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50 años del nuevo cine venezolano: la legitimación de una cinematografía nacional

Por | 21 abril 2023

En este estudio, Pablo Gamba (Caracas, 1967) recorre la historia del llamado “nuevo cine venezolano”, que se estima comienza en 1973 con el exitoso estreno de la película de Mauricio Walerstein, Cuando quiero llorar no lloro. El legado de ese cine ha sido la legitimación que dio por vez primera en el país a la figura del autor-productor cinematográfico, así como el amplio reconocimiento del público y de la crítica, que lo dotaron de una importante figuración en el campo del arte. Ese cine fue también el primer espaldarazo a una actividad industrial privada vinculada al ámbito de lo cultural, que jugó un rol fundamental para el país en la década de 1970, obteniendo también el reconocimiento y apoyo financiero del Estado.

Cuando quiero llorar no lloro, de Mauricio Walerstein. Cartel original de la película. 1973.

El estreno de Cuando quiero llorar no lloro, el 11 de abril de 1973, significó el comienzo de un cine venezolano que por primera vez era capaz de llevar espectadores en cantidades significativas a las salas con regularidad en Venezuela. Alfonso Molina (1997) sostiene que con la película dirigida por el mexicano Mauricio Walerstein, basada en la novela homónima de Miguel Otero Silva (1970), se dio “el primer gran encuentro entre el cine venezolano y su público natural” (p. 76). El film llegó ese año al segundo lugar entre los que más ingresos obtuvieron por taquilla (datos de la Oficina Cinematográfica Nacional citados por González, Pino y Vilda, 1976, p. 219). 

Después de Cuando quiero llorar no lloro se estrenó La quema de Judas, dirigida por Román Chalbaud, cuarta entre las más taquilleras en 1974. El dato es de la misma fuente, según la cual, Crónica de un subversivo latinoamericano, de Walerstein, llegó al séptimo lugar en el primer semestre de 1975. En 1976 y 1977 hubo tres películas nacionales entre las diez de mayor recaudación en Caracas y su área metropolitana (Estadísticas de la industria cinematográfica, s. f., pp. 30 y 106). 

Al éxito de taquilla de estas películas siguió en 1975 y 1976 el otorgamiento de los primeros créditos del Estado para financiar largometrajes de exhibición comercial. Fue una decisión que se tomó en el marco del alza sin precedentes de los precios del petróleo, principal fuente de ingresos del país. Los datos, sin embargo, no aclaran por sí mismos por qué Alfonso Molina llamó al estreno de Cuando quiero llorar no lloro “punto inicial” del cine nacional (p. 76), puesto que la primera película venezolana conocida data de 1897. En esa dirección apuntaría, entonces, el “nuevo” de la expresión “nuevo cine venezolano”, acuñada en el único libro publicado al respecto (1980), pero Molina no la emplea ni hay consenso respecto a su alcance. Las cifras de taquilla tampoco bastan para explicar por qué el Gobierno tomó la decisión de fomentar este cine con créditos. 

Son estas las preguntas que trataré de responder en este ensayo con motivo de cumplirse 50 años del estreno de Cuando quiero llorar no lloro. Al respecto, defiendo la tesis de que lo que ocurrió en el período que comenzó en 1973 fue la “legitimación” de una cinematografía nacional. Es por esto que fue un cine nuevo y un punto de inicio para la cinematografía venezolana. Significa que este cine fue el que por primera vez recibió el reconocimiento de una o varias instancias de autoridad reconocida para legitimarlo, lo que tampoco por sí mismo aclara cuál o cuáles instancias ofrecieron tal espacio de consagración.

Hacerse estas preguntas también es importante para dilucidar qué es lo venezolano del cine nacional. Cada sociedad puede legitimar su cine de maneras diferente, acordes con su singularidad y los momentos en que da este reconocimiento. 

La estrategia de los cineastas  

Para responder estas preguntas, parto de la premisa de que metas óomo la legitimación son perseguidas de un modo que puede describirse como una estrategia. En el caso del nuevo cine venezolano, los que actuaron así fueron cineastas que producían de forma independiente películas que ellos mismos dirigían. Es posible distinguir en esta estrategia un aspecto comercial y otro, político-cultural.     

Para describir la estrategia en su aspecto comercial, se puede tomar como referencia Cuando quiero llorar no lloro. Se percibe en ella el modelo de prácticas que replicaron otras películas para aspirar al éxito de taquilla del film de Walerstein. Por una parte, la fórmula consistió en la adaptación de temas políticos y sociales del país al tratamiento que se les daba a cuestiones análogas en un cine extranjero que era taquillero en Venezuela. Por otra, fue una aspiración a homologarse, en la medida de lo posible, con películas que se tomaron como modelos internacionales en cuanto al estilo y los valores de producción. Son las “características industriales” que Alfonso Molina (1997) atribuye a los filmes del nuevo cine venezolano (p. 76).

El nuevo cine venezolano también recurrió a un grupo de actores nacionales a los que los productores atribuían capacidad de atraer espectadores, como lo indica su participación en los papeles principales de varias películas. Entre los más destacados estuvieron Miguel Ángel Landa, Orlando Urdaneta y Asdrúbal Meléndez. Parte de la fórmula de su éxito fue también hacer de ellos actores reconocibles como figuras del cine, en lo que seguía la tendencia de la época a confrontar las películas con la televisión. 

Aunque Cuando quiero llorar no lloro trataba de parecerse al cine extranjero por el uso de película en color, la pantalla ancha, la cámara lenta y los efectos especiales, mejorar los aspectos técnicos también fue importante para este intento de homologación. La contratación de personal con trayectoria internacional para la fotografía, montaje y sonido de algunas películas, a partir del año en que comenzaron a otorgarse créditos del Estado a la producción, es reveladora de esta aspiración. 

Pasando a los modelos extranjeros del nuevo cine venezolano, el primero fue el que Ambretta Marrosu (1979) llama “cine político espectacular europeo” (p. 29), cuya figura emblemática es Costa-Gavras. La narración de la historia del guerrillero que muere a manos de los torturadores después de una acción que fracasa, una de las tres que se relatan en Cuando quiero llorar no lloro, apunta en esta dirección aunque su fuente está en la literatura nacional. Se percibe tanto en el tema político como en el juego formal del montaje, característico del estilo del cineasta franco-griego, en el que domina la claridad narrativa clásica, pero con toques de un modernismo sutil. 

Esto será más evidente en Crónica de un subversivo latinoamericano, que relata la fracasada operación de secuestro de un agregado militar estadounidense por la guerrilla venezolana y se estrenó tres años después de Estado de sitio (Francia-Chile, 1972), de Costa-Gavras, basada en un caso real similar en Uruguay. También se juega con sutileza con el orden cronológico de los hechos de la ficción, en cuyas falsas entrevistas se les puede encontrar referencias en la obra de otra figura del cine político espectacular europeo, el italiano Francesco Rosi. La quema de Judas (1974), primera película del nuevo cine venezolano de Chalbaud, parece seguir igualmente a Costa-Gavras en la adaptación al cine del personaje investigador de la obra de teatro homónima de su autoría. Algo parecido ocurre en La empresa perdona un momento de locura (1978), la tercera película de Walerstein en Venezuela, está basada en una obra de teatro a la que se le puede encontrar una referencia en el cine político espectacular europeo: La clase obrera va al paraíso (Italia, 1971), de Elio Petri.

Los filmes sobre la guerrilla conforman el que podría identificarse como primer ciclo del nuevo cine venezolano, y la dinámica de la fórmula se evidencia por las significativas variantes que hubo en otras películas dentro de la unidad que les da el tema político. Una consistió en poner en relación el pasado del protagonista en la guerrilla rural con su situación en la ciudad, en el presente histórico de la Venezuela de los setenta, como ocurre en Sagrado y obsceno (Román Chalbaud, 1975) y Compañero Augusto (Enver Cordido, 1976). Otra, en remontarse a la Guerra Federal del siglo XIX para darle un contexto histórico familiar y nacional al guerrillero, en País portátil (Iván Feo y Antonio Llerandi, 1979). La quema de Judas le dio un giro temprano al tema al cambiar el foco de la guerrilla a la policía, cuya corrupción es sinécdoque de la podredumbre del régimen contra el que algunos tomaron las armas. 

Pero el ciclo de los guerrilleros se agotó en tres años. El regreso del personaje en País portátil se enmarcó en un ciclo diferente, de películas históricas, que se inició con Fiebre (Juan Santana, 1976) y continuó a razón de un estreno por año con Se llamaba SN (Luis Correa, 1977) y El Cabito (Daniel Oropeza, 1978). Esto demuestra también la capacidad que tuvo ese nuevo cine venezolano para renovar su temática. 

En 1976 hubo un cambio más importante en la fórmula con Soy un delincuente. La película de Clemente de la Cerda también tenía un antecedente en otra de las  historias en montaje paralelo de Cuando quiero llorar no lloro, la del delincuente que se fuga de la cárcel. Sin embargo, no solo no sigue el modelo del cine político espectacular europeo, por lo que respecta al estilo, sino que incluso choca con las normas que definen lo considerado profesional en el cine. Soy un delincuente expresa lo que el cineasta y Alfonso Molina convinieron en llamar  “estética del balurdo” (Molina, 1997, p. 77), lo que significa “palurdo” en Venezuela. 

Sin embargo, Soy un delincuente también replica las “aspiraciones industriales” propias de la fórmula de éxito del nuevo cine venezolano. A pesar de la disidencia de su estilo, hace del protagonista un antihéroe análogo a los gangsters de Hollywood, aunque sin destino trágico, de un modo que cristalizó un mito del “malandro” que ha perdurado en el cine venezolano. También se perciben estas aspiraciones en el espectacular desenfreno del personaje en la búsqueda de los placeres del sexo, el alcohol y la droga, lo que, conjugado con su condición de delincuente portavoz de un discurso que le daba justificación a su conflicto con la represión policial, tenía el atractivo de lo nunca visto en el cine nacional comercial por su desafío a la censura.

Con más 450 mil espectadores (Obras cinematográficas venezolanas estrenadas, s. f.), Soy un delincuente fue la película más taquillera del cine venezolano en la década del setenta. El año de su estreno se consolidó el éxito del nuevo cine venezolano en su conjunto con cinco estrenos, tres de ellos en la lista de los diez de mayor recaudación (Estadísticas de la industria cinematográfica, s. f., p. 30). 

Otro giro trascendental en la fórmula con la que buscó atraer público fue en la apelación a fuentes extranjeras. Es el mismo giro hacia el melodrama clásico mexicano que se observó en las películas de Chalbaud. La referencia es reconocible en Sagrado y obsceno, pero cobra relevancia en El pez que fuma (1977), que es una parodia de los filmes de cabareteras. Esto la vincula con el ascenso del otro ciclo mayor del nuevo cine venezolano, junto con los de la guerrilla y la historia: el de las comedias. Comenzó en 1976 con Los muertos sí salen, de Alfredo Lugo, y el mismo año de El pez que fuma se estrenaron Los tracaleros, de Lugo, y Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia, de Alfredo Anzola.

Con el ascenso de la comedia comenzó un desdibujamiento de las inquietudes políticas y sociales originarias del nuevo cine venezolano. El ejemplo más ilustrativo es Chalbaud, cuando en Carmen la que contaba 16 años (1978) recurrió a la pareja protagónica de una telenovela del momento para lo que esencialmente es una parodia, por su adaptación venezolana, del melodrama de Prosper Merimée (1947). Algo parecido puede decirse de Enver Cordido en su segundo largometraje, la desestimada comedia Solón (1979). Soy un delincuente tuvo una secuela, Reincidente (1977), que se desdibujó por ser un film no independiente, coproducido por empresas líderes de la distribución y los laboratorios, con un actor diferente en el papel principal y con el cine de acción estadounidense como modelo. En 1978, se estrenó una película nacional paradigmática por su confrontación con el nuevo cine venezolano: Simplicio, de Franco Rubartelli, historia de un niño y un abuelo adoptivo dirigida al público familiar. El cine nacional que cambió con el nuevo cine venezolano se transformó por su propio éxito en el período 1973-1979.

Una diversidad de públicos

Dicho esto acerca de la fórmula con la que buscó el éxito de taquilla el nuevo cine venezolano, su dinámica, y la diversidad a la que condujo y lo llevó al desdibujamiento de su perfil original, es necesario pasar a la problemática tarea de sacar conclusiones acerca de por qué el público nacional hizo taquilleras estas películas. 

Lo primero que hay que hacer, en este sentido, es cuestionar la hipótesis de la identificación de Molina (1997), que sobre Cuando quiero llorar no lloro escribió:

…estableció una relación de identidad entre el espectador y lo que sucedía en la pantalla. Una forma de hablar, de actuar y, en definitiva, una forma de ser venezolana. Por primera vez los ojos nacionales veían una historia, un proceso dramático y unos personajes que les pertenecían. (p. 76) 

Dos problemas con esto son que la identificación pudo darse también sobre la base de la adaptación del cine extranjero que se tomó como modelo, en los casos señalados, y la “forma de hablar, de actuar y […] de ser venezolana” pudo tener como fuente otras representaciones audiovisuales populares: las de la televisión y la radio nacionales. 

En Jesús María Aguirre (1980) hay otra interpretación de la identificación, que se basa en la segmentación del público. Sostiene que el apoyo al nuevo cine nacional no fue de espectadores que lo reconocieron como propio por venezolano, sino por la experiencia común de un grupo en particular: los que habían participado “real o empáticamente de las convulsiones juveniles de esta última década [los setenta]: aventura guerrillera declinante, hippismo, poder joven, etc.” (p. 10). Un problema es que Aguirre no demuestra como ocurre esta identificación, identificando elementos textuales que indiquen que las historias que se relatan no se entienden correctamente sin referencia al contexto de esta experiencia generacional. Pero se acerca a la verdad cuando identifica a estos espectadores cómo rebeldes en un sentido contracultural.  

En el nuevo cine venezolano hay una toma de posición que era disidente en la cultura. Era confrontacional en Soy un delincuente incluso por lo que respecta a la estética y a la moral, pero más significativamente se expresa en la selección de las obras literarias nacionales que adaptaron las películas con referencia al contexto cultural de la época. No fueron los clásicos venezolanos que la televisión consagraba como cultura audiovisual oficial masiva al llevarlas a telenovelas o miniseries. Fueron obras de autores como Adriano González León, que había sido parte de uno de los grupos de la “izquierda cultural” (Chacón, 1970) en la época de la guerrilla, o de Miguel Otero Silva, que había renunciado a la militancia comunista de su juventud, pero mantenía una “posición independiente de izquierda” (Pacheco, 1994, p. 186). También Chalbaud podría ser considerado parte de la “izquierda cultural”, cuya obra de teatro Sagrado y obsceno fue censurada en 1961 por razones políticas. Canción mansa para un pueblo bravo, de Giancarlo Carrer, cita en el título y la banda sonora a un cantautor emblemático de la izquierda, Alí Primera. En cuanto a las novelas testimoniales adaptadas en Soy un delincuente y Crónica de un subversivo latinoamericano –la homónima de la primera, de Gustavo Santander (1974), y FALN, Brigada Uno (1973), de Luis Correa– el protagonista de una manifiesta simpatías por Fidel Castro y el Che Guevara mientras que el autor de la otra fue el guerrillero que comandaba la unidad autora del secuestro que la obra escrita y la película relatan.  

Esta ubicación del cine en un espacio culturalmente disidente y de izquierda lleva a reparar, a su vez, en aspectos de la experiencia que Aguirre no considera, y que no se refieren únicamente a la pasada juventud sino a la temprana madurez de esa misma generación en el presente, en la llamada “Venezuela saudita”. En el país de la vertiginosa bonanza petrolera se abrían oportunidades para que muchos adultos jóvenes, incluidos los rebeldes que habían querido cambiar la sociedad, emprendieran, como el protagonista de Compañero Augusto, la búsqueda de una riqueza fácil y rápida que chocaba con otra violencia, ya no política sino social, de la democracia contra la que lucharon los guerrilleros: la miseria de Soy un delincuente

Este era un dilema moral y político que el nuevo cine venezolano planteaba, en particular a su público de adultos jóvenes. Con referencia a este contexto, hay que considerar también las películas que terminan con los personajes combatiendo aun después de que se saben derrotados, como Crónica de un subversivo latinoamericano y País portátil, o tratan de llegar hasta el final con el compromiso con los compañeros muertos, aunque sea por una revancha inútil en la que se confunden justicia y venganza, como Sagrado y obsceno. Otros filmes, en cambio, ponían el foco en otros problemas y nuevos campos de lucha que se abrían en la democracia, como Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia, La empresa perdona un momento de locura o Manuel (Alfredo Anzola, 1980). De distintas maneras, los filmes del nuevo cine venezolano interpelaban a una generación, aunque lo hicieran sin interrogar su contradictoria espectacularidad ni su aspiración a homologarse con los productos extranjeros con los que competían en el mercado. 

Sin embargo, es dudoso que los adultos jóvenes que Aguirre identifica hayan sido el núcleo del público de todas las películas. El pez que fuma, por ejemplo, no se dirige a espectadores de Costa-Gavras o Soy un delincuente, sino a unos cuyos gustos fueron formados por el melodrama mexicano. Similarmente apela a la complicidad de los conocedores del repertorio de clásicos de la música popular latinoamericana de la banda sonora (Paranaguá, 1993, p. 59). Pero esta película es también emblemática por lo que respecta a la crítica a la “Venezuela saudita” que puede verse en su reflejo en el prostíbulo, “donde todo se compra y todo se vende, especialmente el poder” (Molina, 2001, p. 75). A la apropiación paródica de sus fuentes fílmicas hay que considerarla, además, como expresión de resistencia cultural de una izquierda latinoamericanista. 

Tampoco parece que se ajustan al perfil señalado por Aguirre los espectadores de Los muertos sí salen, de Alfredo Lugo, o El cine soy yo, de Luis Armando Roche. La primera se vale de actores principales que eran cómicos conocidos por la televisión, pero con el estilo que más se aproxima en el nuevo cine venezolano al cine de poesía propuesto por Pier Paolo Pasolini. La película de Roche tenía como actriz principal a Juliet Berto, lo que la referenciaba, por ejemplo, en Jean-Luc Godard y en Claro (Italia, 1975), de Glauber Rocha. Lugo y Roche se apropiaron también de los géneros de un modo que exige la complicidad de un público cinéfilo: la caper movie, en Los tracaleros (1977), y la versión europea de la road movie, en El cine soy yo

Por tanto, hay que pensar que estas películas estaban dirigidas a posibles espectadores nacionales del llamado “cine de arte”. Sin embargo, los muertos a los que menciona el título del primer film de Lugo se refieren al régimen de Marcos Pérez Jiménez y las dictaduras militares con apoyo estadounidense, mientras que el trío protagonista se ve obligado a tomar las armas, lo que los pone en una posición análoga a los guerrilleros. Roche hace un homenaje en El cine soy yo a los cinemóviles de la Revolución Cubana y también al cineclubismo venezolano, que se identificaba políticamente con la izquierda (Anzola, Fernández y Messina, 1995).

Otros públicos que buscó el nuevo cine venezolano son los trabajadores jóvenes de extracción popular, como se evidencia en el elenco de personajes de Se busca muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia. Chalbaud hizo de los estudiantes rebeldes de educación media del presente los protagonistas de El rebaño de los ángeles (1979), que podía dirigirse tanto a adolescentes iguales a ellos como a espectadores en edad de ser sus padres. También a mujeres: es una película que se distingue en el nuevo cine venezolano por su protagonista femenina, y en torno a ella hay otras mujeres entre los personajes principales de las profesoras y estudiantes de un liceo. No son las prostitutas del cine de cabareteras que inspiró El pez que fuma. En Manuel, la mujer es coprotagonista y se involucra en la lucha de una comunidad para defender su sitio de pesca del negocio inmobiliario. Desafía, además, la moral religiosa porque tiene una relación de amor carnal con un sacerdote. 

Hay datos que revelan que se produjo un cambio sustancial en el tipo de espectadores que más iban al cine en Venezuela en el período del nuevo cine venezolano. De las preferencias que a comienzos de la década se mantenían por las películas del cine político espectacular se pasó a una situación diferente en 1978, cuando tres de las diez películas más taquilleras del área metropolitana de Caracas siguieron la nueva moda juvenil de origen estadounidense de la disco music (Estadísticas de la industria…, s. f., p. 144). Esto demuestra que los cineastas también desarrollaron un olfato para percibir la diversidad y los cambios del gusto, puesto que el éxito de las películas en términos generales se mantuvo, pero al costo del progresivo desdibujamiento del nuevo cine venezolano en respuesta a estos cambios.

En síntesis, cada ciclo del nuevo cine venezolano, y algunas películas consideradas individualmente, lograron formar públicos diferentes. La suma de los espectadores de todos estos conjuntos habría sido el público de este cine nacional. Su característica más abarcante sería la identificación cultural y política con la izquierda, entendida también con toda la amplitud que han tenido sus expresiones en Venezuela.

El público, sin embargo, no podía legitimar por sí mismo al nuevo cine venezolano, ni aun en 1976, en pleno apogeo de su éxito. Vender muchas entradas no es condición suficiente, y ni siquiera necesaria, para la consagración de un cineasta, como lo demuestra el prestigio de realizadores de películas poco taquilleras. Son los festivales, los premios, la crítica y los cineclubes o instituciones análogas quienes son capaces de dotarlos de un prestigio similar al de los escritores o pintores cuyo éxito reconocen y que es el que persiguen los artistas (Rivas Morente, 2012). Esto, a su vez, pude dar a ciertas películas una legitimidad parecida a la de las obras de arte, en tanto se distinguen, como “cine de autor” o “cine de arte”, del “entretenimiento”. Hay que pasar, entonces, a la estrategia político-cultural para ver si en ella está la respuesta a la pregunta de cómo pudo legitimarse este cine, ante qué instancias ocurrió y cómo incidió el éxito que tuvo en sus públicos, si es que tuvo repercusión.

El aspecto político-cultural    

Lo primero que hay que señalar, con relación a la estrategia político-cultural del nuevo cine venezolano, es la “extraordinaria resistencia” que Alfredo Roffé (1997b) considera que existe en los medios de comunicación del país hacia “cualquier actividad crítica que tenga que ver con las industrias culturales” y, por tanto, el cine. La crítica es, “tal vez, la más débil de las instituciones cinematográficas” (p. 60).

A esto hay que añadir que en Venezuela no había festivales ni premios de cine importantes cuando se inició el llamado nuevo cine venezolano. A falta de esta instancia nacional, estaban los festivales internacionales a los que tuvieron acceso algunas películas. Cuando quiero llorar no lloro y La quema de Judas, por ejemplo, fueron seleccionadas para el Festival de Moscú, y El pez que fuma ganó el premio a la mejor película en el Festival de Cartagena. Pero de esto no parece derivarse sino otra característica que homologaba estos filmes con el cine extranjero ante el público nacional, y que se añadía a la participación de actores de prestigio en el circuito internacional de festivales, como Juliet Berto o el mexicano Claudio Brook que trabajó en Simón del desierto (1965) y otras películas de Luis Buñuel, así como en La quema de Judas y Crónica de un subversivo latinoamericano en Venezuela.

La debilidad de la crítica y la inexistencia de premios relevantes ponen de relieve la pertinencia de investigar cómo esta sociedad en particular legitimó su cine, tal como se indicó al comienzo. Son hechos que hacen dudoso que haya podido ser en Venezuela de la manera análoga a las artes implícita en las nociones de “cine de autor” y “cine de arte”, que suelen manejarse como si tuvieran una validez universal. 

Otra característica de la crítica venezolana es que, en los sesenta, sus figuras de mayor peso estuvieron vinculadas a las universidades nacionales (Colmenares, 2014, p. 264). Esto las ubicaba en un campo en el que el pensamiento disidente de la izquierda ejercía una influencia determinante. Después de la derrota de la lucha armada, continuaron en las universidades los conflictos con el régimen que solo en 1973 logró establecer la hegemonía del bipartidismo. Un ejemplo es la Renovación Universitaria, una de las “convulsiones juveniles” en las que participaron “real o empáticamente” los futuros espectadores del nuevo cine venezolano, según Aguirre. 

Fue entre los críticos relacionados con el campo académico y cineastas que desarrollaban su actividad en torno a las universidades (Colmenares, 2014, p. 266) que se inició la estrategia político-cultural referida. Su bandera fue la ley de cine. De ella se hicieron parte los realizadores del nuevo cine venezolano cuando en 1974 se organizaron como gremio en la Asociación Nacional de Autores Cinematográficos. 

Esto tuvo consecuencias para el tipo de legitimación perseguida. Si la crítica se apropia de discursos de otros campos para sustentar el valor que puede darle al cine, como cuando recurre a términos del campo del arte para consagrar a los cineastas como autores (Rivas Morente, 2012, p. 219), en Venezuela, ese discurso en defensa de la ley provino del campo académico. Una argumentación en torno a la importancia social y cultural del cine nacional fue la que se adoptó, y no la del reconocimiento de los cineastas como autores en un sentido artístico. Más allá de esto, la crítica nacional  no desarrolló una “política de autores” como la que se desplegó en Francia, por ejemplo.

El proyecto de ley de 1966 hace del Estado la instancia que da legitimidad al cine nacional, reconociéndolo como actividad de “marcado interés social” y “trascendente influencia pública” en el artículo 1.° (Roffé, 1996b, p. 216). Esto otorgaría a los cineastas, a los críticos, los cineclubistas y a todos los vinculados con el cine nacional el estatus de figuras dedicadas a una actividad de tales características. 

El “marcado interés social” que en el proyecto de ley de 1966 no era sino una declaración, se hacía realidad con la “trascendente influencia pública” que por primera vez también alcanzaba una película venezolana.

El problema es que la “importancia social” del cine declarada en el proyecto no era socialmente reconocida de hecho. Las obras de cine que podían haber aspirado a este reconocimiento en los sesenta, antes del surgimiento del nuevo cine venezolano, no habían tenido “trascendente influencia pública”, de no ser como motivo para su censura. Un ejemplo es lo que ocurrió en 1968 con Imagen de Caracas, una instalación monumental multimedia creada para el Cuatricentenario de la ciudad de la que el cine era el componente más importante. Por otra parte, la trascendencia pública ni siquiera era razón para que una película nacional se exhibiera. Un ejemplo: Araya.   

Las discusiones en torno a la ley de cine se reanudaron al año siguiente del estreno de Cuando quiero llorar no lloro. Hay que relacionar esto, por tanto, con el impacto del éxito de público de la película de Walerstein. Pero lo determinante aquí fue que el nuevo cine venezolano logró con este film “despertar el interés de los más diversos sectores de la comunidad nacional” (“Presentación”, 1976). El “marcado interés social” que en el proyecto de ley de 1966 no era sino una declaración, se hacía realidad con la “trascendente influencia pública” que por primera vez también alcanzaba una película venezolana.

Esto fue seguido de un giro en el discurso de los cineastas, ahora organizados en la ANAC. El cambio se forjó al calor del enfrentamiento de los realizadores del nuevo cine venezolano con una corriente de opinión pública de rechazo que también surgió en esta época. Alfonso Molina (1997) llama a esto el “gran prejuicio que se construyó alrededor del cine nacional: solo películas de putas, guerrilleros y ladrones” (p. 86). Pero atribuirle la vasta influencia pública implícita en el adverbio “gran” es contrario a los éxitos de taquilla que tuvieron las películas rechazadas.  

Soy un delincuente había hecho del desafío de la censura parte de su fórmula para atraer al público, como se indicó arriba. Lo que se buscó funcionó, puesto que, como se dijo, fue el film de mayor asistencia del nuevo cine venezolano.  Pero es un hecho referido por Jacobo Penzo (2000) que los cineastas se movilizaron, en 1977, para conjurar un posible intento de censura de tres películas. También es un hecho que por presión de la Iglesia Católica se prohibió, por la vía de negarle la clasificación, la exhibición en Maracaibo de Manuel (Bisbal y Brito, 1982, p. 24). 

El caso más importante por lo que respecta al enfrentamiento de los cineastas contra la censura se dio poco después del fin del período de oro del llamado nuevo cine venezolano, alrededor de 1979. Fue la prohibición del largometraje documental Ledezma, el caso Mamera, en 1981, y la consecuente detención de su director, Luis Correa, al que se acusó de hacer “apología del delito”. Sin embargo, es pertinente traerlo a colación porque fue en esos años que el nuevo cine venezolano inició una línea combativa que alcanzaría su punto culminante algunos años después. En su presentación de los estatutos del Fondo de Fomento Cinematográfico, creado en 1981, Antonio Llerandi, presidente de la ANAC, mencionó la lucha por la libertad de expresión como una de las mayores del gremio (Llerandi, 1983, p. 5).  

Esto es indicativo de que para 1976-1977 ya estaba planteada una búsqueda de la legitimación del cine nacional como ejercicio de las libertades democráticas. Hay que considerar esto para entender cómo fue que cristalizó la figura del autor-productor cinematográfico que dio nombre a la ANAC. Los argumentos del proyecto de ley de 1966, surgidos del campo académico, se conjugaron con esto para darle una nueva base discursiva. La libertad de expresión era esencial también porque las películas eran de “interés nacional”. A los autores-productores los legitimaba un derecho que está en la Constitución, pero porque lo reconocía como importante la opinión pública. 

Por otra parte, si había un cine nacional que por fin se percibía que era de “interés nacional”, el Estado debía asumir el deber de fomentarlo, lo que rebasa el marco de lo estrictamente concerniente al derecho a la libertad de expresión. Si bien el proyecto de 1966 planteaba que el Estado destinara los recursos fiscales necesarios para el fomento de una industria que entonces solo existía en el papel, en este nuevo contexto, el éxito de público que alcanzaron las películas se convirtió, ya no solo en condición necesaria sino también suficiente para demostrar lo que Molina (1997) llama también “aspiraciones industriales” (p. 76) del nuevo cine venezolano. En consecuencia, por un curso diferente de los canales de asimilación de la “izquierda cultural” al sistema democrático, el Estado dio financiamiento, mediante sus políticas de desarrollo de la pequeña y mediana industria, para que los autores-productores consolidaran la actividad para la cual su éxito comercial los había legitimado ante el mismo Estado, la de empresarios en un capitalismo con fuerte intervención estatal.  

Este reconocimiento acarreó la consagración de lo que Roffé (1997b) llama “industrialismo”. Pero no es la corriente de opinión respecto al cine y las prácticas cinematográficas a la que esta autor contrapone la de los “culturalistas” (p. 261). Es lo que, por sentido común práctico, se entiende desde entonces como la manera legítima de hacer cine en el país, aunque era y siguió siendo diferente el modo de producción en las universidades y en el cine experimental en Super 8, por poner dos ejemplos.

Es igualmente con relación a este proceso de legitimación que el cortometraje se hizo “escuela del largo” y los documentalistas quedaron relegados al margen del campo cinematográfico. Si el director de Ledezma, el caso Mamera no hubiera sido el mismo de Se llamaba SN, coguionista de Crónica de un subversivo latinoamericano y Soy un delincuente, y fundador de CAVEPROL, gremio que se separó de la ANAC y con el que se identifica al “industrialismo”, quizás su documental no podría haber aspirado a que se exhibiera en cines ni hubiera sido un escándalo que lo censuraran. 

Hay que considerar, sin embargo, que la nueva legitimidad a la que se aspiraba, y la que se conquistó, solo eran posibles en el marco del Estado realmente existente. La opinión pública es una instancia legitimadora difusa y la defensa de la libertad de expresión solo se garantiza por la intervención de otras, como los tribunales, que en el caso de Ledezma, el caso Mamera liberaron a Correa pero mantuvieron la censura.

El reconocimiento de la legitimidad que conllevó el financiamiento estaba sujeto al “sistema populista de conciliación” (Rey, 1991), el modo real que tenía de relacionarse con la sociedad el Estado. Consistía en un entramado de instancias en las que el Gobierno y grupos de interés organizados, privilegiados o no según el reconocimiento de sus cuotas de poder, negociaban para resolver conflictos que también se solucionaban con la distribución de los cuantiosos recursos propios del Estado. La prioridad que podía adquirir la necesidad de conciliar con sectores de mayor peso en el sistema se hizo evidente cuando del excedente inesperado de ingresos del boom petrolero de 1973 y 1974 se pasó a la crisis económica de 1977-1978. Cuando fue necesario recortar gastos, otros intereses prevalecieron sobre el “legítimo” del cine nacional, como se pasó por encima de la libertad de expresión de Correa porque su película afectaba el interés de la policía.

En este nuevo marco, sin embargo, también los exhibidores-distribuidores reconocieron a los autores-productores taquilleros como empresarios exitosos legitimados por los créditos del Estado. Los vieron capaces de proveerlos de productos nacionales rentables con los que les convenía sustituir el 60% de los títulos que no producían beneficios pero que importaban para mantener abiertos los cines todo el año (Fachinal, Aguirre, Pasquina y Roffé, 1976, p. 24). Una vez otorgados los primeros créditos, además, la lucha de los cineastas por lograr el financiamiento cambió. Ya no se trataba de reclamar fondos para una industria que solo existía en papel sino de exigir algo cuya legitimidad había reconocido el Estado. 

Asimismo, como parte del interés que había despertado en todos los sectores del país, la televisión también se presentó como legitimadora del nuevo cine venezolano con la fundación de la Academia Nacional de Ciencias y Artes del Cine y la Televisión, en 1978, las primeras compras de películas y la creación de los premios El Dorado, una imitación de los Oscar de Hollywood. Esto se entregaron por primera vez al cine en 1980, en un acto que fue transmitido en vivo por las dos redes privadas y la mayor del Estado, lo que hacía evidente la intención de dotarlos de un poder legitimador análogo a los festivales y premios internacionales, con la Academia estadounidense como modelo. La intención de disputarle el cine venezolano a las expresiones residuales de las disidencias de izquierda también se percibe en estos premios, si se considera que fueron otorgados el año que se hizo el primer Festival del Cine Venezolano de Mérida, que fue una iniciativa surgida del campo académico.

El nuevo cine venezolano, en síntesis, tiene un legado de 50 años que es esta legitimación singular que le dio a la figura del autor-productor y, por tanto, al cine nacional que estos cineastas realizan. Tiene, por una parte, las características de una aspiración refrendada por el reconocimiento de su importancia por la opinión pública, en tanto su ejercicio de la libertad de expresión dota a los autores cinematográficos del estatus de los que hacen algo importante para la nación, aunque ese derecho está sometido a la validación, o no, de otras instancias. Por otra parte, es el resultado del reconocimiento del éxito en el desempeño de una actividad industrial privada que también es importante para el país y que, por ende, es legítimo que el Estado financie.

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Referencias

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Pablo Gamba (Caracas, 1967) es periodista y crítico de cine egresado de la Universidad Central de Venezuela. Fue director de programación de la Cinemateca Nacional de Venezuela y docente en la Escuela Nacional de Cine y en la Escuela de Cine y Televisión (ambas en Venezuela). Dirigió la revista online ENCine de la ENC. Ha publicado en La Fuga y en la revista Fuera de Campo, de la Universidad de las Artes del Ecuador, y es colaborador regular del sitio web especializado en cine experimental Desistfilm. Actualmente está radicado en Buenos Aires.

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