Algunas reflexiones sobre la ciencia ficción
En ocasión de la presentación de Inventus. Antología de Ciencia Ficción, editado por Claudia Mauro (2022), Luis Miguel Isava (Caracas, 1958) reflexiona sobre la noción de “ciencia ficción”, y en cómo esta, más allá de las representaciones literarias o cinematográficas puestas en circulación por la industria cultural contemporánea, ha acompañado desde los relatos, mitos y religiones ancestrales la imaginación humana. Dice Isava: “Me gustaría proponer, entonces, que la ciencia ficción lleva a cabo una operación que parece ser el reflejo especular de dos prácticas que tienen todo el prestigio de las ciencias humanas. La primera sería la escritura de la historia. (...)La segunda sería la praxis y la teoría psicoanalíticas. Esta, por su parte, indaga no sin especulación, sobre los posibles eventos o “traumas” que originaron los síntomas ahora presentes. Ambas prácticas, como vemos, son esencialmente retrospectivas, característica que comparten con la proto ciencia ficción”.
Para Jose Urriola,
que insiste en ponerme a pensar sobre estas cosas.
En cierta forma podría decirse que la ciencia ficción siempre ha acompañado la imaginación humana. Entendiendo, claro está, que la noción misma de “ciencia” tiene una historia a lo largo de la cual se la ha entendido a partir de ideas, pensamientos y técnicas que difieren de manera radical de los que consideramos como ciencia desde la modernidad y que han terminado por definir la noción de ciencia en el sentido estricto que hoy conocemos y manejamos. Con esa ampliación de su determinación, podemos entonces pensar que las mitologías y religiones han sido nuestros primeros relatos de ciencia ficción: en ellas encontramos, por ejemplo, las primeras intrusiones de extraterrestres en los destinos humanos, así como innumerables relatos buscaban explicar, esto es “naturalizar”, situaciones inexplicables e ininteligibles: catástrofes naturales, azares del destino o del comportamiento humano, fenómenos cósmicos y, en definitiva, todo aquello que desafiaba la comprensión y para lo que no se podía más que apelar a una imaginación especulativa. Como la ciencia, la religión y las mitologías –y la historia evidencia el largo trecho en que estas “disciplinas” sostuvieron una relación simbiótica– son en realidad intentos por entender los fenómenos que nos rodean pero que en realidad diseñan, figuran, ficcionalizan esquemas de racionalización (especulativos, incluso fantásticos) que se proyectan sobre ellos para hacerlos “mundo”, esto es para otorgarles una configuración que ofrece un cierto tipo de comprensión – comprensión que se debe precisamente al esquema que se proyecta.
Así mismo, religión y mitologías nos ofrecen relatos que son claros anuncios de la irrupción y el poder trasformador de la tecnología. La diosa Ceres da a los humanos la tecnología-agricultura; Prometeo entrega a la humanidad la tecnología-fuego, robada a los dioses; el dios egipcio Thot inventa la tecnología-escritura; el dios hebreo, anticipando un castigo, impulsa a Noe a desarrollar la tecnología-navegación –que implica también la de la construcción de un albergue– y más adelante, como castigo a su soberbia tecnología-edificación, les envía la maldición de las múltiples tecnologías que conllevan las distintas lenguas… ¿No fue acaso el apóstol Juan el que inserta en esta tradición el género del apocalipsis, palabra que, aunque en griego significa “revelación”, se ha vuelto sinónimo de hecatombe planetaria y por tanto de la denominación del fenómeno de raíz técnico-científica que sirve de fundamento a un extenso género de relatos de la ciencia ficción contemporánea? ¿No es la descripción de Juan un claro antecedente de La guerra de los mundos (Wells), incluso de La guerra de las galaxias (Lucas)? Por ello no debe sorprendernos la tendencia bastante generalizada de apropiarse y reinterpretar muchos de los avances de la ciencia contemporánea en sentido religioso: se vincula el “principio de incertidumbre” de la física cuántica con el “no-saber” de los místicos o con el budismo Zen; se habla incluso de la “partícula de Dios”. En cierta forma, esas equivalencias demuestran que, en general para la imaginación humana, tanto en ciencia como en religión o mitología, tal vez sigue tratándose del mismo impulso por comprender/explicar lo incomprensible/inexplicable.
Desde otra perspectiva, podría decirse que la ciencia ficción nos acompaña asimismo con todo impulso de extender las capacidades de la anatomía humana que produjo desde el principio de la historia lo que me gustaría llamar la tecnología de las prótesis. Gracias a ella somos, desde la invención de la primera herramienta, “humanoides” o, para inventar la palabra, “technorgs”. Ya lo decía Borges, la espada –y las armas– son extensiones del brazo; los lentes y los telescopios, extensiones del ojo; los medios de transporte, extensiones de las piernas, etc. Y esas extensiones ya nos excluyen del ámbito de lo natural para crear una sobrenaturaleza, que inevitablemente naturalizamos. Pero no toda transformación del cuerpo tiene como objetivo extender o ampliar nuestras capacidades físicas. Allí están, por ejemplo, los atuendos, el maquillaje, los tatuajes y los piercings. Su existencia está documentada en grupos humanos muy antiguos y sólo recientemente los dos últimos se han hecho casi cotidianos en Occidente. ¿Para qué in-corporamos esas prácticas? Creo que la respuesta es para reinventarnos, como los “otros” de esos seres naturales que originalmente (anatómicamente) somos. Y en cuanto a las intervenciones sobre el cuerpo de carácter médico (operaciones, trasplantes, implantes, etc.), ¿no pueden leerse como un cierto afán, inherente a lo humano y a sus creencias religiosas, de viajar, de permanecer en el tiempo, de luchar contra la muerte con la tecnología?
Otras prótesis nos llevan de nuevo al campo de lo discursivo. Borges agrega que el libro es una extensión de la imaginación y lo mismo puede decirse de toda creación artística. Esta nos ofrece la posibilidad de experimentar otras vidas, otras realidades, otros sentidos incluso. Y las ya centenarias tecnologías del gramófono, cine, radio, tv y las más recientes de internet, telefonía celular, streaming, ¿no nos rodean en realidad de un mundo no natural que sin embargo se ha convertido en nuestro entorno natural y cotidiano? En un sentido, tales tecnologías, al extender las posibilidades de la memoria, nos extienden en el tiempo hacia el pasado. Pero no se acaban allí las implicaciones. Pensemos en un ejemplo paradigmático: la música. ¿Qué es propiamente la música? Steiner dice en un ensayo que, en la naturaleza, con la excepción de los cantos de las aves, no hay música? Y de hecho es el humano el que ha proyectado su invención –otra tecnología legada por la mitología: las musas– sobre el mundo natural. Pero la música es, a pesar de su rotunda materialidad en tanto ondas sonoras, la más abstracta de las formas artísticas, la que no representa nada, la que no se refiere a nada que no sea su estructura, organizada por disposiciones humanas culturales. Y a la vez, la música es el mejor ejemplo para mostrar cómo esta “prótesis”, que no tiene correspondencia natural y que no sirve a ningún propósito utilitario, nos configura interiormente y define nuestras respuestas emocionales, nuestros estados de ánimo, incluso nuestros sentidos. Por eso, quiero hablar de lo que, apropiándome de una frase de Derrida, llamaré una “prótesis del adentro” o “prótesis del interior”. Con esto quiero apuntar a que este proceso de adiciones prostéticas no sólo compete a nuestras habilidades y limitaciones físicas, sino que alcanza también esa problemática zona que llamamos alma y que los griegos llamaban psyché. A lo largo de toda la historia, hay un impulso humano por ser más que humanos en lo físico, en lo psíquico, en lo existencial; y ese querer ser más que humanos es lo que nos hace humanos y hace que naturalicemos e in-corporemos las transformaciones a nuestra históricamente cambiante conformación “natural”. Nos extendemos, a través de tecnologías, hacia afuera y hacia adentro, hacia el pasado y hacia el futuro. Y lo seguimos haciendo en la medida en que pensamos, en que teorizamos. ¿No se trata precisamente de esto la ciencia ficción?
Quizá no haya mejor metáfora para esto que he estado describiendo que aquella imagen de 2001: Odisea del espacio, en la que el primate “descubre” que el hueso de un animal muerto puede servir de herramienta, incluso de arma: allí está la irrupción de lo tecnología prostética que, con un salto de milenios, nos llevará a la nave espacial en la que se convierte el hueso arrojado por los aires. Lo mismo ocurrirá con otras tecnologías: basta pensar adónde nos ha llevado transformar la tecnología-lenguaje de simple medio de comunicación en una compleja prótesis del interior sin la cual no podemos ya pensar lo humano: mitos, oraciones, proverbios, bromas, trabalenguas, discurso amoroso, ficciones, poemas… ciencia ficción. ¿No está acaso el amor profundamente atravesado de palabras?
Sin embargo, de vuelta al ámbito de lo discursivo, quizá sea necesario establecer una distinción respecto a esta ampliación de la idea de la ciencia ficción. El rasgo esencial de esta que he descrito, llamémosla proto ciencia ficción, es explicar los orígenes: se crea un “relato” que haga posible entender de dónde proviene lo que queremos entender en el presente. Su objeto ficcional está pues en el pasado: ya ocurrió la intervención sobrenatural, extraterrestre, tecnológica y ella explica el presente. Sin duda, esta proto ciencia ficción no es menos especulativa ni inventiva y suele recurrir como hemos visto a los mismos elementos que encontramos en la –llamada– ciencia ficción. La diferencia con esta radica, así, en el posicionamiento temporal. Si la proto ciencia ficción “inventa” los orígenes que explican el ahora, la ciencia ficción postula los orígenes para inventar los futuros posibles. Y si en el caso de la primera, las causalidades quedan circunscritas a lo ocurrido, en el caso de la segunda, dan la posibilidad de proponer las más variadas derivaciones, aunque controladas y limitadas por una cierta lógica –laxamente– científica. (Este podría ser el criterio que permite diferenciar la ciencia ficción de los relatos fantásticos.)
Si la matriz es nuestra realidad, ese otro mundo, insisto como no-lugar, sería el lugar de la teoría: lo que permite intentar explicar y entender lo que subyace a la realidad aparente en la que vivimos.
Me gustaría proponer, entonces, que la ciencia ficción lleva a cabo una operación que parece ser el reflejo especular de dos prácticas que tienen todo el prestigio de las ciencias humanas. La primera sería la escritura de la historia, incluso pensando en las teorías de Hayden White, la novela histórica. Esta, como es sabido, parte de los hechos históricos para indagar, incluso especular (verbal o discursivamente) sobre sus posibles causas. La segunda sería la praxis y la teoría psicoanalíticas. Esta, por su parte, indaga no sin especulación, sobre los posibles eventos o “traumas” que originaron los síntomas ahora presentes. Ambas prácticas, como vemos, son esencialmente retrospectivas, característica que comparten con la proto ciencia ficción. Pero en los casos de la historia y del psicoanálisis, a diferencia de los discutidos anteriormente, entra en juego un elemento de control que tiene como consecuencia que las conjeturas no puedan ser cualesquiera, sino que deben, en cierto sentido (variable histórica y culturalmente, claro), apegarse a determinados criterios de lógica racional dentro de la estructura de las teorías propuestas. La ciencia ficción operaría de la misma manera, pero invirtiendo la flecha del tiempo –como dicen los científicos. Por una parte, invierte el proceder de la historia: propone, digamos, un hecho presente real o al menos plausible para tratar de anticipar especulativamente sus consecuencias siempre de acuerdo a una racionalidad convencionalizada, o al menos postulada y justificada en su propio planteamiento. Por la otra, invierte el proceder psicoanalítico: propone ahora un evento que singulariza e identifica como posible “trauma” para luego, dentro de un marco de racionalidad igualmente justificado en su propio planteamiento, tratar de especular lo que Freud llamaba la “aposterioridad”, esto es sobre los futuros “síntomas”. ¿No muestra esto, retrospectivamente, que la historia y el psicoanálisis son, asimismo, dos formas altamente complejas, con evidentes repercusiones prostéticas, de ciencia ficción? No pretendo con esto, claro está, desprestigiar esos dos procederes teóricos; al contrario, mi objetivo es reivindicar el carácter teórico efectivo de la ciencia ficción y mostrar en qué medida es ella misma una de nuestras formas de proveernos nuevas “prótesis del adentro”.
Así, vemos que la ciencia ficción está, para usar distorsionándola la metáfora científica, en el ADN de lo humano: hacemos ciencia ficción hacia atrás, retrospectivamente, para imaginar los orígenes de nuestro mundo y nuestro presente, para entender y poder sentirnos at home; hacemos ciencia ficción hacia adelante, prospectivamente, para anticipar en qué se convertirán ese mundo y ese futuro, y prepararnos para instalarnos en ellos. Si pensamos hacia atrás, pensamos en religión, en mito o, con una especulación un tanto más rigurosa, en historia y en psicoanálisis; si pensamos hacia adelante, podemos hacerlo a través de fantasías desbocadas o, con un poco más de rigor especulativo, a través de la ciencia ficción. No es casual que en tanto un caso como en el otro podamos desembocar en utopías o en distopías: conocemos bien las que ha anunciado y anuncia la ciencia ficción; ¿no son también utopías y distopías las que los mitos (Arcadia o Atlántida), las religiones (Paraíso Terrenal o Sodoma y Gomorra), cierto historicismo (progreso o decadencia) e incluso Freud (principio del placer o pulsión de muerte y malestar en la cultura) nos han ofrecido con mayor o menor fortuna?
Las constataciones anteriores no buscan, por supuesto, desmerecer la importancia de esas variadas formas de pensamiento que son la religión, la mitología, la historia y el psicoanálisis, sino, al contrario, reconocer que si en todas ellas podemos reconocer las pulsiones que de una u otra forma encontramos en la ciencia ficción, ésta también ha de entenderse como una forma de pensamiento, oblicua tal vez, en relación a las formas “disciplinarias” de pensamiento, pero no menos auténtica puesto que, como ellas, lo que intenta en definitiva es entender la existencia en y desde el presente y con ello anticipar especulativamente sus posibles derivaciones futuras.
También en este caso una película nos proporciona una interesante metaforización de lo que expongo. The Matrix escenifica en un primer momento un mundo que podemos reconocer como el nuestro (Occidente, siglo XX), pero sólo para mostrarnos a continuación que ese mundo es en realidad una creación y proyección operada desde otro mundo que además de constituir lo real (“el desierto de lo real”, dice Morpheus) es el “no-lugar” desde el cual se entienden los mecanismos por los que “nuestra” realidad funciona. Si la matriz es nuestra realidad, ese otro mundo, insisto como no-lugar, sería el lugar de la teoría: lo que permite intentar explicar y entender lo que subyace a la realidad aparente en la que vivimos.
Dice Walter Ong, en su libro Orality and Literacy: “Las tecnologías son artificiales, pero –de nuevo la paradoja– la artificialidad es (lo) natural para los humanos”. Y si lo natural humano es una incesante reinvención prostética de su cuerpo, de su imaginación, de su pasado y su futuro, tendremos que reconocer que la ciencia ficción es (incluso cuando no lo advierte) una práctica creativa (escritural, visual, cinematográfica) que hace posible que no olvidemos ese rasgo fundamental de nuestra “naturaleza” y que recordemos que, en cierta forma, siempre hemos sido y, al transformarnos, siempre seguiremos siendo “technorgs”.
Berlín, junio-julio y 2022
©Trópico Absoluto
Luis Miguel Isava (Caracas, 1958) es Ph.D. en Literatura Comparada (Emory University, Atlanta, USA) y profesor titular del Departamento de Lengua y Literatura de la Universidad Simón Bolívar (Caracas). Sus áreas de especialización son poesía y poéticas contemporáneas, relaciones entre literatura y filosofía, teoría, estética y estudios de cine. Ha escrito un libro sobre la poesía de Rafael Cadenas (Voz de amante. Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1990) y un libro sobre teoría poética: Wittgenstein, Kraus, and Valéry. A Paradigm for Poetic Rhyme and Reason (New York: Peter Lang, 2002). Ha traducido una antología de la obra de Saint-John Perse (Canto para un equinoccio. 2da edición. Caracas: Monte Ávila, 1998), el ensayo de W. Benjamin: “La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica” (Prólogo, notas y textos adicionales, LMI. Caracas: El Estilete, 2016), la antología Vacío de horas, de Enrico Testa (en colaboración con José Miguel Cestao; Caracas: El Estilete, 2016) y recientemente tradujo al inglés el libro de Hanni Ossott, Spaces to say the Same [Thing] (Caracas: Letra Muerta, 2017). En la actualidad, adelanta un libro, De las prolongaciones de lo humano, sobre las transformaciones de la experiencia a través de los artefactos culturales en general, y de las formas artísticas en particular.
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esta bueno, yo recomendaría echarle una revisadita al trabajo de Marshall McLuhan. muchas piezas calzaran.