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Teoría del caníbal exquisito

Por | 30 septiembre 2019

¿De dónde surge el ímpetu de quien da un paso al frente y establece lo que conviene leer o desechar en la literatura? ¿Cuál es la fuente del espíritu crítico? El poeta y filósofo Josu Landa (Caracas, 1953) columbra sugerentes elementos de una respuesta a estas preguntas en el libro Teoría del caníbal exquisito, de próxima aparición en México con el sello La Jaula Abierta. Lo que sigue son tramos y pasajes, a modo de calas en dicha obra.

Alejandro Otero (1921-1990) Sin título (Estudio para Tablón). 1984.

1. Voy a partir de dos premisas: una, cierta o apodíctica y probable o hipotética, la otra:

1.1. Los seres vivos alcanzan su condición de tal, en la medida en que proceden de algún modo de vida que ha dejado de existir y permanecen como tales, en su gran mayoría, por medio de la deglución de otros seres vivientes. Solo puede permanecer viviendo el existente que se nutre de sustancias, que casi en su totalidad provienen de animales y vegetales a los que, a tal fin, destruye y mata previamente. La existencia humana se rige por una implacable ley de hierro: para vivir es inevitable comer diversos organismos vivos, lo que implica su destrucción y muerte.

Matar para vivir es un mandato que rige a todo lo que deviene ser animado. Por su parte, comer y ser comido –una constante interdevoración– es el destino de los seres animados y de una muy amplia porción de especies del ámbito botánico.[1]

1.2. Es razonable suponer que leyes tan férreas determinan con fuerza el curso de las existencias de todos los seres animados, estén estos conscientes de ello o no y, dado el primer caso, la acepten de grado o no. De ser comprobable esta hipótesis, será lícito suponer, a su vez, que el potencial crítico inherente a la condición humana está determinado por la fuerza inexorable de ese doble destino, especialmente en lo que hace a la referida interdevoración. En consecuencia, también será legítimo presumir que la crítica de cariz modernista y su despliegue en la recepción y en los procesos de canonización literarios están predeterminados, de maneras no siempre ni fácilmente definibles, por tan incontestable designio.

Panorama de la interdevoración universal

2. Que debemos matar para vivir y que estamos condenados a comer y a ser comidos es una verdad de la que el ser humano tiene plena conciencia desde muy antiguo.

el gran dios Shiva deja sentado que «no existe nadie en el mundo que no mate. […] Todas las criaturas se matan entre sí. Nadie puede vivir sin matar»

El prominente estudioso de las religiones Alain Daniélou, por ejemplo, advierte pruebas de dicha conciencia en la lucidez de los Upanishad, donde se lee que “el Creador es un dios cruel que quiso un mundo en el que nadie pudiera vivir sin destruir la vida, sin matar a otros seres vivos. […] Éste es el aspecto fundamental de la naturaleza de lo creado. Toda la vida del mundo, animal o humano, es sólo una interminable matanza. Existir significa comer y ser comido”.[2] En ese mismo contexto ideológico y cultural, el gran dios Shiva deja sentado que «no existe nadie en el mundo que no mate. […] Todas las criaturas se matan entre sí. Nadie puede vivir sin matar».[3]

3. También en Occidente, en la tradición de mito y logos que empezó a tomar densidad en Grecia, hace más de 2500 años, y llega hasta nuestro tiempo, se advierten signos de haberse asumido esa verdad, muchas veces inefable y manejada con las cautelas impuestas por el tabú. En nuestro orbe cultural e ideológico, se diría que órficos, apolíneos, dionisíacos, pitagóricos, cínicos, gnósticos… atisban en algún grado el fatum de la devoración universal.

No es posible examinar aquí todas esas corrientes teórico-religiosas. Por el momento, bastará con acudir, a título de ejemplo, a la perspicacia con que Arthur Schopenhauer da cuenta de su visión a este respecto. En el capítulo 28 del segundo volumen de El mundo como voluntad y representación, significativamente titulado ‘Caracterización de la voluntad de vivir’, el pensador alemán registra que, en lugar de “algún fin consistente” que confiera sentido y justificación a la existencia de los seres humanos y de los animales, “se presenta un bienestar puramente momentáneo, un placer pasajero y condicionado por la carencia, mucho y prolongado sufrimiento, lucha continua, bellum omnium, todos cazadores y todos cazados, apiñamiento, carencia, necesidad y miedo, gritos y alaridos, y esto continúa in secula seculorum o hasta que una vez vuelva a romperse la corteza del planeta. Junghuhn cuenta que en Java vio un campo inmenso lleno de esqueletos y pensó que era un campo de batalla: pero eran esqueletos de grandes tortugas, de cinco pies de largo y tres de ancho y alto, que para poner sus huevos salen del mar y andan ese camino; entonces, son capturados por perros salvajes […] que uniendo sus fuerzas les dan la vuelta, les arrancan la armadura inferior, o sea, el pequeño caparazón del abdomen y las devoran vivas. A menudo, sobre los perros se lanza entonces un tigre. Toda esa desolación se repite miles de veces, un año tras otro”.[4]

4. Quien encare de frente la tremenda y, por ello mismo, incómoda verdad de que dan cuenta los parágrafos precedentes, puede sentirse tentado a concluir que todo ser vivo –y, claro está, todo ser humano– es, en el fondo, una fiera asesina como cualquier otra: matará para vivir, aunque no siempre vivirá para matar. Sin embargo, no sería justo negar u omitir, al menos, una diferencia esencial entre el asesinato y el acto de matar para comer: el asesinato sin provecho zoogénico se sale de las lindes que delimitan el proceso universal de destruir vida para sostener y generar vida, razón por la que es visto como una amenaza para la sociedad y es rechazado y perseguido. El acto de asesinar a alguien no aporta nada a la continuidad zoogénica de la especie humana y, si no fuese por sus motivaciones emocionales y/o materiales, rayaría en algo como una gratuidad incomprensible y se lo confinaría en los reinos del sinsentido. Por su parte, la necesidad de continuar viviendo impone a los humanos la perentoria exigencia de asumir, justificar tácita o expresamente y trascender en el plano ético la ley de la zoogenia universal: matar para vivir, comer vida para seguir con vida.

5. Podría decirse que la misma voluntad de vivir, inherente a todos los seres vivos, determina las formas en que estos se relacionan con el hecho de la devoración zoogénica universal. Por el momento, es imposible conocer a ciencia cierta cómo se representa dicha ley, póngase por caso, un pez gordo de los que acaso queden todavía en el mar Caribe. Pero sí tenemos alguna idea de cómo la asumen los seres humanos que alcanzan a ser conscientes de ella. Y, por ello, tenemos la certeza de que, en los casos de mayor lucidez y desarrollo en la elaboración de cierta imagen del mundo, es colocada en el contexto general de la correlación entre destrucción y génesis, muerte y vida, intrínseca a lo que experimentamos como Naturaleza. El imperativo natural de vivir por vía de intermanducación continua y total es indisociable de nuestra condición de seres-para-la-vida que, por ello mismo, lo somos también para-la-muerte.

La naturalidad con que se nos presenta esa ley, que nos determina con la fuerza de un imperativo inexorable y heterónomo y, así, nos oprime con la intensidad de una condena, puede sobredeterminar nuestra relación con la realidad natural, empezando por la idea que nos hagamos de ella. Resulta inevitable ver a la naturaleza como algo irremisiblemente marcado por la ‘canibaliidad’ del devenir.[5] Pero esa intuición cierta también se ciñe al límite nietzscheano de tolerancia a la verdad. Conviene, entonces, hacer un recorrido por algunos de los procesos –inevitablemente mitopoéticos– potenciados por eso que algunos han intuido como una intercomunión zoogénica universal.

6. Hasta donde se observa, el Antiguo Testamento no parece problematizar el hecho de la interdevoración universal. Desde el propio Génesis, donde el Dios creador del mundo faculta al hombre para disponer y aprovecharse de las seres que pueden saciar su hambre y satisfacer otras necesidades, la destrucción zoogénica de vida no parece representar problema moral alguno, ni en el caso de los humanos ni en el de los demás animales.

En dicho libro sagrado, queda establecido que Dios confiere al primer hombre potestad “sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo, sobre los animales del campo, las fieras salvajes y los reptiles que se arrastran por el suelo”; en general, “sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra”.[6] Más aún: se diría que el poder divino ha creado un orden de realidad, justo para ponerlo al servicio de sus criaturas; pues, en el referido texto se asienta que, en los albores del tiempo y de la vida, Dios dijo: “Hoy les entrego para que se alimenten toda clase de plantas con semillas que hay sobre la tierra y toda clase de árboles frutales”. Asimismo, la voluntad divina se proyecta sobre la primera fauna del mundo, que recibe un don afín: “A los animales salvajes, a las aves del cielo y a todos los seres vivientes que se mueven sobre la tierra, les doy pasto verde para que coman”.

De las palabras bíblicas citadas, al menos, sería posible inferir que las facultades que Dios otorga al hombre sobre animales y plantas incluyen su deglución. Junto a eso se advierte que el acto de matar seres vivos para mantenerse con vida es completamente normal, natural y, por ende, inobjetable desde cualquier premisa moral. Por último, aun cuando no se expresa ninguna prohibición concreta contra la antropofagia, es claro que tampoco se la justifica. Acaso sería dable concluir que el discurso del Génesis bíblico comparte la denegación implícita de esta última posibilidad, al modo de un tabú.

Sin embargo, no todo el discurso bíblico omite toda consideración a la posibilidad de prácticas antropofágicas e incluso autofágicas, en general, en contextos en los que se resalta su condición nefanda. Por ejemplo, en un entorno geopolítico definido por el temor de las diversas tribus israelitas a ser dominadas y aun aniquiladas por potencias político- militares como Asur o Egipto, el profeta Isaías registra la voluntad de Yavé en la defensa y protección de su pueblo y deja sentado que la ira de ese Dios de los ejércitos se proyecta en zozobra y destrucción, con lo que se genera una atmósfera “en la que nadie se compadece de su hermano,  cada uno se come la carne de su vecino”.[7]

Esa reacción del Dios omnipotente parece reconocer el hecho de la canibalidad inherente al mundo que él mismo ha creado, aunque también salta a la vista que sus manifestaciones se dan en el seno de pueblos distintos al que él ha elegido como aliado, al mismo tiempo que tiene todos los visos de una condena funesta, de la que toda persona y nación haría bien en permanecer lejos. De hecho, la ingesta de organismos o componentes de cuerpos humanos, incluso en esas condiciones de guerra por la sobrevivencia, es un castigo aplicado por la divinidad a sus enemigos, que también lo son de su grey. Así se vuelve a observar en otro pasaje del libro de Isaías, donde la devoración de carne humana llega al plano de la autofagia, con un sentido de sufrimiento extremo y de escarmiento definitivo: “A tus opresores [de Israel] los haré comer su propia carne y se emborracharán con su sangre como si fuese vino”,  anuncia el iracundo Dios bíblico.[8]

Esa tonalidad vindicativa de los prodigios con los que se pretende humillar de manera extrema a los enemigos del pueblo elegido o a los pecadores, por medio de algún modo de antropofagia, también tiene un lugar en el Nuevo Testamento. Por ejemplo, en el contexto de las célebres Siete Copas que habrán de verter otras tantas plagas contra quienes adversan o ponen en riesgo el imperio del Dios ahora cristiano, el Apocalipsis de Juan recoge la tremenda visión, según la cual, al final de los tiempos, “el tercer ángel vació su copa sobre los ríos y sobre los manantiales de agua, que se convirtieron en sangre y oí al ángel de las aguas que decía: ‘Tú, el que eras y eres, el Santo, eres justo al castigarlos de este modo, pues ellos derramaron la sangre de los santos y de los profetas y tú les has dado de beber sangre. Bien se lo merecían’”.[9]

Como puede notarse, la tradición monoteísta de raigambre judaica también se integra al orden de la conciencia humana sobre la canibalidad del mundo.

7. La denominada “dialéctica del señor y del siervo” tiene el aliciente teórico de conjugar la especulación pura con la procura de su anclaje en contenidos de la realidad social histórica. No es este el lugar para examinar con detenimiento la puntual descripción con la que Hegel trata de fundar “la verdad de la certeza de sí” de la autoconciencia, en su Fenomenología del espíritu. Hay un momento del proceso registrado por el filósofo alemán en el que, por fin, la autoconciencia desdoblada en sus dos posibilidades, señor y siervo, se reconoce en su identidad y en su otredad, en la medida en que ha superado, tanto la arrogancia de haberse aferrado a una libertad abstracta y desapegada de la vida como el menosprecio del siervo y su temor a la muerte, al tiempo que él mismo ha debido asumir el valor de la mediación de este en la inevitable satisfacción de sus necesidades materiales y de sus requerimientos de goce.

Esa etapa del juego dialéctico se cifra en el autorreconocimiento del señor en razón del reconocimiento que de él ha hecho el siervo. Pero esta parte del proceso comporta, asimismo, una reciprocidad: también el siervo se autorreconoce, en la medida en que es reconocido por el señor. La profunda intuición hegeliana de ese movimiento de constitución de una subjetividad libre, como se sabe, no evade un aspecto de gran significación existencial: el temor a la muerte. En el momento de la autoconciencia “siervo”, ese sentimiento opera como la experiencia de una limitación de poder, puesto que el señor dispone de la vida de su contraparte; algo de cuya certeza más vale no dudar, ya que la libertad abstracta del señor se aviene, en principio, con un desprecio de la vida propia y, por ende, con su tendencia a actuar según sus designios, aun a riesgo de perderla. En términos fenomenológicos, las vidas de los prójimos están en manos del señor, justo porque en el origen de su despliegue como conciencia no tiene el más mínimo apego a su existencia: prefiere ser libre por encima de cualquier exigencia de una voluntad ciega de vivir.

Sin embargo, el temor a la muerte también ronda en el curso de la autoconciencia “señor”, toda vez que también ella está inexorablemente atada a un orden de necesidades naturales, cuya satisfacción sólo puede ser obra de una autoconciencia en su modo de “siervo”. Para no abundar más en algo tan estudiado y para colocar este asunto en el centro de atención de este zigzagueante “atisbario”, viene al caso concentrar la atención en ese temor señorial. Hegel no da muestras de haberse percatado de ello –y si no fuese el caso, es claro que no le dio importancia–, pero se antoja evidente que se trata de un miedo a morirse de hambre, es decir, a no poder comer, por ende, a la incapacidad de matar, de destruir vidas para nutrirse, aparte de emprender acciones de transformación de cosas, de manera que prodiguen satisfacciones y placeres apetecidos por el cuerpo y el alma. Así, la autoconciencia “señor” se digna a acudir a los buenos oficios de la autoconciencia “siervo”, para que esta opere con efectividad en el plano de la interdevoración zoogénica universal. En realidad, para que el sujeto moderno se haga cargo de su lugar ante la canibalidad del mundo.

La conexión entre lo conciencial-especulativo con lo material- concreto, en Hegel puede comprobarse, por ejemplo, con una referencia histórica. La registra Norbert Elias con muy pocas palabras: en el siglo XVIII, en los tiempos de la configuración sistemática de una élite cortesana a instancias de políticas ad hoc impulsadas por el rey Luis XIV, en Francia, «la gran mayoría del pueblo francés interesaba a los aristócratas cortesanos sólo en su papel de sirvientes».[10] En su máxima expresión, el «señor» histórico procura insertarse en una prodigiosa intermanducación, recurriendo a la mediación del «siervo» igualmente histórico. En la idea del propia Hegel, «el señor se relaciona con la cosa de un modo mediato, por medio del siervo».[11]

Puede advertirse, entonces, que el trabajo –“la conciencia que trabaja”, en expresión de Hegel, – en su configuración moderna (y también contemporánea) es la dimensión de la existencia de la humanidad de los últimos tres siglos que realiza, de manera sistemática, altamente tecnificada, el oscuro proceso de fondo de la interdevoración universal.[12] Así como Hegel no alcanzó a proyectar su brillante intuición del ser y la subjetividad sociales al plano profundo de la canibalidad de la existencia, su discípulo indirecto, Marx, mostró la misma limitación, pese a la importancia que siempre tuvieron para su sistema teórico las constantes indagaciones sobre el trabajo, desde su juventud hasta la composición de El capital y obras colaterales de economía política.[13] En definitiva, nada ha impulsado la interdevoración universal con la intensidad y alcances con que lo ha hecho la lógica del capitalismo.

Sublimar la canibalidad del mundo

8. El hecho de la interdevoración universal es tan terrible que no puede menos que marcar hondamente a un ser tan frágil como el humano. Por eso, es intrínseca a la condición humana la tendencia a trascender el tremendo destino de la canibalidad del mundo.

Nadie con un mínimo de sensibilidad puede permanecer inerte ante algo así. Es frecuente observar cómo comunidades enteras forjan una recia caparazón de indiferencia, silencio, ocultamiento y tabú, que contribuye a una suerte de naturalización y normalización legitimadoras de una destrucción de vidas y de una violencia manducatoria que, con frecuencia, llega a la antropofagia. Se trata de un proceso asimilable a una socialización de la inconsciencia, que facilita una anestesia del alma y un tácito indulto de quienes día con día recurren a los métodos más brutales de obtención de nutrientes para mantenerse con vida.

Junto a tales modos de negar el horror evidente o de ‘mirar a otro lado’ cuando afloran sus manifestaciones, están las prácticas y los procesos destinados a trascenderlo, a colocarlo en un plano de elevación espiritual con efectividad legitimadora cercana a lo infalible; en suma: a trascenderlo, sublimarlo.

La sublimación de la canibalidad universal se da, cuando menos, como: a) sacralización de la matanza y la devoración, incluso cuando se trata de deglutir seres humanos; b) simbolización estetizante e ilusiva de lo mismo, tanto en el terreno de las relaciones interhumanas como en el de las expresiones artísticas y las elaboraciones teórico-ideológicas.

Ese juego naturalizado de negación y trascendencia –todo un sistema de claroscuros y espejismos– contribuye en mucho a hacer algo más soportable un mundo cimentado en la odiosa verdad que aquí nos ocupa.

9. Esos procesos de sublimación o trascendencia están destinados a fijar una distancia espiritual ante la incómoda y de por si demasiado cercana violencia de las actividades por las que podemos seguir viviendo, así como a superar las consecuencias que en potencia o en acto generan en el plano ético. Ese distanciarse del horror es, paradójicamente, un medio psíquicamente vital de ‘conectar’ con una realidad, no por literalmente tremenda menos inexorable y al que, por fuerza, estamos vinculados.

“el sacrificio está estrictamente vinculado a la sacralización de la función alimentaria, al hecho de que la vida se nutre de la vida”

La sacralización se presenta como el proceso de mayor efectividad legitimadora de la interdevoración universal. Consiste en conectar la violencia manducatoria con el orden de las más diversas potencias divinas. Algunas formas de sacrificio operan como medio para asentar una complicidad entre determinada divinidad y la humana voluntad de vivir, incluso cuando esta llega a adquirir la forma de una pulsión caníbal. Como acierta a precisar Daniélou, “el sacrificio está estrictamente vinculado a la sacralización de la función alimentaria, al hecho de que la vida se nutre de la vida”.[14]

Doble sublimación: el caníbal exquisito

10. […] En el fondo de toda pulsión artística puede estar la urgencia de poetizar–sublimar aquel primer nivel de respuesta existencial a la interdevoración universal (el modo primario, ingenuo, de condición caníbal), de forma tal que pueda obturarse toda eventual manifestación descarnada de lo inefable sublimado. De ahí el acontecer de una doble sublimación. Doble, porque en un segundo momento de trascendencia queda superada la relación directa, basta, con el mundo del comer y así se impone una distancia más amplia y honda entre el sujeto–objeto devorador–devorable y la cruenta dinámica de la manducación general. En ese segundo nivel, el datum innombrable es sometido a interpretación, impugnación, celebración, resignificación, teorización y tratamiento estético, procesos complementarios que ejerce un agente mucho más consciente y refinado –acaso también más ‘enfermo’, de acuerdo con una diagnosis de cariz nietzscheano–: el caníbal exquisito: el artista –poeta, en el sentido griego de la palabra–, el crítico –figura que incluye al teórico de la literatura–, el filósofo y el asceta.

Esos dos niveles de sublimación se corresponden con dos momentos de distanciamiento con respecto a la violencia inherente a la interdevoración universal. En una primera fase, los seres humanos toman distancia ante los procederes más naturales, ‘animales’, a ras de la brutalidad caníbal, en la procura de nutrición. En una segunda etapa, el arte, la crítica y tanto la praxis teorética como la ascética establecen una nueva distancia, esta vez ante esa nueva configuración de ese mundo específico, para posibilitar una segunda sublimación y alcanzar así un grado más alto de trascendencia.


Notas

[1] El género de los vegetales puede ofrecer un reparo contrafáctico a la potencial universalidad de la premisa de que comer y ser comido –interdevoración– es un destino ineludible para los seres vivientes. En verdad, hay vegetales que pueden vivir de los minerales y demás nutrientes que proceden directamente de la tierra, el agua, el aire y la luz. Al margen de las muy amplias dimensiones del parasitismo y de la importancia de los abonos orgánicos de procedencia botánica, en el reino vegetal –sin menoscabo de las excepcionales variedades carnívoras–, esa capacidad de nutrición no caníbal de muchas plantas no invalida en ellas la ley en virtud de la cual sus vidas se cimientan en la negación transformadora –por ende, destructiva a la par que constructiva– de vidas anteriores. Eso, sin tomar en cuenta el nivel de «pureza» –ausencia de animales y vegetales muertos y en descomposición– de los nutrientes regulares de tales árboles, arbustos y hierbas. También podría darse el caso de seres humanos que se alimentaran de minerales, vitaminas, proteínas… sintetizadas con los componentes químicos del caso en laboratorios. Aun así, sus vidas inexorablemente germinarían y se desenvolverían, a partir de la negación originaria y potencialmente constante de vida previa. Agradezco a Roger Bartra el haberme inducido a explicitar estas precisiones.

[2] A. Daniélou, Shiva y Dioniso, La religión de la naturaleza y del Eros, trad. de Manuel Serrat, Barcelona, Kairós, 3a. ed., 2006, p. 233.

[3] Cfr. ibid., pp. 233-234.

[4] A. Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, v. II (Complementos), pp. 399-400

[5] En general, con la palabra ‘canibalidad’, se designa aquí la condición de permanente interdevoración que determina las relaciones entre los seres vivientes, en una dináminica zoogénica, es decir, generadora o productora de vida por medio de la muerte. Así, la canibalidad es esencial al devenir, en el orden de los seres vivientes, al mundo general de la vida.

[6] Esta y las citas contiguas, procedentes del Antiguo Testamento, reproducidas en este escrito, proceden de La Biblia, Génesis. 1:26-31, pp. 6-7.

[7] La Biblia, Isaías 9:18, p. 660.

[8] Ibid., 49:26, p. 715.

[9] La Biblia, Apocalipsis 16:4, p. 600.

[10] N. Elias, La sociedad cortesana, p. 351.


[11] G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, p. 99.

[12] Ibid., p. 100.

[13] Aun cuando, por ejemplo, Carlos A. Jáuregui asevera que Marx «concibió el canibalismo económico por parte del capital» (Canibalia, p. 603).

[14] A. Daniélou, op. cit., p. 241.

©Trópico Absoluto

Josu Landa (Caracas, 1953) es doctor en Filosofía y profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado obras de teoría literaria: Poética (Fondo de Cultura Económica, 2002), Canon City (Afinita, 2010) y los compendios de textos Tanteos (Afinita, 2009) y Ensayes (Eternos Malabares, 2014). En el campo de la ética resaltan sus obras De archivos muertos y parques humanos en el planeta de los nimios (Arlequín, 1999) y Éticas de crisis: cinismo, epicureísmo, estoicismo (Fondo Editorial del Caribe, 2012). Entre sus poemarios, destacan Treno a la mujer que se fue con el tiempo (Arlequín, 1996), Estros: Antología Poética (Monte Avila Editores Latinoamericana, 2006) y Extinciones (Edición del autor, 2012 y 2014). Sus libros más recientes son Anafábulas (UNAM, 2013 y 2014) y Mundo Neverí (Monosílabo, 2018). Su trabajo mereció el Premio Carlos Pellicer de Poesía, en 1996, y la Orden Andrés Bello, en 1997.

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