/ Literatura

Poesía y política en la Venezuela de los años sesenta

Por | 8 octubre 2021

Alfredo Chacón (San Fernando de Apure, 1937) nos ofrece tres conferencias inéditas –que publicamos como un solo texto– dictadas en septiembre de 2005, en la Cátedra Simón Bolívar de la Universidad Nacional Autónoma de México, en el marco del Convenio UNAM-Consejo Nacional de la Cultura de Venezuela. Un trabajo que además de perfilar algunas de las tendencias claves de la poesía y los poetas venezolanos de la década del sesenta del siglo pasado, realiza una valiosa y muy amplia revisión del campo intelectual venezolano de ese período.

De la serie: Venezuela democrática. Los poetas venezolanos: Rafael Cadenas, Juan Sánchez Peláez , Francisco Pérez Perdomo y Eugenio Montejo. Librería Summa, Sabana Grande, Caracas, 1980. ©Vasco Szinetar

I. Los nuevos poetas: entre el fin de la dictadura y el repliegue de las vanguardias

El propósito de estas tres conferencias sobre poesía y política en la Venezuela de los años sesenta, es ilustrar y justificar ante ustedes mi interés en la siguiente pregunta: ¿Cuáles fueron las tendencias predominantes en las singularidades textuales, las filiaciones estéticas y las implicaciones culturales de las obras de los poetas venezolanos de ese decenio?

Si alguien entre ustedes se sintiese impulsado a decirme que ante todo tenga la bondad de aclarar el alcance de semejante interrogación, lo más que yo podría hacer es trasladarla a estos otros términos, quizás un poco más explícitos: ¿Con cuáles implicaciones y consecuencias se realizaron la singularidad textual y la presencia pública de las obras de jóvenes poetas venezolanos editadas durante la sexta década del siglo XX?

Esta interrogación, si bien parte de considerar que lo esencial de la poesía reside en sus singularidades textuales, quiere llamar la atención de ustedes hacia dos horizontes de comprensión relativa y diferenciadamente externos a la contextura misma del poema: precisamente, la poesía y la política invocadas en el título general de este ciclo de conferencias (cuya proposición, por esto mismo, quizás tenga más que ver con la cultura poética que con la poesía misma).

Antes de abandonar el terreno de las primeras advertencias, quisiera decir algo acerca de por qué escogí este tema para tratarlo ante ustedes en la presente edición de la Cátedra Simón Bolívar, puesta a mi cargo por la Universidad Nacional Autónoma de México y el Consejo Nacional de la Cultura de Venezuela. Los motivos son varios, como suele suceder en estos casos; pero entre ellos, el decisivo es que desde hace unos cuantos años vengo trabajando interrumpidamente un libro sobre este asunto.

Siendo así, la pregunta con la que seguidamente tendría que enfrentarme debiera ser esta otra: ¿por qué escribir un libro al respecto? Aquí debo confesar que esta sería una de las pocas interrogaciones que puedo responder de inmediato y con la brevedad deseable: porque, para mí, una buena parte de los poemarios de jóvenes autores publicados dentro de esos diez años constituyen el corpus a la vez más valioso y cuantioso de la poesía venezolana del siglo XX. Esta es la cuestión.

1.

Ahora bien, puesto que de política y poesía se trata, tenemos que hacernos una idea de cómo transcurrieron los años venezolanos en que se escribieron estas obras poéticas, y hacia eso me encamino, comenzando por advertirles que en lo relativo al juego de las fuerzas sociales y su expresión política, y al coetáneo surgimiento de nuevas tendencias poéticas, la década en cuestión comenzó realmente en 1958, con la caída del gobierno militar instaurado diez años antes, sobre el derrocamiento del régimen constitucional presidido por el patriarca de las letras venezolanas, Rómulo Gallegos.

En efecto, la caída de la dictadura que encabezara el general Pérez Jiménez fue vivida por la inmensa mayoría de la población como un estallido de liberaciones y esperanzas por una comunidad nacional volcada emocionadamente hacia más allá de las ataduras que habían golpeado su temperamento civil. Y el hecho de que al derrumbe del gobierno dictatorial no se lo haya recibido como una dádiva, sino celebrado cual estupenda victoria, se explica porque el pueblo de Caracas tomó parte en su desenlace, estimulado por los líderes de la resistencia clandestina y vigilado por los gestores del poder económico concentrados en la ciudad capital.

Aunque en el tramo final también los intelectuales acusaron su presencia mediante un Manifiesto cuyo comedido texto, firmado por más de cien escritores, artistas y profesionales distinguidos, dio la señal inequívoca de que el gobierno de Pérez Jiménez se estaba quedando apresuradamente sin sustentación. Y al amanecer del gran día, la voz ilustre de Arturo Uslar Pietri fue la primera entre las que se dirigieron por la radio a sus compatriotas para recordarles sus sagrados deberes ante la soberanía recuperada (dando  inicio involuntario al marathon de oradores estremecidos, sacrificados y visionarios que de allí en adelante engrosaron la vertiente más incontenible de la etapa eufórica, esa gigantesca vivificación de un populismo al que tan buenas perspectivas le reservaba el porvenir).

En efecto, una vez rota la contención impuesta por la dictadura militar, las contrapuestas fuerzas sociales replantearon su presencia a través de un nuevo espectro de consignas y movimientos, y el estallido de las tensiones y conflictos largamente acumulados pasó a ocupar el más amplio espacio público. Y a pesar de que las confrontaciones lucieron cada vez más hondamente arraigadas en la contextura social, haciéndose más complejas, frontales y difíciles de paliar con los recursos políticos que la historia estaba poniendo a prueba, al cabo de un año de intervalo pacífico coloreado por la mitología de la “Unidad Nacional” y la invocación de una sublimada democracia que apenas si trascendió su propio ritualismo, las reglas del juego político fueron drásticamente cambiadas por las del enfrentamiento entre los impugnadores y los defensores del poder cuyo desenlace afianzó el nuevo orden propugnado por los sustitutos de la dictadura. Y si la victoria electoral del partido Acción Democrática (a finales de 1958) marcó el comienzo de la convulsa reconquista del terreno brevemente perdido por las consabidas fuerzas sociales dominantes, el resultado de las elecciones de 1964 consagró la consolidación de otro equilibrio forzoso.

2.

Así pues, durante los primeros tres años de la década en cuestión lo esencial de la vida venezolana fue consecuencia del choque violento entre la estructura de poder y las crecidas y, entonces sí, radicalizadas organizaciones políticas de proclamación revolucionaria. Desde el momento mismo en que toma posesión de la presidencia (febrero de 1959), Rómulo Betancourt, el fundador y líder máximo de la socialdemocracia venezolana, le declaró la guerra al “comunismo” y de inmediato su partido y los cuerpos represivos del Estado comenzaron a ponerla en práctica contra cualquier indicio de subversión, pero sobre todo contra el propio Partido Comunista, los sindicatos no oficialistas, los desempleados protestatarios y los estudiantes rebeldes.

Ya en 1960, al bando de la oposición radical se le sumó el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), nacido de la escisión de la llamada “ala rosada” de Acción Democrática, el partido en el poder. Y el proceso revolucionario cubano estimuló vías de acción más osadas a la conciencia de los dirigentes de la impugnación venezolana, ya impactada por la frustración del llamado espíritu del 23 de Enero. No es de extrañar que la violencia legalmente ejercida por el nuevo gobierno motivara el acceso de la autodenominada violencia revolucionaria al plano de la lucha armada. Efectivamente, el surgimiento de un nuevo protagonista político empezó a estremecer aún más a Venezuela: la guerrilla, inicialmente urbana, luego también rural.

Y fue precisamente la derrota del designio político que tuvo en esta nueva dimensión de la lucha su expresión más impactante, lo que se hizo palmario en el último mes de 1963, cuando Acción Democrática retuvo el gobierno por vía de unas elecciones contra las cuales nada efectivo pudieron hacer las organizaciones políticas que convocaron a la abstención, ni los sobrevivientes grupúsculos armados que subrepticiamente alentaron la alternativa de impedirlas por vía de la acción directa. Así, junto con la pérdida del apoyo y la resonancia colectiva que habían tenido las propuestas y actuaciones subversivas, se hizo patente el debilitamiento y la desintegración de sus organizaciones por el alto número de dirigentes y activistas muertos o sometidos a prisión y destierro, y la división y hostilidad entre los propios partidos, grupos e individualidades de la izquierda que hasta entonces habían antepuesto a sus intereses particulares el supuesto deber de la lucha en común.

3.

¿Qué ocurría mientras tanto entre los nuevos poetas y con la joven poesía? Comencemos por lo más general y vayamos poco a poco.

La característica más resaltante en el quehacer de los jóvenes que, entre 1958 y 1960, hicieron suyo el impulso renovador, fue la diversidad de las orientaciones seguidas en los planos de la experiencia del poema y el pensamiento de la poesía, de la concepción de la poesía y la práctica de su escritura. Y dentro de esta generalidad, tuvo lugar un gesto muy minoritario cuya peculiaridad consistió, además, en haberse limitado a ser puramente proposicional o ideológico: fue el llamado que muy pocos jóvenes poetas hicieron a asumir la determinación de lo poético por lo político en nombre de la violencia como ineludible dimensión de la existencia, y que no fue atendido ni siquiera por quienes lo emitieron.

Otra característica novedosa del comportamiento grupal de impugnación fue su relativa apertura hacia márgenes más amplios de lo público en procura de audiencias diferentes de las habituales; lo que hasta cierto punto consiguieron entre la gente alerta o potencialmente rebelde de la ciudad. O mejor dicho, de las ciudades, pues otro de los rasgos de esta heterogénea vanguardia fue su descentralización de Caracas y su proliferación a través de núcleos activos en Maracaibo, Valencia, Cumaná y Puerto La Cruz, San Fernando de Apure, Barquisimeto y Mérida. Semejante proceder consiguió, por primera vez desde la muerte del tirano Juan Vicente Gómez, en el umbral de 1936, que las motivaciones de la actividad cultural y artística de avanzada repercutieran entre las ahora más amplias minorías sensibilizadas por el choque de las opciones extremas del drama nacional.

Y a pesar de que el esquema histórico dominante en la relación del país con la literatura y el arte en general (o sea, la asunción más o menos ostensible de los modelos renovadores europeos surgidos en las dos posguerras) no fue sustituido por una interrogación o una convicción diferente, el hecho es que sí se experimentó una mayor preocupación por el problema y una más definida disposición a hablar con voz propia, o por lo menos a decir cosas más propias con las voces que se continuó tomando prestadas.

De manera que a finales de los años cincuenta, cuando el informalismo plástico hizo su aparición siguiendo de cerca los modelos norteamericanos y europeos, sus líderes lo justificaron sobre todo como un modelo artístico más acorde con nuestro desenfadado temperamento colectivo. Por lo demás, ya en los comienzos de la sexta década, Sardio, el grupo iniciador del tipo de manifestaciones predominante entre la mayoría vanguardista, llegó a fracturarse internamente y desaparecer por causas a la vez político-ideológicas y artístico-literarias; y su mayoritaria ala izquierda emprendió enseguida, bajo el signo de El Techo de la ballena, una especie de guerrilla surrealista contra lo más caduco del ordenamiento cultural.

Poco después, y desde una vertiente política ligada al Partido Comunista aunque firmemente distanciada de los preceptos del “realismo socialista”, el grupo Tabla Redonda postuló la violencia generalizada en la vida del país como un reto a la conciencia creadora, y tan inexcusable como ajeno a la espectacularidad tremendista que señaló en El Techo de la Ballena. Y los nuevos humanistas universitarios, en su mayoría reincorporados a Venezuela desde los países adonde habían tenido que ir a culminar sus estudios universitarios, inauguraron con la revista Crítica Contemporánea una radicalidad valorativa de obras y procesos que desafió al amiguismo como sistema de compromiso intelectual sucedáneo de la reflexión y la crítica, acusando al mismo tiempo un notorio desnivel cualitativo entre sus tratamientos analíticos de la dinámica socio-cultural y los pocos que dedicaron a la actualidad literaria y artística.

Revista En Haa. Nº 1. Caracas, 1963.

Tales afluencias iniciales se ampliaron con los núcleos del interior del país (Tabaco y Humo, Ciudad Mercuria, Trópico Uno) y los grupos más jóvenes surgidos en Caracas (Intento, Subterráneo, Contacto, Lam), siendo los más continuos y mejor diferenciados, por su orientación artística y el origen mismo de su agrupamiento, el de la revista En HAA y El Pez Dorado: el primero, de jóvenes escritores cuya definida iniciación en la literatura coincidió con su experiencia de estudiantes universitarios; y el segundo, de alumnos inconformes de la Escuela de Artes Plásticas. Al mismo tiempo, los integrantes de estas agrupaciones fueron convergiendo, junto con los escritores y artistas de avanzada que no se afiliaron a ellas ni dieron origen a otras, en las publicaciones periódicas tanto de la corriente impugnadora (Clarín de los Viernes, Qué pasa en Venezuela, La Semana de El Venezolano, En Letra Roja), como de la institucionalidad pública y privada que se mantuvieron abiertas a las nuevas manifestaciones de la cultura y las artes; es decir, Revista Nacional de Cultura, Cultura Universitaria, Papel Literario, Indice Literario, Papeles y Cal. Además, tales afluentes se mezclaron con los nuevos focos de activismo y confrontación en que se convirtieron las galerías de arte actual y los grupos de teatro, así como las nuevas iniciativas culturales del Museo de Bellas Artes, el Ateneo de Caracas y las Universidades estatales autónomas.

Tal fue la efusión que a partir de 1963-64 disminuyó junto con la fuerza y la presencia de la izquierda política. Y si todavía en 1964, la acción diferenciada y competitiva de los grupos cedió el terreno a los esfuerzos de integración de la izquierda cultural acometidos por los mencionados En Letra Roja y Qué Pasa en Venezuela, ya el año siguiente la dispersión y el repliegue los ganaron también: En Letra Roja dejó de aparecer, el diario El Siglo ya no pudo ofrecer a los acontecimientos artístico-literarios más de una media página de comentarios, y lo mismo ocurrió, hasta su extinción en 1966, con Qué Pasa en Venezuela.

Para los escritores y artistas que asumieron estas responsabilidades, la consecuencia más visible de la derrota política fue el retiro de escena de sus gestos agresivos. Afectados por una desazón tan sólo comparable en intensidad al vitalismo que los asistió durante sus años subversivos, pronto se acogieron a la nueva situación. No ensayaron otras vías de resistencia y ni siquiera llegaron a discutir entre sí el probable peso político y cultural de su ausencia organizada  o de su presencia condicional en los nuevos espacios de una institucionalidad cultural oficial que, en general, procesó sin retaliaciones el nuevo reclutamiento de sus funcionarios y colaboradores.

En un primer momento, los que habían estado más visiblemente ligados al tono iconoclasta recién clausurado miraron con desdén el surgimiento del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (INCIBA) y las vicisitudes de su primera administración; pero desde el momento en que la presidencia de dicho organismo pasó a manos de Simón Alberto Consalvi, destacado autor de ensayos históricos y político de las filas del partido de Gobierno, aunque  también asiduo visitante de las manifestaciones públicas de los jóvenes artistas y consecuente amigo personal de unos cuantos entre los jóvenes intelectuales (a algunos de los cuales escogió como autores de las publicaciones divulgativas sobre temas de historia de la cultura venezolana que inició como director de la Oficina Central de Información), se fue afianzando el proceso de reacomodo en las nuevas condiciones que había comenzado con la incorporación de unos pocos al diario oficioso La República y a Zona Franca, la revista fundada por el consagrado poeta y ensayista Juan Liscano, como alternativa al ya entonces debilitado inconformismo vanguardista.

la consecuencia más visible de la derrota política fue el retiro de escena de sus gestos agresivos. Afectados por una desazón tan solo comparable en intensidad al vitalismo que los asistió durante sus años subversivos, pronto se acogieron a la nueva situación.

Así pues, luego de la autocensura en los temas y los argumentos a fin de aparecer de vez en cuando en la “gran prensa”, había llegado el momento de la colaboración abierta con la reactivada Revista Nacional de Cultura y el recién creado quincenario Imagen. Ya para entonces, de la pugnacidad pública de los jóvenes poetas, artistas e intelectuales no quedaba casi nada: unos por acción refractaria a todo “extremismo”, y otros por omisión y abandono del campo a la incertidumbre o el oportunismo. Finalmente, el retiro de escena de la vanguardia subversiva culminó con la fundación, por iniciativa del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, de Monte Ávila Editores: una empresa sin precedentes en el país por la modernidad de su concepción y su holgura financiera, que se declaró abierta a todas las corrientes de pensamiento, comenzó a pagar derechos de autor, difundió los talentos nacionales, americanos y europeos, e intentó expandirse internacionalmente mediante  sucursales en España y América Latina.

4.

¿Cómo expresar finalmente todo esto en una síntesis suficientemente comprensiva? Pues, admitiendo que en el curso del sexto decenio del siglo pasado, una parte de la vanguardia artístico-intelectual llegó a vincularse sucesivamente con los extremos de la rebeldía y de la adaptación a los nuevos límites marcados por la restauración del orden dominante; y la otra parte, con los polos de la rebeldía y el repliegue de un modo también inconsecuente con sus proclamaciones originarias. Y si a esto se agrega que a finales de la década se produjo un nuevo brote de disidencia juvenil, vemos que lo realmente ocurrido no fue sólo el surgimiento y la desaparición del estrato artístico-cultural de la subversión generalizada, sino también su sustitución por una oleada impugnadora en todo diferente.

En efecto, hacia el final del período emergió otra marea civil, también de jóvenes ganados por el aura de la inconformidad, pero con un registro de ideas, motivaciones y actitudes muy distintas de las sustentadas por la militancia política y artístico-cultural cuya parábola acabamos de ver. A partir de 1968-69, y hasta principios de la séptima década, esta otra impugnación asoma formas de pensamiento y comportamiento inspiradas en los movimientos transnacionales hacia el rescate cotidiano de la afectividad y la imaginación. Los elementos artísticos que adoptaban provenían de los afluentes mejor cualificados dentro de la cultura de masas, y eran estimados por el servicio que le pudieran prestar, aquí y ahora, a la ventilación afectiva de la vida. Asimismo, hicieron de la política, de toda política, uno de sus blancos favoritos, al considerarla una intromisión falseadora de la vida.

El primer brote de este nuevo desafío se consolidó como tendencia nacional con el movimiento de Renovación Universitaria, desencadenado a finales de 1968. Sin embargo, la década se cerró sin que este nuevo estilo de rebeldía llegara a desplegar todo su potencial; cosa que sí ocurrió dentro de los primeros años del decenio siguiente con la irrupción del Poder Joven entre las filas liceístas, y de los grupúsculos que con sus ventorrillos artesanales y sus andanzas musicales o teatrales esgrimieron en diferentes ciudades el ideal de sintetizar sobre la marcha los materiales de la propia experiencia con las incitaciones del black y el flower power.

5.

Aunque todo esto se los he contado tan sólo para llegar a nuestro asunto provistos de la indispensable información contextual, el caso es que apenas si nos queda tiempo para preparar el terreno donde a partir de mañana nos encontraremos con esa porción de la poesía venezolana de la que vine a hablarles.

Para empezar, les diré que la pura exposición de la nómina de los poetas venezolanos de los años sesenta, permite diferenciar sus dos vertientes: la de quienes habiendo publicado libros anteriormente, se afianzan realmente como tales con los editados dentro de tales años; y la de los que surgen por entonces, sea porque hayan borrado de su bibliografía los libros que llegaron a publicar en el decenio anterior, o porque comenzaron a publicar dentro de la sexta década. Los primeros, mencionados en el orden de aparición de sus primeros  libros dentro de la década, vienen a ser: Juan Salazar Meneses, Jesús Enrique Guédez, Juan Ángel Mogollón, Alfredo Silva Estrada, Elizabeth Schön, Ramón Palomares y Juan Sánchez Peláez. Los otros son: Rafael Cadenas, Arnaldo Acosta Bello, Aníbal Castillo, José Lira Sosa, Víctor Salazar, Eduardo Zambrano Colmenares, Edmundo Aray, Víctor Valera Mora, Guillermo Sucre, Gustavo Pereira, Alfredo Chacón, Emérita Fuenmayor, Luis García Morales, Roberto Guevara, Caupolicán Ovalles, Juan Calzadilla, Francisco Pérez Perdomo, Efraín Hurtado, Hesnor Rivera, Héctor Silva, José Antonio Castro, Hernando Track, Argenis Daza Guevara, Ludovico Silva, Luis José Bonilla, Samuel Villegas, Carlos González Vega, Jorge Nunes, Eugenio Montejo, Carlos Noguera, Mary Guerrero, Mayra Jiménez, Eduardo Lezama, Lubio Cardozo, Luis Alberto Crespo, Enrique Hernández D’Jesús, Mery Sananes, Teófilo Tortolero, Hernán Alvarado, Blas Perozo Naveda, Jesús Sanoja Hernández, Carlos Rocha y Rafael José Muñoz.  

¿Cómo se relacionó la presencia pública de las obras de estos poetas con las condiciones en que a partir de 1960 le toca desenvolverse al contingente literario y artístico que vimos despuntar en 1958? Les propongo considerar como presencia pública al proceso de diseminación y difusión que culmina con la entrada en el espacio de la circulación periodística de unos poemas reunidos en libros por sus autores, multiplicados como tales por unos editores que la mayoría de las veces fueron los grupos formados por dichos autores, cuasi distribuidos entre unos pocos libreros, y finalmente tomados como motivo para informar, opinar, discutir o reflexionar acerca de ellos en diferentes clases de publicaciones periódicas. Tales publicaciones periódicas fueron, unas veces, las páginas o secciones de arte, letras o cultura de la prensa diaria, así como las revistas de este tipo sostenidas por la institucionalidad pública o privada; y otras veces, las publicaciones estrictamente literarias o más ampliamente político-culturales emprendidas por los distintos agrupamientos y tendencias del dinamismo impugnador que marcó los primeros años de la década, además de las contadas revistas que cuestionaron los móviles, postulados, comportamientos y realizaciones de esta corriente antagónica.  

Finalmente, cabe destacar que el panorama de semejante diversidad comunicacional abarcó tanto la pugnacidad desde las publicaciones exclusivas de los distintos bandos impugnadores, como la convergencia de polos opuestos en las publicaciones privadas o del estado donde sus integrantes tuvieron cabida.

6.

Llegados a este punto, siento que puede resultar más útil que excesivo regresar al principio para ver nuevamente, pero desde más cerca, lo ocurrido dentro de los dos años anteriores a la década que nos ocupa.  

Una vez huido Pérez Jiménez, saqueadas algunas residencias de ex-notables, muertos a manos de la venganza popular algunos esbirros de la policía política y retornados del exilio los dirigentes políticos identificados con la democracia, el pueblo fue vuelto a utilizar por los viejos y nuevos administradores del poder. El caso es que semejante vuelco no se dio sin réplica. Apenas acallado el fervor multitudinario, e inaugurada la era de la manipulación de las mayorías y de la pugnacidad entre las minorías aspirantes a sobreponérseles en la lucha por copar los nuevos espacios de poder, algunas voces corales se diferenciaron, entre ellas las de ciertos intelectuales muy caracterizados.

Revista Cruz del Sur. Nº 1. Caracas, 1952.

Así, frente a la nueva feria de aclamaciones y oprobios, la revista Cruz del Sur (única publicación de izquierda que se mantuvo legal y activa durante la dictadura) reafirmó el tono de amplitud temática y contemporaneidad de visión con que, desde 1952, trató de vincular los temas de la cultura, las letras y las artes con los problemas de la sociedad, dentro de una perspectiva que incorporaba aportes convergentes de América Latina, Europa y los Estados Unidos. A través del amplio comité de patrocinio constituido de inmediato para aliviar sus precarias finanzas, la revista se inscribió en el estilo unitario del momento, sin extraviar su línea editorial en el amplio debate al que se ofreció. Sus críticas de la política latinoamericana y nacional son una de las mejores fuentes disponibles para estimar la diferencia entre el desarrollo del gran conflicto social y el cúmulo de consignas unitaristas con que cada parcialidad trataba de velarlo en beneficio propio. La nueva dinámica de los partidos, las implicaciones económicas de las grandes decisiones gubernamentales, las crisis de opinión provocadas por los resurgentes movimientos campesinos, obreros, de desempleados y estudiantiles, así como las críticas al retraso educacional y comunicacional del país, fueron temas que en sus páginas se trataron al más alto nivel del periodismo minoritario.

Sobre todo, Cruz del Sur llegó a constituir, desde el sector de la izquierda que en ella se expresaba, la ventajosa posibilidad de elevar el nivel de la política mediante su puesta al día cultural, y la comprobación de una modalidad de cooperación intelectual que no se proyectó hacia el futuro cercano. De manera que su principal aporte consistió, por una parte, en la visión integradora de las configuraciones culturales, más allá de la tendencia tradicional a reducirlas a la literatura, el pensamiento reflexivo y el arte como tributos  individuales o abstractamente “históricos”; y por otra parte, en su distanciamiento del consabido esquema del grupo literario como microcosmos que, en vez de perseguir la inserción de una presencia enriquecedora en la confrontación de perspectivas culturales concretas, responde al afán de situarse por encima de la realidad cual tribunal dispensador de valores y descalificaciones. Así pues, Cruz del Sur no fue la revista de un grupo, sino el punto de concentración y proyección de unas actitudes y posiciones planteadas como contribuciones a la discusión de importantes asuntos del país y al despeje de un nuevo horizonte intelectual.

Otra vertiente de la vocación renovadora fue el grupo Sardio, nacido un año antes de la caída de Pérez Jiménez, en torno a la librería-galería de igual nombre, cuyo local fue allanado por la policía política del régimen cuando apenas había realizado una exposición (de artistas plásticos que opusieron el realismo y el abstraccionismo llamados mágicos al abstraccionismo geométrico predominante), dos ediciones (Las Hogueras más Altas, cuentos de Adriano González León y Estrechos son los Navíos, poema de Saint-John Perse traducido por Guillermo Sucre) y una conferencia del escritor cubano Alejo Carpentier, prestigiado habitante de Caracas desde 1946, acerca del eminente  poeta francés. Sus iniciales integrantes, en mayoría estudiantes universitarios provenientes de la provincia andina, habían compartido en Caracas el período de educación sentimental a través “de discusión ideológica, de lecturas y de un poco de bohemia en los bares y cafés del centro de la ciudad y del sector Los Chaguaramos”, como lo evoca un reportaje en 1968. En las primeras iniciativas que trataron de llevar a cabo (la referida librería-galería y un taller de diseño y decoración que no llegó a establecerse) contaron con el apoyo de escritores y artistas reconocidos. Durante el último año de la dictadura, algunos de los sardianos participaron en actividades de tono conspirativo, ligados a los dirigentes clandestinos del partido Acción Democrática; y una vez derrocado Pérez Jiménez, Sardio resurgió como equipo de la revista homónima cuyo primer número es de mayo-junio 1958.

Suspendamos aquí la reláfica de lo acontecido al tema de estas conferencias, en vísperas del final de la dictadura que gobernó en Venezuela desde 1948 hasta 1958. Mañana proseguiremos, comenzando por ver a Sardio dentro de la nueva era.

II. Situación de la poesía en la sexta década venezolana

Revista Sardio. Nº 1. May-jun. Caracas, 1961.

Retomemos sin más la caracterización del grupo Sardio donde la dejamos ayer. En cuanto a su desempeño, entre finales de la quinta y comienzos de la sexta década, lo más significativo es que Sardio irrumpió pregonando novedades, como toda agrupación concertada para la concurrencia con antecesores y coetáneos por el predominio en la escala del reconocimiento y la notoriedad cultural; rechazando viejos esquemas estéticos y acatando patrones tradicionalmente etiquetados como de avanzada en la escala del prestigio internacional; y proclamando una actitud de compromiso ante el país en declaraciones de un ampuloso idealismo.

En términos de “sartrismo a la moda”, “concepción elitesca” y “proclividad (…) a esperarlo todo de la pura enunciación de las ideas en reiterado afán de conducción ilustrada”, definió con razón el crítico uruguayo Ángel Rama la órbita ideológica de Sardio. Y en su tónica doctrinaria hubo sartrismo, sí, pero tomado en superficie, sin estudio riguroso ni consecuencia autocrítica, sólo transpuesto a una retórica salvacionista en la cual el “verbalismo opinante de la intelectualidad venezolana” (cito otra vez a Ángel Rama) encontró una ratificación clamorosa; tal como se palpa en este fragmento del “Testimonio” inserto en el primer número de su revista:

“Ante el peso de una historia singularmente preñada de inminencias angustiosas, como la de nuestros días, ningún hombre de pensamiento   puede eludir esa militancia [de la libertad] sin traicionar su propia, radical condición. (…) Si ella [la libertad] es la suprema aspiración universal de nuestro tiempo, debe fundarse en una sólida independencia económica de las naciones. (…) Nos declaramos afiliados también de un humanismo político de izquierda que lleve a los vastos sectores demasiados desasistidos del país una educación racional y democrática y que incorpore a nuestro pueblo al goce profundo de los grandes valores del espíritu…”

Como también expresa Ángel Rama, hubo en Sardio una concepción elitesca enteramente acorde con la “imperiosa necesidad de élites rigurosas que tenía la cultura venezolana, no para educar las masas solamente, sino para modernizar al país y ponerlo al día.” Es decir, el elitismo propio de una burguesía vertiginosamente crecida dentro de sus propios límites y sobre inconsistentes bases económicas y políticas, visto el abismo que había hecho crecer entre ella misma y las grandes mayorías marginadas de los bienes terrenales atribuibles a la civilización democrática. Una burguesía, al mismo tiempo, urgida de autoimagen justificadora. De modo que fue sardiano el obsesivo afán de conducción ilustrada que le atribuye Rama, pero también dentro de la convencionalidad de su vinculación estética con los modelos de innovación propios de la cultura occidental, y de una contradicción palmaria entre las verbalizaciones alusivas al drama nacional y las actuaciones orientadas a lograr una relación rentable con la cultura como fuente de legitimación. “Como el primer paso consistía (sigue diciendo Ángel Rama) en ponerse al día, romper con el pasado insertando corrientes universalistas que lo cancelaran bruscamente, y como al mismo tiempo su formación cultural todavía se hizo en la órbita de la influencia francesa con muy escasos atisbos de la aportación renovadora norteamericana, se remontaron a las vanguardias de la primera postguerra en París”.

¿Ponerse al día? Más bien, contribuir al retraso de la fundación de una real alternativa estética a la idolatría prevaleciente en la relación con la literatura, el arte y la cultura mundialmente consagrados. ¿Romper con el pasado? En vez de eso, proyectar hacia el futuro la subalternidad estética y cultural como una situación normalizada y plausible; entre otras cosas, porque la herencia que Sardio efectivamente negó provenía de una etapa de la vida nacional, la Venezuela agraria, que ya la dinámica económica moderna asociada al petróleo se había encargado de dejar sin bases. Fue así como Sardio prolongó el gusto caricaturesco por lo francés de la burguesía del siglo XIX, desechando la responsabilidad de postular valores creativos más que reproductores, y procedimientos de comunicación más dignos de ese nombre que los imperantes. Hecha esta aclaración, e insistiendo en inscribir el fenómeno sardiano en el ámbito ideológico y artístico del país de entonces, se puede compartir el sesgo optimista de la siguiente afirmación de Rama: “Si hubo deformación, tristemente frivolona a veces, del afán de modernización, respondía éste sin embargo, a una exigencia real y auténtica del momento”.

Por otra parte, con el surgimiento de Tabla Redonda, poco antes del desenlace electoral en favor de Rómulo Betancourt, tomó cuerpo una actitud grupal menos autocomplaciente que la de Sardio. Ahora se trataba de unos poetas, escritores y artistas plásticos empeñados en la definición de la responsabilidad de los poetas y artistas como estética y política a la vez.  

Cabezal de la revista Tabla Redonda. Nº 5-6. Caracas, 1960

Dos virajes de contexto muy cercanos en el tiempo, el de la dinámica política y el de la concurrencia intelectual planteada por Tabla Redonda, contribuyeron a romper el equilibrio interno de Sardio, agudizándose la crisis que terminó por inclinar a la mayoría de sus miembros hacia las opciones ideológicas ardorosamente estimuladas por Fidel Castro durante su visita a Caracas, entre el 24 y el 27 de enero del último año de la década. Como iba diciendo, buena parte de los jóvenes escritores y pintores integrantes de Tabla Redonda eran militantes del Partido Comunista recién llegados del exilio, que adoptaron también el esquema grupo-revista, pero con el propósito de diferenciarse tanto de los esquemas del “realismo socialista” como del vanguardismo conformista.  

Su primer choque abierto con Sardio lo motivó Pablo Neruda, a propósito de quien, en días en que el célebre poeta chileno se encontraba de visita en Venezuela, el joven poeta y crítico Guillermo Sucre publicó en la revista Sardio (3, septiembre-diciembre de 1958) un artículo discordante con el coro de alabanzas que inundó la prensa en homenaje al “hermano Pablo”. Sin conceder en nada al antinerudismo profesional, Sucre señaló en Neruda su voluntad desmedida de “que se le vea como centro de una historia o de un universo que acaso no ha padecido con desgarrada sinceridad en todas su desconcertante y completa plenitud”, en insistió en deslindar los campos para que al poeta se le juzgue independientemente de su “militancia política –aparatosa y sectaria, siempre espectacular– que respetamos.” Las respuestas, en los números 1 y 2 de Tabla Redonda, en general sacrificaron al espíritu de controversia los aspectos del conflicto que hubiera sido más interesante discutir. Quizás valga la pena recordar que, a propósito de Pablo Neruda, se produjo también el último escándalo político-cultural de la década, cuando las juventudes de las dos organizaciones políticas más importantes de la izquierda (el Partido Comunista y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria) se enfrentaron, incluso por la vía de los hechos, a propósito de la última estadía caraqueña del poeta en diciembre de 1968.

Revista Crítica Contemporánea. Nº 9. Nov-Dic. Caracas, 1962

De manera que en el proceso de diferenciación interna de la izquierda literaria y artística, Tabla Redonda constituyó, por una parte, un rechazo del ideario a la vez vanguardista y conformista. En el plano de la crítica y la lucha de ideas, sus planteamientos apuntaron también hacia una escala de valores artísticos distanciada tanto del llamado realismo social como del enfático nerudismo que años atrás había modulado el nacimiento a la poesía de los poetas con los cuales sus fundadores habían tenido mayor afinidad estética. Por otra parte, y al mismo tiempo, fue el principal portavoz de Tabla Redonda quien más insistentemente esgrimió (y primero incumplió) los argumentos en pro de lo que hemos sintetizado como absorción de lo estético por lo político en nombre del llamado a responder con obra al imperio de la violencia. Finalmente, es notorio que la conciencia poético-política propugnada por los de Tabla Redonda no los condujo a infringir el patrón organizacional del grupo literario. Si bien proclamaron la urgente necesidad de encarar nuevos significados y sentidos en cuanto a la relación entre creación y vida real, lo hicieron ateniéndose a las mismas pautas y limitaciones de la agrupación minoritaria.

Exactamente un año después de Tabla Redonda, surgió la revista Crítica Contemporánea, circunscrita al análisis evaluativo de obras y procesos. Aparte de sus logrados esfuerzos por poner a la intelectualidad venezolana al tanto de los niveles alcanzados por la crítica internacional de izquierda en el enfoque del acontecer político-cultural, su equipo responsable, formado por intelectuales académicos insertos en la Facultad de Humanidades de la Universidad Central –cuya nómina se redujo de 9 a 4 miembros en el lapso de tres años– contribuyó notablemente al establecimiento de una seria escala de valores para la estimación de las manifestaciones intelectuales del país. Por primera vez con tal decisión y continuidad, las obras consideradas recibían un tratamiento distinto al de la convencional atribución de elogios o improperios, siendo analizadas de cara a sus objetivos declarados o implícitos, su consistencia metodológica y expositiva, sus implicaciones técnicas y conceptuales. Al mismo tiempo, y casi siempre de manera consecuente con el nivel de exigencia desde el cual se criticaba a los demás, trataron temas y propusieron perspectivas de interpretación cuya ausencia del debate cultural venezolano justificaba, precisamente, uno de los serios reclamos que a éste le plantearon. En este mismo sentido, sus defectos más importantes en la perspectiva más bien estrecha y no siempre válida desde la cual enfocó las cuestiones del arte y la literatura en el país, así como en el tono profesoral que no solamente la caracterizó como empresa de hombres serios, sino que dificultó su acercamiento a practicantes de otras concepciones menos académicas de la seriedad. 

7.

Todo indica que si Sardio alcanzó su mayor grado de correspondencia con el contexto nacional durante 1958, Tabla Redonda logró el suyo en la etapa del resquebrajamiento de los pactos partidistas que, hasta 1959, intentaron sobreponerse a la dinámica social; y Crítica Contemporánea, en virtud de sus estrechos vínculos con la Universidad, reflejó la nueva situación alcanzada por los sectores llamados progresista y de izquierda en esta institución, contribuyendo a definir, mucho más que en otros ámbitos, su opción intelectual.

Por otra parte, la aparición sucesiva de estos grupos-revistas no fue el único acontecimiento nuevo dentro de la actividad estético-cultural. En realidad, ellos no constituyeron, ni en esta fase ni en las más críticas que iban a presentarse, sino los principales puntos de concentración de las proposiciones con signo de izquierda que estaban circulando por el país. Más allá de estos límites, y con una efectividad mucho mayor en lo que hace a la difusión pública de nombres, obras y actividades, la influencia y la presencia de sus impulsores se extendieron a las publicaciones periódicas y otros medios de difusión de amplia cobertura, y por su intermedio a los sectores más o menos permeables a esta influencia.

Precisamente, tales relaciones entre focos de radicalización doctrinaria y ámbitos de expansión empírica representan uno de los aspectos más significativos de la real situación de la izquierda estética y cultural. Por supuesto, las factibilidades de proyección nacional, y por tanto, cierto grado de indiferenciación entre la tónica de los focos de radicalización y las zonas de expansión, fueron mayores durante la fase 1958-60, o sea, mientras mantuvieron su vigencia los pactos unitaristas y pro-democráticos. Entonces, el acceso de los dirigentes políticos y los intelectuales de izquierda a la “gran prensa” y demás instituciones influyentes en la opinión pública estuvo abierto, incluso cuando se trataba de dirigentes comunistas.

Pero a medida que las diferencias ideológicas encontraban nuevos cauces, y la ruptura entre el poder y la oposición se consumaba, empezó la discriminación anti-revolucionaria, primero en contra de los líderes de partidos y luego contra sus militantes y simpatizantes en general. Hasta que, en 1960, las páginas editoriales de los periódicos comenzaron a ser limpiadas de extremistas, los sindicatos comunistas atacados, y maestros de escuela y profesores de liceo despedidos de los planteles oficiales. El último ceremonial unitarista, un pacto de Unidad de Acción entre los partidos Unión Republicana Democrática-URD, COPEI, Acción Democrática-AD y Comunista Venezolano-PCV, en “defensa de los resultados de las elecciones del 7 de diciembre frente al golpismo y la conspiración, la lucha contra el desempleo, protección a la industria nacional y otras cuestiones de interés en la vida política” (según El Nacional, Caracas, 5-2-59) no pasó de ser una curiosidad de la reciente historia. El día 13 de ese mismo mes, Rómulo Betancourt asumió la Presidencia, y en julio los jefes de los partidos Acción Democrática, Unión Republicana Democrática y COPEI, con la palmaria exclusión del Partido Comunista de Venezuela, reglamentaron su acuerdo pre-electoral, llamado “Pacto de Puntofijo”, consagrando así la fisonomía del poder político prácticamente hasta 1998.

Diario Ultimas Noticias. Caracas, 22.11.1962.

8.

Una vez señaladas las relaciones de las vanguardias literarias y artísticas de la Venezuela de los años sesenta con las correspondientes coyunturas políticas por las que atravesaron, demos un primer paso hacia las filiaciones generales de sentido poético y político que constituyen nuestro tema. Comencemos por exponer el panorama de los afluentes generacionales cuya convergencia durante estos años contribuyó a la calidad y la diversidad de la poesía que los caracterizó.

Para comenzar por el principio, y que no quede por fuera nada importante, sean pacientes y acéptenme el recordatorio de este dato trivial: que toda la poesía venezolana del siglo XX, como la de cualquier país cuya tradición poética incluya los aportes del neoclasicismo, el romanticismo, el parnasianismo y el modernismo cuenta en su trasfondo con unos muy determinados fundadores. En el caso venezolano, estos padres de la poesía fueron el neoclásico o clasicista tardío Andrés Bello y el romántico igualmente tardío o modernista anticipado, Juan Antonio Pérez Bonalde. De ellos, en esta ocasión no he de decir más; tan sólo me permito advertirles que si dispusiéramos del tiempo necesario veríamos cómo su sombra se tendió por sobre algunos predios de la subsiguiente poesía venezolana. En todo caso, es con los iniciadores de la modernidad poética venezolana, desaparecidos antes de comenzar la década de los sesenta, que comienza el desfile de las referencias históricas más pertinentes: es decir, con Salustio González Rincone y José Antonio Ramos Sucre.

Inmediatamente después de ellos vinieron los antecesores mediatos; unos poetas que habiendo surgido como tales entre los años diez y cuarenta del pasado siglo, vivieron lo suficiente como para acrecentar su obra a lo largo del período que estamos considerando y hasta más allá. Son ellos, primero, Rodolfo Moleiro, Fernando Paz Castillo, Enriqueta Arvelo Larriva, Jacinto Fombona Pachano, y luego, Luis Fernando Álvarez, Pablo Rojas Guardia, José Ramón Heredia, Vicente Gerbasi, Ida Gramcko, Ana Enriqueta Terán, y el ecuatoriano César Dávila Andrade, cuya obra poética la escribe y publica casi toda en Venezuela, entre principios de la década anterior y 1967, el año de su muerte. A estos nombres habría que agregar los de tres poetas iniciados también durante los años cuarenta, pero cuyas aportaciones al canon de nuestra década se circunscribieron sólo a ciertos libros y determinadas cualidades poéticas, caso de Rafael Pineda con Poemas para recordar a Venezuela (1951), Luz Machado con La casa por dentro (1965) y Juan Liscano con Cármenes (1966). Sus respectivas exaltaciones de la mitificación cotidiana, la dramaticidad doméstica y el erotismo magicista, los acercaron a la exaltación de la subjetividad y la experiencia propia que fue notoria en buena parte de la nueva poesía.

La tercera línea o de los antecesores inmediatos, es la que mejor nos revela la dificultad de dibujar a satisfacción la imagen situacional de la poesía venezolana en el período que aquí nos interesa; pues se da el caso que los poetas comprendidos en ella pertenecieron tanto al decenio considerado como al de los años cincuenta, hecho que los convierte en predecesores y coetáneos de sí mismos. Se trata de Juan Sánchez Peláez, Alfredo Silva Estrada, Rafael José Muñoz, Elizabeth Schön, Juan Salazar Meneses, Juan Ángel Mogollón, Ramón Palomares y Jesús Enrique Guédez.

Aunque la dificultad que encierra la individualización histórica de estos poetas no se limita a lo que acabo de decir. En realidad, son ellos los que más dificultan la nómina estricta de los autores mejor identificados con las características de la poesía de la sexta década. Tan es así, que a la conjunción de enrevesamientos hasta ahora entrevista todavía le falta el siguiente detalle: aun en la lista más rigurosa de estos poetas, siempre han de aparecer unos cuantos que, al igual que sus antecesores inmediatos pero con implicaciones y consecuencias diferentes, llegaron a publicar sus libros primerizos no sólo dentro de los años cincuenta sino incluso antes. Unos libros, eso sí, que muy pronto sus autores descartaron al no reconocerlos como parte de una obra en cuyo punto de partida siempre han figurado otros títulos. Tal fue el caso de Rafael Cadenas (con Cantos iniciales, 46), Rafael José Muñoz (con Los pasos de la muerte, 53), Juan Calzadilla (con Primeros poemas, 54; La torre de los pájaros, 55 y Los herbarios rojos, 56), Arnaldo Acosta Bello (con El canto elemental, 56) Edmundo Aray (con La hija de Raghú, 57 y Los huéspedes del tiempo, 59), Gustavo Pereira (con El rumor de la luz, 57), Argenis Daza Guevara (con Espadas abiertas, 59) y Eugenio Montejo (con Humano paraíso, 59).

De esta manera, nos topamos con el hecho, tan complejo como irrebatible, que algunos de los poetas cuya obra es inseparable de la más característica poesía venezolana de los años sesenta, no solamente comenzaron a realizar su obra por lo menos dentro del decenio anterior, sino también que otros cuantos de los poetas que por cronología y estética se reconocen como figuras principales de la poesía venezolana de entonces, igualmente iniciaron su experiencia editorial, aunque no la obra que ellos mismos reconocen como tal, durante los años cincuenta.  

9.

Sin entrar en el detalle de las posiciones críticas que los poetas de los años sesenta sostuvieron acerca de los fundadores de una modernidad poética cuyo destino llegó a quedar por un tiempo en sus manos, me limito a señalar que fue dentro de este período, y por obra del trabajo crítico de poetas surgidos en su seno, que la obra de José Antonio Ramos Sucre llegó a ser nuevamente visible en los más altos sitiales de la poesía venezolana de todos los tiempos, y él mismo consagrado como el fundador por excelencia de su modernidad. Y aunque no dentro del período de marras, pero sí del mismo espíritu, ya casi al final de la década siguiente fue iniciada la recuperación de Salustio González Rincones para la cultura poética venezolana por el joven poeta y crítico Jesús Sanoja Hernández. Y algo semejante cabe decir a propósito de Jacinto Fombona Pachano, cuya única edición con antología y prólogo se le debe al joven poeta y crítico Guillermo Sucre; y de Enriqueta Arvelo Larriva, también antologada y resaltada críticamente por el joven poeta y pensador de la poesía Alfredo Silva Estrada.

10.

Con los poetas que he mencionado como antecesores inmediatos, la modernidad se acentúa en los textos y se hace presente como nunca antes en nuestra cultura literaria. Ahora se trata de presencias vivas, sustentadas en la resonancia acogedora, no sólo de las obras sino de los propios autores. En efecto, además de ofrecer la posibilidad de un contacto directo con toda la contemporaneidad poética, estos poetas desplegaron una amplia gama de opciones estéticas y expusieron un rico repertorio de experiencias generacionales. Rodolfo Moleiro y Fernando Paz Castillo vinieron a ser los representantes vivientes de la más antigua de las generaciones poéticas modernas, la llamada del año 18, cuya principal característica fue su tonalidad textual híbrida de resoluciones estéticas de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Enriqueta Arvelo Larriva inscribe la referencia más completa con la contemporaneidad para los poetas posteriores. Jacinto Fombona Pachano, Pablo Rojas Guardia, José Ramón Heredia y Vicente Gerbasi le dan cuerpo escrito a una órbita y un nivel de calidad poética signados por el concilio entre neorromanticismo de ascendencia germánica, surrealismo americanizado y telurismo, combinación muy frecuente en la poesía latinoamericana de la primera parte del siglo que en Venezuela se asocia con la fertilidad poética del Grupo Viernes, surgido a mediados de los años treinta y a raíz de la muerte del tirano Juan Vicente Gómez. Finalmente, Ida Gramcko y Ana Enriqueta Terán, desde comienzos de los años cuarenta, pero sobre todo a partir de la década siguiente, alcanzan la patencia más elocuente, intensa y original en cada caso, de un nuevo barroco arraigado en la corpulencia de un texto tenso y, más que reflexivo, deliberante; y César Dávila Andrade, el poeta venido del Ecuador a arraigar en Venezuela los últimos veinte años de su vida, radicaliza y perfecciona, en una dicción tan estricta como imaginativa, el impulso hacia esa anhelada y pocas veces alcanzada poesía de la palpitación indoamericana.  

11.

Por semejantes torres de vigilia era preciso que pasáramos para llegar con suficiente vista y buen pié hasta los poetas a quienes debemos lo mejor y más característico de la poesía venezolana de los años sesenta. Confío en que ya a esta altura del recorrido, el impulso, tanto el de ustedes como el mío, sea acercarnos lo más posible al sentido y el valor de su legado; y si para anunciarles su presencia quisimos descartar la restricción de una simple cronología, ahora tampoco gastaremos salvas en puros registros de nombres, títulos, sellos editoriales y fechas de impresión.

Más bien, me apresuro a decir que, en el sentido de considerarlos a partir de su justa nómina, mi desiderátum no supone que haya o deba haber, en algún arcano de análisis o revelación, “la” nómina incuestionable, la “única” lista válida, el cuadro de honor definitivo. Pienso, sí, en el derecho que toda audiencia tiene, y ustedes son no solamente una audiencia, sino precisamente la mía, a disponer de una lista o nómina que se responsabilice abiertamente con su escogencia, que haga lo posible por validarse en su proponente y ante los demás. Y aunque este es un problema que aquí no nos podemos dar el lujo de tratar hasta donde lo merece, creo que vale la pena decir algo acerca de las implicaciones y consecuencias que su desatención le acarrearía a estas conferencias, si la cometiese.

Pues, al menos en lo que tiene que ver nuestro tema, apenas exagero al afirmar que tampoco la cultura literaria venezolana ha encarado abiertamente esta cuestión. Sí le ha aportado, de hecho y con diverso grado de arbitrariedad, soluciones presuntas; sólo que al no tratarse de opciones suficientemente sustentadas, lo más probable es que éstas no valgan mucho como tales soluciones. Lo habitual ha sido tratar acerca de la poesía y los poetas “de la generación del 58”, “de la generación del sesenta” o “de los años sesenta” a partir de las adhesiones y los distanciamientos que al opinante de turno le provocan unos textos, autores y opciones de poética, a los que recurre para reafirmar sus elecciones especulares; quiero decir, prescindiendo de cualquier deliberación ajena al patrón de comportamiento que podríamos llamar de controversia implícita.

En lo que a mí respecta, no se me escapa que en el lapso histórico de los años sesenta venezolanos, como en cualquier otro dentro del cual se quisiera particularizar un determinado proceso artístico o conceptual, necesariamente emergen manifestaciones que, por lo menos en una primera instancia, estamos obligados a suponer heterogéneas por dos razones. Primera, porque entre dichas manifestaciones, unas provienen del pasado mientras que otras todavía sólo pertenecen al presente, y las demás a lo sumo empiezan a emerger. Segunda, debido a que entre estas dos últimas, algunas pueden resultar reiterativas o regresivas con respecto a logros ya alcanzados, y otras inusitadas, inauditas. En vista de lo cual, al delinear las coordenadas vitales y estéticas de un proceso como el que aquí interesa, la gama de alternativas incluye dos posibles decisiones extremas: aceptar como material vinculante a todo el que se presente de facto como tal, digamos como libros de poemas publicados en Venezuela entre 1960 y 1969; o reconocerle ese carácter solamente a una parte responsablemente escogida dentro de ese todo.  

Desde luego, la tendencia estimativa a que me referí llamándola de controversia implícita, prefiere la segunda clase de solución, aunque sólo en principio y de manera inconsecuente. El filo de su operación selectiva no se dirige a aprobar todo lo propuesto como “poesía”, “poetas” o “libros de poemas” de tal o cual cualificación y período, sino más bien a conferir determinadas cualidades a una parte de ese todo. Y así lo hace, en efecto; pero al hacerlo no  se toma la molestia ni siquiera de informar acerca de que la decisión adoptada constituye, precisamente, una selección; ni precisa el alcance empírico del universo de textos o de autores dentro del cual se seleccionó; ni justifica los criterios sustentadores de tan extraño modo de seleccionar. Tan extraño, que empieza por ocultar el hecho mismo de la valoración de aquello a lo que atribuye valor. De modo que la cualificación inherente a este proceder sólo es factible en principio, pues al no justificar y sostener algún criterio comprensivo del asunto en que tan tajantemente interviene, de hecho sus preferencias resultan convalidadas y desautorizadas a la vez.

12.

Estoy consciente de que acabo de expresar una petición de principio, y voy a permitirme dedicar los minutos que me quedan a justificarla.

Puesto que la poesía es el arte de hablar desde el máximo de apego y de renuncia a la Palabra, las palabras sólo la comprometen en cuanto propias del poema. Esto no es una crasa redundancia ni un desaliñado juego, precisamente, de palabras. Es que, en realidad de verdad, como decía el maestro Juan David García Bacca, el arte de la poesía sólo se alcanza en el poema, es en su texto donde las palabras se sostienen plenamente unas a otras, celebran su advenimiento en el poeta y se abren al encuentro con los demás. Solamente dentro de tales límites, sólo en virtud de la sobria exaltación y la noble servidumbre a las que la palabra se expone en el poema, la poesía puede acontecer como por definición le corresponde: desde el lenguaje a la lengua, desde la lengua al poema, y desde el poema a quien lo hace posible por primera vez, y a todo el que lo sigue haciendo posible a través de la escucha y la lectura. Así entendida, la poesía viene a ser lo que está dicho en el poema, no tan sólo la esperanza, el deseo, el propósito o el temor de decirlo. Claro está, puede  llamarse creación poética al proceso que conduce a este decir del poema, pero debe llamarse de este modo sobre todo a lo dicho en el poema.

En la presente ocasión la apuesta es doble y consiste en procurar un justificable vínculo de lectura con unos textos cualificados por su propia contextura verbal como obras de creación, o sea, aptos para provocar en el auditor/lector el más alto grado de sensibilización personal durante el goce y la resonancia de su textualidad poética. De allí que el componente principal de nuestra apuesta descansa en los diferentes pensamientos que se proclamaron como sentido general de cada uno de los tres conjuntos que se propuso distinguir: la mayoría conciliadora de poesía y política, y las minorías inclinadas por uno u otro de estos polos.  

III. Los nuevos poetas en el debate entre poética y política

13.

La avalancha de conmociones que cayó sobre los dos últimos años de la quinta década y los primeros tres o cuatro de la siguiente, convirtió a los jóvenes poetas en representantes de ese quehacer secreto, la poesía, que de pronto y por causa suya y de los otros poetas se hizo visible para mucha gente. Ni a ellos ni a sus libros nunca se los había visto tanto en “los periódicos” hablando ellos, o hablándose acerca de ellos y sus libros. Un acontecimiento que me corresponde  abordar, sin que esto signifique desviar nuestra atención desde la especificidad de la poesía hacia la difusión sin precedente que por entonces gozaron los nuevos libros de poemas. Lo que sí quiero es proponerles a ustedes, mis oyentes, una especie de zona intermedia del peculiar entrelazamiento entre lo poético y lo político que se dio en la Venezuela del sexto decenio.

El hecho de que aquellos años hayan sido, al mismo tiempo, de normalización política para la mayoría de los venezolanos y de depresión civil para la minoría derrotada, no dejó de tener algunas novedosas consecuencias. Y una de ellas fue precisamente la tendencia a sublimar hasta tal punto el rechazo multitudinario de que fue objeto el poder gubernamental, que se llegó a erigirlo en una especie de mitología sectorial. Con ello se consolidó el argumento según el cual todos los años sesenta, y no solo los tres primeros, estuvieron regidos por la presencia virulenta de la subversión. ¿Cómo entenderlo, si sabemos que semejante colisión no duró sino tres años?  

Muy probablemente esta mitificación respondió, precisamente, a la necesidad de una compensación anímica e ideológica ante la derrota. Después de todo, consistió en privilegiar una parte de un todo hasta el punto de hacerla valer como sustituto de un todo que no solamente la rebasaba, sino que la contradecía. Me parece razonable pensar que, en efecto,  fue una respuesta a la frustración originada en el rápido fracaso de un empeño intensamente sustentado por la emotividad colectiva, a la vez que un recurso de adaptación al país definitivamente reconquistado por el mismo poder que había sido desafiado.

Pienso que es pertinente interrogar el asunto en esta perspectiva, pues la experiencia que lo suscitó no fue una simple eventualidad. La izquierda y sus personas, organizaciones, consignas, ideas e ideales constituyeron el único gesto importante hacia un cambio de las actitudes multitudinarias que emprendieron los venezolanos dentro del siglo XX. Y pienso también que en este gesto convergieron prácticamente todas las tendencias de la cultura intelectual surgidas al caer la dictadura. Por otra parte, lo ocurrido a lo largo de la siguiente década, la de los años setenta, generó entre los líderes de la activación poética y artística recién clausurada una muy peculiar y nada cómoda situación psicológica e intelectual que los llevó a reprocharse a sí mismos, o a verse reprochar públicamente que ya no se encontrasen en una disposición cívica tan atrevida y generosa como la precedente.

El hecho de que aquellos años hayan sido, al mismo tiempo, de normalización política para la mayoría de los venezolanos y de depresión civil para la minoría derrotada, no dejó de tener algunas novedosas consecuencias. Y una de ellas fue precisamente la tendencia a sublimar hasta tal punto el rechazo multitudinario de que fue objeto el poder gubernamental, que se llegó a erigirlo en una especie de mitología sectorial. 

Igualmente, me parece que todo esto tuvo que ver con un asunto quizás aún más importante, y fue que la intelectualidad venezolana de entonces, junto a sentirse ungida con la representación del más vivaz espíritu de su tiempo, no se abrió a la búsqueda de un verdadero pensar transformador que les permitiera trascender, por ejemplo, los términos en que plantearon la impregnación de la poesía y el arte por la conmoción social.

En cuanto a lo que fue ocurriendo a este respecto con el paso de los años y las décadas, es cierto que, sobre todo en los años ochenta, se hizo patente entre los poetas y las poéticas que por entonces surgieron una toma de distancia frente a las obras y poéticas de los años sesenta, pero se trató de un distanciamiento más bien doctrinal y reiterativo del espíritu competitivo de los grupos literarios. De modo que no se ha producido todavía una lectura suficientemente reflexiva y cabalmente crítica del conjunto heterogéneo de la poesía de los sesenta, aunque sí una mayor disposición a leer los textos de creación por encima de las consabidas justificaciones coyunturales y doctrinarias.

14.  

Hasta aquí hemos referido sólo alusivamente la poesía venezolana de los años sesenta, relacionándola de manera indirecta con sus autores, con las generaciones a que ellos pertenecieron y con las coyunturas nacionales que sirvieron de contexto a obras y autores. Ahora vamos a verla desde mucho más cerca, aunque siempre tomando en cuenta sus vínculos con la realidad extra-poética. Invirtiendo el orden en que hasta ahora los hemos referido, por lo que hace a la tendencia que propugnó la politización de la poesía en los poemas mismos, el legado, como ya dije, consiste sobre todo en discursos doctrinarios y de polémica. Los pocos libros y poemas sueltos que se hicieron cargo de este reclamo ideológico, se negaron a pagar de contado tan alto precio o resultaron de una calidad muy por debajo de los niveles alcanzados por las otras corrientes.

En segundo lugar, el sector más poblado, el de los poetas cuya obra incluye entre sus rasgos característicos, además del rechazo de los preceptos de la politización poéticamente sumisa, un intenso subjetivismo que, a su vez, se diversificó en dos vertientes: una empeñada en el poema como visión desquiciada del vivir cotidiano; y la otra, notablemente mayoritaria y expansiva, convergente con el subjetivismo matricial de algunos poetas de generaciones anteriores y de poetas coetáneos pero independientes de los agrupamientos en confrontación. Para los activistas de esta mayoritaria tendencia, de lo que se trataba era de insuflar un aliento algo más telúrico a los veneros del surrealismo, prosiguiendo a la vez con la añeja fidelidad que la mayoría de los poetas venezolanos han profesado a las incesantes reactualizaciones del romanticismo, sobre todo en lo que hace al subjetivismo auto-expositivo y la frondosidad verbal.

Y por último, el territorio despejado y solamente ocupado por poetas que, fuera de los grupos organizados, se mantuvieron o se iniciaron en una concepción de la poesía para la cual el poema es el lugar de la decisión y comprobación del impulso creador, y el poeta quien asume esta responsabilidad a partir de su conciencia de la poesía. En el entendido, por supuesto, de que si se trata de una experiencia alcanzable solamente en el poema, es porque sólo éste tiene la aptitud de no separarla de las otras instancias del vivir ni confundirla con ellas.

15.

De aquí en adelante, sólo hemos de tener ojos y oídos para los poemas, en nombre de los cuales aquí hemos hablado tanto y de manera tan solo alusiva. Justo en el momento de pasar a su lectura, en el orden en que acabamos de mencionar a sus sectores de origen, les recuerdo las tres variantes de conciencia poética y las tres tendencias de realización poética con las cuales, suponemos, de algún modo han de tener que ver las voces y palabras que a continuación les ofrezco.  

Primer grupo de poemas 

Caupolicán Ovalles:  “El Presidente” (1962)

El presidente vive gozando en su palacio,
come más que todos los nacionales juntos
y engorda menos
por ser elegante y traidor. 
Sus muelas están en perfectas condiciones;
no obstante, una úlcera
le come la parte bondadosa del
corazón
y por eso sonríe cuando duerme.
Como es elegido por voluntad de todos
los mayoritarios dueños de inmensas riquezas
es un perro que manda,
es un perro que obedece a sus amos,
es un perro que menea la cola,
es un perro que besa las botas
y ruñe los huesos que le tira cualquiera
de caché.
Su barriga y su pensamiento
es lo que llaman water de urgencia.
Por su boca
corren las aguas malas
de todas las ciudades.
Con sus manos destripa virgos
y
como una vieja puta
es débil
y orgulloso de sus coqueterías.
Se cree el más joven
y es un asesino de cuidado.
Nadie podría decir
cuál es su gesto de hombre amado,
porque todos escupen su signo
y le dicen cuando pasa:
“Ahí va la mierda más coqueta”.
Cuando
se paga la luz,
el teléfono,
el gas
y el agua ,
como un recién-nacido,
entre cuidados y muelles colchones,
la vieja zorra duerme.
Nada le hace despertar.
EL PRESIDENTE vive gozando en su palacio.

Héctor Silva:  “Arácnidas [I]” (1963)

Esta vida que me astilla por todos los espacios,
estas ramas al viento, largas gargantas por donde el silencio habla, 
esta gente asolada que embaúla en su joroba una carga de cieno,
esta piel ácida y aullante en la memoria del sueño,
esta palabra encogida, viajero de polvo que recorre mis labios,
este pez agónico que vive mi muerte en sus ojos.

¡Oh murallas transparentes donde los caracoles
devoran la sombra de este vino, espeso y doloroso!

Todos saben que llevo cicatrices, pero en mis heridas
aun abiertas emergen dientes carniceros.

Por eso decidí no regresar y quedarme ausente,
mísero y redondo,
despojado de mi última dimensión, rodando por los
escombros del asco, con rostro fusilado.

Aun sin quererlo he quedado oculto entre algodones
Fibrosos, papeles en mis heridas, tajos que
flotan en las hojas distantes mirando hacia la muerte.

En el último espacio, rígido en la desesperación,
me aferré a las dagas que fulminan como manos en la
respiración mugiente.

¡Oh estas bocas soñolientas, relámpagos fríos
donde la noche quiebra el recuerdo
y el río abre sus ojos prolongados!

Esta mano de pan sostiene los hervideros ancestrales
de donde fluyen las arácnidas negruras y los cantos
de cuero gelatinoso.

Desde esta llaga gris de bordes silenciosos miro
ocurrir la delicuescencia de la miseria en el reino
de los cielos, pesado escupitajo;
dejo sangrar de luto violento la inflamación de los
ojos colgados en las tinieblas;
veo crecer la esponja de luz con que la muerte limita
sus contornos.

Mis sentidos han llegado a ser un grito exhausto
y pesadamente quieto.

¡Oh coronas ceñidas al reino interminable del
exilio!

Víctor Valera Mora:  “Maravilloso país en movimiento” (1963)

Maravilloso país en movimiento
donde todo avanza o retrocede,
donde el ayer es un impulso o una despedida.

Quien no te conozca
Dirá que eres una imposible querella.

Tantas veces escarnecido
Y siempre de pie con esta alegría.

Libre serás.

Si los condenados
no arriban a tus playas
hacia ellos irás como otros días.

Comienzo y creo en ti
maravilloso país en movimiento.

Gustavo Pereira:  “Ante el borde” (1966)

He decidido salir del cuarto, descuartizarme y gritar
Como uno más, como un ciudadano honesto y patriota.
Sangrienta y rota tengo
la camisa sobre la que se arrojó un balazo
Otros han asombrado al mundo por su aspecto de ángeles
Yo por las tripas colgando de la garganta
Estoy acorralado en medio de miles de rostro
de generación en generación
en adioses inacabables
Estoy como un ciego ante el borde de un abismo
cuya profundidad
no acierta a conocer con el golpecito de su bastón.

Segundo grupo de poemas

Rafael Cadenas: De “Los cuadernos del destierro” (1960)

Pero volvamos con muerte y todo a la mar llena. No hay nada
que temer. ¡Oh quitemos la palabra miedo de las inscripciones
perennes! ¿Quién compartirá mi desunión?
Levantaré un himno a mi segregación de las fuerzas naturales.
Me he despedido de la tierra que me sustentaba. Ya no me
llaman los cambios regulares, los despertares cotidianos,
los asombros albeantes, las evanescencias crepusculares,
las amenazas de tormenta, las lluvias poderosas, los estelares indicios,
los vaivenes de los líquidos, las sinfónicas nebulosas.
Anteo sin memoria, no defenderé mis negaciones. Con jovial
espíritu me persuado de la maldad de mi causa. La noche
pródiga me confirma en mi sinrazón. Sobrellevo en demasía
collares públicos. Me hueca el artificio. Mi piel echa de menos tu
caricia, tierra.
En la perplejidad del destierro encontraré un camino.
Universo oral de mi libertad, en tus galaxias encomiendo mi                                 
espíritu.

José Lira Sosa: “Testimonio” (1960)

aquel bello rostro
descendía
bello como un relámpago
de la colina más alta

aquel bello rostro
refulgía
bello como una fiera
en los más oscuros bosques

en la noche de los gamos feroces
aquel bello rostro
era deificado
a la sombra de los altares sangrantes

hijo de las tinieblas
yo cazaba
bajo estrellas necesarias
cadáveres rígidos
de huesos triturados en el vacío

al pie del muro
he aquí mis testamentos de odio
y las temporadas del trigo

aquel bello rostro
partía
bello todo el exterminio trepidante
de sus mejillas desbocadas

Guillermo Sucre:  “Y si al invisible reino llegas” (1961)

Y si al invisible reino llegas,
no por tus pasos, por mis sueños,
y transcurre el tiempo, no los días,
y un viento sin amor sepulta
entre tus manos la última estrella
heredada del fuego: el olvido;
o si en la tierra todo se extingue
de tu memoria, de tu esplendor,

 vertiginosa, oh hija de mis sueños,
¿dónde encontrar entonces tu voz
que avasalla y requiere esta ausencia?

Jesús Enrique Guédez: “Traspones mis maneras” (1961)

Traspones mis maneras
Llegas hasta mi castillo almenado con los fusiles de mis derrotas  
Juegas con los candelabros y te siento tan próxima
sobre mis espaldas
que tus pasos son alaridos en mi domesticidad
Y las fieras somnolientas en las guardas de mis posesiones
duermen en el aleteo de los tábanos zumbantes
Cuatro sacrificios me dan pieles para mi lengua despellejada
y para la epidermis de mis acomodos en las tertulias
Mi existencia. Mi tacleteo de oficinas rodeado de prejubilada
que toman entre rituales anís a las tres de la tarde
Solamente vivo cuando lamo azúcar de tu mano en la oscuridad de las salas cinematográficas.
Yo te hablo entonces a sovoz de una selva donde doce fieras                              
pugnan por morder el domador que se distrae con los ojos                                   
brillantes de los animales en acoso.

Roberto Guevara: “El mensajero del otoño” (1961)

Aire espeso de bestias
donde morosamente se cierra el círculo
de infinitos nacimientos
ciegos como un lamento

en las entrañas de la muerta estación
el sol
como una ebria fanfarria se yergue
anunciándonos los oros voraces de las vísperas

el pájaro
-puro impulso abierto-
busca la línea tramposa del tiempo
la armonía atroz del vacío

en sereno acuerdo a un fin desconocido

Juan Calzadilla  “Esperando salvación” (1962)

los números ceros atraviesan las paredes de los cráneos limpios                         
de conciencia se internan por el ojo de los funcionarios a                                      
quienes atormenta la manía de contar
que padecen en silencio sus miopías con sus trajes limpios
mientras sueñan despiadadamente en sus jaulas comunes
sin olvidar sus desvelos de padres múltiples ni su avidez
de contar todo lo que está al alcance de sus manos
agachándose bajo una orden cuando por distracción
algún número solitario cae al suelo para recogerlo y extenderlo
de nuevo sobre la mesa igual que a un hueso de ballena que                               
necesita de una exacta comprobación
allí mismo comienzan a sobrar ceros cifras humillantes que                                   
enloquecen
al encargado de poner fuego a los billetes de banco
sucios ajados billetes sin dueño que
derrite la carnicería de esta llama infamante
y ya no hay ceniza en los dientes sino boletos de tren
que después de todo se transforman en partidas de defunción
se ha producido un excedente increíble de ceros                                                     
hacia todos lados los funcionarios no saben qué hacer
con sus esqueletos retorcidos como hierro viejo bajo tormentas
de papel
sus esqueletos aguardando salvación
sus esqueletos demasiado grandes donde ya no cabe
ni qué hacer con su desmedida sed de lucro y su celo colmado
de hojas amarillas que sobrepasan el tamaño de todas sus                                   
desdichas
sus cadáveres exageradamente grandes

Luis García Morales:  “De tarde en tarde…” (1962)

De tarde en tarde vemos las orillas del diluvio.
Entonces oigo los lirios,
la navegación de los lirios pasando por los huesos,
oigo calas en cruz, la noche de las puertas,
los muros de tierra gris,
la sombra de los perros que gimen entre las flores.
No sabemos de dónde remontan estas cosas.
Detrás de mí una catedral se derrumba
un pájaro despliega su música
sin jinete galopa sin cesar un caballo
sin camisa se está quedando el viento.
Pero nada sabemos,
los que eran días son años.
Ojos a filo de puñal ojos de mirada sombría.

Arnaldo Acosta Bello: “Tengo la decisión entre los dientes” (1963)

Tengo la decisión entre los dientes. Entre las costillas.

El cerebro amplía su nebulosa.

Mundos fríos y lejanos se encienden como ciudades. Salgo
vestido de guerrero. Huelo a cognac. Tiemblo. Preparo mis
piernas.

El corazón en un acuario.  Pasa como pez dentro de una botella.

Acostumbrado a los descensos mis pies resuenan hacia el hierro.
Beben antiguos pasos.

Por azar el cielo se estremece.
Se raja. Los árboles vuelan astillados.

Por azar.

Sobrio, equilibrado. Encerré mis pasiones con llave. No he visto a nadie.
No me despido. Olvidé algo. Algo que apretaba contra mi pecho.
No importa. Durante años dormí desnudo. Solo. Sobre tablas.

Endurecía mi alma. Escupí el ocio.

Un sol.

Comienzo a ver.

Me levanto a matar.

Hesnor Rivera: “Reportaje de la zona de los espantapájaros” (1963)  

La serpiente se desenvuelve como el grito de un río
devorado por el ojo de las momias errantes.
La serpiente saca un ala de sus fauces de helecho.
Y es entonces cuando la tierra describe lentas órbitas
como un pájaro profundamente herido en la piedra del canto.

Nunca el viento semejante a las lunas de la selva
deja de arrastrar pedazos de eternidad en llamas.
Nunca en la ventana muere ese fantasma
de savia transpirante que se asfixia y se asfixia
y hace fulgurar sus quejas como banderas ebrias.
Detrás del rojo y el azul de sus garras
la estrella no termina de caer en el agua.
La estrella no derrama sus palacios de arena
y vuelve y la contemplo – no es mi muerte esa estrella.

La órbita cruza por el lecho de los espantapájaros.
No es el océano ni el cielo de las sirenas árticas.
Allí el sexo combate como un piano de alondras.
Allí la esponja canta como el fruto de un gallo.
Allí la cicatriz es más noble que un rabo de lagarto.
He aquí la historia de la zona que se desconoce.
La zona donde el agua es el fuego. Donde
el amor se bebe como un vaso de perdidos relámpagos.
La piedra en el comienzo era el ojo. La piedra
se movía suavemente sobre un césped alado.
La piedra en el comienzo era el sol de las noches
y el habla cabelleras abiertas como naipes de seda
señalando en las sombras sus tesoros sagrados.

El río se desenvuelve como el grito de una serpiente.
Lo devora la reina de los ojos nocturnos.

Pero nunca por la ventana entra la eternidad
con el viento de las llamas. Nunca ese fantasma
termina de beberse con sus garras la estrella
que da vueltas y es roja y es azul y no cae.
Vuelve y la contemplo – no es mi muerte este sueño.

Francisco Pérez Perdomo:  “V” (1963)

…vas y regresas al punto de origen subes y bajas por las patas
de la cama arrastrando el vientre frotando el vientre sueñas y te
encolerizas tienes malas visiones te persiguen en la noche
fragmentos de vocablos que ardiendo se incrustan en tu piel
hasta la náusea pero la palabra mortal jamás se reconstruye
cuentas los pasos al regreso uno dos tres ¿cuántos? nunca lo
sabes pero sabes que siempre son los mismos el total invariable
la misma cama y el tiempo que hace crecer las uñas son los
mismos pasos y las escaleras ¿cuántas? tampoco nunca lo
sabes pero verificas que también suben y bajan van y regresan
al mismo tiempo y al mismo punto sin encontrarse pero siempre
amenazándose a distancias muy próximas con sus furiosos
engranajes.

Ramón Palomares: “Muerte” (1964)

Te estás durmiendo
te estás terminando
echá la última rosa por la boca,
que viene tu cabeza por entre el agua,
que viene como entre espumas.

Escuchá la florecita que entraba por su ventana
oí las palomas rozar tus orejas
aquí se está hundiendo tu casa.

Primero fuítes azahar y tela de matrimonio
y después agua
y después niebla espesa
y después lechada como la que se pone en las tapias.

Ya no ves el amanecer.

Efraín Hurtado:  “El animal” (1964)

A veces
me derriba un gran vértigo.
A medianoche
me veo desahuciado en los espejos,
el monstruo me abandona a una muerte atroz.
Para olvidarme, ambulo por lugares
muy quietos
o me voy por años a otros poblados,
para olvidarme,
aunque soy la víctima de siempre,
mi cómplice más cruel.

Argenis Daza Guevara: “En sentido inverso” (1964)

Puedes indagar
sobre el armamento del césped,
lámpara de una calma sensual.
Las piernas se golpean contra rosas de piedra,
los oráculos de hierro, cubierto el rostro,
y la imaginación dispersa
en un acontecimiento atroz
te invocan en la hora del desprecio.

Y así cambias.
Y así cambia el sentido de nuestra reverencia.
La llama reducida a espejo. 
nada otorga a nuestros pedimentos,
a nuestros códigos de clausura
partícipes de un drama sangriento.

Luis José Bonilla: “Ese otro ángel” (1965)

Anclo mi brazo. Detengo su vuelco
como un anzuelo. Y levanto los ojos
y los clavo como saetas en el vacío.

Y camino, como quien huye nostálgico
de las pisadas del Ángel. De las plantas
de ese -otro
que se lastima las pústulas innumerables,
y calla.

Y atajo la huida de ese-otro
y salto y caigo de bruces en la calle
de aguas muertas.

Y defendiéndome. Y deteniéndome, súbitamente…
ante el hallazgo nada común,
nada ordinario
de ese -otro
que tingla los cuchillos  y los puñales
en el vacío. Vibra.

El viento, descoyuntado, pulimenta su faz
como un incansable amigo.

Juan Sánchez Peláez:  “Menos vulnerable” (1966)

Menos vulnerable y base de rigor.
Confinado a la palidez y el grito de tu carne,
Llama ostensible.
Óleo grave y vellocino de nácar.
Fuerza que inhibe, que resiste,
Mujer que declina honores en el país solitario.
A tientas los flancos, ¡en la espesura de aquel rumor!
A la zaga nuestra sombra.
El aleteo de la espuma sube. La mujer es de agua
reflejada.
Vive en la memoria de la piel.
Su salto en los oquedales
rehúsa respirar por la herida en mi cuerpo.
Lo dicho, dímelo,
átenos con esta lengua de tierra
la fabla matinal.

Más firme aún el sueño en el regazo profundo.

Eugenio Montejo:  “Un poco de polvo invencible” (1967)

Un poco de polvo invencible
sobre la arcada
una ceniza de luna
en el fondo de octubre
estoy solo y miro
deshechos acometidos por el azar
escombros inflados en su perecimiento
un hervor una dinastía incesante
han vencido la casa
sus techos vuelan sobre mis sienes
su cal me cubre como sábana
estoy solo y miro
sus ojos arrodillados me espían
aguardan una evidencia que no doy
saben que nos acerca una amistad
oculta en los desastres
donde llueve el ayer de un ayer.

Luis Alberto Crespo:  “Vueltas” (1968)

Los pájaros van a bajar
y me dejarán moviendo,
me quitarán la cara de ir y venir
por los declives, por tierras levantadas.
Las veces que es así
y el suelo abre la boca.
Salir donde están las lejanías,
verlos escoger una brisa
para descanso,
las corrientes venidas de Cerro Oscuro.
Me dan con las alas por dentro,
hacen maromas.
Yo me meto en esa brisa
y pienso en un gran verde.

Teófilo Tortolero:  “Arsénicos” [VII] (1968)

Llévate esa pradera de mis ojos
el alcanfor caliente los bosquecillos
porque hay un ’cello mío que canta
y una viola
semejante al ungüento del pecho

No es mía esa torre con almenas frías
los lagos y todo lo manso que fui con mi hermano
no regresan?

Recuerdas las abejas
los pomos en la caja de soldados
el olor de la leche caliente
la sangre pequeña en la nariz?

Si comienzo a morir esta tarde
caliéntame con fiebre
de tu buena compañía

Jesús Sanoja Hernández:  “Viendo el bosque” (1968)

El bosque se ilumina en bejucos, salen sus gritos
de transparentes gallos, acumulados cristales
a ras de fuego arman escape al igual que orquídeas
y zumban toros fantásticos en el centro de la llama.

Sea el brillo. Y su espanto metido en clavo
sobre la tabla del espíritu. Sea el copete colorado,
el incendio en curvas, el violáceo anuncio de sequía,
la sacudida de orejas en cada animal que corre, la esmeralda en                        
la fiera sin lomos, el papagayo dulce entre las lianas.

Antes de caer
el agua
en este turbulento huerto de los dioses.

Rafael José Muñoz: “Gruta búdica” (1969)

Volver hacia la noche, en flexiones oscuras,
cantando los diez mandamientos
y hundiéndose en sombrías nupcias,
guardando el polvo de otros días
para transmutar los rostros:
éste es mi credo, ésta mi manera de regresar,
éste mi modo de encender las cruces del Purgatorio.

Yo vine de mí mismo a esta gruta búdica,
a este espíritu de triste lugar, de piedra alquímica,
a esta cava sorda, donde caminan los que fueron.
Aquí están ellos, sus corazones están aquí,
serenamente sonriendo, paseando
por esos golos sus grises figuras, sus llameantes ángulos.

Ellos están aquí,
a la izquierda de mi tumba central.
Séales a ellos, séales sobre todo a ellos, del farol de chalback
y de su hacha, si tiene culpa, como es natural.

No olvidemos ni un solo instante que filegans
irise Osiris, allá.

Tercer grupo de poemas

Alfredo Silva Estrada:  “Volcada con su abismo en nuestro albergue” (1961)

VOLCADA CON SU ABISMO EN NUESTRO ALBERGUE
y otra vez en la sangre
conduciendo la aurora de su tiempo orbital
la secreta intemperie levanta cielos díscolos.

Negadas transparencias,
lejanías jadeantes en carne de penumbra
ahondan superficies

Desde nuestra mirada
¿qué duración prorrumpe
recobrada en la fuga?

Tras los tajos de cielos hartos de su equilibrio
¿qué nebulosa anciana despereza y sublima                                                             
contrapuntos de óxido en la luz que                                         
sigila los rápidos umbrales del primer                                                              
laberinto?

Alfredo Chacón: Fragmento de “Saloma” (1961)

¿Qué agria intermitencia de viejas pesadumbres
descarrila las pautas del anhelo
proclamando victoria en las trémulas cábalas del sueño?
De nuevo en el andar, la mirada se adentra
tras la historia que huye hacia este instante.

Y aquí, oh primordial, preciado impacto,
entre las ondas vívidas,
aquí otra vez, en la vibrante red de la intemperie,
aquí el viento comienza a despojarse
de sus filosos tactos,
aquí se empieza a descubrir la urdimbre
de la tierra encarnando su osamenta.
En las fauces del goce que me invade,
cuando resurge la ovación del rumbo
y como un sol sobre la tierra se despliega,
en ese espacio trunco
como en peso que cae
descifro mi presencia.

Elizabeth Schön: “Plena la exactitud” (1962)

Plena la exactitud,
prolóngase sobre estratos partidos, divergentes,
adormitados entre ovillos compactos
que permiten transparentar un dejo recto
nacido para alcanzar el principio
de ese volcamiento lacio
obligándose a callar dentro de sí los mismos                                                             
enigmas
que más allá cubren la partida enterrada
en la vibración antigua de lo siempre anhelado.

©Trópico Absoluto

Alfredo Chacón (San Fernando de Apure, 1937), es poeta y ensayista. Profesor jubilado de la Universidad Central de Venezuela. La mayor parte de su obra poética está recogida en Salomario. Nueve libros de poemas. 1961-2005 (Caracas: Ediciones El Otro, El Mismo, 2005), y la de su producción ensayística en los tres volúmenes de Se solicita pensamiento para esta realidad (I. Lecturas de poesía, II. La pasión Literaria y III. Cuatro décadas de crítica cultural) (Caracas: Oscar Todtmann Editores, 2005). En la actualidad forma parte del Consejo Consultivo de La Poeteca, institución caraqueña dedicada tanto al estudio y la difusión de la poesía, como a la edición de jóvenes poetas.

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