Viaje a Ucrania
“Babi Yar no es solo el lugar de una matanza, de varias matanzas, es también el símbolo de los esfuerzos del poder por borrar la memoria y del triunfo de la escritura sobre el olvido", se lee en este “Viaje a Ucrania“, un fragmento de Viaje al poscomunismo, libro de Ana Teresa Torres y Yolanda Pantin presentado a finales de este año en Caracas por la editorial Eclepsidra. El relato es parte de un largo viaje que las autoras llevaron a cabo, en seis etapas, entre 2002 y 2012, por los países del extinto “bloque comunista”. Un periplo que las llevó a confrontarse con un mundo tan distante y tan distinto, e inesperadamente unido a la historia reciente de nuestro país. El exotismo de los paisajes poscomunistas se lee aquí entonces con escalofríos, como quien explora las alternativas de su presente inmediato en las tragedias de otros; pero también en las luchas, en las formas en que la naturaleza humana es capaz de resistir y sobreponerse a aquello que la historia le tiene reservado.
Llegamos a Kiev el 24 de agosto de 2010, día de la independencia de Ucrania. Era bastante tarde y todo estaba cerrado, pero teníamos hambre y nos indicaron que cruzando la calle podríamos encontrar abiertas algunas tiendas de comida para llevar. Nada más salir y ver las luces nos dimos cuenta de que aquella era una gran ciudad. Sin pretender aburrir a nadie resumiendo una historia que no conozco, es imprescindible mencionar el Kievan Rus, como se denominaba al Estado eslavo antiguo, fundado en el siglo IX, primero, para resaltar la antigüedad de esta cultura, y después porque el Rus de Kiev es el origen del legado histórico para rusos, bielorrusos y ucranianos. En el siglo XI alcanzó su mayor extensión, desde el mar Báltico hasta el mar Negro, de norte a sur, incorporando a todas las tribus eslavas paganas y cristianas. Se comprende, pienso yo desde la ignorancia, la vocación imperial y la difícil separación entre unos y otros, hijos todos de ese gran Rus.
Y allí estaba Kiev para deslumbrarnos. No nos imaginábamos una ciudad tan imponente, casi, e insisto en el casi, como San Petersburgo. De nuevo las grandes perspectivas, las plazas, las iglesias suntuosas, cuyos interiores de frescos y mosaicos marcaron el patrón de las iglesias ortodoxas orientales durante un milenio. Y sus edificios decimonónicos a lo largo de las avenidas principales que llevan a la plaza de la Independencia, conocida como Maydán, es decir, “la plaza”. La noche siguiente salimos a verla, había una multitud de jóvenes en la calle, y al fondo un entarimado para espectáculos musicales y fuegos artificiales. Todo esto trajo recuerdos muy vívidos para Iryna –nuestra guía– de las elecciones de 2004 que dieron un resultado fraudulento a favor de Viktor Yanukóvich, lo que originó grandes protestas conocidas como la “revolución naranja”. De noviembre de 2004 a enero de 2005 la gente se apostó en Maydán y en las largas avenidas que conducen a ella, para pedir una repetición de la segunda vuelta electoral. Iryna relataba con gran emoción cómo llegaba a Kiev gente de todo el país, y por la noche se repartían los víveres que traían desde las distintas regiones en un clima de hermandad. Estos acontecimientos fueron seguidos muy de cerca en Venezuela. Estaba muy reciente el fracaso del referéndum revocatorio de agosto de 2004, y las imágenes de los ucranianos encendiendo lumbres improvisadas para protegerse de temperaturas de muchos grados bajo cero, hacían decir a algunos que aquella gente sí que tenía mérito, y no nosotros, que con tan buen clima no fuimos capaces de resistir en la calle. Al final la segunda vuelta electoral se repitió y el líder de la oposición Viktor Yushchenko, a quien decían habían envenenado, la ganó. Años después, en 2010, ganó de nuevo Yanukóvich. En las palabras de Iryna se percibía el desencanto, y también algo que los venezolanos conocemos muy bien, algo así como “no vale la pena explicar todos los detalles porque no los entenderías”.
Esa tarde visitamos Babi Yar, traducido literalmente: “barranco de la abuela”. Baba, babushka, significa abuela, y también mujer casada, y se le dio ese nombre porque por el barranco pasaba un pequeño río al que las mujeres acudían para lavar la ropa. Una quebrada, diríamos nosotros. Hoy es un parque a las afueras de Kiev, que aquel día parecía poco visitado para ser festivo. Yolanda tomó la fotografía de una joven madre que paseaba con un niño, ignorante seguramente de la tierra que pisaba. Ningún cartel lo señala o indica la dirección, llegas si sabes llegar. Y esto es lo más impresionante del lugar, que es un no-lugar. Al fondo unos matorrales y detrás una construcción anodina, como de un almacén de depósitos fuera de uso. No hay nada que indique la masacre que allí se cometió en septiembre de 1941. La Unión Soviética no permitía particularizar la matanza de los 34.000 judíos aniquilados entre el 29 y 30 de septiembre (la cifra oficial de judíos exterminados es de 33.731) por lo que en 1973 se erigió un memorial en el estilo expresionista que ya habíamos visto en otras ciudades en honor de las cien mil víctimas, que incluían otros grupos como gitanos, homosexuales, enfermos mentales, bolcheviques, partisanos, y cualquiera que se considerara exterminable. Luego de la matanza de 1941 los nazis construyeron un campo de concentración y, en 1943, cuando la derrota alemana era evidente, decidieron eliminar las huellas de los crímenes. Excavaron hasta encontrar los cadáveres y procedieron a incinerarlos con la ayuda de los presos del campo de concentración. En una revuelta que estos intentaron murieron todos menos nueve personas que dieron testimonio y durante años se reunieron en la fecha de esta segunda masacre para recordar a las víctimas. Tanto rusos como alemanes hicieron lo posible por borrar lo sucedido, aunque ha sido recordado de distintas maneras. Un ejemplo sorprendente es Babi Yar, a Document in the Form of a Novel (1966) de Anatoly Kuznetsov (1929-1979), elaborado con documentos y sus propios recuerdos. Vivía muy cerca de la quebrada donde sucedieron los asesinatos y desde la casa, junto a sus abuelos y su madre, escucharon los disparos durante dos días seguidos. Es una memoria apasionante porque los hechos de Babi Yar ocurrieron cuando Kuznetsov tenía doce años, y comenzó a escribir sus apuntes dos años después, cuando jugando con unos amigos en la quebrada encontró cenizas y restos humanos. Su madre, que era maestra, los leyó y le animó a guardarlos y escribir un libro.
“esto es lo más impresionante del lugar, que es un no-lugar. Al fondo unos matorrales y detrás una construcción anodina, como de un almacén de depósitos fuera de uso. No hay nada que indique la masacre que allí se cometió en septiembre de 1941.”
La memoria de Babi Yar ha sido difícil porque no queda ninguna duda de que los militares y civiles ucranianos participaron en la masacre junto con los alemanes. Todavía se discute en Ucrania si levantar o no un museo del holocausto, y en general en todo lo que fue la Unión Soviética, el antisemitismo no es un tema explícito. Ese día, o quizás el siguiente, almorzamos en un restaurante diseñado para turistas del poscomunismo, el letrero decía: “Cocina ucraniana de la época soviética”. Un lugar curioso de memorabilia, fotografías, recortes de periódicos, muchos lenines, y toda la parafernalia comunista, pero lo que recuerdo, y viene al caso, es que en la mesa quedé sentada al lado de la guía local que nos mostraba la ciudad, y no sé cómo la conversación recayó nada menos que en él, en Lenin. Y ella, sin pensarlo, soltó: “Era un judío”. Creo que vio la sorpresa que me causaba su comentario y trató de enmendarlo.
Kuznetsov terminó el libro en 1965 y fue publicado en la Unión Soviética con censuras que desfiguraban el texto. La primera versión completa fue traducida y publicada bajo seudónimo en Estados Unidos, en 1970. La traducción que yo he leído es posterior y contiene el texto íntegro, es decir, incluyendo lo censurado, que se distingue mediante cambios en la tipografía, y lo añadido posteriormente entre corchetes. El autor insiste en el prólogo que ese es el texto íntegro que él reconoce. Es interesante leer lo que a los ojos del censor debía borrarse, y el mismo hecho de dedicarse a la pormenorizada labor de censura, que es una laboriosa forma de edición, para publicar un libro que han podido simplemente rechazar. Probablemente no lo hicieron porque el autor era ya un escritor reconocido en la URSS, miembro del Partido Comunista y de la Unión de Escritores Soviéticos, había estudiado en el instituto literario Gorki de Moscú, y se consideraba un joven talento de la nueva “prosa confesional”. Aun así, el libro contenía demasiadas confesiones. “Quita todo lo que haga pensar mal de los soviéticos”, le dijeron, y el autor trató de hacerlo, pero no fue suficiente y el comité de censura, en el que participó el Comité Central del Partido Comunista, procedió en consecuencia hasta que el texto quedó desfigurado. Todo indica la importancia que se le daba a la vida intelectual, y por lo tanto la importancia de controlarla. Eran los tiempos en que las ideas se transmitían en papel y los libros y periódicos su principal vehículo.
En 1969 Kuznetsov, fotógrafo aficionado, logró escapar a Inglaterra y llevó consigo el texto completo en filmes fotográficos de 35 mm. El libro alcanzó difusión internacional. También hay varias películas sobre el tema, como la de Jeff Kanew (2003) y otras para televisión, así como entrevistas de los pocos sobrevivientes, accesibles en YouTube, y una del propio Kutznetsov, en la que admite haber abandonado a su familia a sabiendas de las represalias que caerían sobre ella, pero, como él mismo dice, creció como un sobreviviente de la guerra y de la ocupación nazi, y como tal no podía hacer otra cosa. No soportaba que desfiguraran sus libros, quería ser libre alguna vez.
Sobre Babi Yar es muy conocido el poema del mismo nombre del poeta ruso Yevgueny Yevtushenko (1932-2017), publicado en 1961, que fue inspiración de la Sinfonía No. 13 de Dimitri Shostakóvich (1906-1975). No logro recordar cuándo y cómo obtuve una hoja con el poema traducido anónimamente al inglés, Yolanda también tenía una y tampoco recuerda su origen. Alguien nos la dio durante el viaje, pero ¿quién? Esa hoja estuvo muchos años en una gaveta hasta que llegó el momento de recordarla y de intentar traducirla.
Babi Yar Ningún monumento se levanta sobre Babi Yar. Un barranco como tosca lápida. Tengo miedo. Hoy soy tan viejo como todo el pueblo judío. Ahora parezco un judío. Aquí arrastro los pies a través del antiguo Egipto. Aquí muero crucificado en la cruz, y hasta hoy llevo en mí las cicatrices de las clavos. Parezco ser Dreyfus. El filisteo es al mismo tiempo informante y juez. Estoy detrás de las rejas. Acosado por todas partes. Perseguido, escupido, calumniado. Elegantes damas vestidas con encajes de Bruselas chillan y me meten sus parasoles en la cara. Parezco ser un joven en Byelostok. Corre la sangre derramándose sobre los pisos. Los demagogos de bar exhalan un fétido olor de vodka y cebolla. Una bota me golpea de un lado, indefenso. En vano suplico a estos matones. Mientras se burlan y gritan, “¡Golpeen a los judíos. Salven a Rusia!”[1] un vendedor de grano le da una paliza a mi madre. ¡Oh, mi pueblo ruso! Sé que eres internacional hasta el fondo. Pero esos de manos sucias muchas veces han hecho una letrilla de vuestro más puro nombre. Conozco la bondad de mi tierra. Cuán vilmente estos antisemitas sin escrúpulos pomposamente se consideran a sí mismos la unión del pueblo ruso. Parezco ser Anna Frank transparente como una rama en abril. Y amo. Y no tengo necesidad de frases. [1] Eslogan antisemita utilizado durante la guerra civil rusa (1917-1923).
Antes de esa visita nunca había escuchado hablar de Babi Yar, como tampoco del Khatyn bielorruso, pero una de las viajeras del grupo, Judit, con la que solía conversar de vez en cuando, obviamente conocía el tema porque me dijo al salir: “pensé que quedaría devastada pero no ha sido así. No sentí nada”. Ese debe ser el efecto buscado con la ausencia de referencias, que el paseante piense, esto es un parque público, aquí no ha pasado nada. He buscado inútilmente el nombre actual del parque y no aparece ninguno, el original Babi Yar tampoco se nombra. Es un parque sin nombre que las informaciones de Wikipedia señalan como “situado en la parte noroccidental de Kiev”. En el filme Todo está iluminado (2005), de Liev Schreiber, puede experimentarse exactamente eso. Un joven norteamericano en busca de sus ancestros ucranianos recorre la aldea donde todos menos su abuelo fueron exterminados, y cuando visita el lugar del fusilamiento la cámara nos muestra una quebrada en medio de un bosque, nada más. El destino de Babi Yar era el ocultamiento. Describe Kuznetsov que varios intentos de marcar la memoria de las masacres sucedidas durante la guerra fueron impedidos por los soviéticos, hasta que cansados de las solicitudes de construir un memorial decidieron una “solución final”: rellenar el barranco con tierra y agua y construir encima una carretera. Pero he aquí que este intento de ocultamiento desembocó en una catástrofe. En 1961 la masa de lodo acumulado inundó el barranco y las calles y viviendas cercanas. Cientos de personas murieron ahogadas en el lodo. Al año siguiente trajeron maquinaria pesada para volverlo a rellenar, y donde estuvo el campo de concentración se construyó un complejo de edificios, desde cuyas ventanas y balcones podía verse el lugar donde tuvieron lugar las ejecuciones en los años de la guerra. Destruyeron también el cementerio judío cercano. En 1966 se cumplían los 25 años de la masacre y vino gente de todo Kiev a conmemorarlo, al punto que fue filmado por un camarógrafo de un estudio de noticias, la filmación por supuesto fue destruida. A cambio, las autoridades colocaron una placa de granito en la que podía leerse que se construiría más adelante un monumento en memoria de las víctimas del fascismo alemán, pero no ocurrió así. El primer memorial se levantó en 1976 y representa a los soldados soviéticos ejecutados por los nazis, ni una palabra sobre los judíos asesinados hasta 1991, en el quincuagésimo aniversario de los hechos, cuando apareció una menorah. En 2001 se construyó otro en memoria de los niños asesinados, un lamentable monumento en el que aparecen dos niños disfrazados como de Peter Pan, con un juguete roto a los pies. En la calle donde vivió Kuznetsov se levanta una estatua que lo representa adolescente leyendo los carteles en los que se dictaba la obligación de los judíos de presentarse en Babi Yar el 29 de septiembre de 1941, a las 8 de la mañana, con todas sus pertenencias. Ignoro la fecha en que fue instalada esta estatua, pero es improbable que el escritor la conociera, murió en Londres en 1979.
Babi Yar no es solo el lugar de una matanza, de varias matanzas, es también el símbolo de los esfuerzos del poder por borrar la memoria y del triunfo de la escritura sobre el olvido. Me pregunto por la importancia de sostener la memoria del mal. Además del propósito de borrarla, ocurre que el tiempo inexorable va dejando caer capas de sucesos que terminan por ocultar todo, ¿cuál es, entonces, la razón para luchar contra el olvido, como titulé una de mis primeras novelas? Dicen que si se olvida la historia estamos condenados a repetirla. Creo que es falso. La memoria no impide la repetición de sucesos indeseables. Lo que quizá la memoria puede hacer es sostener la conciencia histórica, de la que deriva la conciencia ética y la conciencia crítica. Sin embargo, siempre hay una ambivalencia entre recordar y olvidar. Después de la visita le pregunté a Judit cuál había sido su motivación para emprender este viaje y me dijo que su abuelo había nacido en Kiev. Dónde vivían, pregunté. No lo sé, no tengo ninguna información. Pero hay un barrio judío, debe haber sido allí, le insistí. Probablemente, me contestó. Quería y no quería recordar. Eso es lo que me gusta de la historia, que a veces está viva.
Babi Yar no es solo el lugar de una matanza, de varias matanzas, es también el símbolo de los esfuerzos del poder por borrar la memoria y del triunfo de la escritura sobre el olvido.
Estuvimos también en Podil, antiguo centro de comercio de Kiev, y que lo sigue siendo, hoy más bien orientado al turismo. Se instalan allí vendedores de objetos diversos, y sobre todo de artesanía muy fina en la elaboración de blusas, manteles, vestidos. Compré una blusa blanca bordada a mano, de cuello redondo, y un pequeño centro de mesa con motivos navideños. La vendedora, que era también la artesana, sonrió sorprendida a la cámara. Tiene algo de mercado de las pulgas, y en los tarantines se despliegan las muñecas rusas, cajitas esmaltadas con el rostro de Putin, y también, cómo no, del comandante che Guevara con su habano y todo –también vimos imágenes suyas en Rusia, lo que no recuerdo es haber visto alguna de Fidel Castro, por alguna razón el argentino se asemeja más al concepto ruso de héroe. Un spot nostálgico de Kiev es una carpa montada frente a una de las estaciones más importantes del metro, al lado de la estatua de Lenin. La carpa, por supuesto, es roja y tiene las insignias de la hoz y el martillo por todas partes. Allí montan guardia permanente los camaradas para impedir que vándalos anticomunistas destruyan la estatua. Duermen por turnos.
Otra visita memorable es el monasterio de Pechersk, conocido como monasterio de las cuevas, que es en realidad un complejo de iglesias, catedrales, basílicas, biblioteca, farmacia, refectorio y otros edificios, entre los que destaca el monasterio de cuevas y laberintos naturales donde vivían y estudiaban los monjes. Pueden verse en algunas de las cuevas sus cuerpos momificados. Es un lugar santo de la Iglesia ortodoxa oriental y el más antiguo de Ucrania, data del siglo XI. Durante el período soviético, el monasterio fue primero cerrado al culto y luego transformado en museo de propaganda comunista. Se quemaron gran parte de los antiguos documentos y en 1991 fue devuelto a los monjes que tienen bajo su control todo el conjunto monástico. Por cierto que, al igual que los cristianos occidentales, fueron ellos los conservadores de la cultura y la tradición. De sus conocimientos deriva la técnica de pintura de íconos, la construcción de catedrales, la historia antigua de los eslavos. Está situado en un punto escarpado de las montañas que rodean la ciudad y al fondo se divisa el río Dniéper. Recuerdo la erudición del joven encargado de conducir la visita, y su orgullo de estar preparado y autorizado exclusivamente para este conjunto museístico, no para cualquier otro lugar de Kiev. Aquí, en el poscomunismo, nada de piraterías y de “toderos”. Cuando regresábamos a la ciudad, divisamos, como surgiendo de la montaña, una inmensa figura femenina, una escultura monumental de más de cien metros de altura y quinientas toneladas de acero inoxidable que representa a la Madre Patria. Pertenece al museo de la Gran Guerra Patriótica que no tuvimos ocasión de visitar. Sola, de lejos, la guerrera con una espada en una mano y un escudo en la otra, vigila la ciudad.
La última visita en Kiev fue el museo de Chernobyl. Prípiat, donde estaba localizada la central nuclear que explotó en 1986, está a unos cien kilómetros de Kiev y es visitable. De hecho, está habitada, pero nuestro recorrido se limitó al museo. La contaminación no ha terminado de solucionarse y quizá no ocurra nunca, a pesar de lo cual algunos de sus habitantes se negaron a abandonar el lugar, se sentían pertenecientes y arraigados a ese pedazo del mundo. Iryna tenía cosas que contar sobre Chernobyl. Su ex marido, como todo ciudadano soviético, era movilizable en caso de emergencia, y qué duda cabe que el accidente nuclear lo era, de modo que estuvo allí trabajando en labores de evacuación. Poco después comenzó a sufrir malestares gástricos, una y otra vez acudía al médico para recibir tratamiento y la misma explicación, no era nada grave, podía ser estrés, etc. El resultado es que falleció al poco tiempo. Iryna no duda de que enfermó por la contaminación.
Fuimos al museo en metro, lo que era también una oportunidad de conocer el metro de Kiev, que sin ser tan deslumbrante como los de Moscú y San Petersburgo intimida un poco por la rapidez con que se abren y cierran los vagones en cada estación y la multitud que transporta. El museo es pequeño y tiene pocos visitantes. Básicamente transmite información audiovisual en la que pueden observarse las distintas fases del proceso, que no ocultan la posibilidad de error humano en lo sucedido, y el seguimiento físico y psicológico de los sobrevivientes, especialmente de los que eran niños cuando ocurrió la explosión. Según nos dijeron su seguimiento no ha arrojado datos sobre enfermedades o discapacidades. La serie Chernobyl (Craig Mazin, 2019) deja ver con bastante claridad que “error humano” es un eufemismo. Fue más bien la imposición ideológica y política sobre la científica la que produjo una catástrofe que pudo destruir la mitad del continente europeo.
Las distancias son muy largas en este país y requieren recorrerlas en avión si no se dispone de mucho tiempo, de modo que al día siguiente volamos a Odesa, la última parada de Ucrania. De vuelta al mar Negro, la ciudad aparece con un aspecto más amable y europeo que Kiev. Una ciudad que habla de un antiguo pasado de esplendor y una decadencia muy visible. Una vida cultural, ópera, teatro, escritores, palacios, que ya es relato. Hoy la ciudad es un puerto vital para Rusia, un puerto comercial y también turístico, todo parece bastante erosionado por el paso de visitantes y marineros, y ofrece tiendas de baratijas en sus todavía bellos parques. Por cierto, en el más antiguo de ellos hay un pequeño memorial del holocausto con una estrella de David y encima una base con cuatro figuras famélicas. Muy poco después de Babi Yar se produjo la matanza de los judíos de Odesa, que eran entonces una población numerosa. En ese parque hay esculturas y monumentos varios, le tome a Yolanda una foto en el banco en el que se sienta la estatua de Leonid Utiósov, un cantante de jazz, condecorado como artista del pueblo de la URSS.
En el conflicto ucraniano del presente había separatistas pro rusos, nacionalistas pro Europa, neonazis, antiguos comunistas, y en el medio quién sabe cuántos matices y posiciones diferentes, además de la diversidad demográfica por la que algunos se consideran rusos, otros ucranianos, y no faltan los armenios. Odesa no pertenece a la península de Crimea, pero hubo también intentos de establecer la república autónoma de Odesa, porque su población mayoritaria es étnica y lingüísticamente rusa. El puerto es indispensable para Rusia, allí también hay una base naval, y el acceso directo de la vía marítima a la vía del tren hace de Odesa un punto neurálgico para la ruta comercial. Es su único puerto abierto hacia el sur. Esta situación geopolítica le parecía muy interesante a Chávez. Se le ocurrió que para ayudar a Bielorrusia con sus problemas energéticos Venezuela podía enviar el petróleo a Odesa, y desde allí establecer un conducto directo a Minsk. Él lo había visto en el mapa, y era fácil, todo derecho hacia arriba.
Odesa es un nombre lleno de significado para quien haya visto El acorazado Potemkin (Serguéi Eisenstein, 1925) y, por supuesto, no haya olvidado el cochecito que rueda por las famosas escaleras. Subimos los 192 escalones que abren la ciudad al mar y que, gracias a una ilusión óptica creada por la perspectiva, parecen desde abajo ser muchos más. Afortunadamente pudimos hacer ese viaje entonces. En 2014 comenzaron las protestas y el país vivió serios disturbios. No pretendo explicarlo porque el lector interesado puede buscar información sobre ello, y además me estaría metiendo en un camino imposible porque no creo que el conflicto ucraniano sea fácil de entender. Lo cierto es que de nuevo las protestas en Venezuela de 2014 y 2017 reanudaron el interés por Ucrania. Todo el mundo quería ver el documental Winter on fire (Evgeny Afineevsky, 2015) en Netflix y constatar que el valor y persistencia que los ucranianos demostraron en su resistencia era lo que nosotros necesitábamos. No lo sé, lo que estoy segura es de que sus claves culturales son otras, y decía Isaiah Berlin que las claves culturales no se pueden modificar. Los ucranianos tienen una memoria trágica y sin duda han sabido resistir. Vimos uno de los muchos ejemplos de su historia en el Museo de la Gloria Partisana, situado en una aldea cercana. El caso es que debajo de Odesa hay más de 2.500 kilómetros de galerías subterráneas, la mayoría de las cuales fueron excavadas para la extracción de piedra caliza y ha tenido diversos usos. En 1941 se convirtió en un lugar clave de la resistencia soviética a la invasión alemana, y es visitable, aunque no apto para claustrofóbicos. Una distracción, te separas del guía, y probablemente no sales más de allí. Son cuevas laberínticas y lo exhibido son los arreglos que hicieron los partisanos para vivir lo mejor posible, sobrevivieron gracias a la ayuda exterior que les aprovisionaba con comida. Lo que puede verse son camastros, alacenas, socorros hospitalarios, muebles desvencijados. A la salida destacan una estela conmemorativa y un conjunto escultórico en piedra con figuras de los resistentes armados: hombres, mujeres y niños miran desafiantes al enemigo.
He pensado muchas veces en Iryna, qué se habrá hecho, y si su trabajo como guía turística se vio afectado por todos estos acontecimientos. Su única hija vivía en Inglaterra, y eso a ella la hacía muy feliz, por algo sería.
©Trópico Absoluto
Fragmento de Viaje al poscomunismo. Ana Teresa Torres, relato, y Yolanda Pantin, fotografías y documentación. Caracas: Eclepsidra, 2020.
Ana Teresa Torres (Caracas, 1945), es psicóloga (Universidad Católica Andrés Bello, 1968) y escritora. Ha ejercido ambas disciplinas con igual intensidad y reconocimiento. En 1984 obtuvo el premio del concurso de cuentos del diario El Nacional, lo que inclinó su carrera definitivamente a la literatura. Es individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua. Su obra publicada como académica dedicada al psicoanálisis, así como sus ensayos, novelas, cuentos y artículos es enorme. Entre otros títulos, podrían resaltarse: Diario en ruinas (1998-2017) (Caracas: Alfa, 2018), La herencia de la tribu. Del mito de la Independencia a la Revolución Bolivariana (Caracas: Alfa, 2009), Fervor de Caracas. Una antología literaria de la ciudad (Caracas: Fundavag, 2015); y las novelas El exilio del tiempo (Caracas: Monte Avila Editores, 1990), Malena de cinco mundos (Washington: Literal Books, 1997), Nocturama (Caracas: Alfa, 2006) y La escribana del viento (Caracas: Alfa, 2013).
Yolanda Pantin (Caracas, 1954) estudió Letras en la Universidad Católica Andrés Bello. Es poeta, ensayista, editora, autora de libros para niños. En poesía ha publicado, siempre en Caracas, Casa o Lobo (Monte Avila, 1981), Correo del Corazón (Fundarte, 1985), La Canción Fría (Angria, 1989), Poemas del Escritor (Fundarte, 1989), El Cielo de París (Pequeña Venecia, 1989), Los Bajos Sentimientos (Monte Avila, 1993), La Quietud (Pequeña Venecia, 1998), El Hueso Pélvico (Eclepsidra, 2002), Poemas Huérfanos (La liebre libre, 2002), La Épica del Padre (La nave va, 2002), País (Fundación Bigott, 2007), 21 caballos (La cámara escrita, 2011). En 2014 la editorial española Pre-textos publicó País, poesía reunida 1981-2011. Ha sido traducida al inglés, francés, alemán, holandés, portugués. En 1989 recibió en Caracas el Premio Fundarte de Poesía. Fue becaria de la Fundación Rockefeller en Bellagio Study Center. En 2004 recibió la Beca Guggenheim. En 2017 obtuvo el Premio Casa de América de Poesía Americana por Lo que hace el tiempo, y en 2020 el Premio García Lorca a su trayectoria literaria.
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