Inteligencia artificial: sacralización mesiánica de la tecnología
Al observar el entrecruce entre sacralización tecnológica y la actual emergencia de las instrínsecas pulsiones autoritarias de las sociedades modernas, Fernando Yurman (Paraná, Argentina, 1945) dibuja en este artículo un panorama sombrío para la democracia y la humanidad toda. «La tentación de sacralizar mesiánicamente busca nuevas presas y la tecnología es un cebo totalitario, como antes fue la nación o la utopía social. Nuevos pasados y nuevos futuros emergen, no sabemos sus destinos, el mesianismo tecnológico es solo uno de ellos, y no el mejor».
¿Podría Dios crear una piedra tan pesada que él mismo no la pueda levantar?
El Talmud
¿Cómo un sistema político puede coordinarse con la era técnica?
No sé responder. No estoy convencido que eso sea la democracia.
Martin Heidegger. Entrevista póstuma en Der Spiegel
Según acuciosos etnólogos, el dominio prehistórico del fuego no solo permitió la diferencia de lo «crudo» y lo «cocido», que disparó la gloria antropológica de Levy Strauss, también empujó mutaciones empíricas más allá de la organización simbólica. El «cocimiento» transformaba los alimentos, aceleraba la tarea del aparato digestivo: la revolucionaria técnica permitía externalizar parte de la fisiología. El fuego metaforizó «la luz» que inaugura la teología, y luego la Ilustración del Siglo XVIII, incluso el «insight» de los psicoanalistas y otras alquimias del «espíritu». Pero no habría sido solo la alegoría y esplendor que había robado Prometeo, también entregó, mediante el cocido, el aligeramiento que disminuía el estómago y permitía agrandar el cerebro. Fue quizás la garrocha biológica del gran salto antropológico de la evolución.
La agricultura fue la revolución agraciada por los estudiosos clásicos de la evolución. De unos recolectores y cazadores, inspirados en recoger del mismo sitio que sembraban, derivó una pétrea urbanización, nuevos sistemas de poder, la escritura y el comercio, y quizás la esclavitud. Tal vez no puedan diferenciarse los acabados cambios cuantitativos y cualitativos que impuso la agricultura, pero fundamentaron la identidad genérica que desplegó la especie. Esa repentina evolución tuvo novedades tan enigmáticas como el fuego, aunque afectaron con menor notoriedad la fisiología respecto a la cultura, las relaciones y el ambiente. La dimensión fáctica no sobresaltaba esencialmente la especie, cambiaba la herramienta, no el brazo. El progreso ocurría, pero no se buscaba afanosamente como en la modernidad.
En el pasado reciente, la ciencia ficción, envanecida con la vanguardia técnica lograda por el siglo XX, imaginaba un vasto futuro ascendente que ahora es solo archivo y memoria de lo abolido. Hoy, cuando el pasado y el futuro, que siempre se visitaban en el presente, fueron fagocitados por un gran instante perpetuo y aturdido, suceden nuevas mutaciones apenas entrevistas. Este futuro, mucho más cercano, no tiene afinidad con el antiguo porvenir. Curiosamente, la siniestra relación de la ciencia y el totalitarismo, que infamó al violento siglo XX, vuelve a tronar un eco bíblico sobre los límites humanos y divinos del poder.
Todas esas puntadas configuraron un cambio tangible de la especie: ¿pero fue un aumento de sus posibilidades o de la inermidad?
Hace pocas décadas, lo que en la lupa variable de las comparaciones equivale a muchos milenios, la tecnología empezó una notoria transformación del mismo sujeto que la había promovido, tal como hizo el fuego cuando hipotéticamente mutó el cerebro. Esta vez en otra dirección. Las calculadoras electrónicas dejaron una generación progresivamente despojada de la habilidad de multiplicar y dividir, que devino en fósil artesanía mental; la abundancia fotográfica logró duplicar y acercar la escena, pero en desmedro de la creativa memoria histórica que permitía al ayer gravitar hacia el futuro; la comunicación en tiempo real de eventos ordenados por algoritmos, sustituyó la recepción reflexiva, abolió los tiempos largos, y solo dejó el flash de la sorpresa infantil en la pantalla; la velocidad anuló la narración personal de la experiencia, aparte de la literaria y la social, sustituidas por el vértigo invasivo del presente ; la aventura de perderse en la exploración del «flaneur», que guarda también la divagación, el paseo y el misterio «real» de lo incierto, fue sobreseída por los dones adictivos del GPS y las aplicaciones intrusas del internet; la fragmentación electrónica del teléfono crónico desvaneció la demora, las pausas y el arte de la conversación personal. Todas esas puntadas configuraron un cambio tangible de la especie: ¿pero fue un aumento de sus posibilidades o de la inermidad?
La Inteligencia artificial es la nueva presencia de este escenario dudoso, viene rodeada de promesas y amenazas, y resulta imposible recibirla con una mirada neutra. Nos alerta una aprensión traumática instalada. Ya sabemos que aligera muchos procesos médicos, simplifica el universo estadístico, amplía la expectativa científica y facilita el control de riesgos, pero también sabemos que permite manipular elecciones, gestar prejuicios, relatos de conveniencia, e incluso administrar prolijos bombardeos y matanzas de inocentes de los que nadie tiene responsabilidad. Enjambres de armas autónomas dispersan hoy la cadena bélica y la remota impasibilidad cuántica permite a los truhanes políticos despreocuparse de toda referencia ética. Como en las fases más crueles del impiadoso siglo XX, el caos convive con la sincronización, el éxtasis criminal con la pasteurizada masacre cibernética. No hace falta la memoria del fascismo clásico porque ya es actuada, los fantasmas están vivos y no son ajenos a la aparición de esta Inteligencia Artificial, joya de la civilización, que trae ligados el mesianismo y el apocalipsis, como aquellos venerables totalitarismos.
¿En qué consiste el don totalitario? ¿Cómo se entrelaza la tecnología y el poder? Cuando Binet inventó el primer test de inteligencia, y alguien preguntaba qué es la inteligencia se le contestaba lo que mide el test de Binet. Con la inteligencia artificial encontramos aporías y callejones similares, porque no es clara la adaptación que procura la nueva instancia cognitiva, y una definición desde sí misma ya implica un principio de dominación. Los concentrados creadores de la criatura se ven cada tanto sobresaltados por el riesgo existencial de la civilización, profecía que emana del ambivalente éxtasis científico que los inunda. Algunos alertan que un poder de esa dimensión no puede estar en pocas manos, otros creen que su porvenir prescindirá de cualquier mano y generará otra especie sobre el planeta. Todos coinciden en que cada espectro cultural emitirá sus valores en la criatura y que la competencia internacional sin freno no permite ahora a nadie abandonar la sortija. Quizás, presintiendo este temple incontrolado, en el comienzo de siglo XXI Frederic Jameson postuló «hoy es más fácil pensar en el fin del mundo que pensar el fin del capitalismo». Aunque el trepidante desasosiego se parece más a un anarcocapitalismo, y esboza un progreso salvaje con trasfondo mitológico.
La mayoría de las potencias tecnológicas tienen un comportamiento hibrido, laboratorios de vanguardia con apetencias feudales, las pulsiones dionisíacas que promueve Trump en el anestesiado ritmo digital. Todos amarrados a una escalada con norte impersonal y sin brújula. Los administradores actuales de la gestión global, que nunca había sido tan degradada por la ramplonería autoritaria de gobernantes descalificados, transgresores y confusos, no atinan en acomodar una decisión relevante frente a la emergencia de análisis lingüísticos que pueden predecir y manipular la opinión pública.
La democracia, se sabe, respira con lentitud, y a veces tose, mientras la tecnología aumenta velocidad y expande el riesgo. No es ajena a esta condición la disminución vertiginosa del horizonte democrático en todas las sociedades, el aumento corrosivo de la desconfianza social, la pérdida de responsabilidad, el ascenso mesiánico de las teorías, la estampida disfrazada, pero indetenible, frente a la inminencia de una vasta desigualdad. Se siente el temple conspirativo de multitudes acorraladas, porque el mesianismo y el apocalipsis vuelven siempre de la mano. Tres veces por semana tenía el presidente norteamericano reuniones sobre el tema de la Inteligencia Artificial Generativa, indicando el lugar que tiene esta tecnología entre los desvelos encumbrados. La aprensión por eventos catastróficos y la apetencia de nuevos imperios asedian por igual las proyecciones estratégicas.
Es fácil pensar que la distopía ya ha comenzado y parte de ella es que no se nota. En China hay una monumental telaraña de cámaras de vigilancia sostenidas por IA que controlan de manera omnipotente una población que acepta con fluidez ser vigilada. Constituye, aparte de la presagiada por los robots, una nueva especie humana de religión perpetua. Expide la santidad social que siempre practicaron los totalitarismos, una sociedad que teme, se espía y se exalta a si misma. Esa felicidad totalitaria también la promueven los nuevos arrestos fascistas en todo el mundo o los que ordenan los grupos en pobres y ricos de GPU (tarjetas gráficas) o definen pactos y geografías nuevas sin referencias. La anomia tecnológica desata un estado de excepción universal.
El desparpajo de Nicolas Maduro para burlarse de un pueblo entero no es ahora un extravagante cisne negro, resulta la expresión más cabal de tiempos sin coherencia simbólica, sin estado de derecho, arreados por la crudeza desnuda sin otro revestimiento que los infatigables chips. Como un retorno freudiano de lo reprimido, con un pujo impermeable a cualquier malestar de la cultura, las pulsiones más oscuras y destructivas se vuelcan desencajadas en el tejido social. La unificación abusiva de los viejos totalitarismos requería la radio y el cine para licuar de modo homogéneo y religioso el «nacionalismo» de la masa o «el pueblo» unido, mientras el moderno requiere la vasta y absoluta liturgia de las redes digitales. Aquellos totalitarismos se apropiaron ideológicamente de la trascendencia unificante que tenían las religiones, los actuales andan desnudos de relatos y la política es pragmática hasta el hueso, sin referencias simbólicas para una mayoría difusa, seca, profana y sin rumbo.
La IA Generativa preside como una divinidad distante la disolución del pacto humano por algunos opulentos ángeles exterminadores que postulan la historia en una obtusa dirección. La escatología abandonó los espacios celestiales para administrar el planeta y redistribuir los altares de la trascendencia, electrones impacientes de eficacia heredan la abarcante pupila de Mussolini, Stalin o Hitler. Una tensa esperanza en estos poderes trascendentes no tolera la indeterminación inherente a la vida democrática, su rico intercambio de facetas vagas y tropiezos, su disgregación constante, y procura la nueva unidad totalitaria de la sabiduría científica.
La democracia es un obstáculo de esta religión tecnológica que procura comprimir centralmente la inexorable diversidad social. Los parciales y heterogéneos proyectos caen por ello en una épica maníaca. Gershom Sholem, un lúcido sionista de viejo cuño, quizás el mejor estudioso de las oscuras lógicas del misticismo, había advertido contra el mesianismo, una energía que se torna malévola y siempre trae el desastre cuando se la baja a tierra. Esa tentación de politizar el desasosiego metafísico se ha difundido en estos años más que la pandemia y envuelve hoy globalmente las fantasías tecnológicas contra los retos climáticos, y también contra los retos sociales. Sin pasiones trascendentes que entonen la azarosa sociedad abierta y enjuguen la incertidumbre que expide el lacónico temple democrático, nada neutraliza ofertas de las ideales criaturas imaginarias. La postulación de robots como modelos de humanos buenos y eficientes, el anhelo de perfección fáctica, es una extensión de otras criaturas ya probadas en el mito, Frankenstein o el Golem, que siempre acompañaban los ensueños de Prometeo o de los cabalistas mesiánicos; era también de rigor matarlos, como también ocurrió con la computadora de la nave en el film de Kubrick 2001, Odisea del Espacio. El perfeccionamiento apolíneo de lo humano lo expone siempre a su demoníaca destructividad, como ilustra comparar el elegante desfile del ejército nazi a su entrada en Paris con el derrotado ejercito nazi que cuatro años después desfiló en Moscú.
Quizás lo más grave no es el ascenso de la Inteligencia artificial sino el descenso de la humana, la creciente incapacidad para ordenar la realidad profana con autonomía y calculada limitación. El creciente uso de narrativas impostadas, la autorrepresentación de motivos cada vez mas alejados de las experiencias vividas, no deja de afectar el sentido posible que asume la IA más allá de sus virtudes. La desigualdad que determina la tecnología ya derivaba de la misma desigualdad tecnológica, las dependencias y subordinaciones de muchas instancias cognitivas también. La IA parece ser por sus riesgos cualitativos la terminal de llegada de las utopías y distopías que nos acompañaron desde finales del siglo XX. Esta claro que la globalización, cuyos efectos económicos siempre generaron controversia, tuvo mayor eficacia en la cultura, especialmente por la digitalización y la revolución comunicativa. La desaparición de jerarquías etarias, de saberes centrales y periféricos, de ejes históricos centrales y marginales, ha modificado la interrelación de la especie consigo misma, le ha dado una unidad variable que tiende a desdibujar los estados, pueblos y naciones y a reinventar el lazo humano. Muchos conflictos fundadores de larga duración se disuelven en el mapa emergente y alientan nuevas presencias. Esa apertura mayor, plena de posibilidades, es amenazada por esta nueva divinidad que somete a su creador cuando la invoca. Una sociedad que no tolera la incertidumbre y ha perdido la trascendencia que durante siglos le había prestado la religión y luego las ideologías, no logra atravesar la experiencia profana e indeterminada de la democracia. El deslave simbólico afectó también la capacidad de representación política, quedaron limadas las articulaciones, y no hay «pivote» para encadenar el lenguaje social. La capacidad de comunicar creció con la disminución correlativa de sus contenidos relevantes.
Cuando finalizó la Guerra Fría y comenzó eso que fue llamado «el fin de la historia», se desató un espacio vacante que dejaba las democracias sin eje trascendente, la sociedad no tenía determinaciones externas, solo su propio e inasible trance sin finalidad ulterior. El neoliberalismo no fue una apuesta valedera, la despolarización creó nuevos polos y la desigualdad tomó otros nombres. Hubo una suspensión de la continuidad histórica. La Revolución Francesa, uno de los grandes peldaños de la historia europea, dejó de ser universal y la escalera que siempre embocaba en la Comuna y la Revolución de Octubre, se dispersó en la atmósfera globalizante, ya que no solo cambió la dimensión del espacio sino también la del tiempo. Los derechos humanos de aquella historia no tienen peso en China, y no por indiferencia dictatorial sino por diferencia cultural e histórica. La tentación de sacralizar mesiánicamente busca nuevas presas y la tecnología es un cebo totalitario, como antes fue la nación o la utopía social. Nuevos pasados y nuevos futuros emergen, no sabemos sus destinos, el mesianismo tecnológico es solo uno de ellos, y no el mejor.
©Trópico Absoluto
Fernando Yurman (Paraná, Argentina, 1945) es psicoanalista con experiencia clínica y docente en Argentina y Venezuela. Actualmente reside en Israel. Ha publicado, entre otros: Metapsicología de la sublimación (1992), Lo mudo y lo callado (2000), La temporalidad y el duelo (2003), Psicoanálisis y creación (2002), Sigmund Freud ( 2005), Crónica del anhelo (2005), La identidad suspendida (2008), Fantasmas precursores (2010); y las ficciones La pesquisa final (2008), El legado (2015), y El viajero inmóvil (2016).
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