Alfredo Boulton: La imagen como eje rector
Si lo moderno respondió a una tensión doble en todo Occidente, a la vez de fascinación por ese mañana que nos prometían la ciencia y la tecnología, y de reconexión con los orígenes primitivos de la especie, en América Latina adquirió además un rasgo identitario particular: ese futuro promisorio no sería fructífero si los latinoamericanos no lograban enraizarlo en lo más característico de su experiencia ante el mundo. Es decir que lo moderno en las Américas descansó, como lo reclamaba José Vasconcelos: en La necesidad de buscar el desarrollo de los rasgos autóctonos de nuestro temperamento para realizar una civilización que ya no fuera copia no más de lo europeo: una emancipación espiritual como corolario de la emancipación Política.
Y esa emancipación espiritual que el mexicano exigía para la construcción de un mundo moderno auténticamente americano, se declinaría sin falta en cada país de la región según variables más o menos diferenciadas. En Argentina se erigiría sobre la imagen de la pampa y del Gaucho, reverenciados como esencia misma de la nación. En Uruguay, Torres-García buscaría anclarla en ese “fondo primitivo común a toda la humanidad” que él creyó encontrar en las culturas precolombinas, principalmente incaicas. La modernidad brasileña, por su parte, buscaría sus raíces en la virginidad del gran bosque amazónico y en la imagen más primitiva posible: la antropofagia. Con ello basaba su futuro en la idea de una pureza salvaje, bárbara quizás a los ojos de Europa, pero más cercana sin duda a la sencillez de la naturaleza, como lo escribió Montaigne en sus ensayos: “muy cercanos todavía a la ingenuidad original”. Y ese ideal de una pureza primigenia encarnada en los bosques tropicales y en sus habitantes, sería de hecho compartida por muchos países de la región, tales Venezuela, Colombia, Panamá y Costa Rica, por ejemplo, donde todavía hoy se sigue asociando el corazón de la nación a la floresta virgen, su belleza, sensualidad y antigüedad incalculable.
Si los argentinos vieron en el Gaucho la encarnación misma de la pampa y lo vernáculo, los venezolanos –y Boulton en particular– verían en el mestizo una especie de versión humana del trópico, agreste y puro, manifestación carnal de esa “belleza criolla” que resultó del encuentro entre los tres grandes grupos raciales que protagonizaron la conquista y la colonización americana: el indio, el blanco y el negro. El hecho es que la modernidad venezolana, tal y como ella se manifestó en la obra de Alfredo Boulton (en su fotografía y en su obra crítica e historiográfica) respondió de lleno a esa necesidad identitaria que encontramos, de México hasta la Argentina, en todos los países de la región.
Cuando Boulton regresa a su país, en 1928, tras cinco años de estudio entre Francia, Suiza e Inglaterra, practica una fotografía técnica y temáticamente escindida entre la admiración por sus referencias europeas y norteamericanas, y un interés creciente por el paisaje y la vida de ese país, humilde cierto, pero suyo, que era Venezuela. Sus Ensayos fotográficos, primero, influenciados por el surrealismo y en particular por la figura de Man Ray, se presentan como imágenes evocativas, impregnadas de referencias literarias y musicales, con fuertes contrastes de luz y de sombra y tomas cercanas de sus motivos. Sus primeras imágenes de Caracas y sus alrededores, por el contrario, de haciendas tranquilas y caseríos rurales, carecen del énfasis lumínico de los primeros y por supuesto de sus evocaciones literarias y musicales. Por lo general, además, se trata de perspectivas relativamente distantes, como sin duda lo era también la experiencia de su país, observado con curiosidad desde una capital ubicada en los márgenes del territorio, su mirada siempre puesta en el horizonte por donde llegaban los barcos de Europa con las mercancías, las ideas, los marcos teóricos, que la alimentaban.(3)
Izquierda: Alfredo Boulton, Pavana. 1930. Derecha: Alfredo Boulton, La Silla desde La Urbina. 1933
Poco después de su llegada, para 1933, Boulton inicia también su obra crítica, y lo haría en ese punto como el Jorge Luis Borges de El tamaño de mi esperanza(1926)(4): constatando la escasa labor de pensamiento realizada en su país hasta ese momento y apelando al trabajo necesario, indispensable, para conseguirle la expresión artística que le convenía. Lo hacía, pues, situando en el futuro el momento privilegiado de la nación. Venezuela le aparecía como una realidad que no había sido “informada” por el arte, “investida” por el lenguaje. Un pedazo de mundo escasamente “trabajado” por la sensibilidad de sus artistas, contrariamente a lo que observaba en Europa, donde el paisaje todo; los árboles, el relieve, los ríos, los pueblos y ciudades, sus habitantes y costumbres, eran transparentes para el entendimiento, estaban cargados de sentido, precisamente porque los artistas europeos habían conseguido su adecuada expresión sensible. En su país, por el contrario, ese trabajo estaba aún por hacerse, y le correspondería a él y a su generación conseguirlo: pues la hora de realizar una obra sincera está presente.(5)
Es también hacia 1933 que descubre la obra de Jean Giono, y la enamorada descripción que el francés hace de su Provenza natal, hace nacer en él el deseo de expresar, en imágenes elocuentes, la belleza que descubre en su propia tierra.
Las primeras manifestaciones de esas “reacciones fotográficas” se producen ya en Caracas, en “El cementerio de los hijos de Dios” (1934) y “Blanca” (1936), por ejemplo, pero sobre todo entre 1939 y 1940, cuando viaja junto a su esposa por los Andes Venezolanos. Imágenes del occidente venezolano, (1940), sería el resultado de este primer encuentro con el paisaje nacional. El libro se organiza como un recorrido geográfico desde los valles calurosos del piedemonte andino, hasta las zonas más frías de la cordillera. Su interés se centra en el relieve montañoso; los juegos de luz y sombra entre los valles y las laderas empinadas, la vegetación, los pueblos, los caseríos y alguno que otro detalle pintoresco de la labor humana: una instalación eléctrica primitiva, una verja rudimentaria, un gallinero campesino con aires de vivienda prehistórica y, solo esporádicamente, en sus habitantes.
De arriba a abajo, y de izquierda a derecha: 1. A.Boulton, Cementerio de los hijos de Dios. 1934. 2. A. Boulton, Imágenes del occidente venezolano. 1940. 3. A. Boulton, Piedemonte andino, en: Imágenes del occidente venezolano. 1940. 4. A. Boulton, Camino de Timotes. 1939-1940. 5. A. Boulton, El Valle de Motatán. 1939-1940. 6. A. Boulton, La luz. 1939-1940. 7. A. Boulton. Gallinero de Chachopo. 1939-1940
Fuera del libro, no obstante, los hombres y mujeres de aquellos pueblos cobran en sus álbumes una importancia mayor, dejando ver un interés particular por los habitantes, en particular por aquellos cuyos rasgos denotan un mestizaje marcado: niños blancos con los ojos achinados de los indios, personajes de piel blanca con el cabello ensortijado de los negros. Los Llanos de Páez (1950) y luego La Margarita (1952), profundizan el proceso que lo llevaría de su interés inicial por el paisaje hacia sus habitantes, y de allí hacia los venezolanos que él considera prototípicos: los héroes de la independencia. Lo hace siempre, eso sí, a través de la imagen, porque en ello se manifiesta uno de los rasgos fundamentales de su producción: el hecho de tener en la imagen su eje rector, origen y objetivo de sus reflexiones.
De arriba a abajo, y de izquierda a derecha: 1. A. Boulton, Los llanos de Páez. 1950. 2. A. Boulton, Muchacho de Los Andes, 1939-40. 3 y 4. A. Boulton, imágen del libro Los Llanos de Páez.
Los llanos de Páez, no se concibe ya como un recorrido entre dos zonas geográficas, como fue el caso de Imágenes del Occidente venezolano. Ahora se organiza en torno al relato autobiográfico de José Antonio Páez, una de las principalísimas figuras de la independencia nacional. No privan pues la geografía y el paisaje, sino el relato histórico, al que Boulton se pliega para recorrer y fotografiar los llanos, los ríos y caseríos, siguiendo los pasos del personaje porque, como él mismo lo señala en la introducción, con este libro quiso acordarle al paisaje un “interés humano”. Este proceso se consolida finalmente con La Margarita donde, si el paisaje sigue teniendo un rol considerable, el libro todo se centra ahora en el desarrollo histórico de la isla, sus poblados y habitantes, y concluye con una serie completa sobre la pesca, principal ocupación de los isleños.
Alfredo Boulton, La Margarita. 1952.
No obstante, si La Margarita profundiza este proceso, es con Los Llanos de Páez que se opera un giro para él importante: estudiando la figura del prócer se encuentra a la vez con sus retratos y con los pintores que durante la segunda mitad del siglo XIX se ocuparon de crear lo esencial de la iconografía independentista. Allí descubre, también, la escasa información que existía sobre estos artistas y, en general, sobre los procesos históricos de la pintura en el país, lo que sería fundamental para el desarrollo de sus investigaciones futuras.
Inmediatamente después de su foto-ensayo sobre La Margarita, sus experiencias fotográficas se detendrían por algo más de veinte años, dejando el camino abierto para las investigaciones históricas e iconográficas que inicia en ese preciso momento. Entonces se dedica a estudiar la iconografía existente sobre Bolívar y publica, en 1956, Los retratos de Bolívar.
Su objetivo, ahora, era describir lo más fielmente posible al habitante prototípico de los paisajes que había fotografiado, al ciudadano modelo: El Libertador, y lo haría estudiando las imágenes que los pintores de la época le habían dedicado. Su punto de partida fue pues –siempre– de orden identitario, y si con sus primeros foto-ensayos quiso retratar los paisajes más representativos del país (la cordillera andina, los llanos centrales, la zona amazónica del sur y la costa caribe por el norte), en Bolívar buscó el rostro exacto del hombre que a su entender representaba el ideal humano más elevado de la nación. En un impulso típico de lo moderno, Boulton buscó prototipos, figuras sintéticas que pudieran condensar, en términos de José Vasconcelos, “los rasgos autóctonos de nuestro temperamento”. Así, en una variable historiográfica del Modulor imaginado por Le Corbusier como base métrica para su arquitectura, Boulton se propuso elaborar el retrato de ese venezolano prototípico que fue a sus ojos Simón Bolívar. Para su sorpresa, se encontró con que los venezolanos conocían al héroe a través de imágenes de segunda y tercera mano y casi nunca a partir de retratos hechos al natural ante su modelo. Sus estudios buscaban pues revelar una esencia inexpresada, para que ese futuro flamante que él y su generación soñaban tuviera un basamento sólido, anclado en lo más auténtico de la vida americana y, en su caso, venezolana.(8)
A la par de muchos artistas e intelectuales latinoamericanos del momento, sin embargo, esa búsqueda de autenticidad nacional no perseguía un aislamiento regionalista, desligando sus vidas y obras de la herencia europea. Por el contrario, se procuraba lo que podríamos llamar una inserción equitativa en la herencia de Occidente: formar parte significativa de ella; esto es, que los aportes latinoamericanos fuesen identificables como uno más de sus componentes y no como simple consecuencia de la acción colonial. Se buscaba, pues, como lo escribía Jorge Luis Borges en El tamaño de mi esperanza: un criollismo “conversador del mundo y del yo, de Dios y de la muerte”,(9) o como Guilherme de Almeida en Brasil: se quería que en “nuestras flores, nuestros frutos, nuestros animales” pudieran siempre verse “flores, frutos y animales brasileños. Produits exotiques; no importa. Son por lo menos productos”… pues ya no somos “solamente receptores: tenemos que ser transmisores”.(10)
Y es que en el pensamiento de Boulton estos héroes independentistas cuyos retratos quiso estudiar, no fueron importantes solamente por las consecuencias que sus acciones tuvieron para su país y la región, sino porque ellas los convertían en sujetos de la historia universal, contribuyendo a cambiar el rumbo de la historia europea. Con ello se dibuja ya otro rasgo característico de la modernidad latinoamericana, y es esa profunda necesidad de sincronismo histórico que se manifiesta claramente en el caso de Boulton. El deseo de que sus vidas y obras no fueran un simple eco, consecuencia anacrónica de lo ocurrido en Europa, sino parte integrante –y acompasada– del quehacer occidental. Por eso mismo, lo moderno fue vivido como una ocasión histórica para dar el gran salto que permitiera armonizar la vida americana con la europea, sincronizando sus obras. El futuro soñado por la modernidad occidental se hizo entre los latinoamericanos promesa, ocasión para construir la nación nueva y libre con la que soñaban.
La acogida pública que consiguió con Los retratos de Bolívar (que le valió su entrada a la Academia Nacional de la Historia algunos años después), constituyó seguramente un aliciente para continuar el estudio iconográfico de otros importantes próceres independentistas publicando, en 1959, Miranda, Bolívar y Sucre, tres estudios iconográficos, trabajos que luego reeditaría en diferentes ocasiones, corrigiéndolos y ampliándolos considerablemente. La relevancia continental de estos próceres, y en particular la de Bolívar, lo obligaría a viajar a los diferentes países bolivarianos: Colombia, Perú, Ecuador, y a los archivos de las metrópolis europeas que, como Madrid, Londres y París, conservaban documentos susceptibles de iluminar la historia del personaje, creando así una red de contactos interinstitucionales y personales entonces poco común en la región. Los archivos personales que constituyó durante este proceso representan por eso mismo parte significativa de su obra, y una fuente considerable de información sobre la región, sus intereses intelectuales y su desarrollo institucional.
Entonces, de la misma manera que pasó del paisaje a sus habitantes, y de estos a la figura de los próceres independentistas, a través de la imagen, ahora pasaría de los retratos de estas personalidades a la obra de los pintores que, venezolanos o no, habían definido el desarrollo histórico de la pintura en su país. La Historia de la pintura en Venezuela, tendría entre sus contemporáneos un impacto similar al que consiguió con Los retratos de Bolívar, no solo porque revelaba momentos desconocidos de la vida nacional, sino porque con ello construía una determinada lectura de sus procesos históricos, una donde la obra de los venezolanos se integraba plenamente a la historia de Occidente, en particular a la de España.
Izq.: Alfredo Boulton, Historia de la pintura en Venezuela. Tomo I. Epoca colonial. Caracas: Ernesto Armitano Editor. Der.: Historia de la pintura en Venezuela. Tomo II. De Lovera a Reverón.
La producción de estos artistas, y con ellos la nación entera, no era ya un hecho aislado, perdido entre las brumas de un tiempo sin historia, como lo pensó Hegel, sino un proceso perfectamente comprensible, imbricado en la historia misma de la península europea. El primer tomo de esta historia de la pintura, en particular, dedicado a la época colonial, deshacía relatos imaginarios e infundados donde los habitantes de estas provincias alejadas solo contaban, para materializar los relatos bíblicos y acompañar sus ceremonias religiosas, con imágenes piadosas procedentes de España o que, en el mejor de los casos, empleaban copias de artesanos locales sin ninguna formación académica. Sus investigaciones demostraron, por el contrario, que también hubo artistas plásticos de cierta relevancia, nacidos y formados en el país, que dejaron descendencia y formaron escuela, respondiendo a las necesidades de la iglesia y de la religiosidad privada con obras realizadas In situ. Descubrió autores completamente ignorados, identificó sus obras, determinó genealogías familiares, técnicas y estilísticas, dibujando de esa manera una vida civil y artística de una riqueza infinitamente mayor de lo que se esperaba. Fue, pues, un eslabón más en la estructuración de esa base histórica sobre la que debía reposar la nación moderna que Boulton y su generación creyeron estar construyendo.
A este primer tomo le seguirían la Historia de la pintura en Venezuela, Tomo II Epoca nacional (1968), y la Historia de la pintura en Venezuela, Tomo III Epoca contemporánea (1972), que luego publicaría en compendios y versiones diferentes. Le seguirían un número considerable de estudios monográficos dedicados a los artistas más relevantes; aquellos cuyas obras le parecían aportar algo nuevo a la historia del arte occidental, continuando las tradiciones europeas cierto, pero sobre todo “yendo más allá”: Armando Reverón, en quien vio un pintor que llevó a sus últimas consecuencias las teorías impresionistas y posimpresionistas sobre la luz; Francisco Narváez, quien introdujo en el país una pintura completamente nueva, hija de las experiencias fauvistas, que él supo llevar a nuevas fronteras y, sobre todo, los artistas de la generación abstracta y cinética, Alejando otero, Jesús Soto y Carlos Cruz-Diez, en quienes creyó encontrar la perfecta sincronía temporal e histórica que esperaba de los artistas venezolanos. Jesús Soto, en especial, representó para él la manifestación más clara de la sincronía histórica con la que soñó la modernidad venezolana, en particular por haber sido uno de los artistas presentes en la exposición que diera nacimiento a un movimiento europeo nuevo: el cinetismo.(11) Por primera vez, en la historia del arte nacional, un artista venezolano participaba en el nacimiento de una escuela europea, en vez de ser, como siempre lo fue en el pasado, un epígono tardío de lo ocurrido veinte o treinta años antes en Europa.
En entre líneas, a veces solo sugerido o deducible para el lector de sus esfuerzos por demostrar el valor de esos artistas y sus obras, se desprende siempre la necesidad de probar su sincronía histórica con los movimientos europeos; la necesidad de demostrar que las suyas no fueron simples ecos anacrónicos, sino verdaderos aportes culturales, variables impuestas por le medio donde vivieron, en una especie de polifenismo cultural característico de la América Latina.
Lo moderno, podríamos decir, respondió en la región a la voluntad, sin duda utópica, de construir naciones prósperas en un escenario no solo nuevo, sino también virginal y, si seguimos en esto a José Vasconcelos, capaces de continuar la historia europea superando los más arraigados conflictos del viejo continente, incluso –y en especial– los conflictos de raza, para alcanzar una verdadera universalidad integradora, e incluso salvadora. Tuvo en esto mucho que ver el hecho de que los mayores intelectuales y artistas modernos latinoamericanos fueron, como el mismo Boulton, individuos de origen europeo, nacidos o integrados profundamente a los países americanos, y que por consiguiente veían en lo nacional una realidad enraizada orgánicamente –con particularidades distintas y distintivas sin duda– en la historia europea. Sus modelos teóricos (el de la antropofagia brasileña o el mestizaje de Vasconcelos en México, Boulton y Uslar Pietri en Venezuela), estaban justamente basados en esa voluntad de engranaje histórico que, aunque consideraba la colonia con rigor, no la rechazaba radicalmente como producto de una dominación extranjera, sino como matriz primera de la vida que se dio en el nuevo continente.
A inicios de los años ochenta, Boulton ronda los 70 años y, como sucede a menudo con quienes ven ya lo esencial de su vida en el pasado, comienza un período de reconsideración de la obra producida, a la vez que continúa desarrollando sus investigaciones pasadas. Una vez más, también, esa reevaluación de su vida se produciría a través de la imagen en un proceso relativamente lento y paulatino. Se inicia, podríamos decirlo así, retomando su interés inicial por la fotografía, pero solo para darle continuidad a sus investigaciones históricas. Entonces publica, en 1978, El arte en la cerámica aborigen de Venezuela, donde, más allá del texto (producto de un investigador autodidacta), intenta construir una visión general del arte producido por las diversas etnias que habitaron el territorio venezolano antes de la conquista española, todo ello gracias a la reproducción fotográfica de un conjunto considerable de piezas. Afianza con ello ese rasgo identitario de la modernidad latinoamericana y venezolana que, a la vez que sueña con la creación de una nación completamente nueva, en un territorio virgen, la imagina anclada en sus valores más profundos, y particularmente en las manifestaciones artísticas de sus primeros pobladores.
Está claro, sin embargo, que su herramienta fundamental de trabajo es, de nuevo, la fotografía, y que ella seguiría de ahora en adelante ocupando lo esencial de su tiempo y de sus energías, aunque solo fuera para repensar su obra anterior, organizándola en núcleos temáticos y dedicándole algunas de sus publicaciones más importantes, mientras sigue reeditando sus publicaciones anteriores sobre la iconografía de los próceres y la historia de la pintura en el país, a las que agrega algunas nuevas monografías de artistas.
La prueba de que la fotografía ha retomado todo su peso en la producción de Alfredo Boulton la encontramos sin duda en el número y la importancia de las publicaciones que le dedica: en 1981, primero, reedita La Margarita, el libro que había marcado el fin de sus primeros trabajos fotográficos. Al año siguiente saca a la luz Imágenes, un volumen donde reúne una selección retrospectiva de su producción fotográfica. Más tarde, en 1995, publica Fotografías, dedicado esta vez a las imágenes captadas durante sus viajes a Europa y América del sur. El rol central que retoma entonces la fotografía se manifiesta además en el hecho de que muchos de los estudios monográficos que le dedica a los artistas venezolanos incluyen un número considerable de sus fotografías: retratos del artista en diversos momentos, reproducciones de sus obras, etc., como lo hace en el libro que le dedicó a Francisco Narváez, de 1981; el texto que escribió sobre las obras integradas a la represa hidroeléctrica en la región de Bolívar, Arte en Guri, de 1988, o incluso el volumen que le dedicó a la integración urbana de Carlos Cruz-Diez en Barquisimeto, Cromoestructura radial, 1989, enteramente compuesto por imágenes suyas acompañadas por un texto corto. Es igualmente significativo el lugar que le acuerda a la fotografía en sus exposiciones personales, como en el Homenaje a Alfredo Boulton: Una visión integral del arte venezolano, que le organiza el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas en 1987, cuyo catálogo reproduce un conjunto selecto de sus mejores imágenes y una amplia cronología, y también en la exposición retrospectiva que le dedica la Sala Mendoza, en Caracas: Fotografías de Alfredo Boulton 1928-1992.
La reedición de La Margarita ocupa un rol preponderante en este conjunto de publicaciones, no tanto porque haya en ella aportes relevantes desde el punto de vista fotográfico, sino porque el prólogo que la acompaña en esta ocasión introduce una conciencia nueva en él: la conciencia de que los objetivos perseguidos por su generación, los de crear una nación moderna en el paisaje virginal de América, estaban en peligro por dos razones complementarias; por el crecimiento exponencial de la población en condiciones de pobreza y la ocupación marginal del pasaje que ello implica, y por el olvido de ese basamento histórico, de memoria viva, que alimenta necesariamente la existencia de toda comunidad organizada.
Deseo, por medio de estas imágenes, motivarles para que hagan lo posible a fin de que el brusco vuelco acontecido no sea cada vez más desolador y estéril. Que procuren guardar y preservar algo de lo que aún queda del paisaje y de su gente, pues si se pierde el encanto que todavía conserva, la Isla habrá perdido su razón de ser.(12)
Sus últimas fotografías de 1992 son de hecho el testimonio visual de la única salida que pudo encontrar ante la terrible degradación de ese paisaje originario y del país construido en él: la de aislarse en el pequeño territorio que podía controlar, el de su casa y su jardín, su pequeño paraíso interior, siguiendo en ello las enseñanzas del Candide, ou l’Optimiste de Voltaire, que él citaba a menudo en sus últimos años de vida: “debemos cultivar nuestro jardín”.
©Trópico Absoluto
Notas:
1. José Vasconcelos, “El día de México” en: La raza cósmica. Ediciones Espasa-Calpe mexicana S.A. p. 136.
2. Jorge Luis Borges, “La pampa y el suburbio son dioses” en: El tamaño de mi esperanza (1926). Alianza Editorial, Madrid, 2000. p. 283.
3. Entre los marcos teóricos heredados de Europa cuenta justamente la novedad y virginidad del paisaje americano, la idea de un universo rudo y en cierta medida salvaje, sin duda, pero por ello mismo más cercano a la pureza natural del mundo, y no es descabellado pensar que su interés por la Venezuela rural provenga en gran medida de allí, de esa espera europea.
4. El tamaño de mi esperanza, texto de juventud, es un pequeño ensayo de 1926 en el que Jorge Luis Borges expone lo que cree ser la tarea de su tiempo: la de crear para Buenos Aires el arte que convenga a su naturaleza.
5. Alfredo Boulton, “Breves comentarios al margen de la pintura venezooana” En: Maracapana (Caracas), septiembre de 1937.
6. Ariel Jiménez, “Conversación con Alfredo Boulton” en: Homenaje a Alfredo Boulton, una visión integral del arte venezolano. Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Caracas, 1987
7. Alfredo Boulton, Los retratos de Bolívar. Italgráfica, Caracas, 1956. p. 10
8. Alfredo Boulton pertenece de hecho, sino gremialmente, a una generación de artistas, intelectuales y políticos venezolanos (Generación del 28) que, formados durante la dictadura militar de Juan Vicente Gómez (1908-1935), de origen rural, soñó con crear un país nuevo; política, económica y culturalmente moderno, por oposición al carácter rural de la dictadura gomecista. En los hechos, podríamos decir que esa generación dirigió los destinos del país durante casi todo el siglo XX.
9. Jorge Luis Borges, El tamaño de mi esperanza (1926). Alianza Editorial, Madrid, 2000. p. 17
10. Guilherme de Almeida, “Brasilinidad”, publicado inicialmente Era nova, Paraiba, 18-10-1925. Incluido en: Arte y arquitectura del modernismo brasileño. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1978. p. 152
11. Aún cuando muchos de los artistas presentes en Le mouvement (la exposición organizada por Denise René en 1955) no desarrollaron una obra realmente cinética, se le cita como el inicio formal de este movimiento artístico.
12. Alfredo Boulton, prólogo a la segunda edición de La Margarita. Macanao Ediciones, Caracas, 1981. p.
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