/ Mariano Picón-Salas: Fervor de Venezuela

Ensimismado en la novela

Mariano Picón Salas y Rómulo Gallegos con un grupo de amigos. c. 1950. Fotografía de álbum familiar. ©Archivo Fotografía Urbana.

Cuando un autor, a quien sabemos ejecutando su mejor síntesis de aquello que considera organización de ideas, insiste en ilustrar los contenidos de esas ideas con pasajes de novelas, conductas y perfiles de personajes, y vuelve con frecuencia a otro discurso para verificar o mejor explayar lo que expone, debemos fijar entonces nuestra atención en aquella fuente, reparar en un trasfondo y cómo hace más que distraer la voz central y nos configura una realidad de primera mano. Llama la atención en Picón Salas esa facilidad suya de incorporar la autoridad de la novela al desarrollo de sus explicaciones. Soltura y sin duda confianza cuyas consecuencias no son visibles en la escritura como dato, como información estructurada, pero se hacen relevantes en esas referencias a Emma Bovary o a Julian Sorel, por ejemplo, en las que busca mostrar la conclusión de cuanto ciñe el análisis del ensayista. Su fe en la novela hecha augur de los procesos, instrumento de fijación de una realidad ideológica, me  lleva a justificar, y con cierta timidez, una exploración que haga luz sobre las convicciones de un autor respecto a la naturaleza de la escritura expositiva. No sería difícil descubrir en él, por ejemplo, el afecto por la integración en una época en que los tipos de escritura aún se apreciaban desde el marco de una diferenciación linneana.

Curiosamente, Picón Salas dedicó más insistencia a  aclarar sus propias ideas sobre la novela y su función que a debatir el género del que es representante conspicuo, pues tenemos su texto exigido y como de compromiso “Y va de ensayo” (1954), casi un rechazo de la discusión misma, independientemente de la eficacia de sus vindicaciones, pero nada más. En cambio existen al menos tres textos en los que se dedica a hacer consideraciones sobre la condición y el estatuto de la ficción narrativa, estos son “Profecía de la palabra”, “Literatura y sociedad” y “Prólogo a Mallea”. Que en ellos el tema sea diagonal o que salga o entre sin previo aviso solo prueba el interés por lo que siempre estuvo allí, aquello que no es necesario convocar advertidamente. Los años de esos ensayos corresponden al tiempo de un debate sobre la decadencia de la novela, su pretendida incapacidad para dar respuesta a las novedades de la realidad, sean la posguerra o la cultura del intercambio acelerado traído por la industria de la imagen. Libros como el de Wladimir Weidlé, Ensayo sobre el destino actual de las letras y las artes (1944), recogieron la discusión en lo que llamaríamos su expresión canónica, en él se habla de concurrencia de géneros, triunfo universal del documento sobre el arte, incapacidad de las fuerzas creadoras, etc., en un tono más dolido que sorprendido. El punto de la pausa sería el libro de Nathalie Sarraute, La era del recelo, allí se ridiculiza, poco menos, los auxilios de la psicología, por ejemplo. Se trata de una arremetida contra lo precedente, justamente otros insurgentes, llámense Proust o Joyce. Por lo demás, José Balza ha recordado que el noveau roman elabora lo “objetal” a partir de las decantaciones formales de aquellos autores estigmatizados por Sarraute.

Para alguien que afirma un destino para la obra literaria, donde lo que llama “clima histórico” y “fermento vital” deben orientar cualquier ruptura, pareciera que la discusión en sus aspectos formales no tuviera mayor relevancia. Sin embargo, puede ver hacia donde apunta esta dinámica de cambios que en lo inmediato se muestran como fractura y rediseño de una expresión. Para Picón-Salas la mixtura no es abandono ni pérdida de latencia, y llega a  decir que aquello que pase con la novela estará informando sobre las incertidumbres y el rumbo de los haceres contemporáneos, algo así como la biografía del género sirviendo de pista para derroteros morales, casi nada –y aquí debiéramos ver ya, al menos, una consideración cargada de simpatía. Dice que la novela “casi parece excusarse de ser novela”, y alude con eso no tanto a una confesión de ineptitud como a la necesidad de refundar una identidad. “Y ejemplarmente la historia de un género como  la novela, nos va a servir para determinar qué nuevas cosas pasan y pugnan por expresarse en el hombre de estos días.”(1) Comprende el cambio en términos de transformación de la propia sociedad y de todo un estilo de vida capaz de resumirse bien en la ficción, es el caso de la novela realista de la segunda mitad del siglo XIX, esta tendría en Flaubert su mayor exponente y por eso quizás también su recelador. Personajes y situaciones sirven al ensayista para dar el acabado a un juicio, o también para ejemplificar una tendencia, un clima: la novelería, en los tres personajes de Madame Bovary que elige. Proust se le antoja autor paradigmático para entender el fin de las actitudes de una época, los ritmos de una estructura social todavía no estremecida por la conciencia fragmentada, el siglo XIX con su  fe en el progreso y las maneras de la burguesía: “Lo que en Balzac era torrente se empozaba ya en Proust en detenido estanque de verdoso color de agua muerta.”(2) Esa “gran literatura que está muriendo” es ante todo el peso de una concepción de la literatura en la cual asigna casi un valor moral a lo intelectual, sin embargo en más de un pasaje el ensayista da muestras de dudar del correlato y lo deslumbra la autonomía de la obra, y más allá de sus personales intereses de arqueólogo. Pareciera que él mismo se reconviene cuando deja caer alguna sátira sobre los usos extremos que suelen asignarse a la ficción, es decir, o pura evasión o de utilidad pericial para “ayudar a las revistas de medicina  y de higiene mostrándoles la ‘degeneración de una familia bajo el segundo Imperio’ por efectos del alcohol, el libertinaje”.

Admite para la obra literaria una posibilidad que la aleja de la subordinación de la propaganda cuando se hace refugio de la profecía, pues “también se adelanta a adivinar el futuro”, virtud esta que debe, sin embargo, reivindicar los usos sociales que sea necesario, aun ancilarmente. Pero eso que llama la “significación escindida” es lo que permite la interpretación discrecional, pues lo imaginario tiende a ser anulado por la realidad inmediata, así estarían “los marxistas autorizados a decir que Kleist se suicidó no sólo por amor sino por su descontento con el Estado Prusiano”.(3) Pero Madame Bovary, a su vez, esconde aquello que es intransferible, que está solo en una individualidad, y en ningún caso es “alegato para que las mujeres incomprendidas logren con facilidad el divorcio y no tengan que suicidarse”. Parece una fórmula sencilla esa de conciliar la escisión, la obra debe ofrecer los sueños y la capacidad de herir, a la vez, a fin de no ser presa de los saqueadores. Pero también debe alejarse de las tentaciones de la demagogia, tan próximas en la invocación del servicio social, sobrevaloración de lo público en una época cuando las multitudes ya no pueden ser rastreadas desde la mirada de aquel hombre del relato de Poe, sino que prevalecen al concitarse contra algo o a favor de algo. Es esa “voz de la radio que nos habla de política a media noche”, la certidumbre lo desazona, y pudiera ser previsible tratándose de alguien seducido por los ritmos seculares de la civilización, pero debiera servirnos también para reconocer su valoración de la novela en un tiempo de integración de saberes, usos, hábitos. Para ella admite las mixturas impuestas por la democratización que como una fuerza ciega traen la liberación de la técnica y el sentido del destino previsto propio del culto al progreso.

Pero esa novelería que no teme al ridículo porque es un ansia y no una desfachatez, trae consigo también la tolerancia, si bien al precio de posponer lo eterno desgastado frente a lo temporal, aunque lo intransferible siempre alienta en tanto determinación del individuo con su elección: decisiones, culpas, es lo que hace el perfil trágico de Emma Bovary. Las ideas convertidas en creencias son una salida para el desencanto, es la decisión de los impacientes pero también de los incomprendidos. El precio es combatir la realidad equivocada aliándose con el “grupo deletéreo de los simuladores”, eso equivale a expiar el delito de confundir las proyecciones del imaginario que indaga en la oferta de lo posible (“figurines de las revistas de moda”) con la vida atada a convenciones y límites, convertir lo forjado, lo simulado, en referencia de lo moral y aún de lo real.

Podrá asegurar Picón Salas que todo novelero es un simplificador, la experiencia le dirá que las urgencias de los revolucionarios en su hora y en su tiempo aparecen como una consecuencia civil de las ansiedades del personaje de la novela de Flaubert. Seguridades de discurso, legitimidades que remiten al sufrimiento, totalitarismo y aún frivolidad son las consecuencias en la Venezuela que se justifica con el gomecismo más allá de lo políticamente posible. El ruido democratizador puede hallar excesivo espacio en la representación, cauteloso de lo representado, así Picón Salas no se cuenta entre los lectores eufóricos de Sakcha Yegulev, prefiere refugiarse en lo que llama “cautela del intelectual” a fin de no entregarse en brazos de la redención de un día. Esta novela fue leída casi como programa por los miembros de la llamada Generación del 28, en ella vieron la fusión del héroe redentor con su pueblo, ambos incontaminados. “Táctica es una palabra de gran empleo moderno y que a veces sirve para escudar el silencio ante la verdad”, pero por encima de la fe del pueblo está el derecho al disentimiento, sin embargo el obstáculo para que éste conviva con las esperanzas de aquel es la fácil expectativa del bienestar que arraiga entre las masas educadas en la promesa del progreso, palabra a la que califica de desacreditada. Y tal vez desde aquí atisbe aquella otra novela de Flaubert que, acucioso, llegó a conocer, Bouvard y Pecuchet, la juzga desde los riesgos de un tiempo que sabe pragmático y con él tiñe lo que ha podido ser una admirable inquisición: la hace crónica de un acontecer y no logra ver su abismal sátira. Quizás porque ya no era el momento de la literatura satírica, y aún no llegaba el de la experimentación, la novela de Flaubert no lo distrae más allá de un débil sociologismo, supone que se quiere poner en evidencia la inutilidad de los conocimientos para los que no hay plan, los “prestamos gratuitos” para los que la conciencia todavía no está madura (de espaldas a los debates públicos de su siglo el autor Flaubert podría haber sonreído ante esta exégesis tan aséptica, casi comtiana). A los dos compañeros que se encuentran para anular las urgencias del día los llama “títeres maníacos de imitación de la cultura”, supone que ellos anhelan vivir de acuerdo a los ofrecimientos de un mundo que espera ser disfrutado. De esa manera solo puede ver el fracaso de una acción, no cala la verdadera intención, que es, a no dudarlo, el escarnecimiento de la novedad como rito, burla de la ciencia en tanto entidad tutelar como oficio y, en última instancia, duda del saber humano mismo, lo que supone un alejamiento entre el deseo y la experiencia, con cánticos y loas para el primero, por supuesto. Si desconfía del progreso, no debía, sin más, simplificar aquello que lo mostrara, tal actitud no era consecuente con sus ideas sobre el arte disidente y anticipador.

Excesos del ensayista que lee novelas y que olvida por un rato la autonomía de la escritura y del escritor, inconsecuencia con su definición al uso de mito: lo que se impone por un acto de síntesis, que contiene lo real y aquello que lo subvierte. “¿Pero, porqué alterarse si los que no tienen sensibilidad para otra cosa extraen de la Literatura semejante lección pragmática?”, esta casi bonachona advertencia la hace a propósito de aquellos que creen que Doña Bárbara sea un alegato a favor de la “agricultura tecnificada y de un sistema ferroviario en los llanos”. Al hacerse reo de su propio acuerdo solo prueba que su concepción de la novela y su convencimiento respecto a su capacidad sintetizadora es superior a los usos que podía darle en la organización de sus juicios al momento de la unidad argumental. La idea de una escritura que ya no puede convivir en un mundo donde todo irrumpe para mejor situarse autoriza el contagio de saberes, y se percata de que ese género, además del ensayo, puede y debe sobrevivir en ese intercambio. “Variedad y bizarría del extenso territorio literario que en nuestro siglo se llama novela”, esa constatación habilita para los gustos de alguien que como él ha vencido las tentaciones de la poligrafía, digamos que lo ha hecho a medias, pues sus expediciones narrativas son una concesión de las que siempre habla con nostalgia. El flujo que le permite entrar a saco en un catálogo y extraer de allí afirmaciones o negaciones es el mismo que tiende a uniformar el discurso de la vida de las masas democratizadas, lo encuentra en esa radio y esas sinfonolas que lo atormentan, y que a su juicio, nada tienen de aprovechable.

Pero si hay un intelectual en Venezuela que desde el pensamiento reflexivo haya aprovechado la crónica de la ficción, que haya leído de manera impune y a voluntad la novela realista, buscando furtivo los hallazgos de la intuición liberada, ese ha sido Picón-Salas. En las escasas cuatro páginas de “Y va de ensayo” no resiste la tentación de situar la referencia al paradigma, para iluminar su elegante definición primero enaltece la tarea del novelista y casi se desvía cuando lo excusa de no dar todo el testimonio, no está obligado, parece decir, y le es lícito “dejar asidos sus personajes a la insoluble angustia”. Su propia consideración del ensayo tal vez no lo convencía, admirador de las formas épicas veía en la estructura cerrada y autosuficiente de la novela una especie de alivio, ese que adviene cuando se nace con derecho al silencio, en cambio su proverbial “fórmula” del ensayo cuánta angustia no promete, cuánto compromiso no contrae (“La fórmula del ensayo parece ser la de toda la Literatura: tener algo que decir, decirlo de modo que agite la conciencia y despierte la emoción de los otros hombres, y en lengua tan personal y propia, que ella se bautice a sí misma.”). “La novela se trueca en la forma moderna de la tragedia prometeica”(4), dice en ese mismo texto que quiere ser definición, y pide menos prevención intelectual, más desgarramiento dostoieskiano. Es la exigencia que le hace a Mallea en sus primeras novelas; la dispersión que amenaza el formato. Una de las razones de la asomada crisis de aquel momento, no es para él sino pura capacidad de colonizar y aceptar otras voces, para él es una exigencia mantener la autonomía de su relato y así seguir siendo ficción aborrascada, sin ceder a tareas de aleccionamiento o pedagogía.

El escritor no es un representante de su clase social y no debe buscarse su biografía en aquello que dice, asigna al arte la función de “hacer salir al hombre de su contingencia”, amar la literatura es así “buscarla, oír su voz –a veces tan secreta”. Todo un plan espiritual que puede estar a veces en la línea de fuego de las pasiones nacionales, pues en su vehemencia la novela se le antoja la superación de lo histórico, lo local desplazado por lo antropológico. Esto lo señala como muy a propósito para la obra de Mallea, en quien ve el primer explorador que avanza más allá del escenario de sus tradiciones inmediatas para fundar un universo: “Su primer peligro y su audacia fue internarse en territorios incógnitos de nuestra novelística, los que ofrecían el conflicto mayor e invisible de los personajes con su alma.”(5)

Algo más tiene que decir sobre esta tarea de la novela latinoamericana, el relato vernáculo que hacía sólo la crónica y ampliaba lo pintoresco ya no es posible en medio de ansiedades que descubren las opciones derivadas del reconocimiento de nuevas responsabilidades. Es preciso que los autores “busquen para lo particular de su país una órbita más amplia que la de la vieja tipología rural o costumbrista”(6), pedirle al novelista otras noticias que no sean las de la patria. Elaborar tipos, explorar y ser consciente de la dinámica de otros discursos, tan solo eso pide para la novela, nada menos. Pero la exigencia es obvia cuando se acepta que la verdadera continuidad de una cultura está en aquellos logros alentados por la duda antes que en las certeza de los acuerdos públicos. “Reflejar la época desde lo hispanoamericano”, y no podía decirse mejor esta exigencia que es a la vez angustia. Siempre me he preguntado cómo hubiera encarado Picón-Salas, frente a un Mallea que agita todo un programa, las soluciones ásperas y casi patibularias de un Roberto Arlt, de haberlo conocido, pues se me antoja que este autor es como el emblema donde coinciden aquellas dos exigencias, lo local actualizado por conflictos del alma.

Si todo el ritmo de un libro como De la conquista a la Independencia tiene las pausas de una marcha, la cadencia de lo que avisa un desenlace, no resulta difícil concluir que la estructura de otros como Miranda o Los días de Cipriano Castro apelan a la eficacia de un género que Picón-Salas leyó con provecho en una obra maestra como La marcha de los bárbaros, de Harold Lamb. Fresco novelado a ratos, recapitulación documental otras veces, este libro pudiera ser modélico para las biografías de Picón Salas, que no son enteramente noveladas, no quieren serlo porque se conoce bien el efecto moral de lo que se simula: los hechos se alteran sin enaltecerlos. Los años de 1945 a 1955 conocen en Venezuela un entusiasmo casi compulsivo por el género de lo novelado, y es sin duda una falsa salida a la crisis que se ventila en el mencionado debate de la novela agotada. De todos modos importa reconocer que el fruto de ese catálogo no es breve y el propio Picón-Salas contribuye con al menos tres títulos, alguno ha sugerido que el recurso se avenía con la situación política del país: decir las cosas enmascarándolas. Lo cierto es que el ejercicio que suponen los estudios de Miranda y Cipriano Castro le sirven al autor como entrada ideal a una escritura donde confluyen sus mejores armas y también sus reposados gustos, disponer de toda la información documental usándola a placer, obviando los protocolos pero sin omitir el valor de un esquema básico, es sin duda un ansia cumplida del contemplador de novelas.

Obviar la florida erudición de las ciencias sociales de su formación chilena, es otra ventaja que puede apreciarse en esos libros y que ya estaría en la mínima bibliografía elegida para De la conquista a la Independencia. Acaso en esas mediaciones inconvenientes esté pensando cuando se dispone a ejecutar aquellos estudios, pues en “Profecía de la palabra” encontramos una cierta desazón por lo que  considera abundancia de palabras. “Hoy el arte literario parece que está curándose de tanta palabra que anduvo suelta.” Y en la “Nota” del libro Los días de Cipriano Castro consigna un intento de justificación que quiere apelar a la historia como utopía, y entendida esta como imaginación. “Mejorar los tiempos” es la excusa del pedagogo, pero de seguidas se revela el observador de estilos, el comparador de la contemporaneidad, y lo explicita como una sanción: es necesario “liberarse, a la vez, de muchos materiales y formas muertas que arrastra el pasado”. Pero es Miranda la figura ideal, moderna sobre todo por las maneras y el savoir faire, que lo acerca palpitante a lo novelesco. El “Prólogo” lo dedica a evaluar la empresa, sabe que está proyectando un drama y no un ensayo de interpretación, parece concebir el índice como quien va destacando casi a capricho (y ya sabemos a que alturas elevó Oscar Wilde esta palabra) etapas de un ritmo sacadas justamente de esa intimidad del personaje en la que quiere iniciarse. “Personaje stendhaliano” lo califica sin mayor esfuerzo, digno de alguno de aquellos autores de la novela histórica, o mejor aún, del placer de la indagación de temperamentos del propio Stendhal, tarea que él ve como una sombra insinuante: “Agotado casi ya el proceso documental comienza su proceso psicológico”. Toma previsiones y las enumera, las muestra para sí mismo y pareciera estar alertándose de las maneras necesarias para salvar escollos más tarde cuando encare su Los días de Cipriano Castro. Evitar: a) que “lo descriptivo ahogue lo dramático”; b) que “la visión puramente pintoresca”, “la audacia de un criollo imaginativo en las cortes europeas” desplace la atención de “los móviles y la vida interior”; c) que la fascinación sudamericana se constituya en el foco de una curiosidad exaltada por el narcisismo de quienes observan desde acá.

Pareciera estar haciendo la protocrítica del realismo mágico en su expresión política, y tal vez no cumpla enteramente con lo que acuerda, pues en tono de reconvención se previene de lo “profuso episódico”, del “lugar común de la biografía novelada”, de los momentos de espectáculo, y encarece en cambio las circunstancias en las que el hombre está sólo con su albedrío, esas “ciertas tardes de Londres” en que se propone retratarlo en su agobio de viajero cósmico, cuando “cavila e interroga a su propia esfinge”. La otra prevención está en la popularidad misma del género, esa suerte de revival de la crónica de situaciones, personajes y épocas, tal vez le disguste esa proliferación que no añade nada al conocimiento de las determinaciones humanas y en cambio crea la falsa ilusión de una novedad de enfoque. “Lo que creo desdeñable en algunas biografías noveladas que ahora se escriben es esa subordinación del hombre al ambiente; ese relleno de color local con que se escamotea  el auténtico drama.”(7) No nos interesa hasta dónde es fiel a sus convencimientos, tampoco la pertinencia de sus elecciones respecto al drama individual de Miranda, pues como hemos visto es más seguro seguirlo en los usos que hace de la novela, aun cuando su valoración expresa pueda ir más allá. Asimismo su gran mérito consiste en la percepción de la fragilidad de unos formatos, el rezago respecto a la dinámica de enfoques de nuevas lecturas, la necesidad de la visión contemporánea: el por algunos desdeñado presentismo, que también supone actualizaciones formales y no sólo conveniencias ideológicas. Reconoce desde su posición de articulador de insumos la inoperancia del cuadro de análisis del realismo urbano que no podría sobrevivir a las fragmentaciones de las vanguardias de la primera década del siglo, la Primera Guerra es una frontera y dice que con “ella se despide psicológicamente el siglo XIX”. Lee a Huxley en su Contrapunto, a Lewis en su Babbit, sabe que ya no son retratistas, que una voluntad escéptica domina en estos nuevos novelistas del tiempo de los recelos. El exaltado progreso puede mostrar ahora menos muchedumbres optimistas y más sospechadores. Sus menciones a Joyce y su Ulysses no son casuales: detecta la novedad como reacción y es cauteloso, subversión y mixtura se identifican en una obra que resulta holística contra su vocación de fragmentación, eso lo atrae, y ¿acaso no pudiera leerse la obra joyceana  también como la autárquica purificación de una escritura agobiada de realidad y por eso mismo subordinada e incapaz ya de testimoniar la multidimensionalidad de lo real?

En varias oportunidades insiste en señalar que la novela moderna se aproxima al ensayo, y no es una disposición conservadora, es antes el desplazamiento hacia una expresión mimética y clínicamente aséptica, estación provisional previa al cambio, a la transformación. Si llama “dogma rastrero” el realismo socialista es para dejar claro que Shakespeare nada tiene que decir sobre la violencia en la era del absolutismo, caso de que alguien pretendiera tal cosa, pero también para indicar que no puede haber saltos atrás, que una fisura se ha abierto y en ella lo que se refleje ya no podrá ser reconocido. “Abre sobre la compacta realidad, sobre el ciego mundo, aquella grieta y chorro de luz que permite explorar lo inadvertido”(8), y esta aptitud que anticipa funciones de una potencia es clara aceptación de aquellos cambios que no suponen ni extinción ni metamorfosis.   

José Balza, en su correcto Este mar narrativo, cita a Sartre y es como si estuviera retomando las dudas de Picón Salas: “la novela está en vías de reflexionar sobre sí misma”. La cita le sirve para entonar una reconstrucción de los procesos formales de la novela en el siglo XX y afirmar lo que llama el condicionamiento formal de la anécdota. Pues bien, quisiera creer que aquella sospecha de Picón Salas, que se convierte en testimonio furioso en Balza, une en el tiempo a estos dos narradores-ensayistas, el resultado de los reconocimientos de éste, en al menos dos novelistas en particular, no hubiera disgustado a aquél: el diagnóstico respecto a Kafka es metafísico (“Toda la novela oculta la terrible manera como K se aleja del castillo”), y en cuanto a Rulfo es dimensional, einsteniano –“descubrir las extensiones irreales de un trazo, comentar la negación del espacio”. Los resultados de la prueba en el caso de Robbe-Grillet estarían en oposición a un Picón Salas de manual: la apoteosis de los objetos y el reino de la cosificación, y en consonancia con el real: “de alguna manera la ficción refleja como en la sociedad se exaltaba el apogeo del individuo”. Y concluye Balza: “Nuestro mundo está menos seguro. ¿Cómo ajustar la imagen de un protagonista sólido y preciso con esta borrosa silueta que es el hombre contemporáneo.”(9) De no haber sonreído, Picón Salas tal vez hubiera pensado que aquello tenía un evidente sentido sociológico. Me he atrevido a inmiscuir a Balza en este artilugio, que espero no parezca camisa de fuerza, porque él concluye una tarea prescrita frente a la cual muchos tal vez no se han sentido lo suficientemente culpables: hacer el arqueo de los instrumentos, fijar la práctica y su genealogía para pulsar la propia experiencia. En suma, producir esa autointerrogación que hace la gravedad de una literatura o el rigor de una escritura, y que acaso pudieran estar ya como ruido, como sospecha, en esas exigencias que Picón Salas ya advierte en la tarea del novelista. 

©Trópico Absoluto    

 Notas

1. “Profecía de la palabra”, en Viejos y nuevos mundos. Mariano Picón Salas. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1983, p. 456.

2. Ibíd. p. 457.

3. “Literatura y sociedad”, en Viejos y nuevos mundos, p. 509.

4. “Y va de ensayo”, en Viejos y nuevos mundos, p. 503.

5. “Prólogo a Mallea”, en Viejos y nuevos mundos, p. 322.

6. Ibíd. p. 321.

7. Miranda. Ministerio de Educación. Colección Vigilia. Caracas, 1966. p. 12.

8. “Profecía de la palabra”, en Viejos y nuevos mundos, p. 461.

9. Este mar narrativo. José Balza. Fondo de Cultura Económica, México, 1987, p. 116.

Miguel Ángel Campos (Motatán, 1955) es sociólogo, ensayista, profesor de la Universidad del Zulia. Premio de ensayo de la I Bienal de Literatura Mariano Picón Salas (1991), Premio de Ensayo Fundarte (1994). Fue director de la Revista de Literatura Hispanoamericana. Ha publicado, entre otros trabajos, Tonos (Asociación de Escritores de Venezuela, 1987), La Imaginación Atrofiada (Caracas: Monte Avila, 1992), Las Novedades del Petróleo (Caracas: Fundarte, 1994), La ciudad velada (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2001), Desagravio del mal (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2005), La fe de los traidores (Mérida: Universidad de Los Andes, 2005), Incredulidad (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2009).

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