Notas sobre el Cesarismo Democrático
Alvaro Contreras (Coloncito, Táchira, 1966) vuelve en este trabajo sobre las tesis de Laureano Vallenilla Lanz, que fueron dominantes en los estudios de la sociedad venezolana a comienzos del siglo pasado. En una conferencia pronunciada por Vallenilla Lanz, en 1911, Contreras encuentra el punto de partida para sugerir la existencia de una especie de lealtad doctrinal del autor de Cesarismo Democrático con “el positivismo finisecular”; y cómo “esta lealtad lo lleva a extraer no sólo una valoración negativa de lo considerado por otros escritores como ‘alma popular’, sino también a condensar en esta ‘alma’ todos los problemas imaginables que la sociología positivista de la época trataba de formular para comprender el origen de la nación”. En este escenario, se observa como estas tesis van a trasladarse a la literatura, para desde allí, con perspectivas diferentes, construir los fundamentos de “una analogía conflictiva entre el ethos de la guerra civil y la sociedad venezolana”.
Para Paula, en esta lejanía devorada de tristeza
1. Fábula sobre el cesarismo
El 9 de octubre de 1911, en el Instituto Nacional de Bellas Artes de Caracas, Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936) pronuncia la conferencia “La guerra de nuestra independencia fue una guerra civil”, texto de singular importancia dirigido contra el humanismo historicista del siglo XIX, presentando como tesis fundamental la pregunta por el sentido de la “revolución” independentista. La primacía del “determinismo sociológico” por sobre el histórico (1912:6) hace posible la consideración de la “guerra” como factor de “progreso” y “evolución” de la humanidad, pero también la evaluación del presente “estado social” (7) no puede comprenderse excepto como supervivencia de dos grandes “males”: el desierto y una república sin ciudadanos, dos fantasmas políticos de la literatura hispanoamericana decimonónica, dos espacios incógnitos perturbadores de las instituciones modernas.
Ahora bien, como herramienta teórica, ¿qué posibilidades de interpretación le ofrece el modelo de la “guerra civil” para pensar la evolución social? El texto de la conferencia tiene el interés de sugerir la lealtad doctrinal del autor al positivismo finisecular y cómo esta lealtad lo lleva a extraer no sólo una valoración negativa de lo considerado por otros escritores como “alma popular”, sino también a condensar en esta “alma” todos los problemas imaginables que la sociología positivista de la época trataba de formular para comprender el origen de la nación. En el modo de encarar la concepción y definición del alma popular (todo “sentimiento popular es impuro”) se manifiesta entonces en qué medida ya está presente el concepto de guerra civil, como si en el modo de operar crítico del autor, con la mirada puesta en la posibilidad de un alma acometida por sacudimientos violentos y arbitrarios, existiera una equivalencia formal de causa y efecto entre ambos conceptos: “El vaso donde se condensan los sentimientos de las multitudes tiene en el fondo un sedimento que toda sacudida puede hacer subir a la superficie y cubrir de una espuma de vergüenza el licor brillante y generoso” (25).
No se comprenden, parece decirnos el autor, los problemas nacionales si no se ha comprendido antes que todo intento por arribar a una explicación de la revolución tiene que ser también un intento por entender el rol de las pasiones en la conformación de la sociedad venezolana. Pensada como rebelión, la revolución se transforma en un cuadro patológico, un fondo genésico agitado por “instintos de asesinato, de destrucción y de rapiña” (26).
Parecen muy lejanos los tiempos (aunque sólo hayan pasado veinte o treinta años) en que los géneros literarios de la tradición (Teófilo Rodríguez), la leyenda (Arístides Rojas, Tulio Febres Cordero) se habían propuesto elaborar una noción de pueblo como fuente de consejas, narraciones y romances, y adonde el escritor acudiría para legitimar el proyecto de una escritura nacional. Como una verdadera lejanía, desde la perspectiva de la sociología positivista, debió resonar en el Teatro Caracas la representación en 1914 de la zarzuela Alma llanera (música de Pedro Elías Gutiérrez y letra de Rafael Bolívar Coronado) y la puesta en escena de sus nuevas hermandades: la espuma, las garzas, las rosas y el sol. Ahora, por más que se le siga dando el nombre de alma a esa constitución especial de lo popular, lo es sólo en un sentido vitalista, sin la primacía de una experiencia identitaria. A este sentido vitalista se refiere Vallenilla Lanz cuando habla de “montonera”, de “hordas”, de lo popular como un “fondo oscuro” (1919:173) donde se ha sedimentado ese “torrente incontenible” llamado “democracia” (1912:25) dominado por rencores, violencias, odios, bajos instintos, fondo constituido en una metáfora espacial y biológica, relevante para la argumentación del autor en cuanto allí le es posible encontrar el concepto de autoridad necesario para fundamentar un modo de gobierno.
Vallenilla describió con paciencia ese fondo insurrecto, tratando de dar a su reflexión una base de legitimidad sobre todo al ser presentada como clave para el ejercicio del poder: quién sepa leer e interpretar ese fondo, compuesto de elementos orgánicos y geográficos, se erige en gendarme necesario. Creaba de este modo lazos afectivos entre la figura del gendarme y la “horda”, formulando la idea de una historia social y política pensada como escenario de pasiones, de lo nacional como un relato de venganza, de una base irracional exhibida siempre en el rostro o en el carácter, rasgando cualquier apariencia de similitud entre el “hombre natural” de la teoría política y la barbarie de los “pueblos nómadas”, en fin, precisando que de la reconfiguración de las metáforas de autoridad era posible hacer emerger una nueva lectura del pasado.
¿Por qué entonces es importante la cuestión sobre aquellos actos derivados de ese fondo oscuro y sobre cómo capturar esa fuerza nómada excluida de la vida civil? Porque ella aclara dos aspectos teóricos centrales del libro: una teoría política del igualitarismo y la consideración de la guerra civil como paradigma de discordia y reconciliación (Agamben, 2015). Esta descripción puede ser considerada como la forma típica de una circunstancia enfatizada por Vallenilla Lanz: los llaneros, “Al pasarse de una a otra fila no hicieron más que cambiar de Jefe: en el fondo oscuro de su mentalidad y de sus afecciones, el Mayordomo Páez era el heredero legítimo del Taita Boves” (1919:173). Lo heredado en la “figura del jefe” es algo parecido a un dispositivo afectivo que permite mantener a los otros “al borde del pánico” (Lacoue-Labarthe, Nancy, 2014:30) y funciona a la vez como “lazo sociopolítico fundamental” (28). La razón profunda de la autoridad del “jefe” estaría en el ejercicio de su mayordomía, y su objeto privilegiado, en realidad su único objetivo: administrar los bienes de la casa, la nación. Dar cuenta de la guerra civil como “guerra entre hermanos” (1912:17), de las ruinas domésticas levantadas “por el torrente incontenible de la democracia” (26), implicaría la inclusión de la mayordomía en la categoría del cesarismo: para el autor, las mansiones familiares se transformaron en escenarios de pánico. Al menos en lo que concierne a la mirada de la historia social como espacio bélico, se podría considerar la pregunta de si la stasis, entendida según Agamben como “una soglia di indifferenza” (2015:23), no haría que se volviesen indiscernibles las figuras del hermano y el enemigo, “l’oikos e la polis” (íd.), dando paso a la imagen de una casa familiar acechada por facciones políticas. Pero entonces, ¿qué significa plantear la idea fundamental de la guerra civil como posibilidad permanente, idea justificada en una sociedad amenazada por la disolución? “Las pasiones, los instintos, los móviles inconscientes, los prejuicios hereditarios, tenían que continuar siendo en él [el pueblo] elementos de destrucción y de ruina, contenidos únicamente por los medios coercitivos de que tan ampliamente ha dispuesto el Jefe del Estado, sin sujeción posible a las soñadas garantías escritas en las constituciones” (1919:174).
Esta interpretación planteada en el libro en torno a la idea de un “fondo oscuro” actuando como singularidad en la formación de la identidad venezolana garantizaría la legitimidad de la continuidad del poder. No se explica la permanencia en el poder sólo como ambición del caudillo, sino como una demanda presente en “los instintos políticos del pueblo venezolano”
El límite del cesarismo como categoría de la teoría política se muestra en este punto: no podría elaborar una definición jurídica del Estado sino sociológica. Sólo porque existe un fondo instintivo inherente a la noción de pueblo, e igualmente se han constituido ya unas cualidades personales del jefe, es que puede plantearse la pregunta sobre aquello que hizo posible la figura del caudillo, o sobre sus fuentes de autoridad.
Cuando en este mismo año de 1919 Max Weber publica su conferencia “La política como profesión” (Politik als Beruf) señalando enfáticamente una concepción de la política como lucha por el poder, como acción estratégica, plantea en el mismo tono una reflexión sobre los medios utilizados por el Estado para “subsistir”, para que “los dominados acaten la autoridad” (84) y, seguidamente, esboza un postulado sobre los tres modos de legitimar la dominación: la tradición, el carisma y la legalidad (85). En la medida en que el “carisma” como fundamento de legitimidad del poder, como pieza clave en la “estructura de dominación” del Estado (86) debe cimentarse en criterios que están más allá de la costumbre y la legalidad, está obligado entonces a presentarse como forma de gobierno personal: se trata de relacionar los lugares del poder carismático (la religión y la política) con las cualidades personales del jefe, con la exigencia de identificar y reconocer los valores de su autoridad. La obediencia, según Weber, sería una cuestión de creencia (extendiendo el significado religioso de la palabra carisma).
Son estas cualidades excepcionales del jefe vinculadas a la persona física, como lo recuerda Weber, e inscritas en la descripción que del principio de autoridad había realizado la tradición biopolítica, las registradas y examinadas por Vallenilla Lanz. Cesarismo (de donde derivaría la noción de autoridad) democrático (que aludiría a la legitimidad del gobierno) durante más de un siglo ha propuesto imágenes que obligan a pensar al mismo tiempo las relaciones de poder efectivas, válidas, de donde proceden la fuente de autoridad y los vínculos del gendarme con ese “fondo oscuro”, con el pueblo, entendido no como cuerpo político ni como soberano, sino como “turba” (1919:187): el pueblo venezolano “se agrupaba instintivamente alrededor del más fuerte, del más valiente, del más sagaz, en torno a cuya personalidad la imaginación popular había creado la leyenda, que es uno de los elementos psicológicos más poderosos del prestigio; y de quien esperaban la más absoluta protección, la impunidad más completa a que estaban habituados” (276). Esta interpretación planteada en el libro en torno a la idea de un “fondo oscuro” actuando como singularidad en la formación de la identidad venezolana garantizaría la legitimidad de la continuidad del poder. No se explica la permanencia en el poder sólo como ambición del caudillo, sino como una demanda presente en “los instintos políticos del pueblo venezolano” (nota a pie de página, p. 279). La perdurabilidad del poder tiene entonces un doble carácter. Una de sus caras es la legitimidad; sobre ella Vallenilla concentra su interés: el destinatario asume el mandato porque lo desea internamente. Se habla entonces de “sugestión inconsciente” (276). La otra cara, derivada de la primera, es la estabilidad: aquí el tema central no es la pregunta por la mejor forma de gobierno sino la obediencia al César democrático, “representante y el regulador de la soberanía popular” (1919:303). No se cansa el autor de establecer constantes analogías entre estos dos momentos y la conservación de la autoridad carismática, o entre los rasgos del poder carismático como forma de poder personal y sus potenciales enemigos (los ideólogos, los partidos políticos, el parlamento).
Pero así como Vallenilla Lanz había derivado la autoridad de la interpretación positivista de un relato de venganza que no podía ser tramado ni en “estilo legendario” o épico (1919:75), el peruano Francisco García Calderón (1883-1953) en su libro Las democracias latinas de América (1912; ver especialmente el capítulo II, “Los caudillos y la democracia”), había intentado derivar el “carisma” del “déspota benéfico” de las esterilidad de las democracias hispanoamericanas (1987:54,87), y el cubano Alberto Lamar Schweyer (1902-1942), en su trabajo Biología de la democracia basado en los principios de una “filosofía de política biológica” (1927:133), proponía pensar el “espíritu anárquico” como producto del cruce de factores sociales y biológicos, surgiendo de la asociación anarquía-mestizaje la necesidad de un “dictador”, vencedor de ese espíritu de anarquía a través de “la sugestión o el terror” (86) o, simplemente, rodeando de “bayonetas la urna electoral” (89). El punto de partida fundamental de estas tesis políticas no se aleja del que ya había planteado en 1926 el mismo Vallenilla Lanz en su libro El sentido americano de la democracia: la sociedad pensada como “un organismo” administrado por “leyes semejantes a las leyes biológicas” (1991:205).
¿Cómo se debe entender entonces el concepto de democracia según esta apetecida “interpretación científica”? Para comprender el “sentido” de la “democracia americana” conviene atender a un hecho singular: según el autor, no se lo puede plantear en el terreno racional y legal; la “democracia igualitaria y niveladora” consigna “la necesidad de los gobiernos fuertes, capaces de establecer la disciplina y el respeto a la autoridad emanada del pueblo mismo” (188). Si se admite esta configuración biológica de la política, el problema democrático a resolver se plantea en cómo “graduar la libertad”, cómo “mantener el orden y sofrenar las ambiciones caudillescas” (188), suscribiendo la idea de “la alternabilidad” del poder como “fetiche” (193). Sobre esta base se desarrolla en su libro Disgregación e integración [1931] la misma argumentación: la “disociación” antropológica de la nacionalidad venezolana sería consecuencia del cruce de razas, una conclusión traducida en términos de “disgregación social y política” y, como efecto final, en la imposibilidad de crear “vínculos necesarios para unir a nuestros pueblos en un ideal común de nacionalidad y de patria” (1991:325). Así, su teoría de los “instintos políticos” (la “subordinación” a un caudillo, por ejemplo) o de la constitución “orgánica” de “nuestro pueblo” (“autocracia” y “sumisión absoluta”) se conforma a un postulado que exhorta a fijar como guía para historiadores y sociólogos: tener en cuenta “las aproximaciones biológicas que tanta luz arrojan sobre los hechos históricos” (235). Lo comentado por estos intelectuales sobre el surgimiento de un César democrático a partir de la postulación de un principio de autoridad elaborado como requisito de identidad entre el caudillo y sus seguidores, tendría la función de hacernos comprender que el tramado de ese organismo llamado sociedad, por un lado, y su estructura histórica-racial, por otro, no es contingente. Cómo traducir ese principio de autoridad en un estado de excepción en el que el poder carismático se aprehendiera como el correlato de una suspensión de la ley es, claro está, una cuestión diferente.
2. Narrativas de formación
Otros textos de la época, con perspectivas diferentes, irán a construir sobre estos fundamentos una analogía conflictiva entre el ethos de la guerra civil y la sociedad venezolana. Estas analogías están presentes en tres novelas publicadas un año después del libro de Vallenilla Lanz. Me refiero a En este país… de Luis M. Urbaneja A., Después de Ayacucho, de Enrique Bernardo Núñez, y El último Solar, de Rómulo Gallegos. Si esta guerra no es aquello, o sólo aquello, que hasta ahora suponía Vallenilla; si ya los argumentos empiezan a agruparse en torno a la formación del héroe novelesco y el destino de la nación; si en este aprendizaje surge algo inédito, ajeno, indócil a las tesis mismas del positivismo, esto significa que la historia no es necesariamente la misma y puede revelar por lo menos tres proyectos diferentes, comprobando así que resulta grotesco medir el significado de los acontecimientos actuales manejando sólo una escala de valores guerreros: entender, por ejemplo, el caudillismo a partir de una explicación fatalista y biológica de la anarquía (Paulo Guarimba), o las “hazañas” federales a partir de una teoría del resentimiento social (Miguel Franco) o el fracaso personal del último heredero a partir de su incorporación irracional a la guerra civil (Reinaldo Solar). Las virtudes de estos tres personajes están condicionadas por su naturaleza; tras sus pasiones amorosas y políticas hay una historia de sus orígenes.
Desde el título, la novela de Urbaneja Achelpohl alude a la fatalidad de un destino ineludible, señala la presencia de un código histórico y biológico que fundamentaría el comportamiento político pensado como azar, caos, obra de la fortuna, no como ejercicio y práctica de sujetos responsables, dotados de razón. Su protagonista, Paulo Guarimba, “era el último vástago de aquella cepa humilde” (1920:13) de campesinos al servicio de la familia Macapo, un “catire” (61) en quien “se han fundido tres ramas de la especie humana” (íd.), “alma, multiforme y anárquica”, “vasija repleta de perfumes y de venenos” (íd.). Esta necesidad de la novela de contar en clave biológica el pasado de los personajes, se vuelve justamente central cuando aparece el argumento de un fondo natural modificable, una cepa familiar capaz de mejorar o regenerar, por medio de intervenciones artificiales, su condición humana. La estructura de la trama es, desde esta perspectiva, la aclaración del principio de mejoramiento, bien se presente como imposibilidad (la presencia de rasgos somáticos y psicológicos que ni la voluntad ni la educación pueden borrar o suplantar) o como relato de formación (el triunfo o el fracaso relacionados con la potencia del medio y en menor medida con la voluntad personal). Si la contingencia de la vida civil encuentra su raíz última en los avatares de la acción pública y, por consiguiente, en lo imprevisible de una vida determinada por estratos (históricos y biológicos), podemos prever que la solución de Urbaneja al problema de la guerra como principio de inteligibilidad de la historia, tendrá la forma de una lógica del valor heroico responsable de unir, por un lado los “desafueros” y “crueldades” (163) propios de toda guerra civil, y por otro, las posibilidades de un caudillo pacificador, protector de los humildes, “querido de las multitudes” (283), de “voluntad fuerte y confiada” (íd.).
En cuanto a la novela de Núñez, en la construcción del destino personal de Franco, su protagonista, hay cierta fatalidad biológica (es hijo de india y zambo) encargada de explicar su carácter rencoroso, mentiroso y ambicioso. En el campo de batalla es presentado como un cobarde, tratado con ironía y humillación por el narrador al observarlo actuar en situaciones que exceden el ridículo: “El humo cubre la escena y extiende una noche sobre el campo. ¿A qué seguir entre el pavor de la carnicería al héroe de esta real historia, flor de capitanes y trasunto fiel del heroísmo antiguo?” (1920:168). Franco, “paradigma de valor”, (173), “prócer” (179) de la Guerra Federal, supone la confirmación del modelo organicista, al ser un personaje marcado por sus instintos predatorios y por el deseo de consumir todos los bienes materiales y simbólicos representados por Gaspar Montenegro, propietario de la comarca. Si no puede resistirse al saqueo, al pillaje y a la crueldad, es por la simple razón de que esas cosas le encantan. De esta manera, Núñez destruye la vieja historia de la guerra civil como relato de formación, mostrando a través de esa farsa heroica lo disforme de la guerra y dejando al descubierto, a través de la parodia, lo no dicho u ocultado por la tradición y el relato nacionalista.
Otros textos de la época, con perspectivas diferentes, irán a construir sobre estos fundamentos una analogía conflictiva entre el ethos de la guerra civil y la sociedad venezolana.
En Reinaldo Solar, protagonista de la novela de Gallegos, resuenan como síntesis de fracaso todos los planes de “regeneración moral” y “mejoramiento espiritual” imaginados por los jóvenes intelectuales del momento. Si bien la trama de la herencia en términos biológicos y económicos tiene un lugar decisivo en la argumentación novelística, sin embargo las preguntas por lo heredado tienen un motivo más profundo. Gallegos, al retomar la fábula finisecular de la novela del artista, rompe con esa tradición al presentar personajes no degenerados sino fracasados: a todos los caracteriza la esterilidad de sus sueños. El narrador acompaña con cierta condescendencia los avatares y bandazos, mentales y físicos de Reinaldo y sus amigos poetas, pintores, abogados; nos cuenta la posición ideológica de algunos de estos jóvenes, hartos de los sociólogos y sus balances positivistas. En una reunión de la Asociación Civilista organizada por el protagonista, especie de club frecuentado por la “flora intelectual” del país, el narrador atisba a un grupo de sociólogos “de esos que desempeñan en las ‘jóvenes democracias’ el papel de los antiguos arúspices, sustituyendo la voluntad de los dioses por el ‘determinismo de la historia’, las leyes del ‘proceso evolutivo’, las ‘características de las razas’, etcétera, por debajo de cuyo pulido aspecto científico se dejaba ver algo intranquilizador como la punta de un revólver de largo alcance bajo el paleto, hecho a la moda de París, de un pendenciero de barrios bajos” (1920:237). Para Reinaldo, toda “revolución armada” es fraude, estafa, “barbarie”, pues representa “una forma violenta de evolución democrática”; no habla por lo tanto de la violencia de la guerra civil, sino de la violencia fundada por el caudillo: “No creo que se pueda afirmar que una montonera armada es el grupo representativo de nuestro estado social” (195).
3. La cuestión democrática
El problema de la relación entre gobernar según la voluntad y criterios personales, y una teoría del pueblo transformada en ideología, no se agota en la presentación de un arte de gobernar que ha abandonado cualquier referencia a la posibilidad de una convivencia civil. En la reflexión sobre los criterios invocados para legitimar una autoridad, la actitud de Vallenilla consiste en atender la inclusión de unas prácticas (la guerra civil), unas instituciones (el caudillaje) y unas reglas (las normas derivadas de la voluntad del caudillo). Así como no hay posibilidad de una crítica racional de nuestros deseos (entendidos por el sociólogo como los hilos de una trama biológica), ni de plantear preguntas relativas al concepto de libertad, tampoco es aceptable sugerir la discusión por la mejor vida posible. En estos términos, el esquema de preguntas y su significación teórica presuponen el peso del determinismo positivista. Conforme a tal interpretación, el problema del realismo político de Vallenilla no es tan solo la consideración sombría de la naturaleza humana, sino la imposibilidad de imaginar un comportamiento altruista del individuo. Dado el modelo de guerra civil con el que Vallenilla Lanz opera –según el cual la relación entre impulsos instintivos y acción política es causal– puede advertirse el propósito de formular una definición de pueblo, no percibido como soberanía sino determinado como fuerza irracional, así como plantear una teoría del caudillo donde el análisis de la originalidad de su poder derivara de su no “sujeción” al orden jurídico, de la suspensión de “las garantías escritas en las constituciones”. Dicho de otro modo, el autor precisa sostener no tanto que un régimen es cesarista en la medida en que impone el orden y el control como poder, o que la democracia como forma de gobierno se capta en las “miserias” y “horrores” (conceptos hobbesianos) de la guerra, cuanto que la propia naturaleza de la sociedad venezolana imposibilita la creación de una vida civil. Sin embargo, debe subrayarse un aspecto: el significado de esta naturaleza designa una pura realidad biológica, por lo tanto el sentido de gobernar fuera de las constituciones jurídicas remite a un demos considerado como organismo y no como noción jurídica y política.
Ahora bien, ¿qué significa traducir la democracia en términos biológicos o, desde otro horizonte, posesionarse de referentes biológicos para comprender y definir la democracia? Quiere decir presentar el lenguaje político como el momento culminante de una naturaleza humana reducida a sustrato orgánico, quedando así justificadas las constantes analogías entre instinto y raza, “gérmenes anárquicos” y pueblo, fuerza irracional y democracia. En la medida en que se radicaliza este proceso de biologización de la democracia, cancelando otros lenguajes de la vida política, emerge como necesidad la figura del gendarme, salvaguarda de la vida de la nación, defensor del pueblo, responsable de la sobrevivencia del bíos colectivo. Bastaría traducir estos principios de necesidad y seguridad al lenguaje de la vida biológica de la democracia para ver cuánto hay de oportunismo y barbarie en esa concepción de la vida como sobrevivencia, en los argumentos invocados para sostener la selección del enemigo, o en los planes de seguridad nacional gestionados como dispositivos para producir muerte.
En pocos textos como en Cesarismo democrático se puede leer con tanta precisión las marcas representativas de una formación intelectual cuando habla de paz, orden y seguridad, conceptos que, como ya había puntualizado Mijares en su refutación de las doctrinas sobre anarquía y caudillismo, eran presentados como acciones benéficas del caudillo:
“el don inapreciable que el caudillo –según sus secuaces– está destinado a conquistar para su patria es la paz” (1952:22), una “sedicente paz” impuesta “por medio de sangre, torturas y confiscaciones”. (23)
La referencia biopolítica a los “gérmenes anárquicos” justifica así la consideración de la guerra civil como elemento definitorio de las relaciones de poder y, al mismo tiempo, anuncia una estrategia teórica fundamental del libro: plantear la sujeción al Jefe como una solución al conflicto ley-instituciones. Es en esta fase de integración y desintegración de las “células” (Vallenilla Lanz, 1919:250) que la fuerza unificadora del Jefe se presenta irresistible para esas “hordas bárbaras sin sujeción a ninguna autoridad” (122), descubriendo Vallenilla Lanz en el fondo de esa sujeción la naturaleza de la política.
© Trópico Absoluto
Bibliografía consultada
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Alvaro Contreras (Coloncito, Táchira, 1966), es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Valencia (España). Profesor titular de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Los Andes (Mérida, Venezuela). Ha publicado Un crimen provisional. Relatos policiales de vanguardia (Bid & Co, 2006), Escenas del siglo XIX. De la ciudad letrada al museo silvestre (Universidad de los Andes, 2006), Estilos de mirar. Ensayo sobre el archivo criollista venezolano (Editorial Equinoccio, 2012).
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