Sobre algunas nociones de la historia y su reverso
Como en pocos países, por no decir que no conozco otro, la historia es en Venezuela un recurso argumental de uso común en los temas que tocan acontecimientos de la política actual. Sin que interese demasiado si los hechos que se citan son ciertos o pertinentes, hay una fe historicista que haría feliz a Benedetto Croce, y que suele justificarse por la necesidad de encontrar en el pasado explicaciones de utilidad para el presente.
Esto implica, a la vez, aceptar la antigua noción de la función pedagógica de la historia, la “magistra vitae” de Cicerón, repetida a lo largo de los siglos como apotegma que pocos cuestionan. Una noción que a su vez contiene la idea de una verdad histórica sólida, unívoca, una especie de juicio apodíctico, el juicio de la historia o la palabra de la historia; como decir la última palabra, la que pone candado al pasado. También se escucha con frecuencia que “la historia se repite”, o la repetimos porque la historia es la esencia de lo que somos, de lo que se infiere que somos lo que fuimos. Y una variación de esta, también citada con frecuencia, aquello de que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla, frase de paternidad compartida por Napoleón, por Marx y por el filósofo español-americano Jorge Santayana.
Todo un ramillete de ideas contradictorias, aunque cada una por su lado nos dice algo parecido: la historia es un vademécum que hay que consultar para ayudarnos a resolver los retos del presente. ¿Cómo? Atendiendo sus enseñanzas, repitiendo lo bueno y evitando lo malo, acumulando méritos para salir indemnes ante el “tribunal de la historia”. Sin duda, esto obligaría a los políticos a una consulta constante del vademécum y también al ciudadano común, al menos para evitar una mala decisión ante la urna electoral. Tomar las decisiones con base en las lecciones de la historia, una muy difícil práctica, puestos a escoger qué lecciones del inabarcable pasado conviene aplicar. En lo que, probablemente, habría mucha disidencia.
Una fuente de apoyo para reflexionar sobre estos temas puedo identificarla con una de las primeras lecturas de los comienzos de mis estudios de historia. Es un libro que, desde su primera edición en español, en 1952, ha sido uno de los más leídos, sobre todo como obra de iniciación entre estudiantes de historia, aunque no estoy segura de que siga siendo así actualmente. Por muchas décadas tuvo una enorme difusión, gracias a una legión de entusiastas lectores ajenos al oficio que pudo conocer en sus páginas los problemas que enfrentan los historiadores en su oficio. Páginas que son a la vez testimonio personal, testimonio de una época y testimonio de la disciplina. Inicialmente fue conocido con el título Introducción a la Historia, y desde los noventa con la traducción exacta de su título original: Apología por la Historia, o el oficio del historiador. Circula desde entonces en la edición enriquecida con manuscritos de su autor, el historiador francés Marc Bloch (1886-1944), que se perdieron en la Segunda Guerra Mundial y fueron localizados años después de su primera edición.
Marc Bloch fue un medievalista francés, iniciador de la historia de las mentalidades con su obra de 1924 Los reyes taumaturgos; también creador, en 1929, junto con otro historiador francés, Lucien Febvre, de la revista Annales d’Histoire économique et sociale, y, por lo tanto, uno de los fundadores de la corriente renovadora de los estudios históricos más importante del siglo XX, conocida como la Escuela de los Anales. Fue uno de los historiadores más influyentes de ese tiempo, pero no sólo por su fundamental obra académica, sino porque su vida estuvo vinculada con episodios centrales de la época. En 1941 fue despojado de su cátedra de historia económica en la Sorbona por los decretos del gobierno de Vichy, que iniciaron la persecución sistemática de los judíos. En los años de la ocupación alemana entró en el movimiento de la resistencia y creó los comités de liberación en Lyon; perseguido por los nazis, fue finalmente capturado por la Gestapo en 1944 y fusilado el 16 de junio de ese año.
Apología por la Historia, el último trabajo de Bloch, quedó inconcluso precisamente por la opresión de su vida en esos años. El trabajo fue escrito sin materiales a la mano, porque sus libros y papeles habían sido confiscados, de modo que es el dictado de su experiencia y de su saber acumulado. No es una obra de narrativa histórica, ni un texto duro de metodología, sino sobre el oficio del historiador. En sus páginas se aprecia la sabiduría de quien escribe después de una vida dedicada a estudiar, a enseñar, a explicar las sociedades de épocas pasadas. Pero no es una sabiduría libresca, sino la de un historiador profundamente involucrado en el drama de su tiempo, capaz, sin embargo, de escribir en medio de las peores amenazas de la guerra, cuando era perseguido por su condición de judío y comunista. Bloch fue avanzando en un manuscrito que se entrelaza con su vida sin dar cabida, más que la necesaria, a las circunstancias amargas del conflicto que vivió; sin saber si algún día se publicaría (de hecho, no alcanzó a verlo publicado), y sin saber que sería el testamento de su experiencia como historiador.
En el libro Marc Bloch recuerda una conversación con el historiador belga Henri Pirenne, también medievalista, en la que este le dijo: “Si yo fuera un anticuario no tendría ojos más que para las cosas antiguas […] Pero soy historiador. Por eso amo la vida”.[1] Bloch reafirma que: “En efecto, esta facultad para aprehender lo vivo es la principal cualidad del historiador”, y agrega que esa aptitud o cualidad no es otra cosa que el gran esfuerzo, de imaginación, que debe hacer el historiador para restituir en los textos “el estremecimiento de la vida humana”, y también para compensar los silencios del pasado, es decir, las lagunas de información.
Pero esa facultad no es “un don de las hadas” –pese a que Bloch sospecha que en algún momento lo fue–, es la experiencia de vida lo que cuenta. Explica cómo, por ejemplo, si bien había leído y escrito acerca de guerras y batallas, no tuvo una cabal comprensión de lo que significa la derrota o quedar cercado por el enemigo hasta que vivió esas circunstancias en la Primera Guerra Mundial.
Este asunto de la relación de la vida con la historia, es uno de los más antiguos temas de reflexión, de donde arranca la famosa frase de Cicerón que califica a la historia como “magistra vitae”, es decir, la historia como vida pasada, de la que se desprende una experiencia traducible en lecciones para el futuro. Con demasiada frecuencia, sin embargo, el pasado es usado como argumento justificador antes que como experiencia aleccionadora.
En la conversación entre Pirenne y Bloch, ninguno de los cuales atribuye virtudes aleccionadoras a la historia, esa relación aparece como de doble vía: por una parte, el historiador debe descubrir lo vivo en la historia, es decir, que el pasado cobraría vida en el discurso histórico. Y por otra parte, la vida vivida en el presente es un recurso para comprender la historia.
¿Existe el pasado como historia?
En las citas anteriores Bloch se refiere a la historia como lo que hacen los historiadores, aunque a veces emplea la palabra como sinónimo de pasado. Pero ¿qué hacen los historiadores?
No parece haber misterio en la respuesta: los historiadores se ocupan de los hechos y procesos sociales ocurridos en un tiempo pasado, más lejano o más cercano, que ha dejado huellas, pero no tiene existencia real, es tiempo muerto, sin vida. Sin embargo, la respuesta, después de todo, encierra cierto misterio porque el trabajo del historiador, como destaca Bloch, se vale de la imaginación para bucear en el pasado, para darle vida, una nueva vida, a los episodios que persigue. ¿Cómo lo hace? A través del discurso elaborado con los recursos del oficio, ciertamente, pero también con los de su propia experiencia vital.
El historiador emplea la imaginación de manera controlada para elaborar explicaciones que, por lo general, no están en los documentos. Son elaboraciones que imaginan relaciones a las que da valor explicativo. ¿Por qué Venezuela tuvo al inicio de los dos últimos siglos las dictaduras más prolongadas de su historia? ¿Por qué el primer régimen dictatorial de la historia venezolana se impuso en el siglo XX? ¿Por qué duró tanto la dictadura de Gómez? ¿Por qué cesó en 1935? Y la respuesta no es porque Juan Vicente Gómez murió en el poder. ¿Por qué fue seguida de una transición no traumática que abrió un rápido camino democrático y modernizador?
Ningún documento da explicación a esas preguntas, o tantas otras. En historia para explicar hay que atar cabos y los hilos se tejen con datos, pero también con imaginación. Este recurso entra en acción, sobre todo cuando faltan datos, porque no existen o porque no están disponibles, para dar una explicación a situaciones, reacciones, acciones o falta de ellas, o para lo que parece racional y lo que en muchas ocasiones no lo es.
El historiador construye con recursos discursivos una estructura que da significado a las huellas o restos dejados por la acción de los individuos y sociedades de otros tiempos. Y esa construcción, o construcciones, es lo que llamamos historia. La labor del historiador completa así el famoso doble valor semántico que se da a la palabra historia, sobre el que llamaron la atención los historiadores alemanes del siglo XIX: historia, como hechos del pasado, res gestae, y como saber, rerum gestarum, como representación de esos hechos mediante un procedimiento cognitivo e interpretativo. Una falsa anfibología, como se verá.
En un sentido material estricto sólo existen los libros o los escritos de los historiadores sobre el pasado. Esa es la historia y los restos del pasado, papeles, escritos e imágenes, conservados y clasificados, o no, en archivos, en museos, en bibliotecas, y en arcones olvidados, también otros materiales, arqueológicos o testimonios arquitectónicos y orales. La labor del historiador los convierte en fuentes para la investigación, son los ladrillos, con los que se fabrica la historia. Por otra parte, sin esos restos, que seguirían existiendo como tales aun si no hubiera historiadores, no tendríamos historia. La historia es posible cuando esos restos materiales, testimonios, documentos, son leídos, organizados, interpretados y analizados, e integrados en una trama significativa del pasado, siguiendo preceptos metodológicos y aplicando determinados criterios y categorías.
Por la fuerza del lenguaje, inevitablemente hablamos de historia como si fuese una realidad autónoma, resguardada en el pasado. Es inevitable que todo el cúmulo de referencias al pasado que recibimos a través de lecturas, en conversaciones, en imágenes, fijas o móviles, en la literatura, y no sólo en los libros de historia, nos han creado el hábito de pensar en el pasado como si fuera un mundo real que habita en algún lugar recóndito, tal vez en un espacio inmaterial similar al de la nube cibernética. Tanto para los historiadores como para los que no lo son, el imaginario del mundo histórico puede ser tan fuerte como el mundo real.
Hay que decir que Marc Bloch no llegó a sostener que la historia existe sólo en el discurso histórico, aunque implícitamente puede entenderse que no hubiera negado esto. Pero en su tiempo no era central el debate sobre el tema y, en una Europa asolada por dos tremendos acontecimientos históricos, las dos guerras mundiales, que los historiadores todavía no procesaban, nadie hubiera postulado la idea de que el mundo histórico se fundía en el discurso.
Por otra parte, la polémica no está zanjada. En las últimas décadas del siglo pasado, en el contexto del pensamiento postmodernista, cobró fuerza el debate sobre cómo entender la relación entre el historiador y su objeto de estudio. Apartando los matices, hay dos grandes posiciones. Una que algunos llaman nominalista sostiene que el pasado no existe, es decir, no existe como una estructura coherente, y es sólo un conjunto de nombres y datos que cobran vida imaginaria a partir de las preguntas que el historiador formula desde el presente. La otra posición, que algunos denominan realista, considera que el pasado es un mundo real que corresponde al historiador restaurar mediante los procedimientos de su oficio.[2] El mundo histórico existe y el historiador es sólo un lector, o un intérprete. Como un músico ante una partitura, el historiador lee y descifra las fuentes documentales, la evidencia de que la historia es un ente real, para componer el discurso histórico.
En estas dos posiciones hay extremos que, tal vez, se dan más radicalmente entre los nominalistas. Entre los realistas, es una referencia la posición del historiador alemán del siglo XIX, Leopold von Ranke (1795-1886), uno de los pilares de la historiografía positivista y del historicismo. La historia, sostenía, hay que escribirla “como realmente fue”. La tarea del historiador es reunir los documentos y presentarlos como la verdad histórica, ya que el pasado habla por sí mismo. Esta es una concepción que cayó en desuso por las fuertes críticas al positivismo y por la conciencia del proceso de construcción del pasado que involucra el trabajo histórico.
Entre los historiadores etiquetados como nominalistas, hay historiadores como el británico Keith Jenkins (1943-) que niegan totalmente la existencia de una verdad histórica, o de una lectura única de los hechos pasados. Para Jenkins no hay una historia, sino tantas historias como historiadores. En realidad, lo que hacen los historiadores no es historia sino historiografía, un “discurso cambiante”, una construcción lingüística que es diferente del pasado. Lo que llevado al extremo, supondría la negación de la disciplina como conocimiento acumulado del pasado, puesto que cada libro de historia nos daría una lectura distinta y singular de ese pasado.[3]
El desacuerdo de los historiadores en cuanto a la relación entre su quehacer y el pasado es añejo y persiste. Pero nada de esto permea al gran público y menos cuando la historia se tiene como un referente sólido en la búsqueda de certidumbres para el presente.
La historia del presente. El tiempo y la memoria
Puede decirse que el tema de la relación entre historia y vida tiene que ver más con el presente y menos con el pasado, entendiendo que el pasado es un tiempo ya cerrado. Aunque aquí hay también lugar para el debate, porque los cierres en historia no son siempre completos, por diversas razones. Pero no vamos a entrar en esa discusión. Entonces preguntamos ¿qué pasa con los hechos del presente que forman parte del ciclo vital del historiador, como experiencia propia o como memoria? En otras palabras ¿cómo influye el presente, o qué papel juega la vida que vive el historiador en su labor?
Aquí tenemos varias aproximaciones. Por una parte, desde hace varias décadas cobra importancia como forma historiográfica la llamada “Historia del presente”, como es manifiesto por la gran cantidad de títulos que contienen esa expresión. Esta perspectiva, que rompe con el paradigma aceptado desde el siglo XIX de que debe existir una distancia temporal entre el historiador y su objeto de estudio para asegurar el equilibrio del análisis, es en la actualidad otro de los debates centrales en historia. Se habla de “historia inmediata”, de “historia coetánea”, de “historia vivida”, nombre éste que usa el historiador español Julio Aróstegui.
La polémica en relación con este relativamente “nuevo” desarrollo historiográfico es múltiple: epistemológica, ética y política. Hay historiadores que niegan la posibilidad de una historia del presente, con objeciones diversas que van desde las dificultades de acceso a la documentación sobre hechos muy recientes y de elaborar conocimiento de procesos en curso, hasta acusaciones de usar la historia con fines políticos o de revancha. Para algunos historiadores esto no es otra cosa que periodismo con notas a pie de página. Por lo que podría pensarse que la historia del presente está condenada a ser un anacronismo, porque lo que hoy es presente dejará de serlo en unos años.
Pero incluso entre los que la aceptan y entre quienes la escriben hay diferencias sobre la definición de la historia del presente, en cuanto a sus procedimientos y en cuanto a sus fines, e incluso acerca de los límites cronológicos. Es decir, cuándo comienza el presente, o, en otras palabras, cuánta cercanía es admisible sin perturbar la necesaria perspectiva temporal. Un elemento que se considera un componente de legitimidad fundamental del trabajo del historiador.
En Francia, donde se fundó en 1978 el Instituto de Historia del Tiempo Presente en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS), el primer objetivo de investigación fue el estudio de la Resistencia en la Segunda Guerra Mundial, el régimen de Vichy y la colaboración con el nazismo. Los historiadores volvían sobre estos polémicos años de la historia de Francia, poco más de tres décadas después, cuando las heridas de esa época estaban todavía abiertas.
Precisamente, la Segunda Guerra Mundial parece ser el parte aguas que marcó en el siglo XX la conciencia de que comenzaba una nueva era. Esto significó para algunos historiadores, como advirtió el británico Geoffrey Barraclough, que el inicio de la llamada Historia Contemporánea debía ajustarse a una nueva cronología. Pero el debate sobre la idea de contemporaneidad es diferente de la polémica sobre la Historia del Presente, entre otras cosas, porque se ha mantenido en un plano más teórico.
Quizá una de las más precisas definiciones de la idea del presente la dio una historiadora argentina, María Inés Mudrovcic, que la refiere a los “recuerdos de al menos una de las tres generaciones que comparten un mismo presente histórico”.[4] El presente comprendería entonces un lapso de 80 ó 90 años, en el cual conviven tres generaciones expuestas a “las mismas experiencias e influenciadas por los mismos acontecimientos”. El lapso puede ser menor, como en el caso citado de la historia de la resistencia francesa. El caso de los hijos perdidos de los “desaparecidos” durante la última dictadura militar en Argentina, ilustra el punto de las tres generaciones, porque las abuelas, las madres de los desaparecidos, son las que buscan a sus nietos perdidos. Es este el caso de una historia del presente que está en construcción en un doble sentido: porque siguen apareciendo esos “niños perdidos” es un pasado-presente en desarrollo, y porque el trabajo del historiador se replantea con cada nuevo testimonio representado por cada nuevo hallazgo.
Pero al aceptar como campo de estudio el recuerdo de lo vivido, se admiten como historia los conflictos de una época, los hechos que son parte de la Memoria Histórica. Hay una relación tensa de la Historia del Presente con la Memoria Histórica, e incluso una discusión acerca de si en definitiva no se trata sino de una coartada de la Memoria para legitimarse como conocimiento histórico. La Memoria Histórica es el recuerdo elaborado sobre sucesos recientes, y, por lo tanto, directamente relacionados con la sociedad actual.
Por lo mismo, la Memoria tiene un componente emotivo en correspondencia con la cercanía a los hechos, con el recuerdo vivo, y no responde a ninguna exigencia epistemológica o de verdad. Eric Hobsbawm cita a Agnes Heller que dijo: la historia habla de los hechos que suceden vistos desde afuera y la memoria habla de lo que sucede visto desde adentro.
El tema es espinoso, porque el contenido de la Historia del Presente es el pasado reciente que incluye en algunos casos los presentes traumáticos, los llamados “pasados que no pasan”. En países latinoamericanos, como Argentina o Chile, son las dictaduras militares, la represión y los desaparecidos; en España la Guerra Civil y la dictadura de Franco; en Alemania el nazismo y el holocausto. En Venezuela tenemos dos presentes muy vivos y polémicos, que la Memoria Histórica está procesando con el enorme peso de la virulencia de las dos últimas décadas.
El desafío que se plantea es superar la tendencia a juzgar, para concentrarse en comprender y explicar cuál es, en definitiva, la tarea del historiador. Y allí está la dificultad, ¿cómo comprender y explicar el nazismo y a un personaje como Hitler? ¿Cómo hacerlo cuando sus víctimas son el testimonio vivo de ese demencial experimento de poder? Y, sin embargo, se está haciendo, incluso a riesgo de que al historiador se le acuse de tener simpatías, por aquello de que explicar los hechos puede entenderse con justificar. Habrá que hacerlo en Venezuela, tal vez sin esperar a que las aguas se calmen totalmente.
La Historia del Presente, en tanto se ocupa de unos hechos que se corresponden con la vida del historiador, quien actúa como un observador participante, tiene un componente de fuerte subjetividad en la definición del Presente, que en buena medida depende de la edad del historiador. Es decir, si hablamos de tres generaciones, es evidente que el abuelo, el hijo y el nieto comparten un presente que, sin embargo, es diferente para cada uno de ellos. El abuelo está leyendo las últimas páginas, el padre está a la mitad del libro y el hijo en los primeros capítulos.
Eric Hobsbawm hace unas observaciones interesantes sobre esto, con referencia a su propia biografía. El nació en 1917 y escribe sobre lo que llama el “siglo corto”, el XX, que históricamente se inicia en 1914 y termina en 1991, un período que se corresponde con su vida, de modo que se refiere en gran medida a hechos que forman parte de sus recuerdos, es su memoria histórica personal. Pero escribe para un público más joven que tiene una percepción distinta del tiempo histórico, como pudo comprobar en una de sus clases de postgrado en la New School of Social Reasearch, de Nueva York. Un estudiante, evidentemente joven y desinformado, le preguntó si la expresión “segunda guerra mundial” significaba que había una “primera guerra mundial”. Esto lo llevó a meditar que para algunos de sus estudiantes hasta la guerra de Vietnam “forma parte de la prehistoria”.[5] Es decir, que cada generación tiene una particular experiencia de vida y, por lo tanto, una distinta percepción de la dimensión del presente. Para Hobsbawm el presente comprende casi todo el siglo XX, para un joven historiador en sus treinta el presente cabalga entre dos siglos.
¿Qué valor tiene la Historia del Presente si se refiere a hechos que están en el recuerdo de la gente? Esos hechos forman parte de la memoria viva que no requeriría de libros de historia para conocerlos. Por otra parte, el conocimiento del testigo siempre es incompleto, sin dejar de mencionar que conocer no es necesariamente comprender. Pero el historiador debe comprender y explicar, controlando la tendencia a juzgar, y en ese sentido la única forma de reconocer valor histórico a la Historia del Presente sería si el historiador puede ubicar la experiencia vivida en la larga duración histórica. Es decir, explicar las relaciones de la historia vivida con la historia pasada, para establecer unas coordenadas orientadoras. Al modo de los mapas que, en la era anterior al GPS, ayudaban al caminante y le indicaban “Usted está aquí”. Una historia así entendida permitiría saber qué camino no tomar
Pero hay otra dimensión del presente, como experiencia vital acumulada, que no tiene que ver, o por lo menos no necesariamente, con la forma historiográfica Historia del Presente, sino con la historia en general. Se trata de la preparación que la vida vivida le da al historiador para entender cómo funciona la historia, y para replantearse algunas lecturas del pasado. Y aquí retomo la primera noción a la que me refería al comienzo. La experiencia de vida es en historia, como en todas las especialidades que tienen como centro de reflexión y de estudio el acontecer humano, un recurso iluminador.
La vida permite afinar las competencias que puede alcanzar el historiador para desempeñar mejor su oficio, pero no sólo la competencia intelectual que tiene que ver con las herramientas propias y complementarias para la investigación, sino la que potencia la sensibilidad para entender mejor aspectos como la temporalidad, la naturaleza humana, el papel de las ideas y de los hechos, los errores, los fracasos y los logros. La vida vivida permite que la visión del pasado se vuelva menos libresca y más próxima a eso que Bloch llamaba descubrir la vida en el pasado. Esto, desde luego, se aplica a cualquier época del pasado, lejano, remoto o reciente.
En su Historia del siglo XX, Hobsbawm refiere que su vida ha transcurrido en muy diversos países, y que conocer gentes y lugares le ha ayudado enormemente en su labor de historiador. Volver a la misma ciudad treinta años después le da “la idea de la velocidad [del tiempo] y la escala de la transformación social en esos años”. Observar y escuchar, evocar el recuerdo de una conversación que quedó en su memoria, son experiencias que reconoce como recursos que ha podido aplicar para entender mejor algunos fenómenos.
Una experiencia personal confirma esa percepción. Después de muchas décadas, el viaje a la Patagonia norte argentina, donde viví mi infancia, me enfrentó con un retrato en tres dimensiones del tiempo: había lugares y personas que simplemente habían envejecido y podía asociarlas directamente con aquel tiempo muy lejano, otras que recordaba pero habían cambiado mucho en el tiempo, y otras que sin duda eran totalmente ajenas a mi experiencia. En ese viaje el tiempo se incorporó a los recuerdos, algo de lo que nunca antes había tenido conciencia, cuando eran sólo un conjunto de imágenes congeladas en mi mente.
Sin duda, cuando hablamos de vida y de experiencia y lo referimos a la capacidad para interrogar a la historia y a cómo se va afinando la sensibilidad para comprender, tenemos como referente al historiador formado para establecer esa relación. Las ciudades, los cambios del paisaje urbano, por ejemplo, le dan a un historiador información o percepciones que puede entender y aprovechar en función de sus intereses, que tal vez no sean los mismos de quienes no tienen un interés activo en la historia.
Por otra parte, la vida vivida es la gran inspiradora de los replanteamientos que la mayoría de los historiadores se hacen de cara al pasado, reciente o lejano. El presente nos reta constantemente para sopesar con sentido crítico algunas nociones que se aprenden en los libros, o la lectura de ciertos hechos, o la visión que creemos definitiva de ciertos problemas. Muchos de los libros de historia contienen relatos que dan cuenta de cómo sus autores han cambiado su percepción de determinados fenómenos o hechos ante la realidad de nuevas experiencias de vida.
Sin duda, y para concluir, todos los que hoy en Venezuela tienen más de treinta años, sean o no historiadores, pueden comprobar cómo la experiencia de estas primeras décadas del siglo XXI ha puesto en cuestión unas cuantas nociones, cómo la mirada sobre el pasado se ha vuelto más compleja, y pueden dar cuenta de una noción que es el reverso de la clásica: la vida es maestra de la historia. Pero sobre todo, estos años han despertado la conciencia del tiempo histórico: el interés por reexaminar el pasado lejano y no tan lejano, la inquietud y las preocupaciones por el presente, y los temores, dudas y esperanzas por el futuro.
[1] M. Bloch, Apología para la Historia o el oficio del historiador. México, D.F. , Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 155.
[2] Guy Lardreau en Diálogo sobre la Historia. Conversaciones de Georges Duby con Guy Lardreau. Madrid, Alianza Editorial, 1980, pp. 37-38.
[3] Keith Jenkins, Repensar la Historia .Madrid, siglo XXI, 2009.
[4] María Inés Mudrovcic, “Algunas consideraciones epistemológicas para una historia del presente”. Hispania Nova. Revista electrónica de Historia Contemporánea. Nº 1 (1998-2000).
[5] Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX. Barcelona, Crítica, 2003, p. 13.
María Elena González Deluca (La Pampa, Argentina, 1941), posee un Master en Historia Económica (London School of Economics, Universidad de Londres), y un Doctorado en Historia (Universidad Central de Venezuela). Es Profesora Titular de la Universidad Central de Venezuela y Profesora de Postgrado de la Universidad Católica Andrés Bello. Miembro de número de la Academia Nacional de la Historia. Ha publicado, entre otros: Historia e Historiadores de Venezuela, 1950-2000. Caracas: Academia Nacional de la Historia, 2007; Negocios y política en tiempos de Guzmán Blanco. Caracas: Comisión de Estudios de Postgrado FHE-UCV, 2001; Biografía de Antonio Guzmán Blanco, Caracas, El Nacional-BanCaribe, 2007; Los comerciantes de Caracas. Caracas: Cámara de Comercio de Caracas, 1994; Tres momentos del nacionalismo en Chile. Caracas: Fondo Editorial Trópikos, 1989.
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Excelente reflexión, para entender lo complejo del oficio del historiador y sobre todo cuando trata de estudiar e interpretar los hechos históricos que de una forma u otra tiene relación con su vivencias por ser parte de los mismos.