Ultimas gallerías de la cabeza parlante
Este texto del poeta Igor Barreto (San Fernando de Apure, 1952), creador de una de las obras literarias más valiosas de la poesía venezolana, forma parte de un proyecto en marcha que ya ha generado el volumen El Gallo Combatiente y su ritual analfabeto, publicado el año pasado en Madrid por la editorial Visor y la Fundación para la Cultura Urbana. No incorporado hasta ahora en libro, aquí lo publicamos por primera vez, junto con algunas de las fotos de Ricardo Jiménez (Caracas, 1951) que son también parte de dicha labor. Muy pronto aparecerán en un solo volumen tantos los textos completos de Barreto como todas las fotografías de Jiménez. Mientras tanto, en Trópico Absoluto nos complace presentar estos avances, acompañados por un estudio del escritor y crítico Miguel Gomes.
Diciembre de 2020
El año de la peste
El gallo no piensa: da que pensar.
Apropiación de una cita de La música callada del toreo
de José Bergamín.
El niño que sostenía un gallo en sus brazos, replicó:
—¿No es esto mejor que ayudar a los pequeños tiranos
a intimidar a los humildes?
Anónimo de la Dinastía Ming. China.
∗
Tan poderosa como la cultura de los libros es la cultura analfabeta. El espíritu de esta sentencia y de todas las palabras que siguen le pertenecen al poeta y ensayista español Don José Bergamín. Fue autor de grandes ensayos taurinos, y en 1933 publicó un libro titulado: La Decadencia del Analfabetismo, donde además de caracterizar la cultura analfabeta hablaba de su deterioro en el mundo moderno. Para Bergamín la cultura espiritual es la analfabeta, y aquella que ha perdido el sentido de las verdaderas jerarquías es la cultura literal: la falsamente literaria, o el orden social que trata de meternos en cintura, negándonos el oxígeno necesario. Eso humano, que nosotros entendemos por tal, y no lo reconocen las ideologías. Al pie de la letra muere siempre el espíritu crucificado, pero muere para resucitar.
Si la cultura letrada es el río que corre de manera visible, la cultura analfabeta es el flujo profundo donde se ahonda el cauce de lo más íntimo. La cultura castellana es en esencia una cultura analfabeta. La tradición oral vinculada a las artes y a los oficios, los rituales y festividades, los conocimientos acumulados en la observación de la vida diaria, los ritmos internos que acentuamos cuando tomamos el lápiz, es decir, casi todos los cantos del pensamiento vienen de la palabra que no ha sido anotada. En algún sentido escribimos “para” y “desde” el analfabeto.
Siguiendo a don Miguel de Unamuno, dice Bergamín, que Andalucía es el reino de la cultura analfabeta. Esa región se ha erigido como una de las raíces principalísimas del mundo tradicional popular latinoamericano. Llevando agua a su molino de elogios analfabetos andaluces, el poeta nos recuerda la existencia del cante jondo: “En la profunda sombra de ese canto luce de un modo incomprensible la precisión de la verdad”. Pues salgámosle al paso con un “galleo por chicuelinas”, diciendo que, si hay un “cante jondo”, presumo que Bergamín (amante de lidias) debió saber que existe un “combate jondo” celebrado tanto en las galleras andaluzas como en las vallas de la América Castellana.
La riña de gallos forma parte de esta Cultura. Es un ritual de muerte analfabeto. Tal afirmación es redundante y pierde mucha de su contundencia y brillo porque la palabra “ritual”, desgraciadamente, se utiliza en el mundo moderno para hablar de casi cualquier cosa.
Agregando algo más, quiero decir que la pelea de gallos es un ritual analfabeto del solsticio de verano. Ocurre en ese tiempo, para estas latitudes cercanas al Mar Caribe, cuando el sol toma una posición más radiante frente al Ecuador a partir de los últimos días de diciembre hasta el mes de junio. Son meses donde culminado el período de lluvias, los gallos vuelven a tener un plumaje esplendoroso. Entonces el celo de estas aves se aviva y su disposición para el combate es mayor.
En otros espacios se celebra el fin de las cosechas. Los Diablos Danzantes en la población de Yare (en Venezuela) otra vez recuerdan las “tarascas medievales” con su hechicería. Hombres y mujeres se agarran de la mano, mientras los botiquines se abarrotan de bebedores de aguardiente, y en la oscuridad de la noche se come carne asada a fuego lento. Esta podría ser, la carne del sacrificio del macho cabrío que dio origen a la tragedia griega, y que hoy nos permite prolongar en la caverna de la boca el calor del día.
En nuestros tórridos paralelos, quizás no nos percatamos de tales significaciones ancestrales; hay tanta luz solar (¡tanta!), que pareciera difuminarse el contorno de las celebraciones del solsticio, diluyéndose en un polvo delgado que la brisa se lleva hacia lo indefinido. Mientras esto ocurre nuestros gallos ecuatoriales cantan a cualquier hora. Y sobre todo cantan para que no desaparezca el poder de lo animal y lo irracional en nuestras vidas. La poesía sin tales motivaciones se metaliza, se vitrifica, y abandona la aventura, el atrevimiento y la violencia verbal que yo quisiera para mis poemas.
La otra noche alguien vino a mi casa refiriéndome que en la gallera de una población cercana a Caracas, llamada Paracotos, estaban convenidas (casadas) veinte peleas. La tenida se prolongó hasta más allá de la media noche. Se hablaba a gritos en torno al círculo de los combates: las apuestas siempre consisten en proferir lo que no se sabe. Algunos gesticulaban entre exclamaciones y maldiciones vulgares, se volvió a tomar y se comió en exceso, mientras en el centro de la valla ardía una esplendente hoguera de plumas. La pelea de gallos es también una suerte de psicomaquia. La realidad adquiere los visos de un sueño, con su atmósfera tan poderosa como el duelo a muerte que ocurre en medio del redondel. Reinaba un cierto desorden, pero todos los asistentes conocían en qué momento de la lidia se encontraban. Luego, cuando salimos de la gallera a altas horas de la noche, experimentamos un sentimiento particular de liberación. Estaban Las Cabrillas en el firmamento con sus luceros y la Osa Menor; caminábamos desprendidos de la dictadura del orden literal que pesa sobre la vida cotidiana, éramos otros, es decir, seres verdaderamente analfabetos.
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Recuerdo que hace más de un año conocí al criador de gallos Luis Fernando Ríos, en un viaje a la ciudad de Maturín, una localidad situada entre los estados orientales de Venezuela. Allí suelen congregarse por el mes de noviembre para una tienta de aves tempranas de nueve meses los amantes de este ritual de las peleas. La gallera queda en un caserío perimetral llamado la Cruz de la Paloma. Dónde vas paloma blanca/con tu rosario y tu cruz, rezan dos versos de una copla andaluza. También recuerdo que esa mañana en la citada Casa de Gallos, Luis Fernando Ríos y su criadero La Riera habían logrado concertar once combates, triunfando en diez de ellos.
Al llegar la noche, decidí regresar al hotel, y en el pensamiento resonaba su última frase de la tarde: “Agradezco que cuando pierdan o ganen siempre digan que el gallo me pertenece”. El afamado escritor venezolano Guillermo Meneses publicó una crónica en 1967 para una revista local llamada: Gallerías. Lo cierto es que el autor de La mano junto al muro y La balandra Isabel llegó esta tarde, afirmaba que la pelea de gallos tocó las costas de América vía Filipinas en el siglo XVIII, pero nada más descaminado. A principios de esa centuria, el jesuita Rafael Landívar escribía en latín un largo poema de costumbres sobre la vida en estás apartadas colonias, titulado: Rusticatio Mexicana. Landívar describe los juegos de toros y gallos que divertían a la población. Eran sin duda gallos muy fieros como los de La Riera. El poeta José María Heredia tradujo con acento neoclásico estos versos de los cuales copio sólo un par, que dicen: Pies robustos a piés, hierros a hierros,/ Sin que ninguno su furor deponga. Muy temprano, al siguiente día, llegué a La Riera cuyo nombre nace de la conjunción de los apellidos paternos Ríos y Figuera. Allí escuché estas palabras de Luis Fernando:
La Riera es una enorme casa blanca, rodeada de un bosque de mangos y unos galpones azules que guardan más de cuatrocientas jaulas limpísimas; cada jaula tenía una cama de paja para que las aves no se estropearan el plumaje. En el traspatio de la casa la sombra de los árboles se hacía más intensa, y más allá clareaba un plantío de naranjas por donde huía la pollada. Ya de regreso a Caracas me detuve, o el camino se interrumpió en la hacienda de una gran dama norteamericana: La Sra. Mary Ramsay, criadora de caballos Árabes y Appaloosa. Me invitó un café y conversamos, ella es siempre tan amena. Me dijo entonces que el vientre de una yegua Árabe era un cofre de oro. Yo quería agradecerle su frase tan afortunada y decirle también algo del Oriente Próximo o del norte de Africa, algo de la modesta alzada de aquellos caballos con orejas pequeñas de zorro. Pero mi mente estaba ocupada por estas palabras: Lo mismo pensará Luis Fernando Ríos de las posturas blancas de sus gallinas de casta: cada una, es un cofre de oro.
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Desde un primer momento asocié al héroe principal de la Ilíada, con la adusta presencia de un Gallo de Combate. Aquiles era hijo de un rey de la antigua región de Tesalia y de una diosa (la ninfa marina Tetis), y por eso compartía la condición humana y la divina. Igual ocurre con este gallo que siendo tan semejante a un pájaro (a un ave de altura) se le ha condenado a vivir una existencia terrestre entre nosotros.
De Aquiles se cuenta que además de su bravura y elocuencia poseía una cualidad especial para la contienda: su particular rapidez en la carrera. Bajo su pica (o lanza) de punta de bronce y espiga de fresno, aquellos trotes casi siempre culminaban con la muerte del adversario. Era un héroe de pies alados o “pies ligeros”, con algo del dios Hermes y de Apolo, deidad cómplice de su muerte temprana e indigna, ocasionada por un flechazo en el talón. Cuando voy a la gallera, siempre que veo a un gallo persiguiendo a su contrario y rebatiéndose con él mortalmente, recuerdo al raudo Aquiles tras el bravo Héctor, en aquella fuga alrededor de las murallas de la ciudad sitiada:
Al término de esa temible pelea concertada en el poema de Homero, la diosa Atenea urde un engaño y bajo la apariencia de Deífobo (hermano del virtuoso Héctor), se le presenta al troyano y le aconseja detenerse y enfrentar a Aquiles. Finalmente se aprestan los gallos al combate. Aquiles arroja su lanza a Héctor, un barajo que el de Esparta esquiva agachándose. A escondidas, la astuta diosa Atenea arranca la aguda vara del suelo y se la devuelve a Aquiles. Héctor, confundido, se arroja sobre el invasor, pero el gallo Aquiles le hunde su lanza:
Aun muriendo con la arteria picada, Héctor le dirigió unas últimas palabras al héroe griego que no quisiera repetir por el sufrimiento que entrañan. En la Ilíada se encadenan los combates y las muertes y los héroes suelen rogar para que sus cuerpos no se abandonen y sean devorados por buitres y perros. Era el clamor muy pocas veces oído por los guerreros triunfantes.
Los domingos cuando hay gallos, y camino religiosamente a las puertas del garito, me produce una honda tristeza ver los cuerpos sin vida de unas aves que lo dieron todo y ahora son arrojadas en los sitios más indignos. Algo deberíamos hacer.
La mitología cuenta que a Aquiles se le ofreció al nacer otro destino, vivir una larga y honorable vida: promesa que de inmediato rechazó. Mató tanto, que hasta un río enfurecido, que había dejado de ser cristalino por la sangre, le arrojó encima todos los cadáveres que sucumbieron bajo sus armas. En la Ilíada, al guerrero Aquiles se le compara constantemente con un ave de presa, y se dice que tenía… “la impetuosidad del águila negra”. Pero desde un punto de vista simbólico, el águila es un ave solar, asociada a lo diurno; mientras que el Gallo de Combate vuela entre dos luces: entre el águila y la nocturna y rapaz lechuza.
En el centro del alma de Aquiles, como único motor de su crueldad está esa emoción que es la cólera. Pero una cólera, consciente y dirigida (así lo creo), la cual permite que la entrega de Aquiles a la muerte, su desempeño en los combates, sea rápido y limpio. La Ilíada es un elogio y un canto a esa emoción que puede ser, mientras más deliberada, más devastadora: Canta, oh musa, la cólera de Aquiles, dice el poema de Homero en sus primeros versos.
La pelea de gallos pone a prueba nuestro dominio sobre las emociones. En la gallera mueren más personas de infarto que producto de rencillas violentas entre los asistentes. La violencia mayor del combate ocurre en la arena de la vida interior de los espectadores. Una emoción puede ser tan intensa, y el paso de los años y la inexperiencia nos convierten en competidores que ofrecen su flanco más débil.
Sentado en las gradas de la gallera, sintiéndome parte de aquel duelo, celebro dos actitudes: el cálculo interno y la contención, eso que muchas veces confundimos con simple “astucia”. Este sabio manejo permitió al héroe griego sobreponerse a las pruebas más difíciles. De allí deriva verdaderamente la fuerza y el poderío del Gallo Aquiles.
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Desde hace años frecuento la amistad de Jesús Salvador García, a quien apodan en los ruedos: El Químico, y cuando hago esta mención recuerdo los Western de John Ford y la manera sobria y distante como se tratan los que poseen algún vínculo de afecto en sus películas.
Jesús es el fabricante de espuelas de carey de tortuga marina más importante por encima y por debajo del séptimo paralelo. Personalmente el término “fabricante” me disgusta. En la polisemia de esta palabra se me atraviesan todo tipo de ocupaciones mundanas que emborronan el noble oficio de El Químico. Lo que Jesús Salvador García es en verdad, a ciencia cierta, es un armero. Y diría también que es un “artesano de espadas”. En la antigüedad grecorromana la espada española fue de una fama letal, el Gladius Hispaniensis que los romanos portaban estuvo inspirado en la espada corta que usaban los infantes de Aníbal en tierras castizas. Un arma que apenas tenía 50 cm de largo y 7 cm de ancho (con filo por ambos lados). Esa espada de finísimo acero fue el arma mortífera de aquellos tiempos. Tenía un grado de rigidez muy peculiar que le permitía atravesar escudos y petos, y matar el alma del adversario.
Al Químico le he escuchado una idéntica preocupación por el grado de rigidez de sus espuelas. Parecen espinas negras de naranjos. En su confección Jesús se reserva el tipo de carey de tortuga que utiliza, y un complicadísimo tratamiento con sustancias que sólo él conoce. Su vida de armero comienza a los siete años, cuando en los recesos escolares tallaba espuelas con los lápices de tiza blanca que utilizaba la maestra para escribir en la pizarra. Al llegar a su casa él mismo lavaba con apuro sus pantalones de gabardina azul, manchados por la cal de sus primeras espadas y así evitar la reprimenda de sus padres. Luego a los once años talló espuelas con los pitones de los toros de lidia, y de esta manera siguió labrando, construyendo el recorrido de un oficio. Y es que su apelativo: El Químico, es de Manzanilla y Fino en una tasca de Andalucía.
Ya en la década de los setenta comienza a utilizarse en Venezuela la espuela de carey de tortuga marina, y Jesús Salvador García construyó un laboratorio frío y cerebral con curiosos implementos para el análisis de la resistencia y el modelado de la base, de la espiga y de la punta de sus delgadas armas.
El Químico es un hombre obsesivo. Cierto día, en una jugada de gallos, me llamó aparte, bajo un sitio arbolado para enseñarme una caja de cristal minuciosamente trabajada como si fuera un objeto parecido a las cajas mágicas de Joseph Cornell o del artista venezolano Mario Abreu, que contenía tras el vidrio, los cráneos limpios y blancos de unos gallos. Se trataba de ejemplares que murieron bajo el efecto de sus espuelas. Sobre la superficie ósea estaban numeradas con mínimas y determinadas cifras los orificios de las heridas recibidas. Y en estudio aparte el tipo de espuelas que correspondía a las señales de cada marca. El recuerdo y la explicación de los detalles y sus conclusiones no podría reproducirlos para ustedes, eran tan complicados y técnicos. Lo que si alcanzo a recordar con precisión de aquel momento tan extraño, fue el claro pensamiento que embargó mi mente: si algún día reencarnara en el cuerpo de un gallo, a la hora del combate me gustaría traer calzadas un par de espuelas del armero Jesús García; esto, por si me veo en el dilema de una desgracia.
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Cuando la luna ha entrado en la fase menguante el borde de sombra se ubica a la derecha y cuando se inicia la fase creciente la sombra se muda a la izquierda. Al interior de la luna pervive esa dualidad: luz y sombra, en completo equilibrio. Todo ser humano debe utilizar una buena dosis de energía psíquica para lograr esta armonía de lo iluminado y lo sombrío. Los Gallos de Combate y los humanos somos seres lunares. El gallo no sólo anuncia la aurora, también se despide de la amada noche. San Jerónimo y San Juan de la Cruz apreciaban esta dualidad al hablar del iniciado, de su vía mística. Cuando este roce con lo oscuro se torna en extremo lacerante se rompe el necesario equilibrio y sobreviene de manera casi inevitable la locura o la muerte.
Este fue el caso del poeta colombiano Raúl Gómez Jattin, quien nació en 1945, en Cartagena, debido a la falta de hospitales en su querida Cereté. En 1980, y con motivo de la publicación de una selección de sus poemas que me atreví a editar sin su permiso, Raúl me envió un cassette con una carta hablada. El sonido de su voz fue una manera de darle rostro a un país que los venezolanos llevamos en el corazón. Aquella carta no pretendía ningún reclamo sino, muy por el contrario, celebrar lo que había de travesura en mi gesto de sincera admiración por quien en poco tiempo se ha convertido en una de las voces poéticas del continente. La prestigiosa editorial mexicana Fondo de Cultura Económica publicó una antología con prólogo del celebrado intelectual Carlos Monsiváis. Precisamente en estas páginas iniciales se recuerdan los avatares callejeros de Raúl, su manera de combatir la demencia con la pasión cultural: “Yo nunca perdí el contacto mental con la realidad. Un loco no puede crear. Y yo tan lúcido que hasta loco fui”.
Pero me interesa (quisiera) remarcar el carácter obsesivo del oficio de poeta, personas que no dejan ni un momento su pasión: sus libretas de conocimiento, emborronadas bajo la luz más precaria, sus libros de otros poetas de países recónditos. Todo este apasionamiento le pertenece también al gallero. Yo los he visto viajar kilómetros y kilómetros y vencer el chantaje de los guardias de frontera por traer un gallo con el que soñaron la resurrección de su valor, y de su honor.
Cierta mañana de 1997, a las 7 y 40 minutos, un autobús atropelló al poeta. Alguien me susurró al teléfono: “Se ignora si fue un suicidio, o la obra de un sanguinario resentido”. De Raúl Gómez Jattin, en esta hora, quiero recordar un poema gallero titulado: “Veneno de Serpiente Cascabel”. En el poema se cuenta la historia de un niño enamorado del gallo campeón traído por su padre a la casa. Desde un primer momento cuando lo leí me pareció que el gallo encarnaba una deidad protectora del hogar, pero ocurrió algo imprevisto: el padre arregló un último combate en Valledupar. El niño se moría de angustia, pero al final decidió aceptar el duelo. Entonces le roba a un indio un maranguango, un veneno letal, que le aseguró el codiciado triunfo.
Veneno de serpiente cascabel
Gallo de ónix y oros y marfiles rutilantes
quédate en tu ramaje con tus putas mujeres
Hazte el perdido El robado Hazte el loco
Anoche le oí a mi padre llegó tu hora
Mañana afílame la tijera para motilar al talisayo
Me ofrecieron una pelea para él en Valledupar
Levántate temprano
Y atrápalo a la hora del alimento Dijo mi padre
Talisayo campeón en tres encuentros difíciles
He rogado y llorado que te dejen para siempre como padre gallo
Pero a mi viejo ya le dieron el dinero
Y me compró un juego de dominó para engañarme
Pero ya estás cantándole a la oscuridad
que se vaya Te contestaron tus vecinos
Y mi padre está sonando sus chancletas en el baño
Es imposible evitar que te manden otra vez a la guerra
Porque si mañana te espanto padre de todas maneras
hará prenderte por José Manuel el indio Así que
Prepárate a jugarle sucio a tu contendor Pues
le robé al indio un veneno de serpiente cascabel
para untarlo en las espuelas de carey
En medio del tumulto y la música de acordeones
me haré el pendejo ante los jueces que siempre
me han creído un niño inocente y te untaré
el maranguango letal Es infalible como el mismo diablo
Voy a apostar toda mi alcancía a nuestra victoria
Con lo ganado construiré un disfraz de carnaval
y lo adornaré con tus mejores plumas.
*
En la tradición judaica el libro y su lectura son esenciales, pero en la nuestra escribimos de oídas. En otras palabras, en lo que quisiera insistir, es que en la cultura castellana (como ya se ha dicho) llegamos a la escritura más por los caminos de lo analfabeto.
Debo referir que por momentos me ocurrieron ciertos incordios en la redacción de este libro, La sombra del apostador. Padecí de temporales ilusiones donde escribía como si creyera en la paradójica certeza de comunicarme mediante el libro con aquel ser para el cual, ni la lectura, ni la escritura existen.
La cultura al margen del libro, es la cultura de la escucha y de la fe. La vivencia de lo sagrado se descubre en su relación con el silencio. No existe paisaje sonoro (no se le conoce) sino desde el silencio que guarda el que está inclinado, atento al transcurrir de las vibraciones auditivas del mundo. Por esta quebradura ocurrió, alguna vez, el nacimiento de la palabra y el desbordado impulso por darle nombre a las cosas.
El silencio al cual nos obliga la presencia del libro es tan diferente a la escucha de la expresión sonora de la memoria. Son acentos, imágenes y ritmos, implícitos en las palabras de alguien que toma la voz para evocar unos recuerdos, que habla siempre como si acentuara los significados de posibles mitos.
Estas representaciones las he vivido. La proximidad entre palabra sonora y experiencia ha sido para mí la plenitud del sentido, del significado puro y conciso del afuera y del adentro.
Experiencias como estas me ocurrieron en una gallera, en una Casa de Gallos, donde escuché la voz de un amigo muerto de apellido Noriega (el Negro Noriega). Aquel día, mientras transcurrían las horas y se congregaban los convidados al desafío gallero, en la trastienda de un restaurante al borde de una carretera que atravesaba un paisaje arbolado. Allí, un sábado, junto al redondel vacío escuché al Negro Noriega (al pozo de su alma) contar los avatares de un gallo muy famoso que fue suyo y que murió de anciano en el patio de su casa, luego de veinte combates, que en ese instante eran detallados uno a uno como si Noriega lanzara un balde a las profundidades de un pozo, regresando cada vez con palabras más claras.
Y sumergido en la mayor expectación, en la honda escucha, reviví aquellos hechos con el rebrillo de lo espiritual. Un significado que flotaba sobre las copas de los árboles. Fue intensa aquella media mañana. Nunca había oído una voz que demostrara tal destreza, que fuese tan desnuda en el trazo de su relato, con sus momentos de oblicuidad y erudición. Un banquete de sentidos, un aguardiente perturbador.
Imagino que Homero, paseándose por los mercados de tantas islas que componían el archipiélago de la cultura griega, presenciaría instantes semejantes de humanidad. Han debido ser incontables pues sucumbió a la tentación de escribirlos y escoger a un auditorio letrado para prolongar más allá tales eventos que habían pertenecido al espacio de la cultura analfabeta.
Algo similar le aconteció a Mark Twain o a Juan Rulfo. Y es que el paisaje sonoro y la épica del decir analfabeto tienen tanto poder para envolverte, de tal manera, que literalmente con un dejo de culpa mundana sucumbes a la escritura.
©Trópico Absoluto
Igor Barreto (San Fernando de Apure, 1952) es poeta. Profesor del Departamento de Talleres Literarios de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Estudió teoría del arte en la Universidad Ion Luca Caragiale de Bucarest, Rumania. Participó en el taller literario Calicanto, conducido por la escritora Antonia Palacios. Posteriormente formó, junto a Yolanda Pantin, Armando Rojas Guardia y Rafael Castillo Zapata el grupo Tráfico. En la década de 1980 fundó la editorial Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro. En 1986 ganó el Premio Municipal de Literatura, mención poesía, por su libro Soy el muchacho más hermoso de esta ciudad (1987). En 1993 le fue otorgado el Premio Universidad Central de Venezuela y en 2008 la Beca Guggenheim. Ha publicado los libros de poesía ¿Y si el amor no llega? (Fundación Rómulo Gallegos, San Fernando de Apure, 1983), Soy el muchacho más hermoso de esta ciudad (Fundarte, Caracas, 1986), Crónicas llanas (Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro [SASS], San Fernando de Apure, 1989), Tierranegra (Universidad Central de Venezuela, Maracay, 1993), Carama (SASS, 2001), Soul of Apure (SASS, 2006), El llano ciego (SASS, 2006), El duelo (SASS, 2010), Carreteras nocturnas (SASS, 2010), Annapurna. La montaña empírica (SASS, 2012), El campo / el ascensor. Poesía reunida (1983-2013) (Pre-Textos, Valencia, 2014) y El muro de Mandelshtam (SASS, 2016), La sombra del apostador. El Gallo Combatiente y su ritual analfabeto (Visor/Fundación para la cultura urbana, Madrid, 2021).
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