el Estado espía y ejerce un control absoluto sobre la ciudadanía. Uno de los planes estatales es, al parecer, eliminar a los ancianos para deshacerse de su incómoda memoria de épocas menos represivas. En el Mayoral, la viuda y escritora Elizabet Rosenberg y el exdetective italiano Luca Bambino (con personalidades múltiples, demarcadas hasta extremos de farsa), ambos septuagenarios, emprenden una relación cargada de tonos eróticos en la que desenredar un misterio los une: la muerte de Ambrosio Garza, quien presuntamente se ha suicidado arrojándose desde su balcón, pudiendo no menos ser víctima de las maniobras del Gobierno en su campaña de exterminio etario. Eso y las complicadas operaciones informáticas de la resistencia son las peripecias esenciales, que se completan con la descripción de la decadencia social, así como de la kafkiana burocracia desarrollada por la dictadura, cuyo vocabulario y estilo rimbombantes no dejan de recordar los del chavismo. Así, la narración se regodea, por ejemplo, en el inventario de organismos y programas de gestión: entre otros, ACCMA (Asistencia en el Cuidado del Ciudadano Mayor), OPRED (Órgano para la Restauración del Equilibrio Demográfico) y BRIL (Brigadas de Lealtad); o en la descripción de una ciudad dividida según el nivel económico de sus habitantes, desde la pudiente Zona Uno hasta la miserable Zona Dieciocho, con una Zona Siete donde habita la antigua clase media, depauperada[6].
Esta remisión a una realidad devastada tanto por el autoritarismo como por el derrumbe financiero traspasa la novela, desde las primeras anotaciones del diario de Elizabet:
La acumulación de escombros físicos y morales es insoslayable, e incluye apagones que obligan a docenas de pasajeros del metro a deambular por túneles sórdidos; edificios descascarados desde los que pueden precipitarse quienes se apoyen en sus barandas; o los transeúntes que, por necesidad, roban las pertenencias de los cadáveres de los caídos (34). Ficciones asesinas constituye una de las «fábulas del deterioro» que abundan en la narrativa y la poesía venezolana de las tres últimas décadas[7] y, de hecho, con cierto grado de conciencia, puesto que Elizabet medita al respecto:
Quienes tengan conocimiento de la situación venezolana a duras penas dejarán de procesar lo leído como una alegoría, prolongada metáfora que apunta a una sociedad no imaginaria sino real. En efecto, el ensayo de Cordoliani que he citado —se trata de uno de los miembros del jurado que le concedió a la novela, estando inédita, el Premio Anual Transgenérico— enseguida invoca lo que el argumento tiene de alegórico:
Ahora bien, lo que hace atractivo el libro de Ber a estas alturas dista de su fidelidad a un hábito de la novela latinoamericana que se remonta al siglo XIX, como lo demostró Doris Sommer a lo largo de su Foundational Fictions, sino, más bien, su infidelidad a él tras la promesa superficial de atenerse a la tradición aleccionadora y testimonial a la que el letrado maestro de la colectividad somete a su público deseoso de guía en cuestiones cívicas. Pienso que, más que a una alegoría de la nación, nos enfrentamos a una antialegoría. La ruptura con las expectativas va produciéndose de manera sutil con un gesto inesperado, la atracción erótica, ya en la tercera edad, de Elizabet por Luca, que nos desfamiliariza con los frecuentes idilios comunitarios que recalcaba Sommer en la imaginación novelesca donde el amor insinuaba pactos sociales. Pero a esa extrañeza inicial, tiznada de humor, difícil de interpretar o colocar en un tranquilizador molde de equivalencias en lo que concierne al futuro o no de la colectividad, se suma algo más decisivo: el último giro de tuerca argumental. La narradora en tercera persona que ha parafraseado o citado desde el principio el diario de Elizabet de pronto se nos revela como su compañera de psiquiátrico —una institución especializada en escritores FAO (fracasados, autopublicados y olvidados)—, para después dejarnos también en la incertidumbre sobre la existencia de Elizabet o de sus diarios, que podrían ser producto de su fantasía, sea literaria, sea enfermiza. La palabra «ficción» del título se replantearía: para nada una «obra literaria o cinematográfica […] que trata de sucesos y personajes imaginarios», según la tercera acepción que nos ofrece el Diccionario de la lengua española de la ASALE, aunque sí una mentira, «invención, cosa fingida», según la acepción previa. El diálogo final entre el hijo que la visita en el psiquiátrico y la madre enigmática basta para darnos una idea de la desestabilizadora indeterminación del proyecto de Ber[8]:
Así pues, se derrumba el simbolismo codificado —esa es la definición que Umberto Eco da de la alegoría, opuesta a la polisemia y a la participación del receptor (41-45)— y Ficciones asesinas nos sitúa en un umbral en que es imposible elegir una sola interpretación, un discurso único, lo que, por otra parte, supondría la homologación en el texto de los totalitarismos de la vida real. La rebelión de Ber se produce no en una denuncia directa sino en los engranajes de su maquinaria expresiva, que oblicuamente nos invita a la pluralidad.
El último caso del que me ocuparé es el de Carolina Lozada (1974), escritora más joven que Guerra y Ber, pero ya conocida y premiada por su quehacer como cuentista. Considero pertinente que reparemos en ella, además, porque no quiero dar la impresión de que los únicos subgéneros novelescos favorecidos por el mercado internacional hacia los que se dirigen las transgresiones venezolanas son el policial y la distopía. Con Todo es lo que parece (2023), Lozada agrega la «novela rosa» a nuestro repertorio. La brevedad del libro, apenas superior a las cien páginas, lo acerca físicamente a la mayoría de las obras de ese tipo que debemos a Corín Tellado o las que figuran en colecciones de bolsillo de venta en quioscos. Y, aunque el conflicto básico de la trama comparte rasgos esenciales —vicisitudes de una pareja cuyo amor triunfa ante la adversidad—, los procedimientos con que la autora socava desde dentro las reglas de la novela rosa son múltiples.
Está, en primer lugar, la condición de los protagonistas, Felicia Margarita Urdaneta Páez y el recién llegado a la comunidad de San Juan, Vicente López. Este, sobre todo, se nos revela como hiperbólicamente tacaño y parafílico:
Felicia, excepto por su compulsión marital —«nos vamos a casar como este maldito pueblo manda, porque aquí vamos a seguir viviendo y no quiero que nos convirtamos en unos apestados» (89)—, tampoco coincide con las heroínas de folletín o telenovela, principalmente por la formulación explícita de sus apetencias sexuales, sin eufemismos —salvo los de propósito burlesco—, y con un léxico realista, callejero incluso. Esa propensión a cruzar las barreras de la decencia se debe, hay que apuntarlo, al carácter activo y no pasivo de ella o los demás personajes femeninos, no importa cuán secundarios sean. Lucila, organizadora de la despedida de soltera de Felicia, por ejemplo,
En una conversación íntima acerca de Vicente entre Felicia y Gina, otra de sus amigas, esta
Otro elemento que contraviene los esquematismos rosas es el costumbrismo. En numerosas ocasiones, de hecho, el lector tiene la impresión de habérselas con un cuadro o artículo como los del cubano Buenaventura Pascual Ferrer, pionero hispanoamericano del género, o cualquiera de los grandes costumbristas venezolanos, como Daniel Mendoza, cuyos textos eran ricos en el registro de sociolectos excluidos de la lengua normativa en los siglos XVIII y XIX. Si es obvio que Lozada pinta ritos que acompañan al noviazgo y al matrimonio, otro aspecto clave de su minuciosa captura del día a día es el inventario de tipos provincianos: Rigoberto, el carnicero; Samuel, el sastre; Emilia, la florista; Lucila, la modista; Rubén, el dueño del bar; y muchos otros. Felicia es, por cierto, la peluquera y la intriga se desata porque su interés amoroso les resulta insólito a todos: Vicente López es un misterioso forastero «anarco-ecologista» (88). La intriga no se hace esperar; la curiosidad genera, en unos, desconfianza y, en otros, especialmente otras, atracción. Cuando se inicia la relación de los protagonistas la atmósfera antes idílica se torna claustrofóbica debido al chismorreo y la cizaña del carnicero y la florista, celosos.
Esa espacialidad pueblerina asfixiante se vincula a otro de los factores que contribuyen a alejar a Lozada de la narrativa sentimental: el neoexpresionismo inseparable de su labor, en la que abundan las visiones de un entorno humano grotesco y abyecto que, sin duda, mucho tiene que ver con las fábulas venezolanas del deterioro de los últimos treinta años, pero en la autora brota con vehemencia, incursionando en el mundo de la locura y el esperpento[9]. El carnicero, se nos dice, es el «eterno, soltero y asqueroso pretendiente» de Felicia que «la mira como si la quisiera desnudar con sus ojos taurinos y colgarla en un garfio para comérsela completa» (13); la familia de Vicente tiene un defecto capital, sus hombres van «agarrados como monos a las ramas de sus árboles genealógicos» (83); la memoria del protagonista no se sustrae de los traumas de infancia, que lo agobian con la imagen pobre que tiene de sí:
De la constante distorsión del alma de sus personajes a las exteriorizaciones carnavalescas hay poco trecho y los cruces entre lo alto y lo bajo, lo espiritual y lo carnal, lo culto y lo populachero se constatan en varias citas anteriores. Añado un solo ejemplo adicional, donde se aclara el origen del nombre falso con que Vicente quiere eliminar los lazos con su familia, «dueña de una curtiembre cuyo asqueroso olor también prefier[e] olvidar»: «Vincent Alexandre» deriva del nombre del poeta Vicente Aleixandre, «cuyo extenuante onomástico era Vicente Pío Marcelino Cirilo Aleixandre y Merlo», dato erudito que se adereza enseguida con un somatismo violento: «La elisión de la i en mi alteridad tiene su origen en el hecho de que a Aleixandre le extirparon un riñón. El poeta era un hombre mutilado por dentro» (105).
No hay desvío mayor con respecto a la novela rosa que el marco metanarrativo esbozado en el último capítulo. Cuando ya Felicia logra llevar al altar a Vicente, pese a los inconvenientes que anticipa en la convivencia con un ser tan neurótico, hay una parábasis del narrador en tercera persona, que escoge el yo para confesar que ha desechado un desenlace original, en el que Vicente no se casaba con Felicia, sino que los chismosos de San Juan descubrían que sus sospechas acerca del extraño eran ingenuas frente a lo que ocultaba: un pedófilo seductor de jovencitos gracias al método socrático de enseñanza, criminal a quien el pueblo expulsa, no sin que Felicia le robe los billetes que escondía en el colchón. Tal conclusión la narradora la reserva solo para un aparte porque
La ironía nos obliga, así, a reevaluar lo que hemos leído no como anécdota conducente a un final feliz, sino a la derrota devastadora de seres humanos devorados por una realidad que los priva de individualidad. La atención a lo que se denomina «sistema» nos obliga igualmente a regresar a las poquísimas alusiones que hallamos a la historia del país innombrado donde se sitúa San Juan, y lo que divisamos es una pugna en la que el arcaísmo parece prevalecer. De Lucila, la organizadora de la despedida de soltera, se dice que «asiste a la iglesia con velo y guantes pues jura que deben mantenerse los modos, respetar los ritos que la modernidad intenta desplazar y destrozar» (80). La voz narratorial, en efecto, parece análogamente haber cedido al conformismo con todo y el deseo reprimido de abrirse al cambio; y no resulta menos notorio que, pese a las transgresiones que he comentado, la convención se imponga con el matrimonio de Felicia y Vicente, y de la manera más costumbrista posible, como si el único lenguaje para expresarse acerca de ese lugar llamado San Juan fuera decimonónico. ¿No estaremos ante una secreta parábola de cómo se siente la realidad desde un país que en el siglo XXI los discursos oficiales reinventaron mediante un regreso a valores del siglo XIX, una república descrita hoy como «bolivariana» donde el culto del caudillo y muchas otras recuperaciones de lo arcaico han desplazado los intentos de modernización que tuvieron lugar hacia mediados del siglo XX? Por suerte, como en el caso de Ficciones asesinas, Todo es lo que parece obstruye las rutas a una fácil alegorización mediante su humor caótico, su despliegue de lo grotesco y los repentinos paréntesis metaficticios que menoscaban nuestra confianza en la narración.
Hasta aquí mi repaso de textos. Para dar por terminadas estas reflexiones, haré hincapié en que los atentados contra lo que el citado Francisco Rivera concebía como «producción en serie», en un intento de renovar la novela, no tienen en ninguno de los tres autores intención neovanguardista. Con esto me refiero a que no hay entrega a la experimentación por la experimentación, lo que, por otra parte, equivaldría a una rutina desde que la historia literaria consagró y domesticó a la vanguardia de la primera mitad del siglo XX. Ni Guerra, ni Ber, ni Lozada aspiran a acumular capital simbólico de esa manera tan franca escribiendo desde las urgencias de un país con instituciones culturales desmanteladas tras décadas de erosión política, social y financiera. Lo que se vislumbra en ellos, a mi ver, es el tipo de libertad de quien es capaz de contemplar las conductas del mercado internacional sabiéndose excluido de él; sus textos son respuestas a preguntas que nadie les hace, sin las constricciones de quienes dependen de dicho mercado. Hay aquí, para emplear el vocabulario de Giorgio Agamben, una especie de inoperosità: el contravenir lo que ni siquiera se espera de ellos es un no hacer muy acendrado, puesto que el Mercado, en mayúscula, ignora y no asimilaría lo que el artista ha producido. Me remito a las observaciones de Lewis Gordon acerca de la omnipresencia de una entidad que pocos logran evadir:
Los gestos literarios que he examinado constituyen la prueba de que es posible esquivar ese molino todopoderoso. La inoperancia, la suspensión de las normas del subgénero, deviene una especie de šabbāt artístico inalcanzado por la productividad: narraciones donde los imperativos más o menos globales del thriller, la distopía o la novela rosa se suspenden mientras, lúdicamente, no dejan de recordarse preservando algunos de sus componentes. Como el artista pasa desapercibido para el mercado al que se da el gusto de desacatar, ni siquiera recibe capital simbólico por su rebeldía «vanguardista» en el macrocampo cultural que dicho mercado organiza. El periférico se sabe invisible; obra, con respecto a las leyes globales, con absoluto desasimiento, absoluta independencia, a lo sumo negociando una posición dentro de los márgenes de su pequeño mercado nacional. Habiéndose sus lectores restringido al máximo —únicamente el ámbito venezolano, así tenga miembros dispersos en varios continentes: mentalmente sigue siendo un espacio restricto—, la autonomía de su arte persevera contra viento y marea, pese al espejismo de la posautonomía suscitado por la visión totalizadora de un único mercado, internacional y cosmopolita, donde autores y lectores se manufacturan mediante premios intervenidos, traducciones preacordadas antes de la recepción misma y campañas publicitarias que hacen del escritor una marca, tal como James English (118-119) y Suman Gupta (159-170) lo han descrito[10].
Es probable que autores como Guerra, Ber y Lozada sean, un día, «descubiertos» en el exterior. Lo que han publicado hasta ahora, sin embargo, todavía testimoniará la libertad estética que supieron aprovechar y les planteará un reto nuevo, el mismo que aceptaron otros venezolanos como Barrera Tyszka, Méndez Guédez, Chirinos y Blanco Calderón una vez que se incorporaron al mercado no nacional, pues no se han abstenido de elaborar «artefactos únicos» ideando estrategias incesantes para evadir la inercia. Esa lucha permanente, con algo de suplicio de Sísifo, pero emprendida por algunos escritores con el empeño con que Aquiles persigue a la tortuga, es una de las formas más fascinantes que adopta el arte en los tiempos que corren.
©Trópico Absoluto
Notas
[1] Entre los novelistas de mayor prestigio en Venezuela editados en España figuran también Ana Teresa Torres, Victoria De Stefano, Ednodio Quintero, Antonio López Ortega, José Balza, Óscar Marcano y Gustavo Valle. De la primera se reeditó una de sus novelas claves, Malena de cinco mundos, en 2008; la editorial Veintisiete Letras, sin embargo, no desarrolló una estrategia de promoción para insertarla en debates críticos locales. Lo mismo podría aseverarse que les ocurrió a De Stefano y Quintero con importantes títulos suyos, respectivamente, Lluvia (2006) y Mariana y los comanches (2004), publicados por Candaya. Los inmateriales (2020) de Marcano, Malasangre (2020) de Michelle Roche, Amar a Olga (2021) de Valle, Diario de Donceles (2023) de Quintero, Los oyentes (2023) de López Ortega y Minerva (2023) de Keila Vall de la Ville son de aparición reciente y no ha sido posible en este trabajo evaluar su recepción, como tampoco la del rescate de Percusión (1982) de José Balza que en 2022 se hizo en la Editorial Cátedra, al cuidado de Juan Carlos Chirinos.
[2] Aludo, por supuesto, a la serie de ensayos aparecidos entre 2006 y 2012 en que Josefina Ludmer reflexionó sobre lo que llamó «literaturas postautónomas». El material generó un amplio abanico de discusiones en que a veces se daba por sentada la posautonomía como un hecho sin prestar atención, primero, a que la autora se valía, como apunta Ramiro Esteban Zó, «del molde genérico del ensayo no tan academicista […]. Sus escritos son intimistas y transversales» (352) y, segundo, a lo que ha señalado con gran tino Heriberto Yépez: la propuesta de Ludmer «no surgió de un corpus de libros post-literarios que pidieron una lectura post-literaria: las obras concretas que enlista y comenta son todavía muy literarias. Más bien Ludmer decidió abanderar una lectura (universitaria) post-literaria que acelera la preminencia académico-comercial de venideras literaturas post-autónomas. La lectura post-autonomista de Ludmer es un disimulado manifiesto para promover literaturas más afines al proyecto académico de unas Humanidades menos literario-textual-bibliográficas y más mediático-visual-virtuales». Yépez también resalta el detalle de que en los mencionados escritos de Ludmer la «prescripción» se impone a la «descripción». Sobre un problema adicional de corte más bien ético-político subrayado en los manifiestos ludmerianos, el de «inaugura[r] una lectura concesiva» con el neoliberalismo, puede consultarse con provecho tanto a Yépez como a Alcívar Bellolio.
[3] Sobre la diferencia entre intermedialidad y transmedialidad, cf. el vocabulario empleado por Irina Rajewsky a lo largo de su libro Intermedialität.
[4] Cf. lo que Carlos Sandoval ha sostenido al respecto (De qué va el cuento 9 y Payares, “El ejercicio crítico”).
[5] Eclepsidra, Oscar Todtman, Monroy Editor, ABediciones, Fundación para la Cultura Urbana, Los Libros del Fuego, LP5 Editora y otras de operatividad más intermitente.
[6] En este sentido la de Ber se inserta en un grupo de narraciones pertenecientes al ciclo del chavismo que optan por la oblicuidad onomástica. Entre otros miembros podrían mencionarse Nocturama (2006) de Ana Teresa Torres; Escuela para pobres (2009) de Alejandro Padrón y ―a pesar de su clara contextualización venezolana, por evitar mencionar con sus nombres propios a Chávez u otros participantes o elementos claves del chavismo― La hija de la española de Karina Sainz Borgo.
Sobre la minuciosa exploración de los avatares de la clase media venezolana en la narrativa de Krina Ber en general puede consultarse con provecho lo apuntado por Liliana Lara (140-141).
[7] A las que me he referido en otras ocasiones. Remito al lector interesado, entre otros trabajos, a «Modernidad y abyección en la nueva narrativa venezolana» y El desengaño de la modernidad.
[8] En ese sentido la novela de Ber resulta similar a El gabinete del doctor Caligari (1919) de Robert Wiene —cuya anécdota principal resulta ser el delirio del paciente de un asilo mental— y, en menor medida, a Providence (1977) de Alain Resnais —nótese en este último filme el interés en el funcionamiento del inconsciente del escritor protagonista, en el cual pululan fantasmagorías etarias, con ribetes distópicos—.
[9] El lector puede consultar trabajos previos donde he tratado la cuestión: «¿Cuánto pesa un grito?» y El desengaño de la modernidad (232-236).
[10] En una de las primeras versiones de su polémico manifiesto «Literaturas postautónomas», Ludmer observó la supervivencia de comunidades deseosas de salvaguardar los ideales de autonomía: «Pero otras escrituras se resisten a […] la pérdida del valor “puramente” literario […] acentuando las marcas de pertenencia a la literatura […]. Y hasta se lo podría formular así: junto a los bestsellers y a las escrituras “malas”, lights, de ahora, seguiría existiendo la buena vieja literatura, llena de literatura y con multiplicidad de lecturas» (versión de 2006, disponible en Linkillo). Pronto, no obstante, prefirió minimizar u ocultar esa opción creadora —en la que incluía a Bolaño— y las citadas líneas desaparecen en las sucesivas versiones del texto.
Obras citadas
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Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).
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