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El teatro como militancia. Un reencuentro con Francisco Denis

Francisco Denis (Caracas, 1962) es un actor y director teatral con una prolongada trayectoria en diversos escenarios internacionales. En los últimos años, su cara se ha vuelto conocida en las plataformas de streaming, sobre todo tras su actuación en Narcos (2015), la exitosa serie producida por Netflix. Su trabajo, sin embargo, es mucho más amplio e interesante y abarca numerosas interpretaciones en el teatro y el cine de autor. En Quito formó parte de la agrupación Malayerba. En Paris fue miembro de la prestigiosa compañía de Phillipe Genty. Y en Venezuela, junto a la bailarina y coreógrafa Talía Falconí, fundó a mediados de 1990 la agrupación Río Teatro Danza Caribe, un proyecto de experimentación escénica que es hoy referente del teatro venezolano. Lo que sigue es una conversación con nuestros editores, viejos conocidos del actor.

Kiko, tu vida ha dado muchas vueltas por el mundo, pero naciste aquí en Caracas. Cuéntanos algo de esa primera etapa tuya en Venezuela. ¿De dónde viene Francisco Denis?

Yo nací en Caracas, en 1962. Mi familia vivía en una casa en Los Guayabitos llamada Samambaya, muy cerca de donde hoy está la Universidad Simón Bolívar. En esa época, Los Guayabitos era una zona rural. No existía la universidad, ni las urbanizaciones a su alrededor, así que vivíamos un poco aislados de todo, aunque muy cerca de mi familia paterna, hijos de migrantes ecuatorianos y franceses. Era un ambiente bucólico muy placentero, lleno de animales. Recuerdo que en mi casa había patos, gallinas; podían verse animales salvajes incluso. Mi infancia transcurrió entonces, más o menos hasta los once años, marcada por el contacto con la naturaleza, jugando con los muchachos de los alrededores, una mezcla de los niños de la gente de la ciudad que se estaba asentando en el lugar y los hijos de los agricultores de las numerosas fincas y siembras que había regadas por esas montañas.

De esa primera etapa recuerdo también haber participado en las obras teatrales que se organizaban en mi escuela, el IEA -Institutos Educacionales Asociados-, en El Peñón, un sitio muy moderno, con unos recursos muy adelantados para la época. Aunque no fueron esas experiencias las que orientaron mi vocación. Lo que sí en verdad me marcó de esos años fue que mi hermano mayor, Roland, entró al teatro universitario y se presentó en el Ateneo de Caracas, que era lo que es hoy la Sala Rajatabla. Recuerdo con claridad el impacto que me produjo ese primer contacto con el trabajo artístico.

Mamá nos llevaba mucho al teatro que se presentaba en el Ateneo. Ella estaba viviendo su propia transición personal, tras separarse de mi padre y comenzar a trabajar en la librería de la Fundación Mendoza, de donde surgió su relación con Paolo Gasparini y, más tarde, en 1976, la creación de La Fototeca, que fue todo un ícono en la ciudad. Esas vivencias, los nuevos contactos con artistas e intelectuales, fueron nuestra entrada formal al mundo del arte y, por extensión, de la política. Un mundo muy diferente al que yo había conocido en mi infancia, ligado también a una familia tradicional burguesa, los Boulton, que a mí no me interesaba, ni me interesa en lo absoluto. De todas esas vivencias recuerdo, sobre todo, haber visto emocionado el montaje de Jesucristo Superestrella, y pensar: esto me gusta, esto es lo que a mí me gustaría hacer.

Da la impresión de que tu formación ha debido ser bastante compleja. Varios países, diversos idiomas, especialidades también similares y distintas –dirección, actuación, teatro, cine.

Al separarse mis padres, nos fuimos a vivir a Ecuador, donde nació mi papá. Era el año 1975. Yo tenía trece años. En los últimos años del colegio, en Quito, fundé con algunos compañeros un grupo de teatro con el que montamos varias obras estudiantiles. Desde ese momento, el teatro se convirtió en mi espacio natural.

Luego, al terminar el colegio, en 1981, inicié estudios universitarios de filosofía y, al mismo tiempo, ingresé en el teatro universitario. Poco a poco el mundo teatral fue desplazando los estudios formales, hasta que en mi segundo o tercer año de carrera tomé la decisión de entrar en el taller de formación de actores del grupo Malayerba.

Malayerba era un grupo fundado por dos exiliados argentinos, Susana Pautaso y Arístides Vargas, y una auto exiliada española, Charo Frances. Ellos tres fueron mis primeros maestros en esto de dejar de ser uno mismo siendo siempre uno mismo.

Malayerba no solo era un taller de teatro, sino una escuela de formación humana y política para jóvenes. Es decir, no solo aprendíamos a actuar, sino que la participación en el taller comprendía una formación ética y estética. Salíamos a las calles a protestar al tiempo que ensayábamos durante meses cada obra. Era el fin de la dictadura en Ecuador y los grupos artísticos se integraban a los diversos movimientos sociales que participaban activamente en la política. Algunos de los que hacíamos vida en el teatro acudíamos por las noches a reuniones clandestinas para imaginar como cambiar el mundo. Allí aprendimos frases como «Vencer o morir», «Viva la Pachamama», o a correr para que no te atrapara el chorro de agua y te pegara contra un muro. Algunos de mis amigos terminaron presos, otros murieron muy jóvenes.

Con Malayerba montamos, entre muchas otras, La fanesca, El señor Puntilla y su criado Matti, de Bertold Brecht, y Doña Rosita la soltera, de Federico García Lorca. La fanesca es el nombre de un plato de comida ecuatoriana. Una sopa pesada, mezcla de muchos tipos de granos. Fue una versión del país desde la mirada de unos vendedores ambulantes. Esa fue mi primera experiencia profesional como actor. Un trabajo exhaustivo del actor y la máscara.

Pero como la mayoría de los grupos del continente, donde no hay escuela formal de actores, o las escuelas existentes eran una extensión de los mismos actores y directores emergentes, los mismos grupos se convertían en escuela y método de crear y formar. Así, nosotros mismos nos transformamos en mascareros. Los ensayos eran más un laboratorio del actor que un montaje. Trabajamos más de un año en investigar cómo trabajar con máscaras, nos dispusimos a encontrar luego de horas de ejercicios el resorte físico para darle vida a unos personajes enmascarados. Por supuesto, todo ese trabajo se hacía desde la intuición y la experiencia del día a día. Y por eso los tiempos de cada montaje eran extremadamente largos. Había que descifrar el universo entero del autor o el género antes de ponernos a montar la obra.

Este mismo sentido de laboratorio permanente fue el montaje de El señor Puntilla y su criado Matti. El proceso duró más de un año. Pasamos de una actuación donde el cuerpo era protagonista a un trabajo mucho más riguroso de la composición de los personajes. ¿Cómo entender a Brecht? ¿Cómo es ese actor brechtiano? Pasábamos días y días de ejercicios actorales solo para acercarnos a ese universo. Finalmente, llegamos a estrenar la obra. Y claro, ya en ese momento cada uno de nosotros era un especialista en Brecht. Esta experiencia fue para mí la mejor de las universidades.

Con Malayerba logramos viajar a varios festivales de América Latina, por lo que el grupo se fue haciendo cada vez más conocido y solicitado en los encuentros de teatro Iberoamericano. Al día de hoy, tras casi 40 años de existencia, Malayerba, y, en especial, Arístides Vargas, su director y dramaturgo, son referentes fundamentales del teatro latinoamericano.

¿Cómo das el salto a la compañía de Philippe Genty? Una cima del teatro mundial. De paso te casas con Talía Falconi, una magnífica bailarina y coreógrafa, que será fundamental en tu vida y en tus aventuras teatrales.

Luego de seis años con Malayerba, viajé a Francia con la intención de ingresar a la Escuela Internacional de Cine de Francia. Sin embargo, al llegar allí descubrí que no podía concursar porque había superado por unos meses el límite de edad requerido, veinticinco años.

Nuestros días en Paris empezaron haciendo una obra de marionetas en la calle con Talía Falconi, una bailarina ecuatoriana, quien sería mi compañera de vida durante los próximos veinte años. Caminando por Paris vi el letrero de la Escuela Internacional del Movimiento Jaques Lecoq. Yo consideraba que ya tenía una formación sólida como actor. Sin embargo, decidí entrar a la escuela y empezar de cero nuevamente. Talía, por su lado, entró en la escuela de circo Fratellini. Ella ya contaba con una importante formación como bailarina de danza contemporánea, que había obtenido en la escuela de Martha Graham en Nueva York.

Lecoq y su escuela fueron mis segundos maestros. Esta es una escuela especializada en el teatro del movimiento que centra su formación en la síntesis del gesto y la asociación del cuerpo del actor a los elementos y materiales del universo sensible. El actor pone a un lado sus vivencias personales para construir el personaje a partir de pautas y límites físicos, más no psicológicos. De esta forma, el personaje y la teatralidad se construyen desde la asociación o mímesis con la naturaleza, más que con la memoria y las emociones del actor, en aparente contraposición al famoso «método» de la corriente stanislavskiana. Digo aparente porque yo considero que todos los métodos que se enseñan en las escuelas confluyen en un punto, el encuentro con la verdad del actor. En el fondo todo es parte de lo mismo.

La escuela de Jaques Lecoq tiene una duración de dos años y un tercer año elegible. Tuve la suerte de recibir clases con el mismo Lecoq, quien tras su muerte dejó un legado formidable para la formación del actor. Muchas escuelas de hoy se basan en sus enseñanzas como maestro del lenguaje corporal del intérprete. Pero yo diría que, a pesar de que su escuela está basada en el cuerpo y su expresión, su método es preciso y necesario, incluso para el actor frente a la cámara. El actor toma conciencia de la síntesis del gesto. No toda acción física por verdadera que sea, por orgánica que sea, es la correcta al momento de actuar. Lecoq intenta que el intérprete logre una síntesis del movimiento y que elimine de su acción física todo aquello que excede lo que considera esencial. Este principio sirve para cualquier medio expresivo de nuestra profesión. Sobre todo en América Latina, donde tenemos incorporado a nuestro lenguaje verbal la sobrecarga gestual.

Casi a punto de terminar la escuela de Lecoq, hice una audición para uno de los grupos más influyentes del teatro físico en la Francia de 1990, dirigido por Phillippe Genty. Había visto sus espectáculos en los grandes teatros de Paris y me parecía un teatro único en su género. Genty había encontrado la manera de transformar el pequeño teatrito de los muñecos al escenario de los grandes teatros.

Para mi sorpresa, luego de un taller de un mes y una audición de una semana, entré en la selección de intérpretes de su próximo espectáculo. Así, en un abrir y cerrar de ojos, dejé de ser un estudiante y me convertí en miembro de una prestigiosa compañía. Genty fue el tercer maestro en mi vida teatral. El gran mago del espacio escénico. El que transforma la caja en un lugar donde todo es posible. Los sueños son su naturaleza. De extrema exigencia y precisión en cada movimiento y sincronía entre la música y la plasticidad toda.  Con él viajé por el mundo entero a los teatros y festivales más importantes de cada país. A los veintisiete años me sentía viviendo en la cima del reconocimiento y la fama teatral, con escenarios enormes y dos mil personas aplaudiendo paradas delante de mí. Fue abrumador. Esa experiencia cambió mi vida radicalmente. Tomar un avión cada semana de Hong Kong a Sídney, de Paris a Chicago, de Buenos Aires a Tokio.

Todo eso tenía, por supuesto, algo de ilusorio, pues al terminar el show los mismos actores recogíamos y desmontábamos la escenografía en una sala vacía a media luz, una y otra vez. Por otro lado, el trabajo en las giras era agotador. Funciones de martes a domingo, sábados y domingos doble función. La última gira que hice con Phillippe fue en Australia. Estuvimos seis meses recorriendo todo el continente, además de Nueva Zelanda. Yo terminaba las funciones empapado de sudor. En Sídney hacía cuarenta grados a la sombra, y mi trabajo en ese espectáculo era, en lo físico, particularmente exigente.

En ese tiempo nació Miguel, nuestro primer hijo. Así que luego de tres años, un poco cansado de esa intensa vida de aeropuertos, hoteles y escenarios por el mundo, cuando Miguel cumplió un año, decidí renunciar.

El deseo de hacer algo propio junto a Talía se convirtió cada vez más en un imperativo. Ya que era muy difícil nuestra cotidianidad estando yo de viaje la mayor parte del tiempo, mientras Talía trabajaba también para compañías de danza en Francia. Teníamos la opción de quedarnos haciendo malabares para estar juntos o regresarnos. Así que decidimos irnos a Venezuela, el país que había dejado a los trece años, un lugar que para mí era prácticamente desconocido.

Río Caribe: historias de amor y muerte 

Río Caribe, Península de Paria, Estado Sucre. S/F

Un día, por razones familiares aterrizas en un bello pueblo del oriente de Venezuela para pasar unas vacaciones. Y se te ocurre con tu pareja quedarte a vivir allí y hacer teatro en un sitio en el que nunca se ha hecho. Un sitio además de una muy baja media cultural. Y vas a pasar años en ese lugar. Pareciera un poco demencial. Al menos «hipposo». O vaya usted a saber qué. No deja de ser atractivo el sol, el mar, una cierta dulzura y simpleza de vivir, algún reconcomio con la sociedad del espectáculo y el consumo. Pero es raro, en todo caso hacerlo tan radicalmente.

Y así lo hicimos… de Paris nos fuimos a vivir a Rio Caribe, en el estado Sucre, un pequeño pueblo de pescadores del oriente venezolano, lejos de todo. La idea era estar en un sitio que nos permitiera encerrarnos a crear. Habíamos conversado en Francia con varios amigos actores, marionetistas, escritores, para crear una agrupación. En Río Caribe mi familia tenía una casa donde podíamos llegar, por lo menos al inicio. Por otro lado, había un espacio, un centro cultural medio abandonado con las condiciones mínimas para tener una sala de ensayos. En ese tiempo, el Consejo Nacional de la Cultura, siguiendo el modelo europeo, subsidiaba el trabajo de creación, por lo que logramos pagarnos salarios básicos y tener un equipamiento muy reducido de materiales, suficientes para comenzar.

Por otro lado, el lugar nos parecía ideal para criar a Miguel, quien ya tenía casi dos años. Luego de la vorágine de las grandes ciudades, la vida simple del pueblo junto al mar nos alimentaba el alma y el espíritu de la creación.

A Río Caribe llegó también Ana María Vallejo, una colombiana cofundadora del grupo al que llamamos Río Teatro Danza Caribe. En 1995, estrenamos nuestra primera obra, basada en la vida de Armando Reverón. Ana María escribió la pieza, titulada, Juanita en traje de baño rojo

Yo todavía estaba ligado artísticamente a un imaginario europeo, y a pesar de estar en ese pueblo, tan lejos de todo, montamos un espectáculo digno de grandes teatros. Estábamos un poco locos. Efectos especiales, lluvia, pisos que se transforman, música en vivo, etc. Se requería un gran camión para transportar todos esos equipos. Por otro lado, ya se perfilaba en ese trabajo el estilo que identificaría el trabajo que Talía y yo desarrollaríamos en los próximos quince años: teatro físico, teatro danza, danza teatro, teatro de la imagen. Varios nombres podrían darse a toda esa experiencia. En cualquier caso, siempre dentro de lo que podría ser un teatro experimental. Creo que, en todo este tiempo, en muy pocas ocasiones montamos una obra que no haya sido concebida al interior del grupo. Tanto en su escritura literaria como en su creación teatral. Hubo sí muchos colaboradores que hicieron parte en la concepción de las obras.

La originalidad de Juanita en traje de baño rojo le permitió obtener gran éxito de crítica en Caracas, y con ella logramos viajar a varios festivales de América Latina. Más tarde llegaron a Río Caribe el inglés Sean Myatt, mi compañero de la compañía Phillippe Genty, y Felicia Negomireanu, una marionetista rumana. Para los pobladores de Río Caribe ver a esos personajes caminando por el pueblo era como ver a dos marcianos en cholas.

Con el tiempo se fueron sumando otros artistas de todo el país que participaban en la creación de las obras. El proyecto tuvo pleno sentido desde el inicio, incluso con sus contradicciones. Hacer teatro en el sitio más alejado del planeta teatral del país. Poco a poco, la vida del pueblo se hizo cada vez más nuestra. Formamos una escuela de danza y teatro, hicimos teatro con los mismos pobladores, maestros de escuela, trabajadores de la alcaldía, pescadores. Yo siento que en Río Caribe llegamos a conocer la Venezuela profunda desde adentro, mar adentro.

Sin embargo, al mismo tiempo y casi sin darnos cuenta, el pueblo nos fue tragando, como la selva que se traga a sus habitantes hasta desaparecer en ella. Tomás, nuestro segundo hijo, nació en Río Caribe. Él y su hermano mayor aprendieron a usar zapatos solo cuando nos mudamos a Caracas. Hoy pienso que estuvimos allí lo que teníamos que estar, unos seis años, para completar lo que es hoy un período esencial en nuestras vidas. Pero era necesario volver a cambiar para continuar creciendo como pareja y como creadores.

El período que estuvieron en Río Caribe podría considerarse unos de los más ricos en términos de la creación y el montaje de las obras. No había en Venezuela un teatro como ese. Llegaron a tener cierto éxito de crítica y mucha prensa. ¿Cómo fue el trabajo de darse a conocer desde un lugar tan remoto? Sobre todo, tomando en cuenta que partían de cero.

Una de las características de nuestro trabajo es que podemos pasar sin problemas de un estilo a otro. Nunca nos casamos con una sola forma de concebir la teatralidad. Durante el período que estuvimos en Río Caribe creamos Juanita en traje de baño rojo (1995), Bosque húmedo (1997), Violeta (1998), y Celebre especialista sacando muelas en el Gran Hotel Europa (1999). De todo ese trabajo, del que hubo abundantes reseñas en la prensa –quizás por curiosidad, pero también porque la prensa cultural de ese tiempo se interesó mucho en lo que hacíamos– se fue creando como un mito, el de una compañía un poco excéntrica que había dejado Europa para hacer un teatro raro en un pueblo del fin del mundo.

En una época hicimos un taller al que convocamos artistas de toda Venezuela. Vinieron unas veinte o treinta personas que estuvieron varias semanas trabajando intensamente con nosotros. Era una cosa extrañísima en ese pueblo de pescadores, pero que nos fue dando a conocer entre la gente de las artes escénicas del país. Al mismo tiempo, nos esforzamos mucho por mostrar nuestro trabajo en teatros de toda Venezuela, asistimos a todos los festivales posibles e hicimos temporadas de todas estas obras en buenos teatros de Caracas. Algo quedó de ese trabajo, pues cuando regreso hoy a Venezuela, cuando converso con la gente constato que ya en esa época nos habíamos convertido en un referente para el teatro. No éramos, por supuesto, un teatro de masas. Pero en términos de la originalidad y la calidad de nuestra propuesta, sí que habíamos logrado mucho reconocimiento. Todo ello, sumado al carácter «exótico» del proyecto facilitó mucho el que nos invitaran a otros países.

Otro aspecto de ese reconocimiento fue la invitación que recibimos de Héctor Manrique, a comienzos del 2000, para remontar Violeta junto a la Compañía Nacional de Teatro. Manrique vio el montaje del Célebre especialista y quedó encantado con nuestro trabajo, por lo que me propuso dirigir una obra en el marco de su gestión como gerente de la Compañía, que apenas comenzaba. Nuestra propuesta fue remontar Violeta, que era un resumen de nuestra experiencia en Río Caribe. Con ella reinauguramos además el Teatro Municipal de Caracas, que había permanecido cerrado tras un largo período de restauración. A ese estreno vino Román Chalbaud, Isaac Chocrón, Rodolfo Santana y toda la gente del teatro de Caracas. En general, la recepción del trabajo fue muy favorable.

¿Cómo desarrollaron esos primeros montajes? Al menos Juanita en traje de baño rojo fue todo un acontecimiento para la gente del teatro. Una cosa que no se había visto aquí. Y el Célebre especialista fue también un hallazgo, una pieza muy diferente a todo lo que se hacía en el teatro venezolano.

Juanita en traje de baño rojo fue concebido como teatro de imágenes, cuadros que se pueden entrelazar de varias maneras, teatro no narrativo, donde no estamos contando una historia sino una serie de imágenes y situaciones teatrales donde el sentido no está en las palabras, sino en un todo escénico, el movimiento, la música, la palabra, la luz, los objetos, la poética de la imagen. En Bosque húmedo los protagonistas no son los actores, sino el espacio escénico, un bosque de bambúes dónde se generan las historias. En este caso sí montamos una obra íntimamente ligada al cuento, a lo narrativo. Basándonos en relatos de Juan Rulfo, Octavio Paz y el japonés Juro Kara. Este último basado en el libro Las cartas de Sagawa, el joven japonés que mató y devoró a su novia. «El ramo azul», de Octavio Paz, donde un hombre busca un ramo de ojos azules para dárselos a su novia. El hombre deambula por las noches buscando a quién sacarle los ojos. En «Talpa», de Juan Rulfo, Tanilo es un hombre moribundo que busca curarse, por lo que emprende un viaje de peregrinación junto a su esposa y su hermano. Al final muere y la esposa se queda con el hermano.

Al hacer Violeta ya teníamos tres años viviendo en el pueblo y nos volcamos sobre nuestra relación con su historia y su gente. Decidimos trabajar con actores y bailarines no profesionales, con la misma gente del pueblo como protagonistas de la historia. Una joven adolescente se casa con un señor mayor. El hombre resulta ser un farsante y no acude a la boda. La niña se suicida. Participaron nuestros alumnos, los maestros de la escuela, empleados de la alcaldía, algunos actores de Carúpano, pescadores, etc.  Fue un popurrí de la cultura popular de la costa oriental venezolana, teatro convencional, musical de opereta y danza contemporánea. Algo completamente distinto de lo que veníamos haciendo, pero necesario para nuestra relación con la gente de Río Caribe.

El último montaje que realizamos en el pueblo fue Celebre especialista sacando muelas en el Gran Hotel Europa. Creo que ese fue nuestro mejor trabajo en este período. Al menos el más ambicioso en cuanto a la investigación y montaje, que incluyó la filmación –y reescenificación– de las que se consideran las primeras películas del cine venezolano. Nosotros, junto con la Cinemateca Nacional, nos propusimos celebrar los primeros cien años del cine venezolano con un montaje. Algo extraño que el teatro celebre al cine. No obstante, con la ayuda de Manuel, quien en ese tiempo trabajaba en la Cinemateca y fungió como nuestro productor, nos pusimos manos a la obra y comenzamos a sumergimos de lleno en la investigación y en el trabajo físico de los intérpretes con un taller al que vinieron a Río Caribe actores y bailarines del resto del país. Veníamos de hacer Violeta con la gente del pueblo, por lo que en este nuevo trabajo nos propusimos juntar a un grupo de profesionales que desarrollaran en profundidad la relación entre la danza y el teatro, y fundirlo además con un dispositivo de proyección instalado sobre el escenario. El resultado fue extraordinario.

Célebre especialista en el gran hotel Europa (1999)

Si bien la danza-teatro es una corriente que venía en pleno desarrollo en escenarios de muchos países, con todas sus variantes y particularidades, y con artistas que marcaron una época –como la alemana Pina Bausch–, nosotros hicimos nuestra propia versión del género, bastante novedoso además en Venezuela, donde pocos grupos exploraban en esta corriente. Tal vez podría mencionar entre ellos al grupo Dramo, dirigido por Miguel Issa, o las experiencias de la bailarina y coreógrafa Julie Banshley.  

Pero como decía antes, para nosotros el género no era una búsqueda en sí misma, sino que cada tema que nos interesaba desarrollar nos conducía a determinadas maneras de exploración. Podíamos pasar de un teatro de texto, casi tradicional, al trabajo exclusivamente corporal, donde abandonábamos la palabra. Por otro lado, siempre me pareció que lo que hacíamos era para todo público. Por supuesto, el discurso tiene diferentes niveles de lectura, pero a pesar de la abstracción que significa el teatro de imágenes y su vinculación con la poesía, para mí siempre fue importante que lo que hacíamos estuviese también al alcance de cualquier espectador. 

Esto para algunos críticos podría significar una vanguardia. Eso no lo sé, no me corresponde a mí decirlo. En cualquier caso, hacer algo distinto no significa necesariamente estar a la vanguardia de algo. Que era novedoso en el contexto venezolano, sin duda. Que la gente muchas veces salía diciendo que no entendía nada, ocurrió con mucha frecuencia. Que para otros era un teatro no venezolano, también. En todo caso, en algo coincidían todos, venir a ver a Río Teatro Caribe era descubrir algo diferente y, lo más seguro, no te ibas a aburrir. Me atrevería a decir que, incluso para la gente del pueblo de Río Caribe, lo que nosotros hacíamos ERA el teatro o la danza. Pues al no tener otros referentes del arte dramático eso que hacíamos era su normalidad. Pero cuando nos presentábamos en Caracas o en festivales internacionales siempre nos colocaban en eso que llaman teatro experimental. 

Por supuesto que era un teatro experimental, un teatro de vanguardia, de extrema vanguardia a ratos. Entendiendo por tal, y para no enredar, las obras que están más allá del gusto imperante y hacen nuevos planteamientos radicales. Pero sigamos. Vamos a Caracas que es la próxima estación. Allí hacen una cosa también rara, poco común, que se compran una casa y construyen un teatro bastante consistente en el jardín, bastante profesional. No hay otro que lo haya hecho aquí, pero después de Río Caribe todo es posible. Es como si hubiesen trasladado Río Caribe a Caracas. Fueron unos años muy duros para el país, por lo que queda muy poco registro de ese teatro. En las otras artes, el objeto artístico permanece y lo que no se vio ayer se puede ver mañana o en cincuenta años. El teatro, sin embargo, es efímero por naturaleza. Una cosa tan extraordinaria y hecha con tanta pasión como la que ustedes hicieron entre mediados de la década de 1990 y comienzos del 2000 no queda en lo sustancial, pues las obras no se soportan en textos escritos y apenas hay registro audiovisual.

Como les decía, luego de seis años dejamos Río Caribe. Corría el año 2000. El ciclo se había terminado, como todas las cosas esta también tuvo su final. Nos fuimos con una mezcla extraña de sentimientos. Algo de abandono y tristeza, pero también con las ganas de reinventarnos una vez más. Miguel ya tenía nueve años. Y Tomás, que nació en Río Caribe, tenía cuatro. Varios amigos, entre actores, actrices, artistas plásticos, técnicos, creadores, habían dejado su huella y se habían marchado también. Ana María ya tenía unos años que había regresado a Colombia. Talía y yo habíamos pasado por intensos momentos de quiebre, pero seguíamos juntos. El pueblo nos había transformado.

Es difícil decir por qué nos fuimos. Quizás, como dice Talía ahora, en el fondo siempre fuimos nómadas. Todavía hoy la idea de quedarme en un solo sitio me espanta. Cada mañana, al levantarme, salgo corriendo de la cama como si tuviera algo urgente que hacer, así sea poner la cafetera a calentar.

En Caracas conseguimos una vieja casa en San Bernardino pegada a las faldas de El Avila. En la parte de atrás, donde funcionaba un improvisado taller mecánico, construimos un galpón que con los años se fue convirtiendo en un teatro. La casa había pertenecido a unos alemanes que la construyeron inspirados en la arquitectura rural bávara. Así que el espíritu del pueblo siguió con nosotros y el aspecto de la casa, una vez reformada, nunca dejó de tener algo de pueblo. Siempre terminamos arrastrando el pasado. Otra vez la memoria. 

Para adecuar el teatro contamos otra vez con apoyo del Consejo Nacional de la Cultura. Pero, sobre todo, el proyecto fue posible gracias a la colaboración de Gonzalo Denis, mi hermano arquitecto y apasionado escenógrafo de las obras que veníamos haciendo desde que fundamos la compañía; y de Danilo Camagni, un italiano experto en tramoyas teatrales y escenarios, a quien el azar hizo que encontráramos en Río Caribe, donde estuvo varios años con nosotros trabajando en el diseño de la iluminación y cualquier otra cosa extraña que inventáramos. Danilo había dejado Milano para irse a vivir al monte con su familia, cerca de un caserío llamado El Pilar, muy cerca de Río Caribe. Al igual que nosotros, había dado vueltas por teatros de todo el planeta. Ahora Danilo ya no está en este mundo, como no están muchos de los que pasaron por la sala de ensayos, se fueron. Sin ellos nada de esto hubiera sido posible. 

Terra nostra (2001)

El primer montaje que hicimos en Caracas fue Terra nostra (2001), una de las obras más difíciles que hicimos, basada en la novela de Carlos Fuentes. Allí retomamos todo el trabajo de las máscaras, algo que yo había comenzado en Ecuador, luego en Francia y que se completó con un taller que hicimos aquí con Jean-Marie Binoche, el papá de la actriz Juliete Binoche, quien había tenido una relación muy estrecha con América Latina. Esta pieza fue un reto importante porque las máscaras cubrían todo el rostro e impedían el uso de la palabra, el desarrollo de los textos que habías escrito tú, Fernando, y que finalmente debimos proyectar en pantalla y produjo una pieza muy conceptual. Esa obra la invitaron mucho a Europa, donde también fue valorada como algo muy especial.

A los dos años de haber llegado a Caracas y tras el triunfo de Hugo Chávez, Venezuela se convirtió en una bomba de tiempo. Había manifestaciones todos los días. El país se hallaba dividido y los militares tomaron protagonismo político. Era solo cuestión de tiempo para terminar en el caos. Nosotros llevamos todo ese conflicto a un restaurante, y allí creamos nuestro Tarkarí de chivo (2003), que también inspiró la realización de tres cuentos gráficos. Algunos años más tarde realizamos un cortometraje basándonos en uno de esos cuentos y poco después realicé mi primer largometraje basándonos en la obra de teatro.

Apartamentos X (2006), fue un montaje que hicimos en espacios no convencionales. Un grupo de artistas alemanes propuso a varios directores venezolanos intervenir espacios de la vida real para presentar el resultado en el Festival Internacional de Teatro de Caracas. En nuestra propuesta, el público venía en pequeños grupos a mirar lo que sucedía en los apartamentos frente a un centro comercial. Se suponía que la intervención debía mostrar la vida tal como es, y a partir de allí darle a la experiencia un significado particular. Pero nosotros, como casi siempre, hicimos todo lo contrario. Mostramos la vida tal como no es. 

El Temblor de la Sonrisa (2006) fue nuestro primer trabajo dónde los intérpretes-bailarines se movían con un sistema de arneses y poleas. Ver los cuerpos caminar por paredes o volar como marionetas vivas fue impresionante. Hoy en día este tipo de sistemas de movimiento se ha desarrollado mucho, pero en ese momento fue muy original. Además de la forma en que lo hacíamos, sin ningún motor o propulsión que no fuera hecho por nosotros mismos y a la vista del público. Después de haber desarrollado las múltiples formas de sostener un cuerpo en el aire, con sistemas complejos de poleas, cuerdas y manipuladores, nos inclinamos por simplificar el método. En Sueño pelele (2006) y Sueño de golpe (2008) ideamos un sistema de contrapesos donde Talía manipulaba ella sola todo el entramado, sin nadie que la sostuviera. En este caso, creo que fue la primera vez que lo técnico nos llevó al camino del sentido de lo que podríamos comunicar. La semejanza con un ring de boxeo de los contrapesos y las cuerdas por todo el espacio nos condujo al trabajo fotográfico de Paolo Gasparini. Así terminamos utilizando fotografías del mercado de Maracaibo.

Tras unos años, decidimos llamar a Ana María Vallejo –quien se había radicado de nuevo en Colombia– para desarrollar una experiencia inédita para nosotros, montar una obra que no haya sido creada dentro del grupo. Sexo (2010) de René Pollesch, director y dramaturgo alemán recientemente fallecido, nos cautivó al punto de querer hacerla. Así que Ana María se vino a Caracas y, en medio de mi separación de Talía, comenzamos los ensayos.   

Sexo tuvo dos cosas que la hacen resaltante. La primera es que el montaje original, en el que participamos Ana María, Talía y yo, tuvo un gran éxito de público. Creo que nunca tuvimos tanto público como entonces, con entradas agotadas en funciones consecutivas en la sala grande del Celarg. La segunda cosa es que ese montaje coincide con una profunda crisis de pareja entre Talía y yo, por lo que apenas dos semanas después de comenzar la temporada debimos suspenderla. Esa fue la última vez que Talía y yo estuvimos juntos sobre un escenario. Habían transcurrido más de veinte años de vida y trabajo conjunto, y ambos estábamos agotados; por lo que decidimos cerrar finalmente nuestra relación como pareja y el proyecto Río Teatro Danza Caribe como se había conocido hasta entonces.    

México, el cine

Durante ese tiempo en Río Teatro tuviste unas primeras experiencias en el cine, que es algo que siempre te ha interesado. Sin embargo, el cine venezolano y latinoamericano, en general, es algo más bien pequeño, artesanal, por lo que el salto al mundo de las series en el circuito global de la producción cinematográfica ha debido ser como volver a los grandes escenarios de tu primera experiencia europea con Phillippe Genty.  ¿Cómo ocurre toda esa transición en tu carrera?

Después de mi separación de Talía, Río Teatro Caribe dejó de existir. O al menos se transformó en otra cosa después de estar unos cinco años bajo mi única dirección. Talía se fue a México, y desde ese momento cada uno inició por separado su propio viaje creativo. Ella desarrolló un trabajo como solista y coreógrafa. Después de un tiempo allá, con frecuentes visitas a Quito, ahora está de vuelta en Paris.

Yo dirigí tres obras más: Machete caníbal (2011), con textos míos y algunos relatos de la conquista del dorado; Bajo tierra (2013), versión y adaptación de cuatro obras de César Rengifo sobre el tema petrolero en Venezuela; y Ubú (2015), versión mía de la obra Ubú rey, del francés Alfred Jarry.

En estas tres obras volví de lleno al trabajo del actor. Por un lado, tenía todo lo que habíamos desarrollado con Talía en cuanto al rompimiento de la estructura tradicional del teatro y el trabajo de los intérpretes que se movían en la frontera del teatro y la danza. Y por el otro, necesitaba volver a la palabra. El resultado de esa nueva etapa fue sumamente rico en cuanto al desparpajo y libertad con la que hicimos los montajes. Algo que en algún momento se llamó teatro total. En ese ciclo sentí que en nuestro espacio y casa de San Bernardino podía pasar cualquier cosa. 

No sé si haya una frase que permita englobar todo aquello. Yo diría que es algo así como, «murió para volver a nacer». Creo que es eso. Esa Venezuela que yo conocí a mi vuelta de Francia murió. Esa Venezuela ya no existe, pero está renaciendo otra, con la misma gente y con otra gente nueva.

A mediados de 2015, cuando estaba presentando nuestra liberaba versión de Ubú rey, recibí una llamada de Los Ángeles, donde una reconocida directora de casting me pedía hacer una prueba para una nueva serie de Netflix llamada Narcos. En ese momento, Netflix estaba en pleno despegue y en Venezuela, por la difícil situación económica y las deficiencias de conectividad, pocas personas tenían acceso. Se conseguían las película y series en los «quemaditos» de la calle.

Yo había acumulado alguna experiencia actuando en producciones en Venezuela, pero nunca había hecho un casting. Siempre me llamaron directamente porque me conocían. Así que hice las escenas que me pidieron y las envié a Los Ángeles. La respuesta definitiva tardó unas cuantas semanas. Y así como a los veintiséis años mi vida cambió radicalmente cuando dejé de ser un estudiante en Paris para ingresar a la famosa compañía de Phillipe Genty, de pronto me vi rodando una de las series más vistas en la historia de la televisión y el streaming en el mundo.

Y como pasa casi siempre, la cosa llegó sin buscarla. Siempre tuve interés en hacer cine. De hecho, para ese momento ya había rodado un documental, Kueka (2017), un corto de ficción, Blodimery (2012), y tenía un proyecto de largo en desarrollo. Pero jamás me imaginé que recibiría una llamada directa de una productora de Hollywood, nunca lo busqué.

Francisco Denis en La sombra del Catire, de Jorge Hernández Aldana (2023)

Interpretar a uno de los hermanos Rodríguez Orejuela fue un éxito tremendo que cambió mi vida para siempre. En su momento, Narcos fue la serie más vista del mundo. Estreno en Nueva York, alfombra roja aquí y allá, entrevistas en Los Ángeles, etc. Al comienzo lo tomé casi como un juego, o como ganar una lotería. Ser famoso en las calles de México, Los Ángeles, Paris o Madrid, y todas esas cosas que vienen adosadas al éxito mediático cuando eres una figura del show. Fotos, fotos, fotos. Pero el frágil castillo de barajitas se cae al primer ventarrón. El espejismo de Hollywood puede durar algunos meses o años, pero de que es un espejismo, lo es. A mí me duró unos cinco meses. 

Atraído por los cantos de sirena que inspiraron el éxito de Narcos, me fui a vivir a Los Ángeles, conseguí una agencia y un manager, y comencé a hacer audiciones para las grandes producciones. En varias de ellas estuve muy cerca de entrar, pero tenía un gran problema con mi inglés de perro. Entonces, el éxito repentino se fue transformando en otra cosa, y así me tocó volcarme de lleno en el estudio del inglés, hacer muchísimas audiciones para tener oportunidad en los proyectos que se me presentaban. Vivir en Los Ángeles es sumamente costoso si no estás de lleno en la industria, por lo que decidí radicarme en México para concretar algunos proyectos de series que tuve la oportunidad de hacer. En los últimos ocho años no he parado de hacer cine y series para las grandes plataformas de streaming. La mayoría de estos proyectos están diseñados para el consumo rápido de las grandes audiencias. Hay sí, algunos proyectos interesantes y divertidos de hacer. Luego de Narcos (2015) y Narcos México (2018), hice Jack Ryan (2019) y Los iniciados (2023) para Amazon Prime; y Diario de un gigoló (2022), y Las Juanas (2021), para Netflix. En cine, mencionaría dos proyectos importantes de estos últimos años, La sombra del catire, de Jorge Hernández Aldana (2023); y Zafari (2024), de Mariana Rondón.

En 2020 rodé también lo que pensé sería mi primer largometraje, Tarkarí de chivo, escrito a dos manos con mi amiga y cofundadora de Río Teatro Caribe, Ana María Vallejo. Sería muy largo de explicar aquí, pero la película que escribí, co-produje y dirigí fue secuestrada por los coproductores, y posteriormente estrenada sin mi aprobación, con una edición mediocre y de muy mal gusto. Denuncié el hecho a los organismos encargados de la situación y no recibí ninguna respuesta. Hacer un juicio era demasiado costoso, así que dejé el asunto así. Todo muy lamentable. El síndrome venezolano de hoy, el abuso de poder y la ausencia de legalidad. El poder hace lo que le da la gana, porque puede y porque le da la gana.

Ahora mismo vivo con un pie en Ciudad de México y otro en Caracas. Después de diez años sin dirigir teatro, me invitaron a dirigir nuevamente con la Compañía Nacional de Teatro. Esta vez la obra Profundo, de José Ignacio Cabrujas. Fue como siempre he hecho con otros autores, una versión de la obra. Sin traicionar el espíritu de la misma, pero jugando con ella. Una forma de vernos en nuestro tiempo con la obra y con el autor. 

Francisco Denis en Narcos (Eric Newman. Netflix, 2015)

Epílogo
El espacio teatro

Algunos piensan que Río Teatro Caribe no tuvo el reconocimiento que merecía. Que esa propuesta tan audaz e innovadora no alcanzó a tener una proyección acorde a sus logros.  

La verdad todo eso es bastante relativo. Nunca fue una decisión nuestra estar en San Bernardino un poco apartados del mundo, tal como estábamos en Río Caribe. Construimos la sala en ese lugar porque era la opción más factible. Conseguimos una casa donde vivir y trabajar al mismo tiempo, con un terreno lo suficientemente grande para poder construir una sala de ensayo que era lo que estábamos buscando. Sin duda, fue todo un reto. Pero con el tiempo y gracias a las ayudas que en esa época ofrecía el CONAC se fue transformando en teatro. Quizás en Venezuela no haya muchas trayectorias como esta, pero no es así en la historia de los grupos de teatro a nivel mundial a lo largo del siglo XX, donde abundan experiencias de este tipo. Ese espacio nos dio total autonomía y la posibilidad de experimentar a nuestro ritmo.

No obstante, el hecho de que estuviera alejado de los circuitos culturales tradicionales, así como el tipo de teatro que estábamos desarrollando, hizo que nuestro espacio fuera más accesible para un público de iniciados y curiosos. El hecho de hacer las obras que hacíamos: teatro-danza, teatro físico o cualquiera de esos términos semejantes, hizo que la gente de teatro, su público y sus críticos consideraran que nosotros no hacíamos «teatro», sino algo como «danza». Al mismo tiempo, para los críticos nosotros no éramos «teatreros», pero tampoco sabían muy bien en dónde colocarnos al momento de analizar nuestro trabajo.

Al movimiento dancístico, más acostumbrado a la abstracción que a la narración, nuestro trabajo no le extrañaba tanto, pero tampoco sabían muy bien cómo describirnos. Como dije antes, esto que hacíamos era bien conocido en otros lugares –algunos historiadores lo han llamado «teatro post-dramático»–, y no solo eso, sino que era un movimiento que ya tenía generaciones en desarrollo. Quizás el desconocimiento tuviera que ver con un cierto estancamiento estético de nuestra escena teatral y dancística, resultado de la propia crisis y aislamiento del país, o de una tendencia muy marcada hacia un teatro narrativo más tradicional. 

En ese sentido, no fue una elección contar con un público más bien reducido, que no fuésemos «reconocidos» por un público masivo. Simplemente los sistemas de difusión y consumo de la cultura están ligados a las reglas del mercado del arte y al consumo de sus bienes. De allí que, al ser un movimiento de creación experimental estábamos de alguna forma condenados de antemano a vivir en la periferia.

No obstante, hicimos grandes esfuerzos para hacer más pública la sala y visibilizar nuestro trabajo. Algo que ya habíamos hecho durante nuestra etapa en Río Caribe, desde donde organizamos para cada montaje presentaciones en el Ateneo de Caracas y giras por otros teatros del país. También logramos viajar a muchos festivales dentro y fuera de Venezuela. Pero la circulación de un teatro como el nuestro no dependía solo de nosotros, sino de todo un sistema donde a pocos les interesa la existencia o no de una experiencia así.

Al mismo tiempo, hay que decir que en la década de 1990 y comienzos del 2000 el teatro no era una cosa masiva en Venezuela, sino una experiencia concentrada, sobre todo, en un pequeño circuito alrededor del Ateneo de Caracas, que era el centro de la vida cultural del país. Si nuestro arte es efímero es justamente porque el valor de esto está en lo irrepetible. Lo que queda después no es ni siquiera un espejo ni una sombra. Me refiero a la experiencia de estar ahí en el momento. 

¿Cómo vivieron ustedes el desmembramiento de las instituciones de la cultura, el fin del aparato cultural venezolano democrático que les había permitido, como a muchos, trabajar aquí con relativa comodidad?

Todos estos años han sido también muy duros para la creación, que no escapa, por supuesto, a la crisis del país. Al comienzo del siglo hubo un período de renovación de las esperanzas en la sociedad y la cultura. Pensábamos que el país podía tomar un rumbo distinto, más amplio, más incluyente. Pero poco a poco el apoyo a la creación cultural se convirtió en una dádiva a cambio de una contraprestación mal entendida y mucho peor organizada por la gestión del Estado controlada por el chavismo. Más temprano que tarde la cultura también fue presa de la corrupción, lo que hizo estallar el programa de financiamiento cultural y las instituciones que tanto habían hecho por las agrupaciones y la cultura del país. Lo que sobrevino a ese desastre es un profundo desencanto. Toda esta situación se ha prolongado a lo largo del tiempo. En 2014, animado por la posibilidad de desarrollar otros proyectos, yo finalmente salí de Venezuela.

Durante mucho tiempo vivimos con un Estado que era protagonista de todo, que gestionaba, financiaba y apoyaba lo más importante de nuestra cultura. Hoy, sin embargo, la situación es muy distinta. Sin ayudas gubernamentales lo mejor de la creación cultural se produce en la actualidad lejos del Estado.

La idea seudodemocrática y mal entendida de cierta izquierda trasnochada de que «todo el mundo tiene derecho a expresarse y hacer» sin respetar etapas en la vida de un creador hundieron la calidad del teatro venezolano y llenaron las salas con obras de muy poco nivel artístico. Por eso nosotros decidimos –antes de que se acabara el programa de financiamiento a la cultura– separarnos de todo aquello y no recibir más el apoyo del Estado. Luego vinieron todas esas leyes desquiciantes donde podían ponerte preso por cualquier cosa que dijeras. La devastación del sistema cultural previo, el de la llamada «Cuarta República» fue seguido por otro con muy poca incidencia en la cultura. Eso creó en la práctica dos países distintos, uno que funcionaba al amparo del gobierno que terminó imponiéndose al otro que nada tenía que ver con aquel. En ese otro país independiente es donde hoy se producen las cosas más valiosas, es como una especie de resistencia desde la cultura. El cine sufrió muchísimo con este proceso, pues a la aprobación de la reforma de la Ley de Cine (2005) que logró incrementar la producción y elevar la calidad de nuestro cine le sobrevino la debacle. Ahora mismo el cine no cuenta con apoyo oficial significativo, cada quien va por su lado.

¿Crees que todavía podemos hablar de dos mundos en disputa cuando hablamos de Venezuela?

Mi experiencia más reciente en la Compañía Nacional de Teatro, invitado de nuevo para montar Profundo, la obra de Cabrujas, es que antes del 28 de julio de 2024, antes de las elecciones, había como una necesidad de reencuentro de esos dos países, y creímos de nuevo que era posible un cambio a través de las elecciones. Incluso, al estreno de Profundo en el Teatro Alberto de Paz y Mateos se acercó gente que no había vuelto allí en años. Fue un acercamiento maravilloso, además a sala llena. Lamentablemente todo eso retrocedió por el fraude escandaloso cometido por el gobierno y el país del posible reencuentro se cerró. En este momento ya no tenemos un país dividido políticamente, sino un país decidido a no querer eso, pero dominado por una pequeña minoría. Incluso al interior del chavismo se reproduce esa misma lógica de la dominación. Claro, al final del día la gente tiene que vivir de alguna manera, por lo que muchos que decían que nunca más volverían a trabajar allí luego del fraude han tenido que volver. Pero la conciencia es otra. El espíritu de Caracas hoy en día es de «sálvese quien pueda». Cada quien haciendo lo posible para salvarse.  

¿Qué queda hoy de toda esa experiencia, de todo ese mundo vivido a lo largo de casi treinta años en torno a la cultura venezolana?

No sé si haya una frase que permita englobar todo aquello. Yo diría que es algo así como, «murió para volver a nacer». Creo que es eso. Esa Venezuela que yo conocí a mi vuelta de Francia murió. Esa Venezuela ya no existe, pero está renaciendo otra, con la misma gente y con otra gente nueva. Es una Venezuela menos petrolera, menos dependiente de la riqueza del Estado, materialmente muy pobre, donde se hacen las cosas con las uñas, pero se hacen. La gente está haciendo todo lo que puede con lo poco que tiene.

Volver

¿Qué sabes de Río Caribe? ¿Y qué ha pasado con la famosa casa-teatro de San Bernardino?

Hace un par de años volví a Río Caribe, volví a visitar el Centro Cívico, el teatro donde trabajamos hace ya casi treinta años. En aquel tiempo nosotros logramos que la gobernación invirtiera dinero en su dotación, construyera una tarima de madera y tramoya, instalara sistemas de sonido, luces, en fin, lo equiparon completamente. Solo faltaba el aire acondicionado. Pero cuál sería mi sorpresa al llegar allí de nuevo y encontrarme con algo mucho peor de lo que nosotros encontramos incompleto a mediados de 1990. El techo del edificio se vino abajo, se derrumbó, todo ha sido vandalizado, saqueado, y el teatro se encuentra convertido en una ruina. Una metáfora del país.  

Nosotros llegamos a Río Caribe hace treinta años y encontramos una situación muy precaria, en lento proceso de construcción. Hoy estamos en una situación de posguerra, donde la cultura estatal ha quedado para la decoración, la pinturita, el bombillo de navidad. Eso es lo que queda hoy del Estado. Y más allá, todo un país esforzándose mucho.

Por eso me quiero regresar de nuevo. Me estoy proponiendo volver a Venezuela y rescatar la casa y el teatro de San Bernardino, desarrollar talleres de formación en lo que fue Río Teatro Caribe, y desde allá atender mis proyectos afuera.  Es decir, al igual que el país, Río Teatro murió para volver a nacer de otra manera. Ahora mis hijos están grandes y también van a estar ahí. Miguel es historiador y Tomás se ha vuelto un gran acróbata. Talía, que ahora está en Paris, también quisiera volver a hacer algo en Caracas, donde vivió tantos años. Y mi pareja, Samantha, está encantada de volver.  

3 Comentarios

  1. Maria Cristina Capriles

    Fascinante historia,recuento, relato. Un trayecto estupendo. Listo para actuar en esta Venezuela por reconstruir.

  2. Sabrina Rojas Pacheco

    Que maravilloso conocer más de su historia maestro. El universo ama a los pioneros, los excéntricos innovadores. En Venezuela lo esperamos de vuelta con ansias de otra renovación.

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