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«La imaginación, nuestra comunidad». Cronotopía como metahistoriografía

Reproducimos a continuación el texto de la investigadora Carmen Alicia Di Pasquale que fue parte de la presentación del encuentro «Comunidad y construcción de tiempo», que tuvo lugar el pasado 30 de mayo, en los espacios de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) como parte de la exposición Cronotopías. Cronotopías fue una exposición colectiva organizada desde la Colección Carolina y Fernando Eseverri en alianza con la Dirección General de Cultura de la UCAB.

Foto: Fabian Giampaoletti

Siempre ante la imagen estamos ante el tiempo.

En fin, ante una imagen, tenemos humildemente que reconocer lo siguiente: que probablemente ella nos sobrevivirá, que ante ella somos el elemento frágil, el elemento de paso, y que ante nosotros ella es el elemento del futuro, el elemento de la duración. La imagen a menudo tiene más de memoria y más de porvenir que el ser que la mira… ¿cómo dar cuenta del presente de esta experiencia, de la memoria que convocaba, del porvenir que comprometía?

George Didi-Huberman

Parte del título de esta presentación está entre comillas. Esto es así porque es muy próxima al de una conferencia de George Didi-Huberman (La imaginación, nuestra comuna), quien es una referencia para mí como curadora y, por tanto, para Cronotopías. Siendo él una referencia, esta no es una exposición que tenga como propósito hablar de la historia del arte (venezolano en este caso) ni mucho menos desde someras descripciones de los propósitos de los grandes artistas que reúne o de los lenguajes que están representados. Escuchar a un artista contemporáneo hablar de su obra es tan indispensable como no lo es en el caso de un curador. Pero sí es un diálogo con fragmentos historiográficos como se evidencia por las invitaciones a hablar de dos construcciones que pertenecen al mecanismo historiográfico venezolano, pero enmarcadas en consideraciones como el anacronismo de la imagen (y el arte visual es una imagen con una especial concentración de sentido), la aparición que sobreviene a destiempo, el florecimiento de la paradoja (representada concretamente, en este caso, en el intento de una revisión conmemorativa rebasada al haberse intentado desde un archivo privado).

Lo que he hecho sistemáticamente en las visitas que he acompañado es hablar de las relaciones y de los ejes que marcaron la selección y ponen, desde ella, a dialogar a las obras de lo que consideramos parte de una generación de artistas contemporáneos venezolanos. También me interesa mucho que la obra sea vista o pensada, más allá de la indispensable emoción sensible que provoca, como un momento del trayecto de sus creadores que abre una comprensión —difícil, enigmática o en todo caso no clausurada como artefacto histórico—, de su recorrido. Veré si este punto puede salir a relucir en la segunda parte de este encuentro que está dedicado a darle voz a los artistas.

Para privilegiar el entramado de relaciones ha sido fundamental la museografía, llevada a cabo con una dinámica de trabajo que generó un campo que ha proyectado efectivamente las ideas y fue capaz de marcar la sala como una suerte de ecosistema en el cual las obras respiran y trazan entre ellas relaciones imprevistas inicialmente. De esa puesta en escena ha surgido, por ejemplo, la recuperación, en parte, de una escala y una heterogeneidad que caracterizaban a las exposiciones de la década de 1990, sin que todas las obras sean de ese período. Esta no pertenencia cronológica está, sin embargo, tensada por la pertenencia de todos los artistas a ese momento —al comienzo de esa década—, porque se trata de una generación que surgió o se consolidó en ese momento, en buena medida por acciones curatoriales articuladas con políticas públicas que así lo permitieron. Esa tensión (esa pertenencia y no pertenencia meramente cronológica) me hizo y me hace pensar en cada uno de estos artistas, todos activos a excepción de Roberto Obregón, como veintiún haces de tiempo que van y vienen (al modo dialéctico benjaminiano) a partir de un momentum (atrapado en las obras) reflejando uno de los rasgos de Colección Café: el de seguirle los pasos a los artistas que decide coleccionar (cito a uno de sus Directores generales, a Fernando Eseverri, en una entrevista reciente en el podcast Un minuto con las artes).

Por esto mismo es que si a partir de Cronotopías se piensa que la Colección tiene un especial énfasis en la década de 1990, no se comete un error (no tendría sentido llamarlo así), sino que se enuncia un rasgo que, afortunadamente, problematiza los excesos de los ordenamientos cronológicos. Esta Colección, por lo poco que la conozco, pero sobre todo por lo que le propone a ella misma como reflejo Cronotopías, podría describirse por medio de la figura de los campos magnéticos (apenas lo estoy pensando), porque tiene cuerpos de obras y archivos, algunos de los cuales han sido adquiridos por una pulsión de preservación de la memoria más que por la mera voluntad del coleccionar, que determinan en algo la adquisición de nuevas obras y crean relaciones tan diversas como coherentes. Algo de este rasgo se refleja en la exposición a través del eje creado con Roberto Obregón, del cual no se tienen tantas obras como un importante margen constituido por el archivo personal del artista que es custodiado por Carolina y Fernando Eseverri (C&FE).

Esto es solo un ejemplo de las estrategias curatoriales que pueden establecerse frente a una Colección privada con un alto sentido de la responsabilidad social como lo es la Colección de Fernando y Carolina Eseverri, fuera de los ordenamientos historiográficos que son solo posibles en colecciones nacionales. Quisiera que Colección C&FE recibiera de parte nuestra, además del agradecimiento, el apoyo necesario para continuar con estas excursiones.

Ahora bien, veamos rápidamente otras consideraciones.

En septiembre próximo se cumplen diez años de una exposición realizada en la Sala Mendoza con curaduría de Lorena González que proponía una revisión de la década de 1990, cuyo subtítulo «Atajos para la reinvención de una década perdida», ya anunciaba una clara consciencia del peso que tiene el arte venezolano, y toda práctica conectada con su lugar, en la construcción de la temporalidad.

Cronotopías, tomando en cuenta esta exposición como antecedente, sin ser uno de sus anclajes iniciales, sería como una insistencia sobre esa consciencia temporal, aunque con una relación con la historiografía muy distinta. Como segunda vuelta, Cronotopías no tiene pretensiones historiográficas (como les dije al comienzo), es decir que la reflexión sobre este tiempo fugado cuya concreción más lamentable es la fuga de integrantes de la casa, todos en búsqueda de un mejor futuro (buscan el tiempo), propone pensar no solo en esa década sino en las estrategias que podríamos trazar para que la temporalidad fuese registrada desde las artes visuales.

Contra/seña de los 90. Atajos para la reinvención de una década perdida, en cambio, habla de aquella época de un modo historiográfico, dando cuenta de los eventos referenciales que fueron gestados en Caracas o desde Caracas y añade breves reseñas que intentan dar cuenta del sentido de las obras. Curiosamente, no menciona las exposiciones de Caracas 10 (GAN, 1993) y Paralelo 11(Museo Alejandro Otero, 1993) como parte de esas referencias, dos exposiciones que sí están subrayadas en Cronotopías. Pero, en cambio, logramos coincidir con esa exposición de la Sala Mendoza, en la importancia que se le ha dado a individuales como San Guinefort y otras devociones (1991 curada por Luis Ángel Duque sobre la obra de José Antonio Hernández Diez) y las Bienales de Guayana construidas por Freddy Carreño y Ruth Auerbach, especialmente las de comienzos de 1990.

Cronotopías, entonces, no intenta reconstruir «aquella época» sino mostrar unos haces de tiempo que tendrían como foco el comienzo de 1990, un momento de arribo y continuidad para artistas como Roberto Obregón, Pedro Terán, Héctor Fuenmayor, Carlos Castillo, Valerie Brathwaite, Anna María Mazzei, entre otros, y un momento de inicio representado en jóvenes que apenas comenzaban sus carreras como José Antonio Hernández Diez, Magdalena Fernández, Dulce Gómez y Diana López. Un tiempo en el que la edad no siempre era un modo de decantar la participación y tampoco lo era el tema, como es el caso de las homogéneas exposiciones actuales.

Ese haz de tiempo, o esa construcción del tiempo como un haz, algo tan concreto como una obra y tan expandido como el trayecto de una vida, junto a la imagen del rebasamiento, constituyen, entonces, las metáforas de fondo de Cronotopías. En ese sentido es una exposición que respeta la historiografía y su indispensable construcción de tiempo lineal (algo de lo que carecemos desde hace un cuarto de siglo en las artes visuales), pero propone una consideración reflexiva del tiempo, un darnos cuenta de cómo opera, cómo se construyen sus diversas formas y cómo podemos modificar nuestra posición para dejar de sospechar de los pasados que algunos imaginan como fastuosos o de los presentes tan desestructurados que impulsan la salida muchos.

Hay quienes piensan que no es apropiado reflexionar sobre el tiempo desde las artes visuales porque son artes del espacio. Esto como contraposición a Cronotopías, anula el diálogo pero además obvia temas de las obras e ideas teóricas de mucha influencia ante lo cual es mejor ser quizás más claros de lo que es ya el término «cronotopía». Al menos ocho artistas en la sala piensan en temas como la muerte, la conmemoración, la fragilidad humana, la decadencia, el acontecer, el nacimiento, la vida, la descomposición, la crítica a la medición racional como forma de aproximación al tiempo mismo…

Pero además, el tiempo ha dejado de ser pensado solo como historia, o dicho de otra manera, a la manera de Didi-Huberman «los hechos del pasado no son cosas inertes que se pueden encontrar y a los que luego se les relata.»[1] Pero, además, este rescate de las prácticas artísticas de consideraciones estructurales, lineales, cronológicas, se vuelve evidente en las categorías que ordenan y convocan la circulación de las prácticas artísticas actualmente, como la autoconsciencia sobre la representación, las hiperidentidades de grupos étnicos o sexuales, la identificación del propio sistema del arte con el colonialismo y las relaciones críticas con el resto de los dispositivos culturales, como es el caso de la tecnología.

Todo ello seguirá cambiando porque el arte es el lugar donde se produce sentido colectivo y donde se construyen las novedades, no en el sentido de lo más actual (no se trata de la tecnología) sino en el de la apertura, incluso del porvenir.

En estos momentos, y quizás no solo en la actualidad, las reflexiones sobre el tiempo están impactando los temas de muchos artistas al menos en lugares donde existe fácil acceso a la IA Generativa pero no solo. El filósofo español Juan Martín Prada, dedicado a pensar la relación entre el arte y la tecnología, trabaja sobre la producción de algunos artistas que cuestionan específicamente las narrativas visuales históricas y crean representaciones que desafían las percepciones convencionales del pasado y logran nuevas experiencias de temporalidad.[2]

A diferencia de la exposición de la Sala Mendoza, Cronotopías apenas tiene un diálogo con la década de 1990. Un afán conmemorativo, una consciencia enfocada en la condición constructiva del tiempo, nos hizo revisar la colección con esos zapatos grandes, pero sabiendo que no iban a calzar. La pregunta nunca fue qué hay en la colección que haga referencia a esos años o a las exposiciones emblemáticas, sino qué forma tiene el rebasamiento, es decir, la imposibilidad de hacer historiografía desde una colección no estatal (incluso en varias ocasiones teníamos obras que se correspondían a ese momento inicial de 1990, y preferimos anclar las selecciones, en esos casos, en lo temático próximo –de modo formal o narrativo– a Roberto Obregón, como es el caso del óvalo de María Eugenia Arria, los blancos de Oscar Machado y José Gabriel Fernández, el negro de Eugenio Espinoza y la presencia de las rosas en Meyer Vaisman, entre otros). No nos preguntamos qué podemos representar de aquellos ¿gloriosos? y difíciles años, con sus magníficas instalaciones urbanas o museales, sino qué rendijas de aquel tiempo construido por la creación podíamos mostrar. Y esas rendijas, esas líneas luminosas, las representan las trayectorias de los veintiún artistas seleccionados.

La emoción de ver estas obras las hace ser vigentes y ser parte de otro tiempo, lo cual es algo que solo suma densidad a su existencia concreta.

Frente a la imposibilidad de construir una historiografía, Cronotopías es un gesto de «pura potencia» (Agamben) en la construcción de referencias comunes, de «la imaginación como comunidad». Los gestos de pura potencia no sustituyen a las políticas públicas ni lo pretenden, sino que intentan construir sentido desde otro lugar. Un lugar que, sin embargo, no evade la relación que existe entre la comunidad política y las indispensables referencias comunes.

Quisiera, en este punto, acompañar este señalamiento que arrastro desde el título con una anécdota vinculada a la exposición: cuando realizábamos el arqueo documental para la muestra, una joven estudiante de la Licenciatura de arte de UNEARTE, mención pintura, ya en etapa de tesis, nos atendía con una amabilidad y una dedicación bastante conmovedores en el Centro de Información y Documentación Nacional de las Artes Plásticas (CINAP) con sede en la GAN. Eso produjo una cercanía que me permitió preguntarle por su pintor venezolano de referencia. Después de pensarlo varios minutos, mientras nos organizaba algunas carpetas y nosotros nos ocupábamos de digitalizar documentos, me dijo: «mi profesor de pintura; él es mi referencia». Salí del CINAP preocupada, no por cuestionar el nivel formativo de ningún centro educativo, sino porque las referencias son esas imágenes mentales que surgen sin mayor esfuerzo porque provienen de su circulación en sistemas de recepción capaces de hacernos coincidir en ellas libremente desde nuestras diferencias. Y entre ella y yo no estaba ni Reverón, ni Michelena, Cristobal Rojas, Martin Tovar y Tovar, Elisa Elvira Zuloaga, Mercedes Pardo, o la Nena Palacios. Por no mencionar a los pintores contemporáneos que no han sido incorporados a ninguna colección nacional o los que sí lo han sido mediante criterios no historiográficos. Esas imágenes son nuestra comunidad. Pero no lo son, no lo están siendo.

A esta desarticulación historiográfica local se suma, además, el hecho de que la propia disciplina es objeto de revisiones epistémicas (si esa palabra no se entiende: estructurales, metodológicas) a nivel global. La historia del arte es importante en la medida en que es consciente de lo que Josep M. Catalá llama, asumiendo la trayectoria de este giro metodológico, el anacronismo característico de la obra de arte. La emoción de ver estas obras las hace ser vigentes y ser parte de otro tiempo, lo cual es algo que solo suma densidad a su existencia concreta. Podría explicarles este postulado teórico de un modo casi denotativo a través de las líneas de fuga que construyen varias obras en esta sala, quizás de modo especialmente evidente en el caso de In Love with the Death, de Héctor Fuenmayor y La escalera de Manoa, de Pedro Terán, por no mencionar la especial dedicación a pensar el status de la historiografía del Miranda en la Carraca del joven artista invitado, Iván Candeo.

Los síntomas que señalan el agotamiento del encasillamiento histórico del arte se manifiestan cada vez de modo más evidente. Como bien dice Didi-Huberman y hago valer la extensión de la cita por la presencia de los estudiantes:

estamos ante un tiempo «que no es el tiempo de las fechas». Ese tiempo que no es exactamente el pasado tiene un nombre: es la memoria. Es ella la que decanta el pasado de su exactitud. Es ella la que humaniza y configura el tiempo, entrelaza sus fibras, asegura sus transmisiones, consagrándolo a una impureza esencial. Es la memoria lo que el historiador convoca e interroga, no exactamente «el pasado». No hay historia que no sea memorativa o mnemotécnica: decir esto es decir una evidencia, pero es también hacer entrar al lobo en el corral de las ovejas del cientificismo. Pues la memoria es psíquica en su proceso, anacrónica en sus efectos de montaje, de reconstrucción o de «decantación» del tiempo (p. 62-63). Sólo hay historia anacrónica: es decir que, para dar cuenta de la «vida histórica» (…) el saber histórico debería aprender a complejizar sus propios modelos de tiempo, atravesar el espesor de memorias múltiples, tejer de nuevo las fibras de tiempos heterogéneos, recomponer los ritmos a los tempi dislocados. El anacronismo recibe, de esta complejización, una situación renovada, dialectizada. (…) Hablar así del saber historiador implica decir algo sobre su objeto: es proponer la hipótesis de que sólo hay historia de los anacronismos.[3]

Mi perspectiva desde nuestro acontecer, tomando en cuenta que estar al margen de los centros de influencia produce también una perspectiva valiosa (tal y como lo señala Emmanuel Alloa), es que este momento poshistórico solo es posible en diálogo con la historiografía y no con su obliteración. Porque junto a la evidencia de que el arte ya utiliza el lenguaje que necesita y no el que imponga la narrativa histórica, también está la ausencia de las referencias sensibles comunes y el peso que ello implica en todos los aspectos constructivos del país que no es un paisaje. Del país que es una casa.

Cronotopías como intento de pensar, con el peso específico de cada obra en sala, en el tiempo situado, implica entonces una doble melancolía antes que algún intento por restituir de modo imposible la historiografía (para decirlo quizás de forma más didáctica: el hecho de que no tengamos un sistema productor de historiografía en una época que ya no ve a las obras de arte como artefactos históricos, nos arroja una tarea mucho más complicada, porque esa era poshistórica no anula, en realidad a la historiografía sino que la coloca en otras tensiones que ya no son las del tiempo lineal sustitutivo ni el de la lectura atrapada en los datos epocales. Fíjense cómo ahora no hablamos de un lenguaje contemporáneo sino que los lenguajes se fijan discursivamente por aquello que se quiere decir. Solo de este tema se puede hablar didácticamente frente a la obra performático/pictórica de Diana López, el video de Magdalena Fernández, el dibujo en carboncillo de María Eugenia Arria, o frente al ensamblaje de Nela Ochoa, la instalación de Dulce Gómez, el fotoregistro de Yeni y Nam, el dibujo de Beatriz Inglessis o las cerámicas de Valerie Brathwaite y Gisella Tello. ¿Cuántos lenguajes hay en Cronotopías?: La presentación de esa heterogeneidad de lenguajes es del presente y no de los comienzos de la década de 1990, donde el conceptualismo era El Lenguaje.

“La imaginación, nuestra comunidad” es, entonces, una invitación a pensar cómo podemos construir temporalidad en estas circunstancias, por llamar al cronotopos así, someramente.

Notas:

[1] George Didi-Huberman. Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Adriana Hidalgo editora. Buenos Aires, 2011. P. 19 (Nota preliminar)

[2] (https://exitmedia.net/ensayo-y-critica/maquinas-del-futuro-para-imaginar-el-pasado/?fbclid=IwZXh0bgNhZW0CMTAAAR1G_q_CpON2iaGx0tFv4npHH4y2HYeEFdIw1wj_5a4VTTzTQ1TXwr_Crys_aem_Aai2eFI0kylH8MIS3cp2gOs-EKj4w1nZYUSoTIeqF52PCR5jmGeoGm61PWOzm6jL1C1l1H5wVhPAYcnr-u2kOge6):

La capacidad de los sistemas generativos de inteligencia artificial (IA) para imitar fotografías, es decir, para generar imágenes que “participen” del lenguaje fotográfico, resulta idónea para la tematización crítica de la relación entre fotografía y memoria. Esto salta a la vista en el trabajo de muchos artistas que hoy hacen uso de estos sistemas generativos con la intención de cuestionar ciertas narrativas visuales históricas, creando representaciones que desafían algunas percepciones convencionales del pasado y explorando así nuevas experiencias de la temporalidad.

[3] George Didi-Huberman. Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Adriana Hidalgo editora. Buenos Aires, 2011

Carmen Alicia Di Pasquale (Caracas) es profesora en la Universidad Católica Andrés Bello en las cátedras de Estética y Antropología Filosófica. Diseñadora gráfica (Instituto de Diseño Neumann), Licenciada (UCAB) y Magister (USB) en Filosofía. Bajo el nombre de “Proyecto Eco y Narciso” desarrolla desde 2013 investigaciones que incluyen la curaduría de temas de arte y cultura visual.

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