Halagar a los taciturnos
Miguel Angel Campos (Motatán, 1955) ofrece una reflexión sobre la crisis venezolana, cuestionando la elección de modelos políticos y culturales que han llevado al país a su situación actual. En momentos de euforia por la inminencia de un nuevo encuentro electoral y el renacimiento de la esperanza de un cambio, su crítica se enfila contra la intelligentsia venezolana, desafiando la idea de que la democracia electoral pueda solucionar nuestros problemas fundamentales. Campos argumenta que "el chavismo es un proyecto hegemónico salido no de los cuarteles, sino de la frustración de una sociedad incapaz de sobreponer un modelo político a la cultura del petróleo", instando a una reconsideración de las formas de poder y una comprensión más profunda de la realidad venezolana. El artículo apunta a la desconexión entre las élites intelectuales y el pueblo, tangible en la perpetuación de estereotipos basados en un falso "buenismo" (el tal ADN republicano, la veneración del pueblo y su naturaleza) atribuido a la sociedad, y que no hace sino enmascarar las complejas necesidades y desafíos del país.
En los momentos de agonía, quizás los venezolanos lleguen a preguntarse cómo y cuándo elegimos el modelo del drama. La mayoría no se lo preguntará, o insistirá en que no eligió; seguramente ni siquiera pensará en el asunto. Pero el hecho cierto es éste: elegimos. Lo hicimos desde un tiempo remoto, en un reacomodo eufórico y taciturno, con convencimiento o entre dudas, para garantizar la prosperidad fantasmal o para encarar la injusticia social, con recelo ante la patanería pretoriana o gozosos ante su gracejo moral. Y hasta la irrupción del chavismo, esa elección fue ejecutada en posesión del mecanismo mediante el cual las instituciones han producido en Occidente los paradigmáticos modelos de bienestar, reivindicados por una cultura consensual: elección directa y secreta, separación de poderes, estabilidad política, tolerancia y bonanza fiscal. Como restos de un muladar, hoy solo queda eso de elección directa y secreta, puro gesto reflejo, digo. Aire mefítico corruptor, como todo resto orgánico en descomposición.
¿Por qué, en posesión de semejantes bondades, y ante un horizonte de expectativas dominado por la redención científica y tiempos de paz, la sociedad venezolana no ha conseguido arraigar un orden de bienestar? El momento actual se me ocurre tentador para ejercitar alguna explicación, descartando las iluminaciones simplistas salidas de la pugna por el poder: los dones de lo electoral ya no pueden dar cuenta por sí solo de la naturaleza del poder. Éste debe entenderse no tanto desde su dimensión protocolar como funcional. Ya no puede estar en el futuro como programa, conoció su mayor crisis moral en tanto prospecto de una redención. Ahora se debería entender como conjuro, despojamiento, y así la política será comunión y no diálogo de demagogos.
La naturaleza de lo social no es constante, se modifica desde el prospecto de futuro; el país no se ha dado cuenta de que la política de enmienda cesó hace rato. Pero sí se ha tornado tosca y, como nunca, filistea, insisto en interpretar lo que sería el pensamiento político. Lo que éste sea no necesariamente encarna en figuras señeras; quienes pudieran representarlo, hoy se encuentran diseminados a lo largo del cuerpo social: opinión pública beligerante, testimonial o edificante, gente que modela y orienta pareceres desde los medios, y sobre todo escritores sin tribuna —y si tomamos distancia de lo que sería el pensamiento oral.
Me interesa, pues, el análisis de la intelligentsia. Ésta siempre representa unos intereses, un estado de ánimo, un balance escolar o intelectual del conflicto, legitimado frente al espectador por un razonamiento y una indagación eficiente de la cultura. Es decir, esa manera de comprensión no es, no debe ser, una opinión más del día. Interesa interrogar a quienes han podido hacerse un juicio desde el solaz de la observación guiada, los mediadores en posesión de ese privilegio que es el mundo de la representación intelectual. (No interrogo las emociones de los hombres del poder, tan venerados por la sociedad tutelada, tampoco las muchedumbres ignaras: la sabiduría popular en tiempos de infamia resulta no solo mendaz, sino oportunista.) Los interrogo y también a ellos me dirijo. No espero sacar de esto un consejo para aliviar penas; tampoco uno de esos silogismos del sentido común. Pero aquella intelligentsia debería probar la sobriedad de sus métodos, o incluso su cordura. Pues cuando insiste en la salvación desde una constitucionalidad profanada y una institucionalidad inexistente se pone del lado del desvarío, y debería ser tenida por una subespecie de la muchedumbre ignara. ¿Cuál es la impresión, el organizado balance de esta intelligentsia respecto a los condicionantes societarios de la penumbrosa condición venezolana de hoy? Para ser consecuente con mis fuentes, debo mirar en torno a una tradición de descripción de la identidad, una con cierta popularidad entre nosotros: el ensayo que va de la crónica periodística hasta las páginas del escritor polémico. En otro lugar me he ocupado de los libros de esa especie, solemnes en su justo abarcar de arqueología, los he leído con devoción, pero ahora me mueve la curiosidad de distinguir sus expresiones del día, su novedad urgente.
Elegiré dos de esas irrupciones, que son a su vez nombres distinguidos (ya no tiene sentido examinar el juicio de algunas corporaciones del saber, una de estas como la ilustre ANH insiste en la existencia de un ADN republicano venezolano, válgame Dios). Los asumo como representativos de un espectro de ideas, conceptos y emociones en un tiempo y momento donde sería necesario prescindir de cierto rigor académico, por lo demás poco abundante y poco prestigioso en estos días. Interesaría, a fin de cuentas, interrogar ese presentismo calificado, preguntarse por su insistente fe en unos actores inciertos y unas prácticas no tanto anacrónicas como vaciadas de tensión ordenadora. No olvido que parece haber un sentimiento previo, gestión de una imaginación electoral mostrando sus productos. Reducida la democracia a un espectáculo de electores, ya no hay margen para la intuición del bienestar. La política ha quedado reducida a las maneras de retener el poder; entretanto, lo real, el horizonte de conciliación, ha desaparecido. Y no hablo solo de la herencia social devastada (el país donde los votantes buscan comida en la basura), sino de las posibilidades de examinar el horror fuera de la mala conciencia y desde la alteridad.
Juntar la veneración de pueblo y naturaleza no parece tanto un error de percepción como de perspectiva; confundir los vestidos blanquísimos de los escolares con una voluntad triunfante, la pobrecía eficaz en su plan de redención moral, sería elevar un tic psiquiátrico a emblema de sabiduría de una sociedad. Y aquí digo sociedad, pues es preciso superar esa distinción donde el pueblo del concepto herderiano queda exculpado y el de sociedad se hace más abstracto. Sin duda hay un solo sujeto: la sociedad.
En enero de 1998, apareció en El Nacional una entrevista de Jorge Olavarría; su título era: “Vamos directamente al caos”. La conclusión pesimista a que llegaba estaba argumentada desde un conocimiento preciso de la segunda mitad de nuestro siglo XX. Más que relación sociopolítica, era la profecía de una mente entrenada y hablando en una frontera crítica. Todo cuanto ese hombre dice allí resulta admirable y se ha cumplido con puntualidad; sus claras razones, leídas como silogismos, nos estremecen ahora. Con fervor entregué a mis alumnos de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Zulia aquel texto revelador, ya en copias borrosas, hasta las primeras semanas de 2007, cuando me jubilé. Di noticia de aquella entrevista a Milagros Socorro en el hoy ruinoso Café Bambi de la avenida Bella Vista de Maracaibo; debió ser hacia julio de 1998. Ella descalificó el pesimismo del autor y mostró un entusiasmo exultante por la Venezuela del futuro. Me dispuse a oír con atención sus argumentos. Había estado, me dijo, en un liceo de no sé qué barriada caraqueña de gente muy pobre, y quedó conmovida —entre tanta carencia e instalaciones precarias— de la blancura de blusas y camisas de aquellos alumnos. Impresionada por las impolutas prendas, hizo una asociación sin duda conmovedora: la determinación (léase: orgullo, disciplina, fervor, proyecto de vida) de aquellas madres las llevaba a ejecutar tal proeza civil de asepsia cromática. Una pobrecía así estaba destinada a grandes cosas; en consecuencia, el país debía considerarse resguardado física y espiritualmente.
El análisis y la demostración de Olavarría quedaban así desmentidos desde una fulgurante mirada al blancor. No dudo de la capacidad blanqueadora de las madres; hubiera querido estar allí para dar testimonio certificado. Pero interesa examinar las razones de ese énfasis, la voluntad, el ímpetu ciego que lleva a unos zaparrastrosos mal nutridos a invertir lo mejor del jornal en adquirir su costoso Ariel, en vez de un poco más de proteínas. Son las muchedumbres consumistas que llevan a sus niñitas pintarrajeadas (bien pintarrajeadas, quiero decir) al show-casting de televisión, las mismas que compraban televisores y lavadoras, en la Caracas de 1950, para atesorarlos en los cerros sin electricidad. Es el poblacho ostentoso, alienado y hecho ya continuidad de sus objetos; es la grave reificación anunciada por el Marx filósofo, obrando desde la suprema tristeza del qué dirán y unas vanidades mal diseñadas.
Entre tanto, Olavarría quiso ser optimista pero no lo dejaron. Alcanzará a llegar a aquel 5 de julio de 1999, uno de los momentos estelares de nuestra vida republicana: el solitario encarnando todas las virtudes en medio de las simulaciones de lo impoluto.
En una columna ya lejana (“Algunos gentilicios”, 10 de noviembre de 2011) de El Nacional, Antonio López Ortega indaga en las posibilidades del alma venezolana puesta en el predicamento de estos días. Valora y se esperanza, juzga la herencia del bullir público y ya no está tan seguro, atenazado por la necesidad de poner aquí lo malo y allá lo bueno, separar el pecado del pecador. López Ortega concluye en una valoraciónn botánica, tal vez sentimental. Tras un visaje del extravío noticioso, se dedica a defender a los electores de los cargos del más pesado positivismo (pueblo indolente, sociedad fatalista, tener lo que se merece, etc.), y con el fin inmediato de recuperarlos para las gestas cívicas por venir, hace la propaganda de esta sagrada índole, sufragista castigador de tiranos. Pero la defensa es anacrónica por excesiva: tales cargos ya fueron revisados y desechados hace tiempo por las ciencias sociales. Si no lo creen, pregúntenles a los profesores de la llamada Teoría de la Dependencia (los factores íntimos, concomitantes).
Ya no debe irse tan lejos para contrastar y, mejor, acentuar las virtudes de la gens, pero los ancestralismos positivistas son siempre, por una razón inexplicable, tentadores para los articulistas a la hora de ensalzar los dones antropológicos del venezolano y en horas de búsqueda de ciudadanos. Y, sin embargo, su insistencia no parece casual. El determinismo material de arepas y vituallas se antepone a la libertad y las virtudes civiles; las coartan, nos dice. “Es difícil pensar en soberanía individual cuando nuestra existencia está dominada por el hambre”. ¿Cuál existencia, la de las masas insomnes o la del articulista, el intelectual predicador y tutor? Aquí ya hay algo que desajusta, se trata de humanitarismo primario o demagogia… Cuando López Ortega apela a los procesos ajenos a la biología, nos muestra un retrato de grupos en épico ascenso a la felicidad. ¿Pero qué son esas fechas vistas desde hoy (1936, 1945, 1946, 1958, 1998), sino aspectos de una formación sin proyecto, ritos ruidosos de una orfandad?
Se trata del elogio de unas masas extraviadas, no por anémicas o taradas, sino por irresponsables. Se las halaga, como es evidente, para los comicios, y quizás ante el desasosiego (o la melancolía) de caracterizarlas con honestidad. Y sólo digo que resulta desconcertante la comparación entronizadora, absolutoria: previsiblemente, el articulista vuelve al mundo de lo orgánico para enaltecer las virtudes de ese pueblo-electorado, purificado en un inaudito acto de poética metonimia. “No en balde elegimos al araguaney como árbol nacional: florecer en medio del más crudo verano reviste un simbolismo prodigioso, que habla de las capacidades individuales que tenemos para lidiar con la adversidad”. Es casi un sermón dominical, la aldea en la niebla arañada por el petróleo. Leer parcialidades como alegoría supone la consagración de la circunstancia, no ayuda mucho a la totalización. En Venezuela los intelectuales, desencantados de las élites, parecen optar en un rapto de sublimación por la exculpación de las muchedumbres, ese pueblo ajado donde identifican la pureza, también la postergación como virtud. Y, sin embargo, debemos a esas élites históricas los dos momentos claves de la nación (1810, 1936).
¿Pero en qué nos ayuda en este trance esa comparación, cómo puede alumbrarnos? ¿Dónde encajamos ese halago que no es frontal adulación? Ciertamente, los límpidos araguaneyes con su amarillo escandaloso, gesticulante, a la vera de esas carreteras ominosas, en algo se parecen a las blanquísimas camisas que inducen la grave y a la vez alegre conclusión de la buena Milagros Socorro. Me atrevo a poner el corolario, a riesgo de ser impreciso: el país gallardo sobrevivirá a sus caudillos y viviremos en un florido jardín. Este positivismo inverso de jabón y postales de verano está en todo caso un paso detrás del conductismo exitoso del caudillo redentor, y es de una tremenda flojedad sentimental, incapaz de captar tanto votos como gratitud.
El chavismo es un proyecto hegemónico salido no de los cuarteles sino de la frustración de una sociedad incapaz de sobreponer un modelo político a la cultura del petróleo. Contra lo que pudiera creerse, su centro de poder no es el Estado, sino la cultura de la pobreza.
Como ambas descripciones orbitan un inmediatismo (la redención electoral), me obligan a una necesaria contemporización. Los prohombres que ejecutarían aquellas virtuosas capacidades de una comunidad moralizada y apta mostraron en aquellos días, durante 90 minutos, lo que sería la actualización de esos recursos sugeridos en la canonización de López Ortega y Milagros Socorro. (En esto, Milagros Socorro, debo reconocer, es sobre todo de gusto clásico: partió una lanza por Antonio Ledezma y por Empresas Polar, empacadora del 50% de cuanto comemos y bebemos.) En debate televisivo (quizás hacia noviembre de 2011), los muchachones (Machado y Capriles) hablaban como policías jubilados. Me pregunto cómo a esa edad se puede tener tantas ideas convencionales; aquello parecía un “Programa de Febrero” colegiado, y en tiempos de clase media desmotivada.
Ante una nación estremecida por un colapso autoinmune, vuelta sobre sí, confundida con sus agresores, ella misma agresora, los prospectos se dedicaron a hacer promesas municipales como jugando a casitas y muñecas. Atrapados en la euforia electoral, uno los sentía investidos de lo salvífico emanado del Estado petrolero, capaz de financiar todos los ensayos que resten y sean necesarios, sin la menor comprensión de la tragedia remodeladora de aquello que sea el ser venezolano. Uno de ellos adelantó una novedad de su gobierno: la Misión “Muéstrame tu boleta” —cobres para premiar a quienes vayan al colegio. Pero acaso la escuela gratuita no es ya suficiente redención, me pregunto. La muchacha de la partida está, cómo no, muy informada de la vida escolar venezolana, al punto de creer que los maestros y profesores de las escuelas privadas tenían mejores sueldos que los oficiales. El gobernador zuliano tenía una carta bajo la manga: la tarjeta “Mi negra”, cobres en efectivo. (Hasta donde recuerdo, el creador de esta Misión, Manuel Rosales, no creyó necesario justificar el concepto.)
La visión asistencialista, acorazada de demagogia y carente de sentido estructural de país, evidenciada en aquellos 90 minutos, encaja sin mucha dificultad en esa teoría del pueblo menor de edad, expoliado y siempre listo para encabezar el desfile de los días aurorales, cuando habrá de llevar sus blancas vestiduras, en razón de la predestinación, y florecer en el más amargo verano (“Florecemos en el abismo”, es la insistencia del poeta Rafael Cadenas, y aquí la emoción parece confundirse con un precepto de autoayuda). El chavismo es un proyecto hegemónico salido no de los cuarteles sino de la frustración de una sociedad incapaz de sobreponer un modelo político a la cultura del petróleo. Contra lo que pudiera creerse, su centro de poder no es el Estado, sino la cultura de la pobreza. Las expectativas en ella engendradas se proyectan en el futuro en una idealización del bienestar como repartición de la riqueza, no como su generación.
Curiosamente, el trío que pretendía sustituir a Chávez hacía suyos los esquemas inmediatistas de éste en la retención del poder. Pero olvidaban que ese proyecto ya no depende solamente del momento electoral: se ha ido legitimando en la transferencia de flujos subalternos de mando a las masas, y a través del financiamiento de su tiempo de ciudadanía. Su punto de partida fue el marco legal y el vacío de prácticas democráticas distintas a las electorales; su punto de inflexión es ahora la identidad entre Fuerzas Armadas y justicia social. Y, sin embargo, los muchachones se plantaban en el muestrario de televisión como en un club de amigos generosos. El objeto de disputa era y es no un período de gobierno, sino un programa de poder que está más allá de la aclamación eleccionaria, y que hunde sus raíces en el conocimiento de un sujeto social públicamente halagado y exculpado. Seguramente, más de una vez en Venezuela las oficinas del gobierno se han entregado con retraso si la diferencia electoral en contra ha sido de sólo cien mil votos, pero a los eufóricos algo les hace creer que el mayor proyecto de dominación (éste que vivimos desde 1999) sí será cedido; es la fe fetichista en una constitucionalidad contable. Hoy, lo único denunciable quizás sea la opción definida como única, pues desde ella se ha construido un mecanismo de destrucción: lo electoral. Su eficiencia legitimadora absorbe toda disidencia y parece modificar la naturaleza del crimen y la violencia en la percepción de los circunstantes. Los procedimientos de restauración, de toma del poder, no pueden ser ya elegidos: se imponen; sean cuales sean; corresponden a la magnitud de la tragedia. No es el inocuo trance de sustituir un gobierno, tampoco se trata de enmendar unas deficientes políticas administrativas. Al menos se debe identificar el origen y la naturaleza de eso llamado chavismo, pero sobre todo afirmar su genealogía constitutiva interna, a fin de no incurrir en la transferencia exculpadora: castrismos y otros teleologismos.
Durante 40 años (1958-98) la sociedad venezolana se comportó como senador vitalicio, se limitaba a levantarse temprano el domingo, iba a votar y regresaba a casa a seguir viendo televisión. Ese estilo preparó la tragedia, una que no podía ser denunciada, pues aparecía como un acto más de la comedia. Hoy, al cabo de 25 años, sólo persiste el instrumento mediante el cual la destrucción se gestionó: la sociedad enajenada pretende salir de un genocidio mediante un acto electoral. El demente gira en torno a la idea fija; ella representa el único recuerdo de un tiempo feliz y asociado a una palabra vacía: democracia. Agotadas todas las diligencias, desde la vanidad electoral hasta la matanza de los inocentes (en 2014 y 2017), el balance sigue con unos 400 mil homicidios, acumulados entre 1999-2023, una tasa de mortalidad infantil de alrededor de 20/1000, mortalidad materna de 50/10.000, deserción escolar del 60%, 37% de embarazo precoz; la relación morbilidad-medicina curativa pudiéramos llamarla inversamente proporcional. La destrucción del aparato productivo y la herencia ecológica, el agostamiento de los servicios básicos fulmina todo bienestar.
Ocho millones de emigrantes deambulan por el mundo sin la menor idea ni acomodo de esta rutina familiar a otras sociedades. Lo más parecido en la biografía venezolana es la llamada “Inmigración a Oriente” (1814), en los días de la entrada de Boves a Caracas, aunque no es menor el horror de hoy. Tal vez la mayoría de esos ocho millones ya poco podía hacer para conjurar la peste que los aventó, aunque ellos mismos eran ya una manera de peste. Pero sus padres sí han podido conjurar el advenimiento del chavismo, esa cultura de resentimiento y crimen; no lo hizo la clase media, ensimismada en su frívolo concepto de bienestar.
Pero había acaso algo justamente atesorado en los días previos, o el rencor era un cúmulo desde y contra la nada. “Ese pueblo demasiado liviano se ha dado cuenta, al fin, de que desesperar de la democracia de la cual disfrutaba, arrebatándose a sí mismo la posibilidad de la civilidad, apostando al pasadizo que va hacia ninguna parte, es eso mismo que hoy está sintiendo en carne viva: el abismo” (Sebastián de la Nuez, en un texto reciente, marzo de 2024). Ese al fin revolotea como un desagravio de la sagrada democracia, como quien dice: “ves, ella tenía la razón”. Luego el autor pasa a enumerar cuanto llevó a aquella decisión, la elección del abismo o las carencias detrás: “No hubo ni razón ni seso ni prudencia espaciosa ni nada parecido. Hubo hambre de revancha”. Esta hambre ya no es la misma del alegato de López Ortega; hay algo de orgullo herido en ella, pero siempre necesidad de saciarse (en este caso sería un sentimiento prestigioso, el resentimiento obrando desde una condición remota, esa que Rafael Sánchez indica y enaltece: lo racial étnico). Y si es así, entonces la sociedad venezolana todavía no ha salido del atasco psiquiátrico, está fuera de cierto urbanismo mental, necesario para la conciliación civil, solo alcanzable desde la alteridad. Entonces, yo sí desespero de la democracia, esa de la endogamia y sus novedades perversas, la de los satisfechos con su registro de CNE y cédula de identidad, la donada por el Estado bonachón, la de la política de compadres, la de los presuntuosos, la de quienes son incapaces de revisar el concepto de democracia. Deslastrarla de las exigencias del populismo: en la corrección política de lo electoral fluye el realismo naturalista del positivismo.
Quienes se escandalizan ante una opción distinta al imposible electoral denuestan de la violencia y la sangre, y el gesto esconde un hipócrita pudor. La guerra ya ocurrió, los muertos los puso el electorado, pero el sufrimiento no ha terminado. Los incautos se aprestan al relevo del poder tras 25 años de demolición, el tejido social removido desde la raíz. Esta gente parece confiar en la naturaleza (el petróleo) y las virtudes del buen salvaje russoniano (el pueblo angélico) para restaurar el edén. Las maneras de la toma del poder por la sociedad aleccionada deberían estar en consonancia con la naturaleza y volumen de lo devastado; los venezolanos aprendieron a vivir en agonía, ajustaron su expectación a una anormalidad funcional, pero antes ajustaron al mínimo su dignidad. Cómo decidir los protocolos de restauración de la justicia en medio de una demografía que debe ser resguardada de sí misma, de sus tendencias predatorias. Resulta admirable cómo esta gente confía en un ideario tan mal nutrido, en el cual no han puesto sino diligencias de boy scouts en plan de elegir al delegado. A fin de cuentas, lo electoral es tan sólo una manera que de fondo permanece sin interrogar, “tenso en la sombra”, aquello por lo cual la aclamación aritmética impone un destino.
Alelados ante el protocolo jurídico, en una democracia sin insumos culturales, y más aún sin garantías instrumentales, la intelligentsia venezolana de hoy se parece al Fabricio Ojeda de 1960, que le exigía al recién fundado acuerdo aquello que por otras razones no podía dar. Allá, exigencias pretenciosas; acá, los opositores imitaban el ideario del gran elector. Unos se creían preparados para contender con Chávez; después vivimos el chavismo sin Chávez; luego permitimos que la sociedad sobreviviera sin Estado de Derecho (el núcleo de la tremenda advertencia de Olavarría en su discurso del 5 de Julio). En este punto quedaban autorizadas todas las salidas, menos las gestionadas desde el mismo Estado de Derecho. Entre el Estado oprobioso y la comunidad lacerada, uno se pregunta mediante qué artilugio mental se puede desligar a ésta de una tasa de homicidios que llegó a ser de 80/100.000. El mal ya le es consustancial, pero insiste, modosita, en las buenas maneras.
En lenguaje eufemístico se llama inseguridad a la conjunción de toda variedad de crímenes. El género espera por su nombre, y desde hace rato conduce la rutina venezolana, de la economía a la educación. Pero el état de droit parece haber sido remodelado en las arengas y promesas de estos aspirantes, todos ellos gente práctica e imbuida de emociones feriales y concurseras. La ecología es para ellos una rama ignorada del equilibrio cósmico. Insisten en la especie, el individuo de cédula y registro electoral vagando presuntuoso por la campiña; el recolector de votos diagnostica eso como saludable. Por lo demás, esa especie consigue en la intelligentsia la certificación de aquella salud, y también de su buena conciencia.
©Trópico Absoluto
Miguel Ángel Campos (Motatán, 1955) es sociólogo, ensayista, profesor de la Universidad del Zulia. Premio de ensayo de la I Bienal de Literatura Mariano Picón Salas (1991), Premio de Ensayo Fundarte (1994). Fue director de la Revista de Literatura Hispanoamericana. Ha publicado, entre otros trabajos, Tonos (Asociación de Escritores de Venezuela, 1987), La Imaginación Atrofiada (Caracas: Monte Avila, 1992), Las Novedades del Petróleo (Caracas: Fundarte, 1994), La ciudad velada (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2001), Desagravio del mal (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2005), La fe de los traidores (Mérida: Universidad de Los Andes, 2005), Incredulidad (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2009).
4 Comentarios
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Este ensayo de Miguel Ángel Campos podría llevar como epígrafe ese verso de Paul Celan que reza: «Verdad dice quien sombra dice».
Estimado Miguel Angel,
te estoy muy muy agradecido por este texto colega.
Es, de lejos, lo mejor que he leído sobre el berenjenal venezolano en estos tiempos.
Me invita, ademas, a moderar mis criticas generalizadas hacia los sociólogos y las sociologías en Venezuela (para evocar aquel libro de mi profe en la UCV, Gregorio Castro), asi como a querer leer otros textos tuyos.
Permíteme una sola observación de forma que, OJO, no es necesariamente crítica sino mas bien una acotación weberianamente comprensiva de antemano: tu maestría en el uso de la escritura ensayística puede estar restando cierta comprensión de tus ideas, su profundidad y amplitud, al identificar de manera sobretodo genérica a los protagonistas. Lo cual, muy probablemente te seguirá ganando lectores admirativos (aun cuando no lo expresen y/o reconozcan) en las capas ilustradas (o mas o menos), creo que le resta comprensión (en términos de fechas, lugares y protagonistas) en las que no lo son mucho, o poco, o casi nada. El cincel ensayístico puede no siempre ser el mejor médium estilístico para vehicular la preclaridad histórica y sociológica de tu óptica.
Recibe mis saludos admirativos y cordiales
Gracias por tus comentarios, Pedro José, sobre el estilo literario ocurre que aunque estudié sociología creo que nunca he escrito para y desde las ciencias. Tienes razón en relación a la comprensión para un público doctrinario.
Miguel Campus,,, solo hay Uno!