El ‹pathos› del cuerpo, la enfermedad y un malestar en la cultura
Quizás nosotros somos, de cierta perturbadora manera, esa criatura formada por y en el lenguaje, que por diversas vías siempre alcanzamos el mismo desenlace: perder alguna letra de nuestra inefable escritura. Nuestro cuerpo siempre guardará algún sitio que nos conecta con la enfermedad y la muerte, como verdades ineludibles. Y nuestra misteriosa vida siempre transitará un estrecho camino que es el sendero de lo pensado y un amplio camino de lo impensado, y muchas veces, impensable.
«lo que llamamos cuerpo es un trozo de alma
percibido por los cinco sentidos.»
William Blake
Comenzar haciendo distinciones entre el cuerpo y el soma, o entre el pathos y la enfermedad, pareciera ser un ejercicio retórico, sin embargo, resulta interesante hacer la labor de discriminar, poner énfasis y acentos, y que las palabras recuperen su labor de nominar lo esencial, de traducir unidades y fronteras.
Pathos en tanto padecimiento, sufrimiento desde la perspectiva de lo real, inherente al ser humano, derivado o acompañante de nuestra finitud, de nuestro deterioro, de nuestras pérdidas; padecer en lo simbólico, padecer con los instrumentos psíquicos, lugar desde el cual el padecimiento no deviene en enfermedad somática: sería el primer territorio delimitado.
Pero también, y con frecuencia, sufrimos y enfermamos, o viceversa. La enfermedad somática delata entonces un sufrimiento que excede lo simbólico, o bien que lo utiliza en una suerte de vía alterna. La propuesta cartesiana de que en la enfermedad algo no funciona como debería, tiene que ser tomada con cuidado, pues es posible que la enfermedad sea confirmación de una necesidad ontológica, y hasta pudiéramos sospechar que en ella participa una obscura satisfacción: territorio difícil de delimitar.
Luego adentrarnos en las delimitaciones entre «cuerpo» y «soma», este último es territorio biológico no atravesado por el símbolo, zona pulsional, territorio de la vida – la res extensa- amplio territorio no pensado, vivido. Y más allá, el cuerpo que configura una zona profunda y compleja, multidimensional, atravesado de imágenes, de símbolos y de significados: territorio vivido, existido y pensado. «Cuerpo del cual casi nada conocemos» (J.Guir). Este cuerpo de varias caras, como lo sospecharon los antiguos, alberga otros cuerpos: por una parte, el biológico – que quisimos nominar soma- luego otros cuerpos más «sutiles», tales como el cuerpo imaginado, el cuerpo erógeno y el cuerpo simbólico, revestidos de significaciones e imágenes desde «lo psíquico» que los habita -la res cogitans-, y luego el cuerpo significado desde la otredad psíquica y cultural que lo observa y lo delimita en el tiempo y en el espacio: cuerpo colectivo. Cada cuerpo contenido en el otro, envolviéndolo y a su vez siendo envuelto. En este punto, parece que nos movemos en el dualismo mente –cuerpo, que tanto ha dominado de una u otra forma cualquier aproximación al confusamente llamado fenómeno psicosomático. Podríamos recordar a Freud (1938), quien en su segunda hipótesis nos asombra ante el postulado que considera que lo genuinamente psíquico es precisamente inconsciente, y que será interpretado como soma cuando pasa a la consciencia privado de significado. Es decir, Freud toma un interesante camino para la superación de los dualismos: lo somático es en sí mismo psiquismo inconsciente. Y el psiquismo es, en un principio, Soma. También hay que recordar su postulado: «el primer Yo es un Yo corporal». Esta puede ser una buena vía para evitar monismos o dualismos que mutilen o subordinen a una de las partes en cuestión. Como afirma P. Marty: «el hombre es psicosomático por definición, ya que une a la vez el cuerpo y el espíritu… por definición psicosomático quiere decir humano».(21) O como dijo con tanta anticipación y belleza, el poeta William Blake (1790):
Las aproximaciones al fenómeno psicosomático, históricamente, se han ido configurando desde diversas perspectivas, por lo general dualistas, donde los llamados procesos orgánicos y su correlato fisiológico son «influenciados» por la dinámica psíquica, y a su vez, esta se afecta por los procesos orgánicos. La psique ha sido puesta ahora a actuar en el escenario cerebral, como en la antigüedad se colocó en el corazón o en el timo. La observación de que eso que llamamos relación mente-cuerpo se pone de manifiesto en cualquier perturbación física o psíquica, aunque con diversos grados de intensidad, es tan antigua como la humanidad. Pero esa inasible influencia queda atrapada en la observación del fenómeno, dejándonos con una escasa o nula capacidad de explicación o comprensión del mismo; quizás porque el fenómeno somos nosotros, paradoja de todo el quehacer científico que escapa a las categorías físico-matemáticas.
Los primeros autores que intentaron aplicar alguna rigurosidad científica a tales observaciones (F. Alexander, H. Dunbar, etc.) quedaron atrapados en la descripción, que, si bien por un lado resultó valiosa, en tanto intento de reunificación, por otro lado, trabó la posibilidad de dar sentido y profundidad al hecho somático. Quedamos tomados por la descripción de personalidades coincidentes con conocidas enfermedades, los asmáticos son de tal manera o los hipertensos de otra; para luego decepcionarnos al encontrar una bacteria que causa las gastritis o un desarrollo autoinmune en la artritis o una condición alérgica en el asma. Asimismo, las enfermedades consideradas psicosomáticas podían ser contadas con los dedos, quedando fuera el resto de patologías llamadas propiamente somáticas, a cuyo entendimiento no se intentaría acceder. La somatosis retornaba entonces al «soma» de las explicaciones superficialmente causales, vacías de significado y sentido, por tanto, desprovistas de psique, carentes de un verdadero «cuerpo» de conocimiento. Para Guir, la medicina psicosomática ha sido «la concesión- labios para afuera- que la ciencia médica ha hecho al espíritu que había sido relegado al desván de las patologías que han escapado a su control».(10) Por otro lado, de manera complementaria, aparecen con vigor las explicaciones orgánicas como causa de las patologías mentales, y estas pasan a ser consideradas territorio puramente biológico, enviando de nuevo al desván el fenómeno del sufrimiento humano en toda su complejidad.
El Habla del Cuerpo
Ahora bien, el tema de lo psicosomático puede perfilarse dentro de una perspectiva analítica, a través de la cual se privilegie rastrear significados e intentar leer entrelíneas la singular escritura corporal. Lacan toma al cuerpo como una superficie de inscripción. Por otro lado, se trata de ubicar los conflictos no como sucesión precisa de acontecimientos, sino como dramas atemporales, más semejantes y cercanos a mitos que a historias médicas, asunto que habían venido haciendo las psicologías llamadas profundas. Tal postura contribuiría en la aproximación a la enfermedad como fenómeno total del ser humano. La enfermedad nos habla directa o indirectamente del ser que la padece. Que el habla sea para un interlocutor o para sí misma, son posibilidades. Que el observador se convierta en dialogante es otro asunto. Ya Freud (1915) nos señaló al órgano hablante y Chiozza, en Los afectos ocultos, nos puntualiza que se habla con el órgano a través de una alteración somática perceptible o a través de una sensación somática. Por ese camino se llega a la complejidad de que el órgano puede actuar como instrumento del sujeto para expresar lo no expresado y/o inexpresable por otros medios; o el órgano mismo habla en su lenguaje, desde su clave de inervación, pero cuya traducción es aún más difícil pues «habla desde lo que no habla». En fin, que el cuerpo puede intervenir en la conversación, ya sea como cuerpo imaginario, como cuerpo erógeno o como soma. O puede presentarse en un monólogo.
Desde el cuerpo imaginario nos llega el lenguaje de la somatización histérica, que en expresión de Sami-Ali viene a ser «somatización de lo figurado», la histeria, sabemos, no trabaja con la realidad corporal sino con su elaboración fantasmática, pero conservando su calidad simbólica, donde el conflicto o sufrimiento psíquico, al fracasar la represión, es «convertido» en disfunción corporal, la cual puede ser leída como metáfora. El conflicto y su manifestación sintomática pertenece a la organización edípica y a un erotismo predominantemente fálico-genital.
Si nos adentramos en el cuerpo poblado de zonas erógenas – superficiales o misteriosamente profundas-, desde el ámbito de las claves de inervación donde los afectos transitan convirtiéndolas en fuente y objeto de excitación, o agente de expresión, desde allí aparecen otras manifestaciones somáticas que conservan incipientes formas de simbolización, el cuerpo sufre a medio camino entre lo simbólico y lo somático, con su enfermedad expresándose, aunque de forma literal; allí estarían las clásicas somatizaciones de piel, las cefaleas, el asma, la hipertensión, las colitis, las gastritis, etc., susceptibles de ser traducidas bastante literalmente por el observador, y a veces, inclusive, por el afectado. Estas corresponderían a las que P. Marty (1992) ubica como desorganizaciones somáticas frenadas por «un primer sistema de fijación», las cuales, generalmente, evolucionan por crisis y suelen ser reversibles. Este mismo autor plantea que la desorganización del aparato mental, en tanto desorganización de su capacidad de representación, origina una regresión que da paso a enfermedades somáticas que intentan frenar la posibilidad de desorganizaciones más profundas.
En fin, que el cuerpo puede intervenir en la conversación, ya sea como cuerpo imaginario, como cuerpo erógeno o como soma. O puede presentarse en un monólogo.
En este camino, que puede ser visto como regresivo por algunos, desde el «anonimato del cuerpo profundo», como lo denomina Sami-Ali (18), desde el soma hacen su aparición las somatizaciones más severas, de índole regenerativo o degenerativo, como los cánceres, las enfermedades autoinmunes o la diabetes, desde allí el pathos ya no es convertido en algo traducible, sino que es vivido como enfermedad. Territorio de lo vivido, de lo impensado e impensable, como señalé al comienzo. Dice Chevnik (1998): «el cuerpo se vuelve soma y es mero lugar de descarga (…)situación de extraterritorialidad con respecto a lo psíquico».(3) El individuo que sufre en estos casos no ha dialogado con su sufrimiento, no lo ha reprimido ni metaforizado, y es posible que termine haciendo uso de una inversión de términos, sufriendo por la enfermedad y desmintiendo que la enfermedad misma dé cuenta de su propio e íntimo sufrimiento. Podríamos hablar de una especie de alineación de sí mismo. Punto de conexión con las formulaciones teóricas de D. Liberman (1982) quien afirma que en el individuo con predisposición psicosomática el Yo permanece ajeno a su interioridad tanto corporal como psíquica (13), entonces el cuerpo se mantiene no representado debido a una relación madre-hijo que fracasa en las funciones de sostén y reverie, de tal forma que el cuerpo queda exiliado en el ámbito del No Yo y pasa a ser el depositario de los aspectos sufrientes. Para Liberman, la condición psicosomática no es un sitio a donde se llega en regresión, es un modo permanente de estar en el mundo; esta aproximación también se cruza con la visión junguiana del cuerpo como sombra.(2)
Un elemento común en las teorías sobre psicosomática, es que de diferente manera o por diversos caminos el individuo se encuentra en una condición en la cual su experiencia vital, en tanto totalidad real, imaginaria y simbólica, queda constreñida, fragmentada, y despojada de sentido para sí mismo. ¿Por qué me pasa esto a mí? –es la pregunta.
¿Y el malestar en la cultura?
De nuevo estamos los occidentales en las primeras décadas de un milenio que coincide con la caída de todas las ilusiones colectivas, las convicciones, las ideologías redentoras se derrumbaron frente a nosotros y, de nuevo, estamos en una encrucijada obscura donde la cultura prodiga poca contención a nuestro derrumbe colectivo. Esta época que hemos dado en llamar posmoderna tiene también sus correspondencias con otros períodos de la historia de Occidente donde el mundo conocido y seguro, lleno de certezas, se vino abajo y el cuerpo colectivo quedó huérfano. Otras épocas han sido en cierto sentido similares a esta, aunque parezca un artificio conceptual. Otros grupos humanos han conocido esta orfandad.
El andamiaje cultural que, como Freud (1930) afirma en su texto El malestar en la cultura, nos brinda la posibilidad de soportar los avatares del cuerpo, de la naturaleza y de las vicisitudes de las interrelaciones humanas, y de esa forma ayuda a suavizar el sufrimiento que nos amenaza, también sufre vaivenes, hallazgos y demoliciones, los cuales terminan por ejercer sobre el individuo beneficios o perjuicios. De esta dialéctica, por supuesto, no escapa el cuerpo, marcado indefectiblemente por la preeminencia del lenguaje; espacio donde lo social y lo cultural ejercen una impronta esencial.
La cultura aporta significado y sentido a la existencia humana, al individuo lo provee como una madre suficientemente buena de un asidero que le traduzca y re-signifique su experiencia. Es entonces, en este marco referencial de la nueva crisis de Occidente que inscribimos esta pretensión de ver en nuestras manifestaciones de sufrimiento o enfermedad la impronta cultural milenarista y posmoderna.
Ya han sido señalados por diversos autores la aparición o acentuación de ciertas patologías, nuevas posturas ideológicas, nuevas sexualidades, todo aparentemente nuevo. Esas manifestaciones parecen mostrar en diversos grados la emergencia de síntomas que nos remiten a la condición narcisista, y precisamente en este sentido destacan las adicciones, la patología borderline y las inefables patologías psicosomáticas. Me resulta curioso encontrar características similares entre las descritas por Liberman en torno a las madres de los individuos sobreadaptados cuya condición responde a su modelo psicosomático, y las características que colectivamente ostenta nuestra cultura. Manteniendo discreción en los paralelismos psicológicos y sociológicos, me parece interesante el ejercicio de buscar en los imperativos sociales los signos de una función materna insuficiente y caótica, concomitantemente al eclipse de la función paterna que podríamos asimilar a la caída del soporte ideológico. La cultura parece fracasar en organizar sistemas ideológicos -supra estructurales según la vieja terminología marxista-, estructuras coherentes que contengan el monto de angustia colectiva. En su lugar va a privilegiarse la inmediatez del signo externo, a falta de líneas estructurales internalizadas que otorguen solidez y coherencia al cuerpo social. Como la cultura misma pierde su tridimensionalidad, se hace en sí espacio virtual, deja de ser un útero continente y arroja al individuo al espacio bidimensional, y en ocasiones hasta unidimensional, donde intenta construir la realidad en base a categorías visuales y auditivas privilegiadas por las eficientes tecnologías de la comunicación, perdiendo así categorías esenciales de espacio, tiempo y profundidad, de tal manera que el cuerpo termina siendo la imagen plana de la publicidad o las figuras efímeras y desechables de aplicaciones como el TikTok. El cuerpo individual es sólo lo que aparenta ser, vacío de profundidades y de significados. Ese cuerpo no envejece, se halla atrapado en la ilusión de un tiempo sin discurrir, de un tiempo congelado, proclive a la magia de las cirugías u otras intervenciones «estéticas». La hegemonía del cuerpo singulariza la paradoja de su despojo. Así como en el cuerpo del niño sobreadaptado están depositados los objetos persecutorios que no pueden ser contenidos por la madre insuficiente, asimismo, el individuo actual se persigue con las dietas, ejercicios, meditación, mindfulnes, «vida sana», entre otros, que le otorgan la ilusión de estar a resguardo del tiempo, las limitaciones y las condiciones concretas de la existencia.
En concordancia con las ideas que vengo exponiendo, se da el hecho de que, al cambiar las condiciones de vida familiar, los niños son precozmente ingresados al sistema escolar y además de esa exigencia se suma la multiplicidad de actividades a las cuales son sometidos, que se traduce en una vivencia maníaca del tiempo; como lo llama Liberman: «tiempo de acción, horizontal y omnipotentemente extendido» que ignora o desdeña el tiempo de ocio y de juego. Resulta obvia la progresiva desaparición de la interioridad propiamente humana, de la intimidad, sustituida por la acción, la inmediatez y el aparente logro externo.
Por otro lado, la sexualidad -en oposición a la represión de épocas anteriores- es en apariencia exaltada, pero paradójicamente despojada de significado quedando reducida a puro exhibicionismo o a satisfacción inmediata. La sexualidad queda atrapada así en un cuerpo sin pathos, en la desnudez impúdica de la ausencia de vestimenta simbólica. Curiosamente, apareció a finales del siglo XX la gran plaga del SIDA, a través de la cual aspectos de la sexualidad se convirtieron en estigma y donde la presencia en sangre del HIV se configuraba como una particular señal de identidad. En este sentido, Chiozza (1997) hace un inquietante desarrollo teórico en el cual asocia al SIDA con los conflictos actuales en torno a la pertenencia y a la identidad, relacionados con lo que hemos venido señalando en el campo de la familia y de las nuevas relaciones sociales. Afirma Chiozza:«la infección por HIV impide cumplir con el mandato heredado de ejercer la función de reconocer lo familiar y discriminarlo de lo extraño»(5) puesto que afecta directamente el sistema inmunológico, haciéndolo deficiente para cumplir su misión de defensa ante lo extraño. Algo similar ocurrió hace unos pocos años atrás durante la pandemia del Covid 19, se nos ubicó también en la situación de estar identificados ya sea por la presencia positiva del virus en la sangre, o por la aplicación obligatoria de la vacuna, además de los rígidos controles estatales, en relación a unificar las conducta de aislamiento y prevención. Esto nos remite a la globalización y a la masificación progresiva de la cultura, la cual apunta a una desdiferenciación y a una pretendida tolerancia extrema ante lo extraño; circunstancia que nos hace recordar a los niños descritos como psicosomáticos, quienes no muestran las esperadas angustias ante el extraño. Sin embargo y en contradicción a esto se despierta en el mundo el fantasma de la intolerancia y del racismo.
Todos estas reflexiones me llevan a pensar en el pasaje del mundo antiguo a la edad media, allí también un mundo entero se vino abajo, categorías de pensamiento fueron borradas, dioses antiguos fueron masivamente reprimidos y transformados en demonios, instrumentos para el entendimiento de la realidad se desmoronaron, la orfandad se tradujo en un masivo distanciamiento del cuerpo y una exaltación del espíritu. El psiquismo en ese entonces, se despojó de cuerpo y este devino en recinto de los demonios; adquirió ese cuerpo sufriente un protagonismo alternativo con las prácticas de mortificación y flagelación, que en la actualidad, pudiéramos apreciar en las anoréxicas una versión de los famélicos flagelantes medievales, al igual que la mortificación del cuerpo en los asiduos extremistas de los gimnasios y de todo tipo de intervenciones somáticas «embellecedoras». Aquellos ofrecían sus delirios a un Dios único que se había corporizado y se había sumergido en el pathos de lo humano, y en consecuencia había colocado a la humanidad en el precipicio escatológico del final de la historia. En los tiempos actuales, de nuevo se pretende vislumbrar el final de la historia, pero sin las extraordinarias visiones de Juan en Patmos. Hoy día, las mortificaciones son ofrecidas a un dios virtual cuyo cuerpo se crucifica en las vallas de la autopista o en el fluido incesante de imágenes en las redes sociales. Ese cuerpo flagelado, famélico, lleno de pestes y plagas, no se halla ubicado a tanta distancia de nuestras actuales pesadillas corporales.
Quisiera concluir haciendo un breve comentario sobre la inquietante leyenda judía del Golem –a la que Borges dedicase más de un pensamiento y hasta un poema-. La palabra Golem quiere decir materia amorfa y sin vida. Así se habría llamado a un supuesto hombre creado por combinaciones de letras que un rabino cabalista de la Europa central descubriera siguiendo una antigua fórmula, de tal manera que le habría conseguido darle vida. Este ser tenía inscrita en la frente la palabra EMET que significa verdad. La leyenda tiene diversas vías para llegar al mismo desenlace: el golem perdería la primera letra por lo cual la palabra se convertía en MET, que significa muerte. Con esta maravillosa alegoría quiero terminar estas disquisiciones. Quizás nosotros somos, de cierta perturbadora manera, esa criatura formada por y en el lenguaje, que por diversas vías siempre alcanzamos el mismo desenlace: perder alguna letra de nuestra inefable escritura. Nuestro cuerpo siempre guardará algún sitio que nos conecta con la enfermedad y la muerte, como verdades ineludibles. Y nuestra misteriosa vida siempre transitará un estrecho camino que es el sendero de lo pensado y un amplio camino de lo impensado, y muchas veces, impensable.
©Trópico Absoluto
Referencias
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Ana María Hurtado (Caracas) es poeta, escritora, ensayista, médico psiquiatra y psicoterapeuta, egresada de la Universidad Central de Venezuela. Ha colaborado en diversas revistas y páginas literarias, de arte, psicoanálisis y de psicología junguiana. Ha publicado: La fiesta de los náufragos (Editorial Diosa Blanca, 2015) y El beso del arcángel ,en coautoría con el poeta colombiano Leonardo Torres (Oscar Todtmann Editores, 2018).
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