/ País portátil

Cenizas

Tiergarten. Berlín, Alemania.

–¿Y lo que vamos a hacer es legal? 

Lucho dejó caer la pregunta sobre la mesa. Apenas acababan de traerles los platos, ya los tres hermanos habían bebido una botella de vino. 

 –¿A qué te refieres?

–No te hagas la pendeja, Rebe. Lucho tiene razón. Y yo te lo dije desde el principio: el árbol no está en tu casa. Vamos a ir a un lugar público, nosotros no sabemos cómo son las leyes aquí. ¿qué tal si nos ponen presos por estar sembrando algo en una calle?

–No va a pasar nada –respondió ella, algo esquiva, mirando su plato.

–Yo le tengo miedo a los alemanes. 

–No me jodas, Lucho. Comparados con los venezolanos, los policías de acá son unos venaditos.

Rebeca no ocultó su mal humor. Andrés alzó la mano y, con un gesto, pidió otra botella de vino. 

–¿Cómo hiciste con las cenizas de mamá?

Se quedaron un instante en silencio.  Luego ella dijo les cuento. Y les contó. Ya todos sabían que había aprovechado un viaje del primo Bruno. Él me trajo las cenizas de mamá. Me las trajo en una cajita de madera, fue lo que le dieron a la tía Tere en el cementerio. Tuvo que pedir un permiso especial para viajar con eso. La aerolínea se lo exigió. 

Lucho miró a Andrés.

–¿A ti no te pidieron eso ahora con papá? –preguntó.

Andrés movió los hombros, dijo que no con la cabeza, le pidió a Rebeca que siguiera con su cuento.  

Yo puse la cajita en un estante de la biblioteca. Ahí pasó varios meses. Pero su presencia me inquietaba, me ponía mal. A veces, en las noches, me sentaba en el sofá y me quedaba viendo la cajita y, entonces, sin ton ni son, me ponía a llorar. Era algo que no podía evitar. Las lágrimas se me salían. Pensaba en mamá, la recordaba y… y ya. Comenzaba a llorar y no podía detenerme. Matthias al principio se mostró solidario, tierno, pero luego empezó a preocuparse, y después yo creo que comenzó a cansarse, se hartó. Una vez se despertó a las cinco de la mañana. Ana estaba gritando. Matthias se dio cuenta de que yo no estaba en la cama. Salió y me vio. Yo estaba ahí, igualita que siempre, en el sofá, mirando la biblioteca, llorando. Pero no había oído a Ana. No había oído a mi hija, no la oía, no la estaba oyendo. Era como si estuviera dormida aunque no estaba dormida. Solo estaba llorando. Como ensimismada. Como ida. Fue entonces cuando Matthias me dijo que no podíamos seguir así.  Él tuvo la idea. A él se le ocurrió que sembráramos las cenizas de mamá en algún lado. 

Pensaron primero en Tiergarten pero Rebeca dijo que no. Era un parque muy grande y –lo principal– quedaba demasiado lejos de donde vivían. Sentía que estaba expulsando a su madre, alejándola completamente de su vida. 

Después de ver otras posibilidades, yo dije que no quería que fuera en un parque, que tenía que estar en un lugar cercano, por donde yo pasara a diario. 

 –¿Y si se mudan?

 –Nunca nos vamos a mudar.

Una noche, yo venía regresando del trabajo. Un compañero me dio la cola en su carro, no vine como siempre en metro. Él me dejó en un sitio distinto y tuve que caminar hasta mi edificio por otro lado, por una avenida que casi no había recorrido. Venía apurada, rapidito porque hacía un frío del carajo. Y entonces, de pronto, lo vi. Así. Como si hubiera sido una aparición. Vi un árbol grande, en la acera. Un árbol iluminado, hermoso. No me hizo falta nada más. Este es, dije. Aquí está. Y cuando llegué a la casa se lo conté a Matthias. La noche siguiente volvimos los dos, con una palita de jardinería. Ya era tarde, como la una de la madrugada. Nos paramos junto al árbol, miramos a todos lados, confirmamos que no había nadie por ahí, nos agachamos, hicimos un hueco, y sembramos las cenizas de mamá.  

Todos los días paso por ahí. Cuando voy y cuando vengo del trabajo. Siempre. 

Del restaurante fueron a un bar a hacer tiempo. Bebieron dos botellas más de vino tinto. Apenas eran las doce y el alcohol empezó a mojarles el ánimo, la lengua, las palabras. Ya habían hablado de todo.  Lucho contó una pelea a cuchillo con el saucier del restaurante donde trabajaba: un filipino de su misma edad quien, a propósito de un caldo de almejas pasado de sal, casi lo asesina. Media hora y media botella más tarde, también contó que el filipino y él habían tenido antes una aventura, habían pasado un fin de semana juntos en Lisboa. Pero fue solo sexo, dijo, como queriendo aclarar la historia. Andrés reconoció que le iba pésimo en Colombia. No lo había contado antes porque no quería preocuparlos pero, en realidad, me va como el culo, dijo. No tenía trabajo fijo y vivía medio arrimado, compartiendo una habitación con otro venezolano en una pensión barata, en la peor zona del centro de Bogotá. Donde viven las putas, dijo, casi masticando las palabras. Con vergüenza. Rebeca dijo que estaba enamorada de Matthias, que Matthias era la mejor pareja del mundo, que era buen padre, que la quería y la cuidada… pero que le hacía falta también la naturaleza caribeña, que a veces extrañaba ese humor, esa manera de ser y de sentir. Confesó que había tenido un amante, que se había visto a escondidas con un dominicano que estaba en Berlín haciendo un postgrado. Cuando pidieron la última botella comenzaron a hablar de sus padres. Rebeca fue la primera. Tenía el tema atorado en la garganta. Apenas sintió que la corriente afectiva entre los tres fluía mucho mejor, disparó la pregunta:

 –¿No piensan en ellos a cada rato?

 Los otros dos se miraron. 

 –Tanto como a cada rato… No. Yo no –sentenció Andrés, sirviendo el vino en los vasos, aprovechando ese movimiento para ocultar un poco su rostro.

 Lucho dijo que recordaba con más frecuencia a su madre. 

 –Pienso más en ella.

 –Porque se suicidó. 

 –Porque se suicidó y nunca supimos por qué. 

 –A mí eso me da una angustia, un dolor. Cada vez que lo recuerdo se me aguan los ojos. 

 –A mí, más bien, a veces me da rabia ¿Por qué carajo no dijo nada? Ha podido llamarnos antes, ha podido mandar una señal. Incluso hasta dejarnos una cartica, coño, diciendo que le pasaba, por qué hacía algo así, dándonos una explicación. 

Los tres bebieron en silencio. 

–Quizás no tenía explicación.

 –¿Por qué lo hizo entonces?

 Volvieron a quedarse callados. Como si cada quien hundiera por un rato la pregunta en su copa de vino. 

–Yo creo que eso fue lo que mató a papá –susurró, luego, Lucho. Los otros dos lo miraron–. Él también se sentía culpable. 

–La única culpa de todo la tiene el país. 

–El país, no: el gobierno. Es distinto. 

 –¿Cuál país? ¿De qué país estás hablando? Tú estás en Colombia, Lucho en España, yo estoy aquí… Papá y mamá están muertos. 

Estaban sentados en unos taburetes, alrededor de una mesa. Ya eran los únicos clientes que quedaban en el local. Hablaban en voz alta, ruidosamente. Un mesonero vino con la cuenta, advirtiendo que ya iban a cerrar. 

Caminaron con pasos lentos y, por momentos, erráticos. Se detenían con frecuencia. El vaivén suave de los cuerpos los hacía avanzar muy despacio. El zigzag etílico casi es un género particular de danza. Se apoyaban unos en otros, se tocaban, a veces hablaban a gritos, a veces se mandaban a callar mutuamente, se empujaban y se jalaban. Tardaron en llegar. El cielo estaba lleno de nubes y las sombras parecían manchas espesas. Rebeca los guiaba, sin parar de hablar. Sin demasiado orden, mencionaba sucesos de la infancia, recordaba anécdotas de la madre, se detenía, contenía el llanto, luego seguía. A veces despierto y siento que huele a ella, que su olor está cerca. Luego volvía a recordar aquella tarde, tan lejana, cuando los tres se perdieron en el Parque del Este, ¿se acuerdan? ¿Qué edad tendríamos?

 –Todos los días la recuerdo.  Todos los días. 

Cuando llegaron frente al árbol, Rebeca se detuvo y estiró los labios, señalándolo. Les explicó que era un roble albar, bastante común en la ciudad. En algunos parques, donde había más espacio, podían crecer y desarrollarse todavía más. Los otros dos hermanos miraron hacia arriba, tratando de mantener el equilibro. Calcularon que el árbol que tenían enfrente debía medir cinco o seis metros. 

–Quizás siete u ocho

–Quizás hasta más. Es difícil calcularlo ahora. Está oscuro.

–Está oscuro, un coño. Bebimos demasiado.

Los tres se miraron primero seriamente, luego fueron poco a poco aflojando sus muecas, comenzaron a sonreír, después se acercaron, rieron, se abrazaron. Con torpeza, con frío, con cariño. Al separarse de nuevo, Rebeca se acercó más al árbol, salió de la acera y entró en el espacio de tierra, se agachó y señaló un lugar, junto al tronco. Es aquí, dijo.  Aquí está mamá. 

En el vuelo de regreso a Barcelona casi no hablaron. Lucho y Andrés estaban destruidos. Se habían acostado, finalmente, a las seis de la mañana. Y a las ocho, ya Ana estaba dando gritos y Matthias, sin ocultar su molestia, no se esmeró en controlar ningún ruido mientras le preparaba el desayuno. Tuvo la misma actitud cuando la sentó junto a la mesa y la puso a ver su programa favorito en la computadora. Era evidente que estaba enojado, que no le parecía bien que su mujer hubiera llegado borracha y al amanecer a la casa. Los dos hermanos se enrollaron en sus cobijas, trataron de aferrarse a sus sendas resacas para seguir durmiendo. 

A las nueve y media, Matthias salió a pasear con la niña.

A las diez,  alguien vomitó en el baño.    

A las doce sonaron las alarmas de los teléfonos. Los tres despertaron, azorados y nerviosos. Se bañaron por turnos, apurados. Rebeca preparó café. Se sentía pésimo. Lucho y Andrés le pidieron que se quedara en casa. Ellos podían perfectamente ir solos en metro al aeropuerto. Matthias y Ana regresaron cuando ya estaban por salir. Quizás por eso, también, el momento de la separación fue más incómodo. Se abrazaron y se besaron con apremio. Como si fuera un trámite. Como si la despedida real, auténtica, hubiera ocurrido ya la noche anterior. Después de que salieron del apartamento, la niña le preguntó a Rebeca qué le pasaba. 

Lucho durmió durante todo el trayecto. Apenas el avión alzó el vuelo, dejó caer su cabeza hacia la ventanilla y comenzó a roncar. Andrés, en cambio, se mantuvo despierto. Estaba inquieto. Pasó todo el viaje tratando de abrirse paso en la memoria, queriendo recordar de la manera más nítida posible lo que habían hecho y hablado durante la noche.   

Una imagen: su mano sacando del bolsillo la pequeña bolsa de plástico con las cenizas. Es apenas un ademán, escasamente luminoso, en mitad de la oscuridad. 

Voces: Rebeca vuelve a quejarse de la cantidad. Haz podido hacer como Bruno. Te hubieras traído toda la caja ¿Por qué solo esta bolsita? 

Andrés sintió un escozor en la garganta. Tosió.

Los tres se agacharon al pie del árbol. Rebeca traía en su bolsillo una pala de jardinería. Era diminuta, parecía de juguete. Lucho bromeó. Rebeca le dio un golpe con la pala en la mano. Es de verdad, dijo. Es de metal. Y comenzó a abrir un hoyo en la tierra.  Se quedaron en silencio unos instantes y entonces pudieron oír el ruido de un carro. La música de una fiesta en alguno de los edificios de una calle cercana. 

Una imagen: Rebeca inclinó la bolsa sobre la tierra. Como si fuera una jarra blanda, flexible. El polvo blancuzco o gris comenzó a rodar y a caer. Como arena sobre un fondo negro y grumoso. 

Voces: adiós, papito lindo. Perdónanos, viejito. 

Andrés se rascó el cuello. Le pidió un vaso de agua a la aeromoza. 

Solo Rebeca habló. Solo ella esparció las cenizas en la tierra. Luego Lucho tomó la pala y volvió a rellenar el hueco con tierra. Andrés no hizo nada, no dijo nada.  

Rebeca se sentó en el suelo y apoyó su espalda en el tronco. Estaba llorando de nuevo. Quedamente. Abrió un poco los brazos, estirando las manos con suavidad, buscándolos, llamándolos. Sus dos hermanos ocuparon cada uno un lugar junto a ella. Se sentaron y también apoyaron sus espaldas en el tronco. Sus manos se juntaron. Estaban frías. 

Andrés no pudo recordar cuánto tiempo estuvieron ahí, así, en esa misma postura.  En algún momento oyeron pasos, alcanzaron apenas a ver dos siluetas cruzando junto a ellos, alejándose en silencio, apoyados el uno en el otro. Solamente escucharon las hojas de los árboles, crujiendo bajo sus zapatos. Quizás todos estaban pensando en lo mismo. En su padre solo en Caracas. En su muerte solitaria. En el suicidio de su madre. Rebeca no les soltó nunca las manos. Y después de un buen rato en silencio, les dijo que quería que hicieran un juramento. Lucho exclamó ¡por favor!, con un dejo de ironía. Andrés gruñó también una leve protesta. 

–No exageres –musitó.

Pero Rebeca estaba obstinada. Les dijo que debían jurarse que jamás dejarían de estar en contacto. Que, aunque estuviera lejos, debían seguir juntos. Que necesitaban un pacto entre los tres. Es lo mínimo que se le puede pedir a la familia. Es lo mínimo que se le puede exigir al afecto. Si alguno de nosotros está mal, tiene que decirlo, tiene que contárselo a los otros. No tenemos a nadie más. Ya perdimos todo, coño. Lucho estuvo de acuerdo. Andrés siguió en silencio hasta que lo presionaron y entonces empujó un sí sin demasiado entusiasmo.

 –Por papá y mamá. Por nosotros –dijo Rebeca–. Júrenlo. 

Lucho  se despertó con el sonido de las ruedas raspando el pavimento de la pista. Andrés carraspeó de nuevo. Seguía sintiendo esa irritante piquiña al final del paladar.  Se despidieron en la estación del tren. Ya era de noche. Andrés debía tomar el tren para llegar a Madrid y viajar al día siguiente a Bogotá. Lucho quería seguir durmiendo. Se abrazon y se dieron un beso en la mejilla. 

–Si la cosa se te pone peor allá, te vienes –le dijo–. Ni de vaina te devuelvas a Venezuela. 

Andrés sonrió y dijo que sí. Y volvió a toser. 

Había pocos pasajeros en el vagón. Frente a él, una señora delgada, de cincuenta años, quizás más, parecía concentrada, leyendo un libro. Andrés se conectó a internet, revisó sus correos. Luego se movió un poco sobre la silla y miró por la ventana. El paisaje era intermitente, entre la penumbra de repente aparecían fragmentos iluminados de todo lo que había fuera. Una fábrica bañada de neón. Un camión abriéndose paso entre la oscuridad. Una iglesia con dos faroles a cada lado. Un árbol. 

Un árbol.

Cuando quiso reaccionar y fijarse de nuevo, el árbol ya había desaparecido. ¿Cómo podía estar un árbol iluminado en medio de esa nada? ¿Por qué? Nuevamente sintió el ardor en la garganta. Tomó el teléfono y marcó un número. Ni siquiera saludó a su novia. 

–Ya estoy en tren rumbo a Madrid.

–¡Qué bueno! ¿Y? ¿Cómo terminó todo?

–Pues… –dudó unos segundos. Tosió otra vez antes de añadir, sin mucho entusiasmo- Supongo que bien.

 –¿Les dijiste la verdad?

Andrés aspiró aire. Como si le faltara. Luego exhaló. Como si le doliera. Movió la mandíbula como si estuviera tratando de cazar una palabra. Pero finalmente no dijo nada.  

–¿No les contaste? -preguntó, asombrada. 

 Tardó unos instantes en responder.

–Al final, decidí que no –bajó un poco más la voz-. ¿Qué sentido tenía decirles que me había dado miedo, que no busqué nada, que jamás viajé a Caracas?

 –¿Y cómo hiciste con las cenizas? 

Andrés apoyó la espalda en la silla. Sintió que tenía la garganta llena de virutas de lápiz Los ojos le ardieron. Miró por la ventana. Ya no había árboles. El tren estaba comenzando a entrar en un túnel. 

©Trópico Absoluto

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