Bailar como jacobino: Rafael Sánchez, una genealogía del poder
«El trabajo de Rafael Sánchez ofrece desde la antropología política un marco teórico distinto al de las aproximaciones consolidadas del republicanismo venezolano, invitándonos a repensar nuestra tradición institucional. Después de leerlo, se hace necesario volver a imaginar otro republicanismo, uno que, sin pretender superar el modelo bolivariano, pueda recolocarlo en otro lugar. Ciertamente hay muchos esfuerzos desde la historiografía rescatando otros modelos, pero quizás hay que ver cómo se adecúan a las demandas del presente en el que vivimos.»
La fuerza de la crítica
Una obra de investigación es siempre más que un texto, cuando sale del parámetro convencional del ejercicio empírico al que se le destina como simple documento de conocimiento. Incluso, cuando la verdad que encontró ya ha quedado en desuso por otros trabajos que la desmienten, su supervivencia se muestra en otros aspectos, pues también es un lenguaje, una manera de ver el mundo. Tiene de hecho cuerpo en sus letras, heridas en sus espacios en blanco, cicatrices de distinto calibre entre cada uno de sus párrafos y, sobre todo, tiene un modo particular de experiencia que va más allá del fetiche cientificista que ha querido sustituir sin mayor problema la lógica propia del trabajo solitario entre libros de las ciencias humanas y sociales por la lógica del experimento en laboratorio, hecho de hipótesis para comprobar y de objetivos a definir.
Al investigador, sobre todo al que se atreve a ir más allá, siempre lo mueve descubrir algo imprevisto que genera el acontecimiento de una nueva interpretación, en la que se ve por cierto él mismo implicado, afectado y moldeado. Se trataría, si lo pensamos bien, de una búsqueda transformante, tras la cual no basta regodearse con el mero trabajo de archivo erudito, con la fría recopilación de datos; nada más lejos, de hecho, a su genuina tarea que eso. Por el contrario, se hace necesario en el investigador conjugar una serie de operaciones intelectuales, entre la cuales se encuentra el uso de un estilo convincente, que no rehúya de cierto placer estético y de cierta apuesta de tono, o el esfuerzo reflexivo, entre preciso y controversial, en el que la discusión teórica sirva para proveer conceptos que identifiquen mejor la realidad descubierta, el hecho analizado o descifrado.
A la hora de pensar la obra Dancing Jacobins. A Venezuelan Genealogy of Latin American Populism (Fordham University Press, 2016) de Rafael Sánchez, quien tristemente nos ha dejado este año, me asalta una cantidad de consideraciones sobre su apuesta que tienen esta dimensión de la que vengo hablando. Por algo el historiador británico J.G.A. Pocock, siguiendo a Sheldon S. Wolin, hablaba del «teórico épico» como aquel crítico auto-consciente de sus movidas para cambiar un lenguaje político del pasado. Y es que, salvando las diferencias, creo que esta gran obra tiene algo de eso; el término de hecho apunta a un aspecto clave a la hora de valorar trabajos de crítica, no sólo en su dimensión investigativa, sino también creativa: una movida consiste tanto en trabajar con materiales de otro tiempo, como de abrirlos, de ponerlos a jugar y a operar de una manera muy distinta a las formas como se venían usando.
Lo mismo se puede aplicar a otras ramas del saber, tomando en cuenta de nuevo las distancias disciplinares. Consideremos por ejemplo a Guillermo Sucre desde la critica literaria, por sólo hacer mención de un caso, quien, valiéndose de sus lecturas de Borges, descubre por primera vez el anacronismo literario como un elemento articulador en la poesía de Ramos Sucre, hecho que hasta ahora nadie había visto en el poeta de Cumaná.
Podríamos así hacer una distinción, sabiendo de las notables diferencias, entre este tipo crítico «épico», aunque incomode un poco el adjetivo por su espesor romántico, y lo que llamaría como simple crítico practicante o aficionado. Mientras el primero se define por proponer una lectura que abre una visión distinta sobre una obra o contexto, el otro más bien repite lo que se ha dicho ya, sólo que con palabras más atractivas o a la moda. Si uno puede ser silencioso, desconocido y soberbio, a veces con escritura algo difícil o poco convencional; el segundo, por lo general, pasa por ser vanidoso, amigable, con estilo transparente, experto en la autopromoción en las redes y “contactos”; claro, siempre hay excepciones que contradicen la regla, y más en estos tiempos.
En cualquier caso, temo que Sánchez entra en la primera gracias a su libro Dancing Jacobins, aunque quizás para un público venezolano disgregado en el mundo y habituado a entender la situación desde las redes o las cadenas periodísticas internacionales, sea visto más bien como un tratado medieval: primero, porque su obra no se ha traducido al castellano todavía, y, segundo, porque cuenta con un amplio bagaje de lenguaje teórico, que bien pudiera ser considerado para cierto lector como «oscuro», en caso de no conocer su fina y trabajada apuesta.
Una danza marmórea
La principal tesis de su libro es que, a lo largo de la historia nacional, ha sido recurrente la práctica de ejercer poder en lo que llama «gubernamentalidad monumental». Desmarcándose de las lecturas apologistas del populismo que lo ven como una mera técnica discursiva para construir hegemonía, tal como vimos con Ernesto Laclau, Sánchez nos muestra que ello tiene una base histórica nacional, que evidencia por lo demás su arraigo cultural en el Estado-nacional. Por otro lado, y a diferencia del corte histórico que ciertos lectores de la biopolítica han querido trazar desde un principio estructural que caracteriza a todo Occidente, Sánchez nos muestra un giro poscolonial en este ejercicio de gobernanza, en el que no sólo se actualiza de manera radical la vieja soberanía nacional, sino que además se da un reacomodo y una re-legitimación de manera extrema en los contextos periféricos[1]. Así, la figura tutelar de un modelo casi colonial de Estado, se revive con la presencia personalizada del líder en una curiosa negociación, en la que bien puede absorber cierta dimensión de las políticas y técnicas de control poblacional de la vida liberal (higiene, salud, educación), a costo de suspender o negar los aportes del liberalismo político en derechos económicos, sociales y culturales, sin obviar ciertos procesos de fiscalización de algunos contrapoderes, o formas de hacer política institucional bajo partidos políticos, tan denostados por algunas perspectivas de avanzada.
En ese sentido, lo que Sánchez entiende como «gubernamentalidad monumental» es una forma de gobernar teatralizada en el que se absorbe el cuerpo social de la voluntad general del pueblo en el cuerpo individual del líder del momento. Dicho de otra manera: se personaliza carismáticamente la masa. De esta manera, las nuevas técnicas de gobernar la vida, tal como propuso Michel Foucault en sus cursos de 1976 del Collège de France, y que empezaron a darse en la modernidad a partir del siglo XIX, en el caso venezolano (como seguramente en otros casos latinoamericanos y poscoloniales) se aliaron de modo suplementario a formas soberanas de autoridad donde la sobreteatralización del espacio público cobró una dimensión predominante[2].
He ahí la raíz de la tradición populista en Venezuela, visto no como teoría del cambio democratizador (del «otro» popular que la sociedad elitesca no ve), sino, por el contrario, como una práctica bien material e histórica que se entrelaza con nuestra tradición republicana en su modalidad clásica o plebeya. ¿Acaso esas no son las bases por las cuales el teórico positivista Laureano Vallenilla Lanz fundaba su noción de «Gendarme necesario» siguiendo al Bolívar de la constitución boliviana? De modo que el populismo, insisto, ni es tan novedoso, ni tan marginal. Es más, sirvió tanto para construir nuevas élites, como para mantenerlas en el poder por mucho tiempo, degenerando la democracia y, quizás por eso mismo terminó siendo tan peligroso, considerando su recursividad, la fuerza de su hábito, el tamaño de la adhesión que propicia.
Hay así, siguiendo la propuesta de su libro, una dimensión performática y mimética del poder que lamentablemente muchos teóricos de esta práctica no vieron. En la personalización que encarnaba el líder, según Sánchez, hay un juego dialéctico entre el monumento y el baile. Mientras uno entroniza y verticaliza, el otro baja y horizontaliza. De ahí, pienso, surge nuestro llamado «igualitarismo», pues ambas tendencias no están disociadas. Son, por el contrario, dos caras de la misma moneda[3]. Así la negociación tanto política como cultural que se hace en la segunda dimensión, no es sino para validar y actualizar la jerarquización de la primera. Se baja para subir. Se igual para entronizar.
Esta tendencia recurrente en la manera de construir hegemonía surge en un momento en donde la crisis de representación de las instituciones coloniales de la corona española, gracias a la invasión napoleónica, obligó a los primeros republicanos a valerse retóricamente de su propio cuerpo, de su vida, para encarnar la voluntad colectiva, y así construir un nuevo sujeto que hasta ese momento no existía, que era el ciudadano republicano venezolano. Se trataba de unos recursos (o mejor, de unas «prácticas»), muy propios del legado jacobino y rousseauneano, que devino en otra cosa después.
Lo que Sánchez entiende como «gubernamentalidad monumental» es una forma de gobernar teatralizada en el que se absorbe el cuerpo social de la voluntad general del pueblo en el cuerpo individual del líder del momento.
Si bien en ese proceso emancipador se dieron otras formas de interpelación colectiva, incluso formas de intercambio dialógico, de prácticas de horizontalidad conversacional, el radicalismo de la Sociedad Patriótica y la respuesta desmesurada por parte de la Corona española obligaron a acelerar las fórmulas de adhesión monumental que hacían más viable este tipo de liderazgo. Esto lo llevó a sus últimas consecuencias el mismo Bolívar, perpetuando un modelo que se convirtió luego en una praxis regular. De hecho, pronto pasó de ser una modalidad retórica a ser una práctica paradigmática para dirigir el Estado ya con José Antonio Paéz y Antonio Guzmán Blanco.
Frente al modelo de representación institucional de la colonia española, de corte más estable, clasista, normativo y singular (recordemos cómo se dirimían muchos procesos cotidianos con juicios e intervenciones concretas), se pasó entonces a este modelo bolivariano de corte totalizante, abstracto, emancipador y universalista. Ello explicaría una aporía recurrente en Venezuela y quizás también en otros países latinoamericanos, pues, si bien nace de un llamado a los ideales republicanos cívicos, empieza a pervertirse con una personalización constante que luego, y de modo paradójico, termina de suspender aquellos valores que proclamaba inicialmente desde una totalización abstracta e imposible.
Otra dialéctica, otro baile
También hay otro juego dialéctico que se da a lo largo del tiempo en las recurrencias de la construcción de poder en la historia nacional, en lo que llama Sánchez, por un lado, como «Bolívar Superestrella», que sucede cuando por efecto de una crisis reaparece la figura de el Libertador movilizando a la población, y por otro, lo que llama «Colección frágil», cuando un grupo de élites «notables» decide imponer una hegemonía desde su monumentalización cerrada, algo que hemos visto con Cipriano Castro y luego en Gómez, y quizás podríamos decir que con Chávez y luego Maduro, aunque de éste último Sánchez (en conversaciones que tuvimos no hace mucho) veía un desplazamiento más radical, que parecía generar una clausura. Desde esas dos vertientes, en todo caso, se mueve el poder en Venezuela suspendiendo o tergiversando la política.
Con este análisis Sánchez propone entonces una lectura poscolonial que se atreve a pensar la historia nacional del siglo XIX desde unos horizontes más arriesgados a la simple dicotomía moralista entre identidad autóctona (buena) e imperio colonial y europeo (malo), en los que introduce discusiones actuales del mundo académico sin desconsiderar las tradiciones y contextos locales. En ese sentido, se acerca más a las miradas de la critica venezolana de un Fernando Coronil o del mismo José Briceño Guerrero, por no hablar de muchos de nuestros ensayistas más célebres como podría ser el mismo Mariano Picón Salas, que al dogmatismo binario de Walter Mignolio, Ramón Grosfoguel o Enrique Dussel, algunos de los cuales fueron, como sabemos, abiertos propagandistas del régimen de Maduro en su etapa más represiva.
Para llegar a esta lectura, Sánchez se vale de una singular propuesta interdisciplinaria de lectura que interpreta minuciosamente textos, analiza imágenes o representaciones, reconstruye espacios y monumentos con gran cuidado. Así se entrecruza en su análisis visualidad, lenguajes políticos, discursos, practicas económicas y rituales institucionales que muestran la validez de su tesis y el potencial para futuros acercamientos.
Mimesis/máscara: una teoría del molde
Quizás una de las nociones más complejas e interesantes de su investigación tiene que ver con lo que considera como «crisis mimética», que se da en ese interregno entre las invasiones napoleónicas, las proclamas independentistas de las nuevas naciones republicanas y las fundaciones de los nuevos estados. Se trata de un momento complejo, en el que se suspenden las divisiones de clase propias de la colonia y el deseo aspiracional de los sujetos marginados se expande, atendiendo a las invitaciones de los bandos en conflicto. La guerra, una de las más encarnizadas en el continente, y la pérdida de las instituciones que generó, dejó a una sociedad civil precarizada en la que las masas, sin orientación y organización, tuvieron que ser guiadas por el modelo monumental, un modelo que implicaba a su vez una forma de ejemplo y de imitación totalizante.
Aquí Sánchez propone una teoría del poder en su dimensión simbólica y mimética, en la manera cómo nos identificamos con modelos de conducta que tiene un propósito colectivo; recordemos lo que nos proponía Jacques Derrida en su seminario la Bestia y el soberano al hablarnos del soberanismo y su relación con la imitación teatral, en su acepción más abierta. Al final, toda autoridad se sostiene en rituales representacionales y las institucionaes recurren a ese soporte para hacer vigente su mandato, para actualizarlo.
El tránsito de un régimen de negociación a uno de facto, tal como estamos viendo en estos años en Venezuela, se da precisamente cuando este poder se convierte en domino y las actuaciones institucionales se convierten en sobreactuaciones, sin el mayor valor de verosimilitud, clave por cierto para Aristóteles al distinguir las buenas tragedias de las malas. De hecho, el terror que se vive actualmente en el país no es otro que el de la imposición de una farsa. Ya al actor político no le interea interpretar bien al pueblo desde su lugar de ciudadano; ya no es para él, de hecho, un sujeto que tiene «derecho a tener derechos», pues sabe que hace mucho se ha roto ese pacto simbólico en el que el soberano se sometía a su molde monumental. Ahora, sabiendo de este quiebre, el gobernante ejecuta mal su escena, tomado por lo que podría ser la bestia, una creatura ficticia, según Derrida, que no es ni animal ni humana; una creatura, vale decir, entre retórica, figural y moralizante, que le servía a los discursos republicanos para delimitar en su momento los peligros del ejercicio del poder y contrarrestarlos con su modelo ideal de liderazgo.
Ello por supuesto tiene que ver con el concepto de lo mimético, que Sánchez toma de Lacoue-Labarthe. Para este pensador francés, cercano a Derrida y a Jean Luc-Nancy, la idea de mímesis o imitación es clave en la cultura, y gran parte de los conflictos de la filosofía occidental pueden dirimirse en las diferentes posiciones que se tiene frente a este fenómeno. Un caso clásico está en el mismo Platón quien, a través de Sócrates, condena la tragedia o la épica, mientras celebra al ditirambo heroico y resucita elementos del teatro en sus diálogos. Imitar, como se sabe, es connatural a todo ser viviente y, tanto la representación política como la representación cultural, se valen de esta práctica; por eso el teatro artístico, como el teatro de la «polis», se conectan bajo cierta lógica imitativa. De ahí viene la idea de «representar» al pueblo desde el parlamento o desde la presidencia. Sin embargo, es un ejercicio que entraña cierto riesgo, sobre todo por la paradoja que contiene: mientras más me acerco al modelo que quiero y deseo seguir, más me alejo de él, abriendo una alteridad que puede violentar mi acto inicial de identificación. Lo vimos en la obsesión de Chávez con Bolívar: cada vez que trataba de emularlo, se veían sus costuras, con lo cual tuvo hasta que exhumar sus restos frente a las cámaras. Y lo vemos ahora en la imitación de Maduro con Chávez, quien cada vez que se empeña en seguir su gestualidad, su manera de cantar, sus modos de contar chistes, termina más mostrando la caricatura que es.
Sánchez se vale en todo caso de esta noción para explicarnos el motivo que impulsó la práctica de la monumentalidad republicana, la cual trataba de dirigir el despliegue mimético que generó la pérdida de autoridad colonial, gracias a un trabajo performático del líder radical que buscaba asumir, en su propio cuerpo, la voluntad general. Así controlaba y conducía este despliegue imitativo con la encarnación de un solo modelo personalizado e individual, dado en el Libertador. Dicho de otro modo: de una dispersión de lo mimético que significó la crisis de la Corona y la guerra, explica Sánchez, se buscó imponer una uniformidad en el cuerpo simbólico y personal del líder republicano, que luego, y con el pasar del tiempo, se proyectó como práctica de gobernanza estatal.
Bolívar superestrella
Otro elemento destacable de su libro tiene que ver con la manera como trabaja la crítica al bolivarianismo. La especificidad de su lectura parte de los acercamientos de varios críticos e investigadores venezolanos. Sin embargo, en su estudio nota que el culto al padre de la patria no nace con la repatriación de sus restos durante el gobierno de Páez, tal como afirmaron muchos, sino que ocurre mucho antes, y no sólo con Bolívar.
Debido precisamente a esta violencia mimética de la que hablábamos antes (que generó la crisis de representación de las masas populares y el cuerpo simbólico del rey, atadas antes a las prácticas e interpelaciones propias de las instituciones coloniales), los líderes de la independencia se dieron a la tarea desesperada de lograr su ciega adhesión gracias a recursos retóricos y negociaciones vernaculares, que los llevó a asumir performáticamente la «voluntad general», en sus propios actos e intervenciones.
Se convirtieron ellos mismos así en monumentos. Empezaron a encarnar no sólo la historia misma, sino la voz del pueblo. Esta tendencia inicial, que analiza con detalles en algunos congresistas de la primera república, lo fue perfeccionando Bolívar con sus actos, y terminó luego siendo una práctica de gobernanza propia de nuestra tradición estatal.
La crítica al bolivarianismo en las últimas décadas, acaso por la nociva recurrencia de su culto, ha sido motivo de investigación profesional dentro de la historia, la antropología, la sociología y la filosofía política. Recientemente han destacado varios trabajos, algunos de ellos escritos por figuras relevantes, como Elías Pino Iturrieta, Ana Teresa Torres, Luis Carlos Dávila, Alicia Ríos o José Rodríguez Iturbe, entre otros.
Torres, al mismo tiempo que repasa las distintas fuentes del bolivarianismo, trata de ver sus reapariciones en el siglo XX y su fuerza como mito político, algo que nos recordaba Calcaño y Nidia Ruiz al analizar su uso por parte del chavismo. Pino Iturrieta, por su parte, en El divino Bolívar inspecciona las prácticas de devoción bolivariana durante la independencia del pueblo venezolano. Por otro lado, en Nacionalismos Banales de Alicia Ríos, se muestra una dimensión bien cotidiana y banal de este culto, que a través del uso de vestuarios, protocolos, fachadas y gestos sigue perpetuándose.
Por su parte, Tomás Straka, en un texto de hace ya algunos años, no hace sino reconstruir, como de otro modo lo hace Torres, la historiografía que empezó a ser crítica del bolivarianismo, pero también viendo deudas curiosas y resurgencias en la izquierda revolucionaria. De igual modo, se pueden mencionar otras líneas interesantes que desarrollaron no sólo venezolanos, sino también extranjeros vinculados al país. Me refiero a las de Luis Ricardo Davila, Georges Lomné o F. Langue, entre muchos otros que ahora se me escapan.
En cualquier caso, el aporte de Sánchez a esta constelación radica en pensar sus prácticas materiales y simbólicas como formas de ejercicio estatal de gobernanza, y es allí donde descubre las mismas bases de nuestra tradición populista. El Bolívar histórico, tan relevante para el país, no es necesariamente el Bolívar de este culto obsesivo, aunque él mismo se vio atrapado en su propia monumentalización, erigiéndose en el modelo ejemplar a imitar, saliendo de su propia contingencia histórica.
Se trata de erigir entonces una figura monolítica. De constreñir los cuerpos ciudadanos plurales, en una sola base monumentalizada de cuerpo ideal y simbólico que todos deben seguir. De ahí que, quien quiere gobernar, debe usar este molde y adaptarlo y adaptarse en él. Bien lo dice Sánchez: «Pensar en uno como un Gran Legislador es ocupar el rol de ese peculiar sujeto trascendental que al enunciar la ley ipso facto contituye el ‘pueblo’, o, lo que equivale a lo mismo: lleva al pueblo a constituirse como totalidad indivisible».
De ese modo ratifica un problema de nuestra tradición republicana. El dilema no sólo está en la resurgencia del modelo de republicanismo clásico, comunitarista para algunos, en muchos de los discursos de los primeros héroes de la independencia. Tampoco está solamente en las dificultades de sostener el ideario bolivariano desde la idea de un régimen vitalicio y centralizado, tal como propuso Bolívar. El problema estaría, para ser justos, más bien en la concreción de su ejercicio inicial que instuaró una hábitus cultural que se convirtió en una manera de gobernar, profundamente problemática.
Genealogía de lo mágico
Ya para terminar propongo un último aporte. Este tiene que ver, a mi entender, con otro núcleo genealógico que investiga y que podría complementar los estudios sobre el Estado mágico de Fernando Coronil y Michael Taussig. Me refiero al poder rentista en lo económico, que no nos viene de la producción petrolera durante Juan Vicente Gómez, tal como destaca el mismo Coronil, sino que se remonta a la misma fundación de la república.
Si bien la gobernanza monumental se apoya en varias estrategias, como el constante uso de monumentos y participaciones teatralizadas, o el fetichismo de la ley en la que la nación es producto de la formulación tábula rasa emitida por el líder legislador, no basta si no tiene la dimensión material. En ese sentido, la institucionalización de esta gobernanza monumental, nos dice Sánchez, se dio junto a una particular relación con el poder económico. Se trataría de una alianza entre el líder personalizado y «los sectores comerciales y financieros de la naciente república». Ello se vio con José Antonio Páez, el primer presidente de la república soberana venezolana que «estableció un patrón sociopolítico que posiblemente, en alguna variante, todavía informa el funcionamiento del sistema político venezolano hoy en día».
En este pacto, el líder ofrecía el carisma soberano y la fuerza militar, incluyendo «las vastas masas de llaneros que habían constituido la mayor parte de los ejércitos durante las guerras de independencia», a cambio de recibir parte del excedente de la riqueza y ser parte integral en el desarrollo de la economía. De ese modo, mientras los sectores comerciales y financieros terminaron siendo los aliados más cercanos a Páez, «los propietarios de las haciendas agrícolas ocupaban, en el mejor de los casos, una posición secundaria». Se trataba y trata de un hecho curioso, que quizás marque cierta diferencia con otros países latinoamericanos, cuyas élites blanco-criollas no sólo sobrevivieron a la independencia, sino que tuvieron el monopolio de las tierras.
La consecuencia es clara: «debido a su papel como intermediarios entre las economías local y global, durante el siglo XIX, las casas comerciales extranjeras se convirtieron en el sector más poderoso de la economía nacional, controlando el comercio mayorista y los incipientes mercados de capital». Pero hay más: «el acceso a recursos y financiación también permitió a Páez, y a los demás oficiales que llegaron al poder con él, convertirse en grandes terratenientes agrarios, inaugurando así un patrón duradero de concentración de tierras agrarias bajo el paraguas del Estado».
Voilá: en esta interacción entre líder y sector financiero, el monopolio de las tierras terminó siendo parte de quien ocupara la dirigencia estatal. De hecho, con Guzmán Blanco (según Sánchez) se consolida la centralización del Estado y la propiedad agraria, y eso no es una herencia colonial, sino más bien una creación autéticamente pos-independencia. Quizás eso explique no sólo la teoría del Gendarme necesario de Vallenilla Lanz, sino una paradójica recurrencia a lo largo de la historia nacional: el ascenso inhóspito de nuevas clases sociales que, con voluntarismo heroico, toman el poder para, paradójicamente, instaurar prácticas profundamente conservadoras y elitescas. De los llaneros de Páez, a los seguidorses de Guzmán Blanco, pasando por los andinos de Gómez y Castro, terminando con el sector militar madurista, hay algo en común que una lectura socializante tradicional de clases no nos ayuda a entender.
A mi juicio, y ya para cerrar, el trabajo de Rafael Sánchez ofrece desde la antropología política un marco teórico distinto al de las aproximaciones consolidadas del republicanismo venezolano, invitándonos a repensar nuestra tradición institucional. Después de leerlo, se hace necesario volver a imaginar otro republicanismo, uno que, sin pretender superar el modelo bolivariano, pueda recolocarlo en otro lugar. Ciertamente hay muchos esfuerzos desde la historiografía rescatando otros modelos, pero quizás hay que ver cómo se adecúan a las demandas del presente en el que vivimos. Ni el modelo neoliberal que tanto se quiso trabajar en los noventa, ni tampoco los modelos desarrollistas previos, por no hablar del neodesarrollismo autocrático bolivariano, podrán servirnos de mucho sin entender estos problemas que cargamos del pasado, estos hábitos naturalizados de la manera de gobernar.
Sólo desde otro modelo instituyente que incluya no sólo los diálogos con un liberalismo social moderno y con un ideario que renueve lo «público», sino con los problemas actuales de la crisis medio ambiental (sin desestimar las condiciones de nuevas subjetividades que se disgregan en las redes y el capitalismo trasnacional), es que podremos avanzar en un nuevo pacto social más dudarero.
Hasta en eso, el recorrido crítico de Sánchez en Dancing Jacobins sigue a mi parecer siendo un gran aporte. Por cierto, sin poseer mayor «épica», salvo la de proveer en su investigación un trabajo riguroso y valioso para pensar nuestro populismo.
©Trópico Absoluto
Notas:
[1] Una de las críticas de Derrida a Agamben tiene que ver con el hecho de historiar de manera muy general y acaso más esencialista la categoría de «biopolítica» de Foucault. De igual modo, si bien Foucault ve un cambio a partir del siglo XIX en cuanto a las maneras de gobernar (que Sánchez problematiza en el contexto venezolano), no deja de abrirlo a distintos modos de relación, cuestionando una visión rupturista muy gruesa o fuerte.
[2] Sánchez lo dice de manera clara: «Mi argumento, entonces, no es tanto que no se puedan encontrar en Venezuela formas de disciplina y gubernamentalidad operando en manos de expertos en diversos dominios sociales, sino que, por razones históricas y culturales específicas del país, hasta el día de hoy la soberanía (y su endémica «retirada») existe en la nación como forma dominante de ejercicio del poder».
[3] El igualitarismo puede tener diversas connotaciones en el habla popular venezolana, pero no deja de tener esa relación compleja con el autoritarismo, con el trato franco y directo que tenían los caudillos en el siglo XIX con sus seguidores. Por eso acá lo distingo con lo que una vez Elisa Lerner llamó como «corazón civil» que es una categoría que pudiera vincular mejor las prácticas de sociabilidad popular y democrática, de cordialidad comunitaria, con cierto espíritu de concordia ciudadana, de solidaridad horizontal.
Juan Cristóbal Castro (Caracas, 1971), estudió Comunicación Social y Letras en la Universidad Central de Venezuela. Es Doctor en Literatura por la Universidad de California. Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile. Ha publicado los libros Alfabeto del caos: crítica y ficción en Paul Valéry y Jorge Luis Borges (Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 2007), Idiomas espectrales: lenguas imaginarias en la literatura latinoamericana (Editorial Javeriana, 2016) y El sacrificio de la página: José Antonio Ramos Sucre y el arkhe republicano (Almenara, 2020). También publicó el texto-ficción Arqueología sonámbula (Anfibia, 2021).
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