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La universidad: breviario atmosférico-autonómico

Por | 11 noviembre 2023

Víctor Rago A. (Espino, Guárico, 1948), recientemente elegido rector de la Universidad Central de Venezuela, nos ofrece una brillante reflexión sobre el papel de la universidad en esta hora menguada, las oportunidades y riesgos que la ”autonomía” entraña, y la necesidad imperiosa de retomar el debate, el intercambio de ideas, la vocación deliberativa de la comunidad universitaria como única forma de rescatar la atmósfera intelectual que es inherente a su constitución. Sin eso, los edificios restaurados, los jardines recién cortados son solo espacios vacíos carentes de significados.

Alessandro Balteo-Yazbeck. Carlos Raúl Villanueva en colaboración con Alexander Calder. Aula Magna, Ciudad Universitaria de Caracas, 1954. (Púrpura). De la serie 'Modern Entanglements, U.S. Interventions', 2006 - 2009.

La universidad es esencialmente atmósfera y complementariamente estructura. La atmósfera resulta de la voluntad cognoscente que anima a la comunidad humana que constituye la institución.

El demos universitario, stricto sensu, es la comunidad académica. La integran profesores y estudiantes, esto es, lo que están para crear saber, enseñarlo y ofrecérselo a la sociedad, y los que pasan para aprender formándose profesionalmente. Así como lo propio del profesorado es estar, lo propio de los estudiantes es pasar. Cuando terminan de hacerlo se convierten en egresados, que son los que estuvieron, pero guardan con la universidad un nexo vitalicio. De allí que, lato sensu, pueda afirmarse que la comunidad académica consta de los que están (que es un pasar muy lento), los que pasan, que es un estar pasando, y los que pasaron pero quieren seguir estando, por lo que mejor que egresados convendría llamarlos regresados.

Vista la cuestión demográfica, volvamos a la constitutiva. La estructura es la suma de todo aquello que ofrece condiciones concretas para albergar a la comunidad académica con el objeto de que esta desarrolle su actividad, de la cual emana la atmósfera.

La estructura comprende un conjunto heteróclito: planta física, equipamiento tecnológico, medios logísticos, dotación mueble, insumos de todo tipo, recursos presupuestarios y financieros, aparato administrativo y procesos funcionales, sistema normativo, regímenes operativos, bibliotecas físicas y sistemas de información y documentación digitales, las áreas verdes y jardines, los cafetines, calles, caminerías y estacionamientos, etc., etc. O sea, todo lo que no sea atmósfera. Así, para decirlo en lenguaje de alta matemática:

Atmósfera = Universidad – Estructura

La estructura es un statu quo y a la vez una mecánica, un repertorio de medios materiales más unas instrucciones de uso (a menudo inobservadas). La atmósfera en cambio es una volición (todo lo contrario de una abolición), un querer ser, un movimiento del espíritu, un juego atlético y sutil al mismo tiempo de la mente.

Sin atmósfera no hay universidad aunque la estructura se mantenga intacta. Porque la estructura no es capaz de segregar por sí misma una atmósfera. Aquella ‒la estructura‒ se nos presenta como una rotunda topografía, mientras que esta ‒la atmósfera‒ desenfadada y elásticamente paisajística.

En toda universidad, la atmósfera representa el elemento seminal, mientras que la estructura aporta lo que podríamos entender como abundamiento circunstancial. No en el sentido de prescindible, sino de marco, necesario pero no suficiente. Una suerte de orden resultante de lógicas particulares, trabajosa e inestablemente articuladas. Se trata de un ensamblaje difícil que tiende a desajustarse si no se lo atiende. Y si no se lo entiende.

Es casi seguro que la mayoría de los universitarios tiene la experiencia de los desarreglos de estructura (que a veces son tautológicamente causados por exceso de regulación estructural). Por lo demás, en este período de su historia nuestra universidad se encuentra bastante desarreglada a este respecto: un orden quebrantado. No lo decimos en el sentido de una legitimidad normada, es decir, regulada exteriormente, sino en cuanto orden que tendría que resultar de lógicas acopladas ‒diríamos pensando un poco musicalmente‒ si bien en los hechos no siempre es el caso.

Los comportamientos entrópicos de la estructura afectan la calidad de la atmósfera. Por eso conviene precaverse de ellos evitando dentro de lo posible que se produzcan. Pero peor que el daño estructural es el atmosférico. Para las deficiencias de estructura siempre habrá una expectativa de solución en el orden material: se buscan los medios presupuestarios, se corrigen las averías mecánicas, se procura elevar la eficiencia funcional, se reforma algún reglamento, se provee tal o cual recurso o se gestiona su provisión. Ay, el déficit de atmósfera no admite semejantes auxilios: a «realazo» limpio, como creen la tecnocracia y el eficientismo, no se socorre una atmósfera erosionada, empobrecida, raquitizada.

Un signo inequívoco de que la atmósfera que es la universidad está en riesgo es el debilitamiento del sentido de comunidad intelectual. La universidad, antes que un espacio o un dispositivo material, es una comunidad de intereses intelectuales por vocación sentimental y convicción racional. La forma de la institución puede variar y de hecho ha variado enormemente desde sus orígenes hasta hoy, pero la fibra entrañable que le imprime continuidad a su milenaria historia sigue siendo la misma: voluntad cognoscente.

La tarea primordial de la universidad, esto es, de la comunidad humana que la forma, es la creación intelectual en el más dilatado sentido de la expresión. La existencia institucional carecería de significado si su cometido no fuera el ejercicio más pleno y libre posible de las facultades intelectuales en el seno de la vida social, fuente imprescindible de legitimidad. Por eso el haz, que es lo que significa la sociedad para la institución académica se acompaña del envés, que es lo que significa la universidad para el mundo social. Universidad y sociedad se solicitan recíproca e indisolublemente.

Para que esta interdependencia se consume hace falta un catalizador: la autonomía. Intentaré caracterizarla sumariamente entendiéndola como una capacidad intrínseca basada en un derecho reconocido exteriormente (social, cultural, jurídicamente), esto es, la capacidad de autogestionarse basada en el derecho a la autogestión.

La propiedad más conspicua de la autonomía es su potencial transformador. Aquí suele tener lugar una manipulación reduccionista que ha privilegiado la faceta defensiva del principio autonómico a expensas de su vena transformadora y de su aptitud para el enriquecimiento cualitativo de la institución. De esta suerte, se lo invoca, a menudo con efusión jaculatoria, según la imagen de un baluarte a cuya protección la universidad puede acogerse para rechazar la injerencia externa. Desde luego, no sería prudente negar aquella función protectora o de amparo que proporciona la autonomía, puesto que aduciendo su condición autonómica la universidad reivindica como suyo aquello de que se la pretende despojar o demanda la restitución de lo que le ha sido arrebatado.

Una eficiente manera de socavar la autonomía universitaria es invocarla para sacralizar un estado de cosas, volviéndolo, como todo lo sagrado, inmutable. La universidad es autónoma, se nos dice. Por lo tanto, debe seguir siendo como siempre, haciéndolo todo como siempre, eligiendo a sus autoridades y representantes como siempre.

Pero esa declaración no es un ejercicio de autonomía sino de conformismo dogmático. Quien así se expresa equipara el principio autonómico a las Tablas de la Ley, cuya vigencia, se nos dice también, es eterna. La autonomía, sin embargo, no es un don providencial sino un producto del intelecto humano. Su verdadero sentido no es solo preservar lo bueno existente, sino servir de garantía y de estímulo para el advenimiento de lo mejor.

Cuando se entiende la autonomía como la capacidad inherente a la universidad de determinarse a sí misma se pone el acento sobre el aspecto instrumental del principio autonómico. Ahora bien, este no solo debe definirse por su valor factual, su utilidad de artefacto. En realidad, el núcleo de su definición es su vocación de perfectibilidad. Esta noción, la perfectibilidad, entraña el cambio, el cambio constructivo: lo que es aceptablemente bueno puede serlo en mayor grado, y así en una sucesión de progreso ilimitado.

Por consiguiente, quien se proclame «autonomista» y se oponga al cambio no será más que un simple conservador, un continuista. Y no un innovador, en correspondencia con la vocación propia de la institución. El conservadurismo es lo opuesto al ser universitario. De aquel al purismo tradicionalista hay apenas un paso. Las tradiciones son buenas cuando sirven de contrapeso a la propensión disgregativa, al otorgar sentido al pasado, significado a la memoria colectiva. Dejan de serlo y se convierten en fidelidades inerciales y aun en fuerza regresiva al erigirse en escollos retrospectivos que estorban la contemplación del horizonte e inhiben el cambio necesario.

frente a los riesgos que corre no le bastará a la universidad con desempolvar los viejos títulos. Es imperioso enarbolar nuevas razones basadas en una honesta evaluación de sí misma, una sincera introspección.

¿Tendría que cambiar la universidad? No cabe duda. Hemos dicho cada vez que ha habido ocasión que la gestión rectoral no puede ser sino transformadora. Un dispositivo institucional consagrado a la creación intelectual, al conocimiento científico, a la reflexión humanística, a la sensibilidad estética y al compromiso social obedece a un dinamismo entrañable, a la energía de la pulsión innovadora, al vértigo del descubrimiento y la invención.

Así, nos sorprenderá entonces que su voluntad cognoscente se proyecte con idéntico interés hacia el mundo tanto como hacia sí misma. Aplicar sus facultades críticas y sus destrezas analíticas al autoescrutinio obedece a una exigencia intrínseca, no impuesta desde el exterior: la necesidad de renovarse íntimamente, de enriquecer sus medios de actuación, de prescindir de lo anticuado, de volver a negociar consigo misma el delicado equilibrio entre identidad y transformación. La necesidad, en suma, de perfeccionarse y ser mejor.

Pero ¡cuidado! Los enemigos de la universidad también proclaman las bondades del cambio. Ya otras veces nos han abrumado con los preceptos rituales de la «transformación». ¿Cuáles cambios, para qué, hacia dónde? Quieren cambiarla no para que sea mejor sino para instituir su servidumbre. De allí que propongan modificaciones de su estructura y sus prácticas incompatibles con el ser universitario, como muestran inequívocamente multitud de evidencias de ayer y de hoy y que por consabidas no mencionaremos. Convocan a la negación de la universidad, un delito de lesa ontología.

En las actuales circunstancias hablar de autonomía y reivindicar el estado de cosas que aquella consagra puede valer como primera línea de defensa de la institución. Pero esta reacción preservadora no será suficiente porque reduce la estrategia defensiva a un antagonismo simplista, un remedo de la polarización nacional. El enfoque dicotómico conduce a un pulso cuyo desenlace favorece al poder.

Por ello, frente a los riesgos que corre no le bastará a la universidad con desempolvar los viejos títulos. Es imperioso enarbolar nuevas razones basadas en una honesta evaluación de sí misma, una sincera introspección. Y para eso está allí la autonomía: para infundirle el aliento que la transforme sin negarla, que la confirme sin fosilizarla, que la haga fuerte y no pétrea.

Y de allí la necesidad del debate, la recuperación de la vocación deliberativa tan necesaria para la salud intelectual de la comunidad académica, e incluso para la convivencia misma entre universitarios. Debatir para contrastar ideas y contribuir después a consensuar un nuevo estado de cosas, un renovado modo de ser en una atmósfera revitalizada. Insoslayable desafío de los tiempos que corren al que habrá que responder con el concurso de todos.

©Trópico Absoluto

Víctor Rago A. (Espino, Guárico, 1948), es antropólogo (Universidad Central de Venezuela), doctor en lingüística (Sorbonne – Paris IV), posdoctor del Programa en Ciencias Sociales de FaCES-UCV. Exdirector de la Escuela de Antropología y exdecano de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la UCV. Actual rector de la Universidad Central de Venezuela.

2 Comentarios

  1. Fausto J. Díaz Ch

    Pertinente reflexión. Muy necesario en este tiempo de complejidad, de contradicciones, ambigüedades. Donde hay la pretensión soterrada de reducir el debate creativo e innovador a una mera confrontación de consignas y fraseología.
    Ciertamente la universidad no tiene trascendencia por su infraestructura, cuyo valor arquitectónico es obvio. No está en discusión. Es la atmósfera universitaria la que la hace viva, transformadora. No son las etiquetas lo que nos convoca, es la controversia para re-crear (Re-crearnos) reconstruir paradigmas de vida y para la Vida.
    El Rectorado, en la voz del Rector, parafraseando al Dr. Luis Beltrán Prieto Figueroa,ha colocado una idea en el viento.
    Desde mi condición de Ciudadano de este tiempo, sujeto cognoscente de orilla, porque no soy formalmente ni ingresado ni regresado de la comunidad ucevista, la siento y la percibo como parte de mi recorrido vital: algunas noches pernocte en el estadio universitario, estuve en reuniones en la sala E de la escuela de Economía, asistí al Aula Magna y, en algunas ocasiones, a inicios de los años 80 del siglo pasado, comí en su comedor. Tales vivencias me impulsan a realizar este atrevido comentario porque la UCV reporta significativa parte de mi equipaje cognoscitivo.

  2. Muy cierto, en todo proceso que se desea controlar para transitar por el mejor camino, se producen valores superiores al set point y valores inferiones al set point , un buen proceso controla esas variables para llegar a buen término, cuando se generan esas perturbaciones en el camino y poder seguir correctamente por el camino planificado. Cada variación no debe verse como un error, debe verse como parte del proceso de aprendizaje, corregirse y seguir …. El error más grande sería como escrito en su disertación, no tomar medidas , no aprender de lo sucedido y drásticamente aferrarse a las condiciones anteriores, no modificarse ni adaptarse a las nuevas circunstancias . Es lo lógico y así el hombre a sobrevivido a todas las transformaciones del mundo desde su surgimiento mediante EVOLUCIÓN.
    Aprendiendo del pasado y evolucionado es que podemos lograr bienestar y progreso… Así la Universidad debe evolucionar para continuar brindando sus aportes, beneficios y visión a futuro , ya que son sus integrantes los centinelas Vigías en el puesto de observación para proponer el mejor camino a ser tomado por la Sociedad en su futuro !

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