Luis Miguel Isava: trazas y trazos de la nueva experiencia
Josu Landa reseña ‹De las prolongaciones de lo humano. Artefactos culturales y protocolos de la experiencia› (Pre-Textos 2022), de Luis Miguel Isava (Caracas, 1958). «Esta obra de Isava continúa lo que ya es una tradición crítico-teórica. Sus méritos acrecen el capital teórico reconocible en esa vertiente del pensamiento y de la actividad cultural. Por su parte, sus límites podrían operar como promesas de lo que tal vez advendría, en el caso de seguir labrando ese terreno fértil y bien abonado.»
En 2022, salió con el sello de la editorial Pre-Textos De las prolongaciones de lo humano. Artefactos culturales y protocolos de la experiencia,[1] libro de Luis Miguel Isava que no parece haber sido objeto de la «recepción inteligente» —la expresión es del autor— que se merece.
Isava es un poeta, traductor y teórico venezolano de solvencia intelectual superlativa y este libro confirma, sin ambages, las virtudes que como lector y pensador mostró, por ejemplo, en su libro de teoría poética Wittgenstein, Kraus, and Valery. A Paradigm for Poetic Rhyme and Reason o en su traducción directa del célebre escrito de Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
En esta obra, Isava ofrece una compleja teoría de la experiencia en general —no solo la de cariz estético—, meta para cuyo cumplimiento se ve en la lógica necesidad de elucidar in extenso, con sentido propositivo y pertinente talento especulativo, grandes nociones adscritas a ese campo de reflexión en que incursiona, tales como ‘obra de arte’, ‘cultura’, ‘percepción’, ‘vivencia’ y afines, al tiempo que asume con idéntica solidez teórica su preferencia por tecnicismos como ‘protocolo de la experiencia’, ‘artefacto cultural’, ‘recepción inteligente’, ‘espesor significante’, ‘lectura compleja’, ‘n(e)o objeto”, ‘producción significante’, ‘mirada lectora’ y otros.
Isava piensa con cabeza propia, pero se apoya de manera crítica y creativa en una nómina de pensadores grande, tanto por su cuantía como por su valía y prestigio: I. Kant, F. Schlegel, G. W. F. Hegel, F. Nietzsche, K. Marx, W. Benjamin, M. Heidegger, L. Wittgenstein, H. G. Gadamer, G. Deleuze, J. Derrida, G. Agamben, R. Williams, C. Geertz y bastantes más. Este simple dato basta para percatarse de que Isava tiene toda una vida rumiando la sustancia atingente a su libro, proceso en el cual el diálogo con quienes también lo han hecho por unos 200 años tiene un peso innegable. La obra de Isava se adscribe, pues, a una sólida tradición —concepto problemático en el encuadre de sus afanes teóricos— con la que inevitablemente debe encararse quien examine el asunto de la experiencia y conexos.
La estructura de este libro se articula conforme con dos ejes complementarios: la noción de artefactos culturales y la de protocolos de la experiencia. Todo lo demás, en sus páginas, se mueve en torno a esas referencias, sin que por ello carezca de importancia.
El autor elabora una idea de ‘artefacto cultural’ a partir de una revisión etimológica de la voz ‘artefacto’, colateral a una crítica de la noción tradicional de ‘cultura’. Desde luego, no se trata de una simple adhesión al significado originario de ambas palabras. Lo que Isava hace es procesar esos y otros referentes —en especial aquellos que históricamente han objetado las definiciones históricas de ‘obra de arte’, como Duchamp, y quienes las han repensado, como es el caso de Heidegger—. De ese modo, toma el testigo del movimiento de «cambio de paradigma que se ha hado respecto de la obra de arte: el que se cumple en el desplazamiento de la estética al pensamiento» (p. 39), para proponer su propia tesis: un artefacto cultural viene a ser una entidad —concretamente, algo situado entre la cosa «natural» y el utensilio (Cf, p. 40)—, en la que «se hace obra y opera de manera simultánea […] la cultura» (p. 37). De acuerdo con el autor, «en el artefacto cultural la materialidad se vuelve subsidiaria de su ‘poner en obra’ la cultura» (Ibid.). En la figuración de Isava, «estamos rodeados de artefactos culturales, convivimos a diario con ellos en casi todas nuestras circunstancias sociales, colectivas» (p. 40). Y la forma en que esa ubicuidad uniformadora se supera viene a ser, según Isava, «la mirada crítica» que suscita el «espesor significante» (Cf., p. 40) inherente al artefacto. En consecuencia con ello, la manera adecuada de vérselas con los artefactos culturales no consiste en la procura de su comprensión apropiada, sino en «leerlos en su condición de inscripción de las redes de significación que es toda cultura.» (p. 43).
Isava se aplica, asimismo, en esclarecer lo que entiende por ‘experiencia’ y ‘protocolos de la experiencia’, con la amplitud y la precisión necesarias para que pueda operar como sustento de su tesis acerca de las dimensiones subjetiva y objetiva de todo lo que los humanos «experienciamos» (esta locución verbal es, nuevamente, del autor, quien desestima adrede el verbo ‘experimentar’, de cara a los propósitos teóricos con los que está comprometido). De acuerdo con el autor, «lo que percibimos está condicionado por un complejo proceso de aprendizaje con un anclaje histórico y cultural.» (p. 59). La entidad que cimienta dicho condicionamiento es lo que Isava asume como «protocolos de la experiencia» y que caracteriza como «condiciones de posibilidad de la experiencia» (p. 60), aunque debe quedar claro que no se trata de algo como un apriori trascendental de estirpe kantiana, sino uno «cultural» (Ibid.)
La noción de ‘protocolo de la experiencia’ se la debe Isava a Deleuze y Guattari. Con ella da cuenta de «contextos colectivos y culturales» que «integran experiencias […] a partir de percepciones» (p. 60). Pero esa referencia no obsta para que Isava estipule una definición propia de la voz ‘protocolo’: «…el conjunto de condiciones de posibilidad que permiten delimitar, identificar y autenticar un estado de cosas como una experiencia particular, repetible, inteligible, transmisible» (p. 74). A partir de la esa figuración de los protocolos, Isava deja sentado que, una vez que estos «constituyen y conforman nuestras formas de percibir y hacer mundo, nuestro estar en el mundo; son la red con la que lo atrapamos» (p. 101).
Los protocolos culturales operan, entonces, como lo que el autor da en llamar «archivos de lo sabido» (p. 62): un cúmulo de «determinaciones y condicionamientos» que anteceden y dan pie a la percepción de algo —en especial, se sobreentiende, de cualquier artefacto cultural—. Y el efecto último es la realización de un propósito solo en apariencia modesto: nada más, pero también, nada menos que «aprender a percibir». Se diría que, en el fondo del planteamiento de Isava, late la reivindicación de una creativa pedagogía de la sensación y el sentimiento, vista como promesa de ampliación y profundización de la experiencia: un contrapeso al empobrecimiento de esta cifra de lo humano, sobre el que en su momento alertó Walter Benjamin, cuando observó el proceso de desplazamiento del arte con ‘aura’ por la generación serial de productos artísticos.
Llega el momento de notificar que esa teoría de las condiciones y dinámica de la experiencia solo puede sostenerse sobre el fundamento de una esmerada estipulación de ese concepto, que como es norma en los procederes del autor, pasa por el examen de significaciones sedimentadas en otras lenguas, como el alemán (que, por cierto, domina muy bien). Así, Isava entiende «la palabra ‘experiencia’ […] como un proceso que se cumple cuando un individuo activa las prácticas perceptivas e interpretativas de un colectivo para captar y entender un mundo…» (p. 68). El autor llega a esta definición después del análisis etimológico de la voz alemana Erfahrung (el movimiento de ejercer erfahren: «viajar, atravesar, recorrer, alcanzar»). De lo que se trata, en definitiva, es de «hacer que algo se vuelva experiencia» (Ibid.). No está de más precisar que, entre tales precondiciones en el plano de la praxis cognitivo-exegética humana, el lenguaje ocupa un lugar prominente. En concordancia con el pensamiento de H. G. Gadamer (p. 69), Isava reconoce que, en último término, los sistemas de expresión simbólica —sobremanera, las lenguas— operan como ineludibles protocolos de la experiencia.
A las contribuciones que se acaban de sintetizar en las líneas precedentes, Isava agrega en su libro otras de no menor calado: cuatro secciones en las que pone en práctica lo que ha propuesto en el plano teórico. No se entiende con suficiente certeza y claridad las razones por las que el autor designa a las cuatro posibilidades en las que despliega esa labor como otras tantas «prolongaciones de lo humano». Lo que importa tener en mente es que, como aclara él mismo, se trata de sendos «análisis de algunos artefactos culturales desde la perspectiva teórica de los protocolos de la experiencia» (p. 109).
A partir de la esa figuración de los protocolos, Isava deja sentado que, una vez que estos «constituyen y conforman nuestras formas de percibir y hacer mundo, nuestro estar en el mundo; son la red con la que lo atrapamos»
En lo que hace a la primera «prolongación de lo humano», la de índole verbal, Isava ilustra su doctrina con el examen de la composición «Archaïscher Torso Apollos» («Torso arcaico de Apolo»), de R. M. Rilke, y del poema XXXVI de Trilce, poemario debido al estro de César Vallejo. En la parte de la «prolongación de lo humano» atingente a la visión —la segunda en el orden de aparición en el libro—, el autor fija la mirada en «la contrapartida visual de los [mencionados] poemas de Rilke y Vallejo»: un conjunto de representaciones pictóricas de la montaña Saint-Victoire efectuadas por P. Cézanne y «El gran vidrio, artefacto de Marcel Duchamp» (p. 153). Debido a las complicaciones técnicas inherentes al análisis de cualquier pieza musical, en la tercera prolongación de lo humano, Isava entabla un puntual diálogo con teóricos de la música (D. E. Cohen, de nuevo J. Derrida y F. Nietzsche, R. Taruskin, T. Adorno, D. Milhaud y otros), más que un examen detallado de alguna composición musical. En la cuarta de estas secciones, Isava se detiene a hurgar las entrañas del cine con base en su arsenal teórico. En realidad, en este punto, su objeto real de atención no es tanto el cine en general cuanto lo que denomina «tecnología-cine»: en último término, un modo de producción de artefactos culturales sustentado en procedimientos más productivos que reproductivos (Cf. p. 233). También en este caso, el interés esencial de Isava sigue siendo la transformación histórica de la experiencia y el efecto de los artefactos culturales —el tipo de producciones que, en español, conocemos como ‘películas’— en ese movimiento. Encaminado en esa ruta, el autor asume la observación de N. Burch en el sentido de que las alteraciones de la visión debidas al cine se explican por una suerte de efecto educativo específico y lo hace hasta el punto de sugerir:
«trasponer en ‘escena pedagógica’ [las tesis del estudioso franco-estadounidense sobre el] poderoso proceso de educación, en primer lugar, y luego de convencionalización o naturalización, de las imágenes que el cine llevó a cabo y la consiguiente modificación que impuso en la experiencia visual y el ‘archivo de lo visto’ de una cultura que, aunque situada local e históricamente, tenía la amplitud necesaria como para definir la visualidad de una época (cuya globalización hoy por hoy resulta incuestionable a partir del consumo planetario de los videos)» (p. 248).
No está de más avisar al potencial lector/a de este libro que Isava desemboca en consideraciones como esa, a partir de una copiosa y deslumbrante cauda de referencias filmográficas y crítico-teóricas que los límites de esta aproximación no permiten registrar, aunque tampoco impiden reconocer en toda su fecunda valía.
Esta obra de Isava continúa lo que ya es una tradición crítico-teórica. Sus méritos acrecen el capital teórico reconocible en esa vertiente del pensamiento y de la actividad cultural. Por su parte, sus límites podrían operar como promesas de lo que tal vez advendría, en el caso de seguir labrando ese terreno fértil y bien abonado. Por ejemplo, cabría esperar que, en iniciativas futuras, Isava repare en que toda experiencia es experiencia de algo —eso que, en la escolástica y en la fenomenología husserliana, recibe el nombre de ‘intencionalidad’— y, al hacerlo, dé cuenta de ese ‘algo’ al que habría que reconocer y caracterizar. Quizá estribaría esa operación en la posibilidad de proponer una clara y consistente teoría actual del arte, cuya pertinencia aumenta en la medida en que crecen la confusión y la impostura, con la consiguiente miserabilización de la experiencia —la esperable deriva de un empobrecimiento que no se detuvo en los tiempos en que W. Benjamin lo puso a la vista de todos—. Esa deriva hacia lo miserable experiencial ¿no tendría nada que ver con un potencial empobrecimiento de lo experimentable? Además, ¿podría tener algún vínculo con la retirada de la trascendencia en nuestro mundo (hecho que, acaso podría estar también en la raíz de la extinción del aura en el arte)? ¿Por qué cargar todo el peso de la experiencia en el sujeto en el que acontece y no, en lo que pueda tocarle, en su objeto de referencia?. Vendría bien, igualmente, que el autor bordara más fino en la tela de lo humano: ¿cómo entender lo humano?, ¿qué significa, con suficiente precisión, una «prolongación de lo humano»?. Asimismo, puede venir a cuento poner el foco en la unicidad de toda experiencia, con los problemas que ello comporta de cara a la universalidad de esa dimensión tan relevante de la subjetividad. ¿No convendría fijarse en que las nociones de Erfahrung (experiencia) y Erlebnis (vivencia) se adscriben a los tiempos de considerable vigencia del idealismo trascendental y sus derivados, así como del ‘arte con aura’, lo que supone una impreterible conexión con el ideal del genio (ese ser capaz de conectar nada menos que con la ‘esencia del mundo’ de manera inmediata? Y si esto último conlleva algo de verdad ¿no habría que detenerse a dar razón de las afinidades y distinciones registrables entre la experiencia genial y la del receptor competente educado en asimilar los protocolos que determinan su encuentro con los signos que muestran los artefactos culturales? ¿Realmente este último avatar de la experiencia supera humanamente, vitalmente, a los que le anteceden en la historia? ¿La humanidad del presente ha cancelado las vivencias en aras de la implantación sin fisuras de la experiencia de los artefactos culturales generados en nuestra Modernidad tardía? ¿En el caso de la «tecnología-cine», no estaríamos presenciando una escalada en los dominios de la ilusión, que dejaría atrás la atmósfera de la caverna de Platón (por cierto, A. Badiou, en su curiosa reescritura de parte de República,[2] equipara ese archiconocido topos, a la vez simbólico y geológico, con un clásico cine de los ya casi inexistentes)?…
El hecho de que la lectura de esta obra de Luis Miguel Isava suscite interrogantes como los aquí referidos de manera sumaria es acaso la mejor garantía de que quien se acerque a sus páginas siempre podrá vivir una experiencia por demás gratificante para el intelecto y el espíritu. Es, pues, aconsejable buscar el libro y entablar con él un diálogo a la vez crítico y sereno.
Abril de 2025
Notas
[1] L. M. Isava, De las prolongaciones de lo humano. Artefactos culturales y protocolos de la experiencia, Valencia (España), Pre-Textos, 2022.
[2] A. Badiou, La República de Platón, trad. de María del Carmen Rodríguez, Madrid, FCE, 2013.
©Trópico Absoluto
Josu Landa (Caracas, 1953) es doctor en Filosofía y profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado obras de teoría literaria: Poética (Fondo de Cultura Económica, 2002), Canon City (Afinita, 2010) y los compendios de textos Tanteos (Afinita, 2009) y Ensayes (Eternos Malabares, 2014). En el campo de la ética resaltan sus obras De archivos muertos y parques humanos en el planeta de los nimios (Arlequín, 1999) y Éticas de crisis: cinismo, epicureísmo, estoicismo (Fondo Editorial del Caribe, 2012). Entre sus poemarios, destacan Treno a la mujer que se fue con el tiempo (Arlequín, 1996), Estros: Antología Poética (Monte Avila Editores Latinoamericana, 2006) y Extinciones (Edición del autor, 2012 y 2014). Sus libros más recientes son Anafábulas (UNAM, 2013 y 2014) y Mundo Neverí (Monosílabo, 2018). Su trabajo mereció el Premio Carlos Pellicer de Poesía, en 1996, y la Orden Andrés Bello, en 1997.
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