Tornillos viejos en la máquina del poema
Con motivo de la publicación de las Obras Completas de Eugenio Montejo por la editorial Pre-Textos (Valencia, España), reproducimos aquí dos ensayos del autor, referente insoslayable en el ámbito de nuestra lengua y uno de los ensayistas fundamentales de la tradición venezolana. Dice Montejo: “En el reencuentro de la palabra como verbo que verifica el ser, puede gestarse quizá un universo de propiedades sagradas que devuelva una nueva esperanza en estos tiempos diluvianos.”
La comprobación del exilio que debe afrontar el poeta moderno, llegado después de los dioses, como ha dicho Yves Bonnefoy, después que lo divino ya no encarna una presencia dentro de lo cotidiano; la nostalgia de ese pasado en que lo sobrenatural imponía de un modo tan fuerte su sello sobre los hombres, los días, las cosas, todo ello bastaría para explicarnos el sentido de desolación radical que domina la poética de los últimos tiempos. No es una mengua religiosa capaz de ser resuelta a nivel personal asumiendo un determinado credo o adoptando un principio de comunión. Ni la proclamación contra sí mismo de una “guerra santa” que nos procure, al modo desesperado de René Daumal, una transitoria paz con nuestros semejantes. Es, más bien, la absoluta carencia de una atmósfera donde lo sagrado nos rodee al modo en que, digamos, Kandinsky nos lo evoca en su libro Lo espiritual en el arte. En ese clima esencial no precisamos siquiera ser creyentes: la creencia emana, por decirlo así, de las cosas mismas. La poesía es allí esa gravitación que el misterio da a toda forma visible; el espacio donde el alma se halla alimentada por la presencia de una especial simbología. La conciencia no sufre los ultrajes que produce el reto de los contrasentidos. Todo allí reposa sin abandonar su movimiento. Tierra de constelación.
El mundo a que hemos venido tiene la impronta de esa mutilación. La agitación espiritual que lo gobierna proviene del esfuerzo realizado a nivel del pensamiento por suplantar el vacío que queda al ocaso del antiguo universo. El curso de los tiempos, en una inversión total de sus orientaciones, reserva ahora el término herético para quienes afirman la existencia de una espiritualidad superior. Valdría preguntarse con Jung, si existe alguna especulación racional capaz de probar o negar, ya sea el espíritu o la materia. En el árido repliegue de nuevas leyes, la poesía tal vez no esté destinada a ser, en esta hora, sino una voz de contraseña, cifra de pase hacia otros siglos, tenencia oculta de la llama mientras afuera azota el vendaval.
Los supuestos religiosos que de un modo tan natural alimentaron las sociedades precedentes, se ven sustituidos por una celebración de la máquina, elevada inconscientemente a categoría sagrada. Todavía a Hölderlin le fue posible vivir entre los dioses, habitar ese clima de poesía que hizo posible el Hiperión. Su amor a Grecia es la búsqueda de una patria mítica, la patria ideal de su poesía. Hölderlin es un contemporáneo de Sófocles, de una manera tan vivaz y penetrante como muchos de quienes llegaron a ver las representaciones de Edipo rey o Antígona. Aun para el creador escéptico, la mengua de lo religioso cotidiano lo emplaza a un vacío donde la esterilidad lo atrapa más fácilmente. La distancia a que nos situamos de lo sagrado corresponde, en el mundo práctico, a una lejanía cada vez más acentuada de la naturaleza. El contacto con lo natural nos llega tamizado, cubierto, trastornado. Nos reducimos a un punto de automatización en que debemos considerar al hombre como la última porción de la naturaleza.
Tal vez la era mítica del poeta, el universo de su armonía estelar, esté pronto a llegar bajo nuevas formas del mismo principio, en el retorno de sus dioses tutelares.
Ese sentimiento de desolación, que una psicología del alma puede bosquejar en todas sus irradiaciones, tiene datos reales que lo concretizan. Más allá del pavor atómico y el desnivel de las teorías políticas, hay contingencias que el poeta prevé con signos de evidencia. La desaparición de su lengua, por ejemplo, que tal vez sea una certidumbre más difícil de aceptar que su propia desaparición. La ascensión de los medios audiovisuales y un sentido de practicidad que invade todas las zonas del pensamiento, no garantizan muchos siglos a la más difundida de las lenguas existentes, al menos en su estructuración actual. El camino hacia una lengua única pasa por la liquidación –por cesación o transformación– de las actuales. Y aunque toda lengua lleva en sí una condición perecedera, el sentido de velocidad que ha adquirido la noción mitológica del progreso nos hace servirnos de una lengua que avanza a paso marcado sobre la pantalla del radar. Al inclinarnos sobre la página tenemos la sensación de llenarla de líneas condenadas a desaparecer en breve plazo. Y la conciencia de servirnos de una lengua mortal nos incita al mutismo. ¡Breve destino para una estatua de papel, el pedestal de fuego! Las Academias abandonan el control de las cédulas reales de las palabras (alcabalas de la ortografía) y se trasmutan en salones de quiromancia. Valéry, cuyos silencios derivados hacia la investigación de las matemáticas puras, encarnan por vez primera esta intimidación, había escrito hacia 1919, por otro motivo: “Sabíamos que la tierra aparente es hecha de ceniza, que la ceniza significa algo. Percibimos a través del espesor de la historia, los fantasmas de inmensos navíos que fueron cargados de riqueza y de espíritu. No podíamos contarlos. Estos naufragios, después de todo, no nos concernían”. Este naufragio se traduce hoy en el sentido perentorio de lo escrito. Y el poeta, reducido siempre a lo intraducible por la ambición absoluta de cercar lo asignificante, debe experimentar en sí mismo esta realidad, como el estado límite de una condena.
No es un atrevimiento suponer que la revisión, en nuestro siglo, de concepciones admitidas desde lo inveterado, acarreará cambios esenciales en el arte futuro. Otras revisiones, tal vez estimuladas por las primeras, pueden producirse y se nos haría difícil predecir sus consecuencias. Sabemos que desde siglos escribimos de manera idéntica. Las variaciones cualitativas de todos los idiomas sirven apenas para medir el grado de practicidad a que hemos podido llegar, pero el alfabeto rige aún el proceso de la escritura como en tiempo de los fenicios. La escritura pictográfica, cuya belleza es casi otra significación, ha cedido frente a la alfabética. La China contemporánea utiliza los signos latinos para simplificar la enseñanza de sus caracteres. Lejos estamos, es cierto, del tiempo en que los emblemas grabados en la concha de un escarabajo eran utilizados como sellos. Pero la escritura se hospeda aún en el signo y su estructura permanece intacta. ¿Quién nos dice que no está por nacer un sistema de notación que sea al alfabeto lo que este fue al jeroglifo? Un sistema que haya abolido el signo y pueda trazar, por alguna álgebra secreta, una simplificación profunda de la escritura humana. Las leyes del pensamiento adquirirán tal vez el beneficio de un rigor que nos ayudará a abordar zonas, todavía enigmáticas del conocimiento. Una modificación de tal índole equivaldría a una reestructuración de la mente humana, a la creación de un nuevo ser, liberado de arcaicas estructuras. Sayce afirma que si Aristóteles hubiese sido azteca (es decir, si su lengua hubiese sido polisintética), habría dado a la lógica una forma diferente de la que le dio siendo griego. En el umbral de tales expectativas, el poeta se debate entre el lamento del viejo naufragio y el canto de la tierra por venir.
En sus heraldos podría esbozar otra profecía, más inmediata, esto es, posible ya en nuestros días: la desaparición del libro como instrumento de cultura. La expansión comercial de las editoriales y la sobresaturación del material legible, patentizan los síntomas de una próxima agonía. Toda diferencia con las concepciones de McLuhan no puede ocultarnos el advenimiento, como él lo predice, del reino de la oralidad. McLuhan, extremando sus deducciones, ve en la actual era alfabética, que llega a su apoteosis con la invención de la imprenta, la explicación de todos los males de nuestra época: escisión entre poder y moral, ciencia y arte, corazón y espíritu. Desde el instante en que una cinta electrónica pueda reproducir en una pantalla familiar, a voluntad del espectador, un tópico cualquiera del conocimiento, o una creación estética, con los añadidos del sonido y la imagen, ¿qué libro no representa un arcaísmo obsoleto? ¿Se habría inventado la imprenta, de existir un reproductor televisual a circuito cerrado? El celuloide asciende a los antiguos reinos del papiro. Y tal vez el libro vuelva a ser entonces sólo el culto de una grave artesanía, antigua memoria del trabajo del papel con las celebraciones de una tipografía de abejas. Pero la comunicación del pensamiento, el análisis, las doctrinas, las variadas formas del arte, quizás han de volver al reino del habla y la palabra retomará una gravedad perdida ha mucho tiempo. La realidad no será así evocada a través del signo, sino en su fábula directa, en sus nítidos contornos que posibilitan la verificación y el conocimiento. Una sociología de las comunicaciones podría inventariar los beneficios. ¿Qué libro puede sustituir la presencia viva de su autor, el tono de su habla, la cadencia de su discurso? ¿Rehusaría Sócrates filmar una ejemplificación de la mayéutica o se limitaría, él que no lo hizo en su tiempo, a los esquemáticos moldes del libro? El desconcierto que procura esta proposición deriva de su posibilidad, de su rotunda inmediatez.
Tal vez aquí podamos atar ya el círculo y mirar la máquina en beneficio del espíritu. La poesía, tanto tiempo refugiada en los caracteres impresos, más cerca del ojo que de la oreja, ha de gestar ahora, tal vez, su definitiva metamorfosis. La oralidad ha de volver a tomar su antigua dignidad, su peso, su grave sustancia. ¿Podrán estas nuevas derivaciones, derrumbar los asedios del árido mutismo? En el reencuentro de la palabra como verbo que verifica el ser, puede gestarse quizá un universo de propiedades sagradas que devuelva una nueva esperanza en estos tiempos diluvianos. Tal vez la era mítica del poeta, el universo de su armonía estelar, esté pronto a llegar bajo nuevas formas del mismo principio, en el retorno de sus dioses tutelares.
(1969)
©Trópico Absoluto
Eugenio Montejo (Caracas, 1938 – Valencia, Venezuela, 2008) es uno de los poetas venezolanos de mayor trascendencia del siglo XX. Se desempeñó como profesor universitario, investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, director literario de Monte Ávila Editores y diplomático, siendo consejero cultural de la embajada de su país en Lisboa (1988-1994). Vivió algunas temporadas también en Francia, el Reino Unido y Argentina. En la ciudad de Valencia (Venezuela), cofundó las revistas Azar Rey, Poesía y Zona Tórrida. A partir de la década de los sesenta su labor como escritor empieza a difundirse y, a partir de los ochenta, a conocerse internacionalmente, con traducciones al inglés, el portugués, el italiano y el francés, entre otros idiomas. En su país recibió doctorados honoris causa de la Universidad de Carabobo y de la Universidad de los Andes, así como el Premio Nacional de Literatura, en 1998; en México, en 2004, el Premio de Poesía y Ensayo Octavio Paz.
El texto proviene de: Eugenio Montejo. “Prosas misceláneas”. Obra completa II. Ensayo y géneros afines. Ed. Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini. Valencia, España: Editorial Pre-Textos, Biblioteca de Clásicos Contemporáneos, 2022. Se reproduce aquí con autorización de los editores.
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