Orinoco, paraíso mancillado
Alessandra Caputo Jaffé (Caracas, 1985) traza una breve genealogía que conduce hasta las fuentes del mito de El Dorado, para auscultar allí los orígenes del proyecto extractivista minero que todavía hoy, más de quinientos años después de la Conquista, sigue causando estragos entre las comunidades indígenas con la destrucción de sus ecosistemas y formas de vida. La autora conecta las aventuras de los Welser, Ordaz y Raleigh con la penetración de las llamadas Nuevas Tribus y el actual proyecto Arco Minero del Orinoco, para observar las continuidades y variaciones del mecanismo a través del cual se ha perpetrado la destrucción de la naturaleza en suelo venezolano. Dice Caputo Jaffé: “cada vez que esta historia es replicada, se va haciendo más tediosa, más absurda, y va sustrayendo poco a poco todo vestigio de humanidad a los actores involucrados. Se trata de una historia sin héroes y sin desenlaces, que intensifica cada vez la caída del hombre ante la avaricia y la soberbia, dejando estragos sobre la región y sobre las vidas con que se relaciona.”
¡Pero llegamos demasiado tarde, amigo! Sin duda los dioses
aún viven, pero encima de nuestras cabezas, en otro mundo;
allá obran sin cesar, sin ocuparse de nuestra suerte,
¡tanto nos cuidan los inmortales!
Friedrich Hölderlin, Pan y Vino
Pensar en la cuenca del Orinoco suscita sentimientos contradictorios. Su abrumadora belleza, sus características geológicas únicas, su vasta biodiversidad, así como el acervo cultural que alberga, ha hecho que quienes transiten por sus parajes piensen que se encuentran en el paraíso terrenal. Sin embargo, este lugar ha hecho aflorar a su vez episodios sumamente oscuros de la humanidad, que se han perpetuado hasta el presente. Es imposible asir o aprehender en su plenitud tan compleja región, que escapa de cualquier intento por ser domesticada y civilizada. Para comprender dónde se origina esta intrincada realidad, que genera fascinación y aversión, debemos remontarnos a la llegada del europeo al continente americano.
Indagar sobre el mito del Dorado causa en un primer momento deslumbramiento, pero a medida en que uno se adentra en las fuentes históricas que narran las primeras incursiones en la región, da la sensación de que nos hallamos ante una variación del mito de Sísifo: quien busca penetrar el Orinoco y la Guayana para desentrañar sus riquezas, parece condenarse a vivir una desdicha que se repite una y otra vez. Y cada vez que esta historia es replicada, se va haciendo más tediosa, más absurda, y va sustrayendo poco a poco todo vestigio de humanidad a los actores involucrados. Se trata de una historia sin héroes y sin desenlaces, que intensifica cada vez la caída del hombre ante la avaricia y la soberbia, dejando estragos sobre la región y sobre las vidas con que se relaciona.
La cuenca del Orinoco adquiere un significado ambiguo para la historia occidental: los primeros exploradores europeos que ahí se adentraron asociaron sus lugares, sus animales y pobladores, con bestiarios y sagas medievales, en los que no se distingue un límite claro entre lo real y lo fantástico. Tras una impenetrable barrera de vegetación, humedad y zumbidos de insectos, se esconden un sinfín de riquezas animales, vegetales y minerales que convirtieron estos parajes en la materialización del Santo Grial. Mas, la obtención de este objeto de deseo implica un sacrificio sobrehumano, que termina socavando todas las energías y recursos puestos en la empresa penetradora.
Quizás, como consecuencia ante la dificultad de penetrar la cuenca del Orinoco, estas regiones fueron adquiriendo un trato desdeñoso durante la Colonia. Si bien supusieron el lugar donde se debía encontrar El Dorado; tras numerosos intentos fallidos, que terminaron en muchos casos de manera fatídica (naufragios, muertes por pestes, ataques con flechas venenosas, etc.), la ubicación del mito fue desplazándose a regiones más accesibles para el europeo. De esta manera, el Orinoco fue dejado a su propia suerte desde la Colonia, convirtiéndose en una tierra de nadie, donde confluían piratas ingleses y holandeses, rebeldes y desertores de la Corona española. La historia de la penetración de las regiones del Orinoco comienza a repetirse: mientras más se intenta extraer de estas tierras sus riquezas materiales, con mayor fuerza pareciera vengarse este territorio de las personas que intentan poseerlo.
Sísifo en el Orinoco: los inicios del extraccionismo
La triste historia del Orinoco comienza una mañana del mes de agosto de 1498 cuando la nave de Cristóbal Colón llegó a las playas de Macuro, en la península de Paria (actualmente en el municipio Valdez del Estado Sucre). Sería la primera vez que un europeo puso pie en tierra firme americana, pese a creer encontrarse en el continente asiático. Además, sus paisajes hicieron que pensara que habían encontrado el paraíso terrenal –“hallé unas tierras las más hermosas del mundo, y muy pobladas”, escribió Colón en sus Cartas[1]. Resulta significativo que esta paradisíaca playa se encuentra hoy en día virtualmente desconocida, aislada y abandonada a su propia suerte.
Si bien suele dibujarse popularmente la saga colonizadora como una empresa idealista, promovida por la curiosidad insaciable del hombre, lo cierto es que, desde este primer momento, el propósito principal de estos viajes exploratorios era la búsqueda de oro, especias y otros artículos de lujo. Sin embargo, ya en sus inicios la gran promesa americana no lograba ser cumplida a cabalidad y, en particular, las tierras adonde llegaron estos colonos serían las más difíciles de penetrar. Colón terminó defraudando a sus tripulantes, quienes esperaban amasar grandes fortunas en estas regiones. De hecho, sólo llegó a rozar la boca del Orinoco sin adentrarse realmente en él, ya que terminó optando por la explotación de las perlas, en las islas caribeñas. Si bien fue recurrente el encuentro con indígenas ataviados con alhajas de oro, el origen del metal precioso siempre se encontraba, según declaraban los informantes, en tierras distantes, lo que desviaría el foco de búsqueda hacia otras regiones.
En todo caso, la búsqueda de las riquezas del Nuevo Mundo se posa sobre el Orinoco con Diego de Ordáz, quien había participado previamente en la campaña de Hernán Cortés para conquistar Tenochtitlán. Sin embargo, Ordáz no permaneció en las tierras arrebatadas al imperio azteca, sino que se encaminó hacia nuevas empresas conquistadoras, motivadas por la búsqueda de más riquezas.[2] Se supone que se le había asignado la conquista del Río de la Plata y que, al último minuto, decidió abandonar esta gesta para optar por la penetración del Orinoco (las regiones ubicadas entre el río Marañón [el río Amazonas] y Paria), que inicia en 1531. El historiador Demetrio Ramos Pérez enfatiza por tanto que Venezuela no había sido en un principio la primera opción para Ordáz, sino que terminó siendo elegida, quizás, porque se habría sentido atraído por la popular creencia en aquel entonces, de que las minas de metales preciosos crecían “como plantas” en el interior de la tierra, alimentadas por la radiación solar. Resultaba entonces lógico pensar que las grandes minas auríferas se ubicaran en las cálidas regiones de las tierras bajas tropicales.[3]
La empresa de Ordáz terminó fracasando. Al parecer, la peligrosidad del río y de sus habitantes y la precariedad de las condiciones en las que se encontró su compañía terminaron por obligarlo a retornar a la costa, a pesar de haber obtenido noticias de un “rico país” regido por un “indio tuerto”[4] cuya morada se encontraba hacia la cordillera andina, remontando el río Meta. Luego, Diego de Ordáz desaparece en el mar; según Walter Raleigh, no llegaría muy lejos de la costa, ya que el ancla de su embarcación habría sido encontrada, supuestamente, en la boca del Orinoco.
En paralelo a la empresa de Ordáz, la casa alemana de los Welser había recibido la consesión de la Capitanía de Venezuela por la Corona española (tan poca fe que tenía la Corona en estos territorios), y realizaba por su cuenta expediciones en búsqueda de riquezas minerales y especerías al este del país. Para ello, Alfinger se adentró en los llanos venezolanos, desapareciendo también sin dejar rastro.[5] Su sucesor, Jorge de Espira, acabaría con la misma suerte, mientras que Nicolás Federmann, a pesar de no perecer en su expedición, terminó su búsqueda en el altiplano colombiano, sin encontrar jamás las riquezas prometidas.
De vuelta en el Orinoco, no le esperaría un mejor final a quienes decidieron continuar la empresa inacabada de Ordáz. Jerónimo Ortal (Dortal), Antonio de Berrío, y su hijo, Fernando de Berrío, también realizaron numerosas expediciones en búsqueda del Dorado, que terminaron todas en el fracaso. Mas, sin duda, uno de los más insignes exploradores que se adentraron en el Orinoco fue Walter Raleigh, quien siendo caballero de la Corona inglesa llegó al Nuevo Mundo en un intento por competir con la Corona española y ganar un espacio en la gran repartija de los bienes de este inexplorado territorio. Gracias a su obra El Descubrimiento del vasto, rico y hermoso imperio de las Guayanas, publicado en 1596[6], el mito del Dorado terminó por afianzarse y hacerse mundialmente conocido. Su texto entreteje la descripción etnográfica y los relatos fantásticos: Raleigh da fe de que la Guayana era hogar de las míticas guerreras Amazonas, de hombres sin cabeza y otros seres maravillosos; seres que ya formaban parte de las narrativas de viaje medievales, como el Libro de Maravillas, de Marco Polo. Sin embargo, pese a sus intentos por encontrar la ciudad Dorada y apoderarse de la Guayana, nunca llegó a ella y acabaría siendo condenado a muerte por traición a la Corona inglesa.
Las expediciones hacia el Orinoco continuaron hasta época Republicana, pero la empresa, doradista fue desplazándose hacia otras regiones, bajo el indicio de aquel “Indio Tuerto” o “Indio Dorado” del que escucharía hablar anteriormente Ordáz, y que se encontraba remontando el río Meta. Poco a poco, el foco de búsqueda priorizaría por tanto a Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia –donde serían finalmente halladas las minas de plata del Potosí. Aunque sí comenzaron a establecerse algunas minas en la cuenca del Orinoco, en general, esta zona iría desdibujándose como un lugar impenetrable y mayormente desconocido.
¿Puede que haya sido esta dificultad por penetrar las regiones que actualmente conforman Venezuela, lo que hizo que esta quedara rezagada respecto a la colonización de otras partes de América? ¿Cómo se explica, si no, que una zona estratégicamente tan aventajada como Venezuela (la cual nunca llegaría a convertirse en Virreinato, sino que se mantendría como Capitanía General) terminara siendo replegada y desatendida respecto a regiones más alejadas y difíciles de acceder desde España?
Ante la mirada del Otro
Al leer las crónicas de los primeros europeos que pusieron pie en continente americano, destacan dos cosas: en primer lugar, su interés por encontrar riquezas pero también –y no menos importante– la condición de adentrarse siempre en lugares que estuviesen previamente poblados. En ese sentido destaca el valor protagónico de la dimensión antropológica de la Colonización. Sin embargo, desde los inicios de la intrusión europea se observa una visión desdeñosa sobre los pueblos indígenas del Orinoco (y en general, de las regiones amazónicas). Comparados con sus otros referentes amerindios, mesoamericanos o incaicos, el indígena de las tierras bajas tropicales se convertía, para los europeos, en la antítesis de la Civilización.
A partir del siglo XVIII, solo los clérigos más fanáticos atrevían a adentrarse en estos territorios abandonados a su propia suerte por la Corona española, en una empecinada misión por evangelizar las almas de los indígenas. Comienza así otra conquista: la humana. Esta tampoco va a resultar particularmente exitosa, ni para la Corona ni para el cristianismo, ya que los indígenas de la zona se negaban en su mayoría a ser sometidos al yugo de una religión y a una cultura que los obligaba a cambiar su vida de una manera antinatural para las condiciones que imponía su medio.
Ante el delirante comportamiento del europeo, el indígena cumplió un rol protagónico en el fracaso de las misiones exploratorias hacia el Orinoco. No sólo había desviado el rumbo de los conquistadores que buscaban la ciudad Dorada hacia regiones más remotas –probablemente, para liberarse de ellos– sino que prestó constante resistencia, ofreciéndole pocas posibilidades a los españoles para realizar intercambios contractuales y comerciales, los cuales prefirieron llevar a cabo con los holandeses e ingleses. Las culturas de las tierras bajas tropicales poseían visiones de mundo y perspectivas de vida incompatibles con las de los españoles, quienes, en cambio, lograron conquistar con mayor facilidad las almas de las civilizaciones incaicas y mesoamericanas, con quienes podían identificarse mucho mejor, dado que poseían lo que los europeos reconocían como las insignias civilizatorias: grandes centros urbanos con alta densidad demográfica, arquitectura monumental y –en el mejor de los casos– escritura. Lo cierto es que, en general, el colonizador europeo nunca lograría identificarse con el orinoquense, a quien lo catalogará de “primitivo” e intentará hacerlo desaparecer. Esta actitud del “civilizado” ante el “primitivo” ha continuado en gran medida hasta el presente.
“la figura del conquistador se disocia en dos imágenes contradictorias, una luminosa y otra sombría”, en la medida en que, al inicio, la figura del conquistador pareció posicionarse como un aliado, pero que poco después se tornaría en un agente amenazador que “despojaba y esclavizaba” al indígena.
Existen, por supuesto, algunas excepciones, en las que los mismos clérigos que se encontraban en las reducciones del Orinoco destacaban el valor humano y cultural de las poblaciones con las que tenían contacto, ofreciendo incluso importantes registros etnográficos, como el jesuita, Salvador Gilij.[7] Más adelante, exploradores como Alexander von Humboldt denunciaron también el maltrato y el exterminio de las culturas ancestrales, en pos de una supuesta idea de progreso y superioridad civilizatoria.[8] Sin embargo, estas voces nunca se vieron reflejadas en las políticas de dominación de la zona.
Desde la perspectiva indígena, el europeo se convertiría tempranamente en un agente hostil, y en menor medida, en un posible aliado para la confrontación ante otros enemigos, así como en proveedor de bienes extranjeros. La mitología indígena no demorará en introducir el contacto con los europeos en sus narrativas. Esto lo vemos por ejemplo en la mitología Ye’kuana, que relata el primer encuentro con el europeo en 1744, cuando logró penetrar el alto Orinoco y creando los primeros asentamientos en la zona, como San Fernando de Atabapo. Marc de Civrieux nos explica en ese sentido cómo, para los Ye’kuana, “la figura del conquistador se disocia en dos imágenes contradictorias, una luminosa y otra sombría”[9], en la medida en que, al inicio, la figura del conquistador pareció posicionarse como un aliado, pero que poco después se tornaría en un agente amenazador que “despojaba y esclavizaba” al indígena.
Con algunas excepciones, el indígena tuvo un rol marginal en la creación del Estado-nación venezolano,[10] a pesar de que hubiera podido cumplir un papel fundamental en la demarcación territorial y en la protección de fronteras. Fue tal el desdén hacia el indígena que hasta 1999 rigió la Ley de Misiones promulgada en 1908, que permitía a cualquier entidad religiosa penetrar las regiones de la cuenca del Orinoco para evangelizar a los grupos indígenas, sin ningún reparo ante sus tradiciones, respondiendo a un intento por homogeneizar y obliterar completamente la diversidad cultural del país.
Uno de los grupos misioneros que tomaría ventaja de esta ley sería Misión Nuevas Tribus (New Tribes Mission) de los Estados Unidos, que penetró estas regiones desde los años 50. Su presencia implicaría un capítulo particularmente sombrío de la historia de Venezuela, ya que llevaron a cabo un proceso de evangelización que consistía en la coerción y manipulación de las comunidades indígenas.[11] Aparte de la labor evangelizadora, los intereses de la compañía misionera incluían la prospección geológica para el descubrimiento de posibles puntos de interés minero en la región. Esta intromisión fue denunciada a partir de los años 60 no sólo por la comunidad científica, sino también por miembros del cuerpo militar. Las denuncias fueron dirigidas especialmente a su fundador en Venezuela, Jaime Bou, acusado, no sólo de abusos sexuales[12], sino también de facilitar la intromisión de equipamientos militares y personal científico americano sin permiso del Estado. Este conflicto de intereses se vió agravado por el hecho de que Misión Nuevas Tribus contaba con el patrocinio de General Dynamics y Westinghouse, relacionadas con la industria energética, espacial y militar de los Estados Unidos.[13] Misión Nuevas Tribus fue expulsada en 2005 de Venezuela, debido a acusaciones de espionaje científico y maltrato a las comunidades indígenas. Sin embargo, los estragos perpetrados por la entidad misionera constituyen un etnocidio cuyas consecuencias aún no han sido contabilizadas y siguen impunes.
Junto a las misiones religiosas, se suman también otras prácticas condenables, moral y profesionalmente, por parte de algunos antropólogos y expedicionarios, quienes vieron en ciertas comunidades indígenas de Venezuela un laboratorio ideal para el estudio social de culturas “primitivas”. Durante la década de los 70, 80, y 90, destaca la “fiebre” por los Yanomami, cuyas comunidades se convertirían en una suerte de atractivo turístico donde el hombre “moderno”, poseedor del desarrollo y la razón, se encaraba desde un peligroso evolucionismo social a los “supervivientes” de los estadios más primigenios de la humanidad.[14]
El Arco Minero del Orinoco: una sopa de anguilas
Ordáz, Raleigh, y tantos otros que fracasaron en sus expediciones buscando riquezas minerales, no erraron en tener como objeto de búsqueda el Orinoco. Sin embargo, el verdadero Dorado sería el petróleo, descubierto mucho más tarde, durante el siglo XX. No sólo se encontró que Venezuela es el país con mayores reservas de petróleo del mundo sino que además es rico en una multiplicad de minerales como el oro, diamante, coltán, hierro, bauxita, entre otros. Venezuela se convierte así en un país rentista, cuyo dinero fácil generaría lo que Edmundo Desnoes denominó “capitalismo subdesarrollado”.[15] A partir de la segunda mitad del siglo XX los gobiernos comenzaron a promover con fuerza la explotación de los recursos mineros en la región guayanesa a partir de la creación de compañías estatales, como la Empresa Siderúrgica de Venezuela (fundada en 1948) y la Corporación Venezolana de Guayana (CVG, fundada en 1960) que gestionaba la explotación de recursos forestales, del hierro, la bauxita, el oro, diamantes y otros minerales. Con la industrialización de la región se intentaba acelerar el proceso de modernización y de fomento económico en el país. Sin embargo, a pesar del continuo acompañamiento de científicos que han estudiado los posibles impactos de la explotación minera en la zona, los esfuerzos por mitigar sus efectos no han sido suficientes. A esto hay que añadir que progresivamente también han ido proliferando distintas redes de minería ilegal a lo largo de la cuenca del Orinoco, que explotan princpalmente oro y diamantes, y que también generan un enorme impacto medioambiental y social.
La explotación minera ha significado un verdadero dilema para las comunidades indígenas de la zona, ya que a partir de la introducción de los sistemas de intercambio económicos del mundo criollo, han debido insertarse en el mercado, y una de las formas más eficientes para hacerlo ha sido trabajando en las minas; aquellas que representan, paradójicamente, la progresiva destrucción del ecosistema en el que viven. Ante estas circunstancias, a los pueblos indígenas les han quedado dos opciones: desplazarse a regiones que se encuentran fuera del interés minero, o participar en su propia destrucción.
Además, los sistemas de educación y de salud introducidos en las comunidades –sea por parte del gobierno, misiones religiosas o iniciativas privadas– no han considerado la complejidad de las dinámicas culturales y la importancia de las jerarquías sociales tradicionales, así como la distribución del tiempo y de las formas de transmisión del conocimiento en estas culturas. De esta manera, el contacto con el “progreso modernizador” ha acarreado la pérdida de su autonomía, así como el abandono de los sistemas de creencias y las tradiciones, que son fundamentales para la estructura y el equilibrio de las comunidades. Al homogeneizarse con la cultura criolla u occidental, sin los recursos necesarios para sostener un tipo de vida adaptada a las dinámicas económicas, culturales y políticas de este mundo, pasan a ocupar en la gran mayoría de los casos los lugares más vulnerables de la sociedad.
Con la llegada Hugo Chávez al poder en 1999 se inicia una etapa aún más trágica para la ya compleja historia de las culturas indígenas del país, ya que, por un lado, el gobierno se posicionó inicialmente como una entidad salvadora y reivindicadora de los derechos indígenas; aunque, por el otro lado, comenzó a socavar en la misma medida los derechos y fundamentos que podrían haber proporcionado estabilidad y justicia para estas sociedades. Las leyes promulgadas en la Constitución de Venezuela de 1999[16], que debían proporcionar protección y garantizar la soberanía a las comunidades indígenas, nunca fueron puestas en práctica a cabalidad, y sólo sirvieron como tarjeta de cambio para ganar la aprobación de estas comunidades y de la opinión internacional.
El proyecto del Arco Minero del Orinoco (AMO) inicia en 2006. Con este, se pretenden explotar los recursos mineros que abarcan 111.843,70 km2, es decir, un 12,2% del territorio nacional, que cubren en su gran mayoría áreas protegidas, como reservas de biosferas y territorios indígenas.[17] El proyecto constituye, por tanto, una escalada exponencial en el conflicto ecológico y cultural que implica la extracción minera en la región. No sólo ha tomado medidas mucho más agresivas de extracción en cuanto a la extensión del territorio que planea explotar, sino que además ha permitido la perpetración de empresas mineras extranjeras procedentes de China, Rusia, Irán y Canadá (es destacable, por ejemplo, la Gold Rerve[18]), que cuentan con el aval del gobierno para practicar la extracción sin ningún escrúpulo ni miramiento hacia el bienestar de la sociedad y la integridad del ecosistema. Si el impacto que tuvieron los primeros perpetradores europeos en el Amazonas durante la Colonia supuso el exterminio de múltiples culturas originarias, ahora, esta amenaza no sólo se posa sobre las sociedades que lograron sobrevivir aquel primer impacto colonizador, sino que supone la aniquilación de todo el ecosistema orinoquense. Bajo la cínica sigla “ecosocialista”, el AMO se ha convertido en una caricatura distópica de la avaricia y la crueldad humana, que condena a sus integrantes a convertirse en sus propios verdugos.
A esta situación se suma la presencia de grupos de la guerrilla, tanto de la ELN como de las FARC disidente, que, junto con las fuerzas militares y organizaciones criminales (pranes)[19], controlan el tráfico no sólo del oro, sino también de la droga y de bienes básicos, y ejercen un poder prácticamente feudalista sobre los territorios que dominan, mediante la coerción y el uso desmesurado de la fuerza. Numerosas han sido las denuncias por violaciones a los derechos humanos, producto de atropellos realizados a los trabajadores de las minas, así como por la opresión a comunidades, tanto criollas como indígenas, que intentan oponerse a esta intrusión.[20] Incluso la Academia de Ciencias de Venezuela emitió, en Junio de 2020, un comunicado oficial denunciando la violación de la ley de las reservas naturales protegidas, así como la vulneración de derechos indígenas.[21] La población que vive y trabaja en las zonas mineras se ha visto duramente azotada por la precariedad, la falta de servicios básicos, así como por el aumento de los niveles de violencia generados por la imposición de los militares y paramilitares que controlan la región.
Hoy en día, millones de hectáreas de un ecosistema único en el mundo está en inminente riesgo por el impacto ambiental que generan las minas, que incluye la deforestación, la contaminación de los ríos y manantiales, la exterminación de múltiples especies animales y vegetales endémicas, lo cual tiene repercusiones directas sobre el agravamiento del cambio climático. Las comunidades indígenas amenazadas por el Arco Minero del Orinoco son: los Pemón, Ye’kuana, E’ñepá, Mapoyo, Yabarana, Yanomami, Kariña, Piaroa, Sanema, Höti, Warao, Pumé, Arawak y Akawayo. Todas estas comunidades se han visto afectadas por la migración de parte de la población (generalmente masculina) hacia las zonas mineras. Esto ha generado diversos problemas, como la introducción de nuevas enfermedades a las comunidades, o el progresivo abandono de estas. En algunos casos, quedan pocos habitantes vivos que aún hablan sus lenguas originarias (por ejemplo, los Mapoyo).[22] Ante el irrefrenable impulso gubernamental por penetrar y extirpar a toda costa sus minerales, el mundo indígena ha quedado en el olvido. Asimismo, hay que contabilizar la comunidad criolla, que también está siendo afectada directamente por la minería y los conflictos con fuerzas militares y paramilitares que dominan la región.
Observamos, por lo tanto, cómo la realidad actual de la región ha venido repitiéndose a lo largo de la historia y que se ha caracterizado, desde los inicios de la Colonia, por una falta de identificación de los grupos indígenas como parte integral de la construcción de la identidad nacional y como custodios del acervo natural de los territorios venezolanos. El antropólogo francés Claude Lévi-Strauss[23] repite que, entre los distintos pueblos amazónicos brasileños con los que convivió durante la década de los cincuenta, presenciaba constantemente ciertas recurrencias: en primer lugar, se encontraba ante pueblos que, al contrario de lo que se pensaba desde una lógica eurocéntrica, poseían una calidad ética y humana que en la mayoría de los casos superaba la de los europeos. También observó cómo todos estos pueblos eran conscientes de encontrarse ante un riesgo inminente y cuya existencia se veía teñida de una nostalgia preconizadora de un desdichado avenir.
Coda
El mito del Dorado ha bañado de un aura de exotismo las regiones tropicales que conforman la cuenca del Orinoco, haciendo de esta un objeto de deseo por sus innumerables riquezas. Mas, a su vez, se convierte en un lugar peligroso, inasible, que parece condenar a un fin fatídico a quienes la penetran con la intención de extraer de ella sus bienes ocultos. Los parajes y habitantes de la cuenca del Orinoco se convierten en la encarnación de la otredad para el hombre moderno y “civilizado”, que pretende progresar y acelerar el desarrollo de la humanidad a costa de su integridad.
¿Será posible ponerle un fin a esta relación viciada y repetitiva que se ha perpetuado en la región? Al contrario de lo que pretendía Bolívar cuando exclamó “si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”, pareciera que, mientras más se intenta doblegarla, más se venga ella de sus perpetradores. Como indica el pensador Bruno Latour[24], la utopía modernizadora ha terminado por demostrar que no es viable la oposición naturaleza-cultura, en la que la cultura se siente autorizada a someter a la naturaleza según sus caprichos. Al contrario del pensamiento occidental, las cosmogonías indígenas del Amazonas no conciben esta oposición naturaleza-cultura y son conscientes de la necesidad de establecer un equilibrio o continuidad entre las relaciones de consumo y de retribución con el ecosistema y sus integrantes.[25]
Ha quedado por tanto obsoleto aquel sistema de producción y consumo que descalifica e ignora por completo los límites de los recursos y la importancia que tiene la conservación del ecosistema, así como de la diversidad cultural. No sólo es una necesidad imperativa proteger el frágil ecosistema de la gran cuenca amazónica –en la que se encuentra también la del Orinoco–, sino que también es urgente reconocer la importancia de las culturas indígenas para la preservación de estos ecosistemas. En ellas pueden encontrarse conocimientos clave para la gestión de la ecología, la territorialidad y la sustentabilidad. Asimismo, nos permiten entender que existen otras formas de comprender el mundo y de relacionarse con este, que no tienen que perseguir necesariamente un progreso basado en la adquisición ilimitada de bienes materiales. Hasta ahora, el hombre “moderno” y “civilizado” se ha empecinado en hacer oídos sordos ante las numerosas advertencias que el ecosistema y la historia le ha dado. Por ello vale la pena recordar la cita de Aristóteles, “[…] pues, así como el hombre perfecto es el mejor de los animales, así también, apartado de la ley y de la justicia, es el peor de todos”.[26]
©Trópico Absoluto
Notas:
[1] Cristóbal Colón. Cartas que escribió sobre el descubrimiento de América y testamento que hizo a su muerte. Madrid: Biblioteca Universal, 1880, p. 33.
[2] Bernal Díaz [3], Cap. CLVII, en Demetrio Ramos Pérez, El Mito del Dorado. Su génesis y proceso. Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1973, pp. 10-11.
[3] Ramos Pérez. Ibíd., pp. 22-23.
[4] Ibíd., p. 37
[5] Esta historia está muy bien retratada en La Luna de Fausto de Herrera Luque (Barcelona: Urano, 1991).
[6] Raleigh, Sir Walter. The Discovery of the Large, Rich, and Beautiful Empire of Guiana. London: B. Franklin, 1848 [1596].
[7] Por ejemplo, Felipe Salvador Gilij, Ensayo de Historia Americana, o de José Gumilla, El Orinoco Ilustrado y Defendido.
[8] Alexander von Humboldt, Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente. Tomo V. París: Rosa, 1826.
[9] Marc de Civrieux. Watunna, Un ciclo de creación en el Orinoco. Caracas: Monte Ávila Editores, 1992, p. 29.
[10] En el caso de los Mapoyo, estos participaron en la guerra de Independencia, y poseen una espada regalada por el mismo Bolívar. Véase Scaramelli y Tarble, “Cultural Change and Identity in Mapoyo Burial Practice in the Middle Orinoco, Venezuela”. Ethnohistory, 47: 3-4 (summer-fall 2000), pp. 705-729.
[11] Véase al respecto, Esteban Mosonyi et. al. El caso Nuevas Tribus. Caracas: Editorial Ateneo de Caracas. 1981.
[12] Decisión de Juzgado Tercero de Primera Instancia en lo Penal en Funciones de Control de Amazonas, de 5 de Mayo de 2004. https://vlexvenezuela.com/vid/jaime-bou-consola-286821467. Consultado en Julio 2020.
[13] Véase “Documento Acusatorio del Capitán de Navío Tomás A. Mariño Blanco”, entonces jefe del Comando Fluvial Nro. 1 entre 1976 y 1978 del Territorio Federal amazonas. En Mosonyi et. Al. El Caso Nuevas Tribus. Ibíd.
[14] Particularmente polémicos son los trabajos, con este enfoque, de antropólogos como Napoleón Chagnon.
[15] Paolo Gasparini y Edmundo Desnoes. Para verte mejor, América Latina. Ciudad de México, Siglo XXI, 1972.
[16] Por primera vez, las comunidades indígenas se verían reflejadas explícitamente en la Constitución del país.
[17] Informe de SOS Orinoco del 2019. https://sosorinoco.org/. Consultado en Julio 2020.
[18] véase al respecto la investigación de Edgar López y Julett Pineda, Gold Reserve sale de la quiebra sin sacar un ni un gramo de oro del Arco Minero del Orinoco. https://arcominerodelorinoco.com/. Consultado en Julio de 2020.
[19] Algimiro Montiel y Jorge Benezra, Crimen organizado controla la explotación de oro en Venezuela. En https://smugglersparadise.infoamazonia.org/. Consultado en Julio de 2020.
[20] Notable es la actividad minera en el Parque Nacional Canaima (Estado Bolívar), así como el desplazamiento de comunidades Pemón (Estado Bolívar) y Yanomami (Estado Amazonas). véase: https://sosorinoco.org/facts/violation-of-human-rights/ Consultado en Julio 2020.
[21] Pronunciamiento de las Academias Nacionales en rechazo a la MINERIA ILEGAL y EL ARCO MINERO: violación del ordenamiento legal, efectos socioambientales y vulneración de los derechos humanos de los pueblos indígenas. 21 de Julio de 2020. https://acfiman.org/2020/07/21/pronunciamiento-de-las-academias-nacionales-en-rechazo-a-la-mineria-ilegal-y-el-arco-minero-violacion-del-ordenamiento-legal-efectos-socioambientales-y-vulneracion-de-los-derechos-humanos-de-los-pue/ Consultado en Julio 2020.
[22] Marie-Claude Mattei-Müller, comunicación personal, 2016. La antropóloga se ha dedicado en lo últimos años a registrar las últimas voces vivas que dominan el idioma, para finalizar un diccionario mapoyo-castellano.
[23] Claude Lévi Strauss, Tristes Trópicos. Barcelona: Paidós, 2006.
[24] Bruno Latour, Nunca fuimos modernos: ensayos de antropología simétrica. Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 2007.
[25] Véase por ejemplo, Philippe Descola, Más allá de naturaleza y cultura. Buenos Aires: Amorrortu, 2012. Asimismo, Eduardo Kohn, How Forests Think. Toward an Anthropology Beyond the Human. Berkeley/Los Angeles: University of California Press.
[26] Aristóteles, Política, Libro I, Capítulo II. Madrid: Biblioteca Nueva, 2017, p. 51.
Alessandra Caputo Jaffé (Caracas, 1985) es profesora e investigadora de la Universidad Adolfo Ibáñez, en Santiago de Chile. Realizó su licenciatura en Historia del Arte en la Universidad de Boloña (Italia). Cursó una Maestría en Estudios Comparativos de Literatura, Arte y Pensamiento (2009) y otra en Historia del Mundo (2011), así como un Doctorado en Humanidades en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona (España), donde se especializó en el estudio de las pervivencias del mundo indígena en Venezuela desde el período prehispánico hasta el presente. En la actualidad estudia las manifestaciones estéticas del mundo indígena de la Amazonía.
3 Comentarios
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I interesante articulo para nuevamente actualizar historia y hechos..
Que tristeza
Excelente trabajo. Vital. Gracias por publicarlo.