La hija de la española: la escritura de la urgencia
Venezuela es hoy menos un país que una urgencia que genera neuralgias de todo tipo: éticas y políticas; humanitarias e históricas; en la vergüenza y el desastre; en la utopía y las formas de expresión. Hacia estas últimas se asoma este texto. Latinoamérica es territorio y carnada de utopías, desde aquellas soñadas por sus próceres en el siglo XIX, las imaginadas por sus intelectuales, como Martí y Rodó, hasta las que se han sucedido en el continente durante los últimos ciento veinte años en forma de dictaduras y revoluciones. La búsqueda de un orden diverso al opresor o establecido desveló por igual (y con inevitable infortunio) a Juan Vicente Gómez, Rafael Leónidas Trujillo, Marcos Pérez Jiménez, Getulio Vargas, Alfredo Stroessner o Augusto Pinochet. Mientras que por procedimientos aparentemente distintos proclamaban buscar lo mismo (un nuevo orden, un nuevo hombre) Juan Domingo Perón, Fidel y Raúl Castro, Evo Morales y, por supuesto, Hugo Chávez.
De esta pesadillesca historia, la novela de nuestro continente ha creado tendencias y tipos literarios, incluso con escritores no americanos. La prolongada hegemonía de los Castro en Cuba –con seis décadas de duración– vio nacer desde temprano la literatura de la disidencia y la que se atrevía, con graves riesgos vitales y pena de ostracismo, a denunciar los horrores de las cárceles, la discriminación, la expropiación, las ejecuciones, la miseria urbana de la Revolución más acerada de este hemisferio.
A veinte años de su eclosión, la llamada Revolución bolivariana presenta, del lado del poder, poesía panegírica, pero la narrativa revolucionaria sigue en mora. En la contracorriente, sin embargo, ya es plural el registro de la ficción que busca, en la extensión maleable de la novela, reseñar, historiar, hacer crónica, junto con imaginar e invencionar los tumultuosos pulsos de estos erizados cinco lustros que han convertido a Venezuela en una catástrofe desintegradora.
Desde los golpes de estado hasta la muerte del principal líder, desde los apagones hasta los horrores y vergüenzas de la censura, son ya materia novelesca en el contexto del desahucio venezolano. Una de las más recientes muestras de esta corriente aparece en el exilio (de la escritora y de las editoriales), la novela La hija de la española, de Karina Sainz Borgo, con un éxito sin precedentes tanto para una novela venezolana, como para una novela en español, pues su edición ya estaba previamente preparada en varios idiomas al momento de su venta. Ni Rómulo Gallegos ni Miguel Otero Silva gozaron de un fenómeno similar, y para los más importantes escritores nacionales, algo así es casi inimaginable.
Pero ¿está La hija de la española a la altura de la expectativa que tal fenómeno genera? Y más delicadamente, si aceptamos la urgencia histórica venezolana descrita arriba, ¿está a la altura de las exigencias éticas con las que nuestra coyuntura nos desafía a lectores y escritores?
Para explicarlo aún mejor, recordemos el pequeño revuelo causado por el texto de la novelista española Almudena Grandes hace unos meses, donde en un arranque de franqueza trufada de ingenuidad –impropia de sus años– y un cierto porcentaje de pereza lamentaba no poseer una fuente confiable para conocer la verdad de Venezuela y echaba de menos los análisis que en su tiempo disfrutara sobre Vietnam, Palestina o ISIS. Encontramos, así, que escribir sobre Venezuela comporta una postura ética, tanto para sus nacionales como para quienes con todo el derecho y la urgencia de que hablamos al inicio lo hacen desde la periferia del primer y tercer mundo; sea cual sea el polo de procedencia de la política y el pensamiento.
Con extrema dureza, Venezuela ha tenido que pasar de ser un lugar en el mapa del norte de Suramérica, reconocible sólo cuando el petróleo, los concursos de belleza, el beisbol o las orquestas infantiles surgían como tema, a esta urgencia conflictiva que nos coloca a apenas centímetros de la gravedad de abismos como Siria, los más ignorados países africanos o las pateras que surcan y se hunden en el mar Mediterráneo tratando de trasladar sobrevivientes de un lado al otro.
Una cosa es ver en las páginas de la historia lo que ocurre fuera y otra muy distinta verlo en la piel y la casa de tu vecino, en el aspecto de tu ciudad, en la vida de tu familia, en la despensa de tu cocina, en el peso de tu propio cuerpo.
Por ello novelar la situación venezolana adquiere un grado de dificultad que imagino es similar al de Havel, Kundera o Padilla en sus países, quienes desde la diáspora tuvieron que escribir de sus respectivos desahucios ejecutados por un sistema totalitario que les negaba la autonomía política e individual. Relatar desde la pérdida es un dolor corrosivo. Una cosa es ver en las páginas de la historia lo que ocurre fuera y otra muy distinta verlo en la piel y la casa de tu vecino, en el aspecto de tu ciudad, en la vida de tu familia, en la despensa de tu cocina, en el peso de tu propio cuerpo.
De muchas de estas cosas trata La hija de la española con bastante oficio, a veces incluso con exceso del mismo, como en las continuas alusiones literarias, trivialmente pretenciosas y sin real valor intertextual. En algunas entrevistas su autora ha señalado que trató de minimizar la referencia a la realidad política venezolana hasta donde le fue posible. De hecho, su novela pendula, casi todo el tiempo, entre la crónica rigurosa de lo que padecemos los venezolanos aún atrapados o sobrevivientes del régimen que nos agobia y una leve exageración imaginativa sobre lo que ocurrirá en el futuro inmediato de persistir la distopía irrefrenable en que nos vamos convirtiendo. Sainz Borgo debe haber escrito –deduzco– las desventuras de Adelaida Falcón entre 2017 y 2018. En 2019, la realidad venezolana convirtió su ejercicio de imaginación en un inventario veraz de la catástrofe: la desintegración del papel moneda, la pesquisa de casas o apartamentos vacíos por parte de los grupos colectivos apoyados y autorizados por el régimen, para ocuparlas y apropiarse de ellas, el carácter fortuito del suministro de electricidad y agua en las ciudades, por ejemplo, son ya materia cotidiana de los habitantes reales de esta desdicha.
Eso obliga a preguntarnos, ¿por qué ese interés o empeño en distanciarse del referente histórico-político que nutre la novela? Lo que se cuenta en La hija de la española no podría ocurrir en demasiados lugares del mundo de hoy, ni siquiera en aquellos cuyas condiciones son aún más feroces e irreversibles, pero precisamente ahí estaría el poderoso valor de la denuncia de una novela sobre y desde Venezuela, un país cuya revolución se ha vendido (con extraordinario éxito mientras la lideró Hugo Chávez y un par de años después de su muerte) como una cruzada de redención, como un frente de resistencia contra capitalismos e imperialismos y que le ganó un capital político aún efectivo en la comunidad internacional, y en una todavía importante parcela del llamado pensamiento progresista y antisistema, de exponentes tan variopintos como el actor Sean Penn, las expresidentas –blanco de la justicia de sus países– Cristina Fernández y Dilma Rousseff, intelectuales europeos como Boaventura de Sousa Santos o Almudena Grandes, y partidos políticos españoles como Unidas Podemos. ¿Por qué sentir escrúpulo de ser contundente desmentido de una falacia político-social?
Esta reticencia a la contextualización termina invadiendo la escritura, en diversos aspectos. He aquí tres de ellos.
Una preocupante ambigüedad dialectal: la novela nombra cosas que en Venezuela poseen una designación precisa y consensuada, incluso en la diversidad social, con vocablos o formas más “castizas”, como si la principal preocupación fuese la de ser comprendida por el lector español y no la de ser el código de identificación de un venezolano con un relato de su realidad. Quizás la traducción previa a la edición lo haya impuesto, pero hay párrafos en la novela que nos dan la extraña sensación de estar escritos por una redactora de estilo del diario madrileño El País. Así, junto a los hermosos pasajes sobre el paisaje de Ocumare de la Costa, el resumen de la historia de la “Harina Pan” o la fruición de su protagonista por las ciruelas de huesito chocamos con los “teléfonos móviles”, las compresas (por las toallas sanitarias), las bragas femeninas, las dársenas, el parking, las tartas, al lado de un remotísimo “merequetén” de descolocado significado.
Las fallas de la brújula escrituraria continúan en el imposible trazado del paisaje citadino de la Caracas en demolición que intenta describir. Ningún caraqueño refrendaría (y yo vivo precisamente en una de las avenidas que ella incluye en su invención) sus referencias topográficas. De ninguna manera es posible tener el más mínimo vistazo de la Plaza Miranda desde la Avenida Urdaneta, mucho menos si los edificios en cuestión se encuentran en la esquina La Pelota. En otros capítulos, las avenidas Urdaneta y Baralt parecen interpolarse, cosa que sólo hacen realmente a la altura del Puente Llaguno, de infame memoria. E igualmente la Plaza Miranda sigue interfiriendo en el paisaje, aunque se encuentre a seis cuadras al sur del punto referenciado. No sólo es improbable que Adelaida Falcón hubiese podido ser mi vecina de cuadra, sino también que hubiera vivido, con un mínimo de verosimilitud, en donde Karina Sainz Borgo quiere que ella viviese.
quizás el resultado más discutible de esos descuidos novelísticos que persisten entre tantas páginas tan bien concebidas y escritas, es la imposibilidad de evadirse del estereotipo racial y discriminatorio
Pero quizás el resultado más discutible de esos descuidos novelísticos que persisten entre tantas páginas tan bien concebidas y escritas, es la imposibilidad de evadirse del estereotipo racial y discriminatorio con el cual el llamado discurso contrarrevolucionario ha construido muchas de sus estrategias de combate político y de recuperación del ámbito social: “los hijos de la revolución”, la némesis colectiva de Adelaida Falcón, heroína de la novela, están construidos sobre un perfil recurrente y de trazo grueso y bastante despectivo.
Predominan en él las mujeres, quizás para mantener una coherencia con el casi absoluto protagonismo femenino de sus personajes: Adelaida y su madre, sus tías, sus vecinas, las Peralta, madre e hija, que se convierten involuntariamente en sus duplicados inversos y por último en los cuerpos suplantados en los que la protagonista encontrará la salvación. Así, sus contrafiguras son también mujeres pero calzan invariablemente chancletas, ostentan siluetas mofletudas, grasientas, con modales y lenguaje vulgares, degradados, insertas en situaciones desagradables o repulsivas. En los capítulos iniciales profanan cementerios con la violencia de sus particulares ceremonias fúnebres, en una conducta perfectamente documentada en el paisaje cotidiano caraqueño, pero las volvemos a encontrar siempre a ritmo de reggaetón, en las integrantes del colectivo que invade el edificio de Adelaida y se apropia, expulsándola despiadadamente, de su casa, a horas apenas de la muerte de su madre, con las mismas chancletas, semejante vestimenta y una violencia expandida hasta el lenguaje. Nadie más habla así en toda la novela, sino los “hijos de la revolución” que saquean, expropian, invaden, usan las bolsas de comida para someter, delatan a sus vecinos, persiguen estudiantes, los entregan al SEBIN y recorren la ciudad sembrando la confusión y el terror en sus motocicletas. Es tan fiel al estereotipo que nuestra casi extinta clase media alberga en su imaginario acerca de los seguidores y simpatizantes del régimen, que parece una parodia. Como ocurre con frecuencia en la novela, estos pasajes hondamente discutibles, cohabitan con vastos estupendos momentos sobre el devenir histórico social del país desde el auge de la democracia hasta la extinción de la misma o sobre la incidencia de los emigrantes de múltiple procedencia y distinta coyuntura epocal y política en la formación de una idiosincrasia y un imaginario venezolanos. En la culminación del proceso de Adelaida Falcón por convertirse en Aurora Peralta, la hija de la española –tremendo y lacerante simbolismo sobre la otredad y la supervivencia contra la catástrofe–, y huir del país que se ensaña en su contra, deviene innecesario un párrafo sobre la efigie oficial de Simón Bolívar, propalada por el régimen desde el auge de Hugo Chávez, que reitera el argumento racista sembrado en la conciencia de los contrarios a aquél, de que la misma tiene por objetivo colocar al Libertador más cerca de la carga genética africana de nuestra idiosincrasia. Innecesario y contradictorio con la defensa de la diversidad cultural que se exalta en otros capítulos.
Desde la urgencia que hoy es Venezuela, estas falencias literarias lo son también éticas, no sólo porque hagan más infinita aún la confusión de almas cándidas como Almudena Grandes, sino porque a diferencia de Adelaida Falcón que logra ponerse a salvo de la catástrofe, persisten en un imaginario tan falso como el que las versiones oficiales propagan desde su maquinaria.
En la ficción, su protagonista se salva del horror, pero, al no encontrar un equilibrio entre prejuicio y realidad, la novela, y sus lectores podrían quedar atrapados en él.
©Trópico Absoluto
Einar Goyo Ponte (Caracas, 1959) es licenciado en Letras (UCV), Magister en Literatura Latinoamericana (UPEL-IPC). Profesor Titular (jubilado) de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador. Profesor Asociado de la Escuela de Letras de la Universidad Católica Andrés Bello. Es autor de “La ópera en Latinoamérica” en Breve historia de la ópera (Monte Ávila, 1991), de Rossini el desconocido (Ediciones Leopardianas, 1993), ensayo ganador del Premio Giácomo Leopardi 1992; “Guía verdiana” en Verdi, va pensiero (Tipografía Chacao, 1994); “Noche mística, noche romántica” en El verbo iluminado (Asociación de Escritores de Venezuela, 1995); «El poema irrefutable” y “Teatro del Siglo de Oro: paradoja y esplendor de la palabra” en Tópicos de literatura española I (Fedeupel, 2002). Ha sido crítico musical de El Universal, El Nacional y El Mundo (diarios de Caracas) entre 1991 y 2009.
2 Comentarios
Escribe un comentario
Hola Einar. Me parece excelente artículo. Extraordinario análisis. Felicitaciones.
Muchas gracias!