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La prisión del voyeur

Por | 10 mayo 2019

Detalle de “The Burning Building”. Red Grooms, 1970. (Red Grooms and Marlborough Contemporary, New York and London/Artist Rights Society (ARS), New York; 2018)

Hemos pasado de la civilización de la imagen a la de la información. El cambio se produjo con una rapidez vertiginosa: el tiempo que tomó abandonar nuestro celular original y cambiarlo por uno inteligente, en el cual la dimensión de su pantalla pasó a ser el principal protagonista. En términos prácticos, hasta fines de la década del 70 del siglo pasado se “iba al cine”, a compartir la fantasía con un grupo de desconocidos inquilinos de la caverna de Platón. El Betamax, VHS y luego el DVD llevaron la montaña a Mahoma. El cine siguió siendo una experiencia social, pero el primo tecnológico le abrió un costado doméstico. Si en la sala oscura la película nos devoraba en la oscuridad y nos sometía a sus encantos, en la sala de la casa éramos nosotros sus dueños. Nuestros dedos sobre el control remoto nos permitían detenerla, adelantarla, retrocederla e importunar su sacralidad con nuestras más primarias necesidades. Curiosamente, y contra lo que todo el mundo pronosticaba los cines no murieron. Se reciclaron, se achicaron, se agruparon en rebaños de salas pequeñas en torno a la venta de comestibles y llamaron en su ayuda a sus viejos aliados de la lucha contra la televisión: las pantallas más grandes, el sonido más aparatoso y la siempre efectiva y ahora repotenciada 3D. La guerra, que muchos anticipaban a muerte, terminó en un empate técnico entre la magia de la sala oscura y la comodidad de la sala de casa.

No habíamos terminado de celebrar nuestra victoria sobre la película (hasta la habíamos despojado de su cuerpo, el tan noble celuloide) cuando  entramos en una nueva dimensión. Hasta la primera década del siglo la batalla era por la atención del espectador. Los afiches del cine nos ofrecían las caras y los nombres de las estrellas conocidas, los artículos nos hablaban de los millones de dólares invertidos y las revistas especializadas remitían al universo particular del director, el demiurgo de toda la empresa. Una vez capturada nuestra atención, solo se trataba de atraernos, como prisioneros, a una butaca cada vez más cómoda en una sala cada vez más íntima o, como carceleros, a la facilidad de nuestra casa. En todo caso era una cuestión de elección. Lumiere iba al espectador, o el espectador iba a Lumiere.

En menos de una década, ese paraíso del voyeur se ha hecho trizas. En última instancia, a las gigantescas maquinarias de mercadeo de la industria cinematográfica el espectador podía oponer su negativa a dejarse atraer. Más de uno se negaba a ver superproducciones, o le tenía antipatía a algún actor. O sencillamente no le gustaba el cine. La prueba última de los desencuentros entre espectadores e industria estaba en los caprichos de la taquilla. Toda película era una apuesta, y, más allá de confianza en la historia, monto de lo invertido, y prestigio de los directores o atractivo de las estrellas, así como hubo éxitos espectaculares, también hubo fracasos no menos dignos de recordar. La pregunta clave que la industria nunca pudo terminar de descifrar fue: ¿que quiere la gente? El grave problema es que, más allá del olfato y la intuición de los productores,  la pregunta solo podía ser respondida cuando era muy tarde y los espectadores se manifestaban a través de la voz de la taquilla. Una opinión, con dos defectos: tardía y cara.

El problema se formula fácil. El deseo y sus subsiguientes opciones son indescifrables. Un ejemplo de muchos posibles es United Artists,  la compañía, fundada en 1919 por Mary Pickford, Charles Chaplin y David Wark Griffith. Además de ese pedigree indiscutible, sus ejecutivos se preciaban de tener un olfato indiscutible para aliar la calidad al negocio. En 1975 One Flew Over the Cuckoo‘s Nest (Alguien voló sobre el nido del cucú) recaudó 56 millones. Al año siguiente, Rocky se llevó 225 millones, y Annie Hall 38 idem contra inversiones de 3, 1 y 4 millones respectivamente. Eso, sin contar los premios de la Academia. Eso no explica, sin embargo como 5 años más tarde, en 1980, Michael Cimino, un director que había ganado para la Universal 49 millones y 5 Oscares en 1979, hizo esfumarse 44 millones de dólares por Heaven‘s Gate (La Puerta del Cielo), el western que terminó con la carrera del director, el olfato y prestigio de la United Artists, y la propia compañía, que fue fagocitada por la Metro Goldwyn Mayer.

¿Qué había ocurrido? En términos coloquiales, así como el  lunes en la mañana todo el mundo puede explicar cómo se hubiera podido ganar el juego del domingo, cualquier observador puede explicar a posteriori, por qué una película fracasa  y otra es un éxito. La respuesta es formulada con gran propiedad por el libretista William Goldman en un libro de memorias llamado Adventures in the Screen Trade: A Personal View of Hollywood  (1982) (Aventuras de un guionista en Hollywood). Goldman sabe de lo que habla. Entre otros escribió Butch Cassidy (1969), 102 millones recaudados, y All The President‘s Men (Todos los hombres del presidente) (1976), 70 millones. Su explicación es escueta y radical: “Nadie tiene la más mínima idea”.

La clave estaría en poder saber qué es lo que quiere el público, con lo cual caemos en el sueño de todo futurólogo. Para poder predecir el futuro, lo mejor es construirlo. La fórmula es ingeniosa, pero presupone una alianza: la del futurólogo con un ejecutivo del marketing. Para saber qué es lo que quiere el público, en vez de intentar y errar, lo mejor es anticiparse al momento de la opción. “Moldear las almas”, diría un predicador invitado a la reunión. Es un ejercicio complejo y probablemente caro, pero siempre será más productivo que proceder por ensayo y error.

Tal vez en este punto sea de ayuda esa figura emblemática de la cultura anglosajona: los asesinos seriales. O más bien sus cazadores. En 1986, un film de muy mala fortuna escrito y dirigido por Michael Mann llamado Manhunter (Cazador de hombres), llevó a la pantalla al Dr. Hannibal Lecter. En el cine tenía antecesores ilustres pero además de siquiatra, Lecter era ilustrado, bon vivant y, en sus ratos de ocio, caníbal gourmet. La película se basa en el libro de Thomas Harris Red Dragon (Dragón rojo) (1981). Fue un fracaso de público y Lecter solo se rehabilitó cinco años más tarde con The Silence of the Lambs (titulada en español El silencio de los inocentes) (Jonathan Demme, 1991), basado en el segundo libro de Harris sobre el personaje. El dato relevante a nuestros efectos es que Harris había dibujado su personaje maldito y fascinante a la vez, sobre otro libro y personaje. John Douglas ingresó al FBI en 1970, fue agente SWAT y experto en técnicas de negociación de rehenes. Un tipo inquieto, sin duda, empezó con un colega a usar su tiempo libre para entrevistar asesinos seriales. Cuando tuvo suficiente material produjo dos trabajos académicos, que lo llevaron a formar parte e insuflar nueva vida a la Unidad de Ciencias de la Conducta del FBI. Escribió además en 1995, junto a Mark Olshaker, un libro de memorias fascinante llamado precisamente Mindhunter: Inside the FBI‘s Elite Serial Crime Unit (Mindhunter: Cazador de mentes ) (sobre el cual Netflix hizo una serie en 2017). En este libro, Douglas y Olshaker exponen algunas estrategias para cazar a sus sujetos de estudio.

El problema de los asesinos seriales, es que, al igual que los espectadores, carecen de móviles. Descartado este primer elemento de la famosa tríada criminalística (motivo, oportunidad y medio) es difícil rastrearlos. Ahora bien, dice Douglas, a falta de un motivo, tal vez, centralizando en una base de datos sus patrones de conducta podamos establecer, no una identidad, pero sí un perfil. Un perfil, remite a una visión lateral, no específica de algo o alguien. Es una forma de circunscribir un conjunto, excluyendo en ese mismo movimiento otros que no vienen al caso. En el caso de Douglas, la técnica del “profiling”  le permitiría ir reduciendo las conductas, áreas de movimiento y demás elementos necesarios para la caza de sus sujetos. ¡Bingo!

No necesariamente inspirados en Douglas, los caminos del marketing del siglo XXI persiguen objetivos similares. Vivimos en un mundo en el cual dejamos muchas más señales de las que podemos concebir. Nuestro modus operandi cotidiano siempre ha sido muy obvio, muy previsible y, hasta público, si alguien se tomara el trabajo de observarlo. El gran debate de la privacidad de hoy es el de la bidireccionalidad de los dispositivos que usamos. Una inocente búsqueda de datos bibliográficos en Google, unida a nuestras preferencias musicales en Spotify, nuestro historial de compras en Amazon o nuestros gustos cinematográficos en Netflix pueden ayudar a establecer un perfil de cómo somos en tanto que consumidores. Para volver al desafío planteado al futurólogo y al hombre de marketing hoy podríamos leer con aceptable precisión los gustos de cada grupo humano, medir el tamaño de ese grupo y tallar las ofertas que mejor le convenga. En otras palabras, reencaminar sus deseos y manipular sus opciones. El experimento es muy simple: basta con examinar un producto en nuestra tableta, que al poco tiempo una serie de productos similares, complementarios o alternativos al originalmente buscado se presentan en nuestra pantalla. En palabras muy sencillas, nuestro universo de opciones puede ser reformulado. Nuestro horizonte de opciones reducido. Mejor que eso, nuestras preferencias pueden ser solicitadas a través de ofertas que nunca pedimos y recompensadas socialmente con aprobaciones de desconocidos

Hay una palabra que ha emergido en los últimos tiempos en relación al mundo en el que vivimos. Viene de nuestra época de estudiantes y de una materia injustísimamente detestada, la matemática. El término es: “algoritmo”.  Me lo explica muy bien el profesor Douglas Jiménez en un email:

“En principio un algoritmo no es más que un conjunto de instrucciones que, aplicadas   correctamente, dan la solución correcta a un problema específico. Pero los algoritmos  no solo son matemáticos. Tú puedes escribir una secuencia de instrucciones para cambiar un caucho de un carro, por ejemplo. De hacerlo, redactarías algo como: 1) aflojar las tuercas con la llave de cruz sin sacarlas; 2) colocar el gato debajo del carro; 3) levantar el carro con el gato, etc. Eso es un algoritmo. Una persona con inteligencia mediana sigue tu manual de instrucciones y cambiará el caucho exitosamente. Una receta de cocina es otro ejemplo de algoritmo.”

Las computadoras hacen lo mismo. Codifican, en su lenguaje binario y merced a la velocidad de procesamiento de los dispositivos de hoy. Recurro de nuevo a Douglas: 

“Los circuitos les permiten a las computadoras realizar tres tipos de procesos: a) cálculo (en esencia se reduce a sumar y restar, pero de allí se saca todo); 2) entrada y salida (recibir números y mostrar números mediante ciertos dispositivos ad hoc); y 3) tomar decisiones lógicas mediante un proceso que se conoce como «lógica booleana» (en honor a George Boole, el matemático que la descubrió), cuya estructura matemática es susceptible de ser reproducida mediante los circuitos. Pero para que las computadoras funcionen necesitan programas. Y los programas no son otra cosa que algoritmos escritos en lenguajes de computación específicos.”

Un algoritmo, es por lo tanto, algo tan sencillo o tan complejo como un lenguaje que puede aumentar el valor a una variable, o cambiar un curso de acción si una variable tiene un cierto valor. En un mundo vertiginoso como el que nos ha tocado en suerte este proceso puede ser de una rapidez siderante. Pero, volvamos al tema de los perfiles. Dado un cierto perfil detectado, un algoritmo puede decidir que tal o cual oferta le es conveniente. De todo esto la culpa no la tiene el algoritmo, sino quien le da el garrote. Las instrucciones no remiten a un grupo de personas específico, mucho menos a un sujeto en particular, sino a un perfil. Es decir a una serie de datos históricos recabados en base a nuestras búsquedas y elecciones anteriores, lo cual conforma un grupo social determinado, con sus presumibles necesidades y poder de compra. Con un poco de malicia, no es difícil cambiar perfil por estereotipo, lo cual termina de deshumanizar todo el proceso. No debería extrañar a nadie que más de algún alarmista, angustiado además por las historias de venta e intercambio de bases de datos ha empezado a agitar los fantasmas de “orden algorítmico” o “totalitarismo tech”. En otras palabras, ese bien tan preciado, nuestra libertad de elegir, si bien no es, al menos formalmente, eliminado, es tan manipulable y sus opciones tan restringidas que, en última instancia, solo opera en un campo mínimo de nuestra esfera de consciente. Con un agravante que ya había previsto el libretista de Terminator (1984). Las máquinas se comunican entre ellas, aprenden de sus errores, los corrigen y siguen para adelante. Big Brother, tal como fue formulado por Orwell en su famosa novela, no solo nos vigila, además nos viste, nos alimenta, nos instruye y, ante todo, nos entretiene.

En esta visión el deseo ha sido domesticado y, en este mismo movimiento, ha sido eliminado. El mercado ha encontrado su sujeto ideal. Un homo economicus totalmente predecible, cuyo universo de elección nunca superará los datos que le suministren, a través de sus dispositivos, las grandes empresas comercializadoras, o para el caso, los políticos, o los amos del universo. En un historicismo que se come su propia cola, el hombre, o lo que quede de él no podrá salir nunca de ese círculo vicioso: estímulo – compra – recompensa – estímulo – compra. El sujeto, como tal, ha sido eliminado, reemplazado por un receptor pasivo de contenidos.

Es difícil negar la verosimilitud de este escenario, pero su intrínseca paranoia lo hace sospechoso. En particular porque escamotea un elemento esencial sobre el que se apoya toda esta especulación tan ominosa. El totalitarismo tecnológico asume, sin más, la absoluta pasividad del espectador y su paso al estadio de consumista puro, sin que medie resistencia alguna. Si revisáramos nuestra posición actual en base a lo discutido, podríamos concluir que nuestros dispositivos móviles reordenan en buena medida nuestro mundo en base a nuestra historia como consumidores. Pero no es menos cierto que hay una inquietud, vital o intelectual, que permanentemente agita esos límites. Inquietud, podría pensarse, necesaria para el devenir de la especie, si no quisiéramos caer en la abulia que impedía a los burgueses de El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962) abandonar la habitación en la que festejaban.

Al final del camino la diferencia está entre el voyeur y el espectador. El voyeur, con todo y su veta perversa o parafílica, se define por su interés sin voluntad de involucrarse en lo que ve. El espectador, por el contrario, o al menos el espectador culto que presumimos, se define por su capacidad de elegir la película que verá y de tener respecto a ella, una visión medianamente crítica. En términos más sencillos, a la pasividad del voyeur, se opone la intervención o al menos la opinión del espectador. La pregunta se vuelve entonces: ¿dónde está la opinión del espectador en el mundo de hoy?

La respuesta hasta hace unos años, era sencilla. En la taquilla. El público respondía a una propuesta dándole o no su apoyo, y esta opinión, justa o injusta, se unía a la historia de la película, con la ventaja además de ser cambiante. Citizen Kane (Orson Welles, 1941) fue un rotundo fracaso de público, pero su fama no ha hecho más que crecer con los años. El problema hoy en día es que las plataformas aspiran, que duda cabe, a digitar los gustos del público para hacer de cada inversión una profecía autocumplida. Pero el dilema se ha desplazado, ya que el deseo, por su propia naturaleza, es dinámico.

Hay un ejemplo, por demás grato, que ilustra esta situación. Se trata de Roma (2019)la película de Alfonso Cuarón. Es difícil concebir un tema menos previsible a los ojos de los ejecutivos de Netflix, o al menos, del perfil que de ellos nos hacemos. Y, sin embargo, la película es el éxito que todos comentan. Un dato lateral, no necesariamente menor, es que Netflix se ha cuidado muy bien de dar dato alguno sobre la recaudación de Roma o el número de espectadores, dato necesariamente mediatizado por un sistema de suscripción. Inevitablemente la plataforma hará suyo el mérito del lanzamiento y éxito de un film que, dicen algunos, hubiera perdido dinero de haber sido comercializado por las vías tradicionales. Todo es especulativo. El hecho es que un film minimalista, independiente, alejado de lo que todo el mundo presume son las inquietudes del espectador medio, ha sido todo un éxito, no solo crítico, sino de ingresos. Probablemente en el activo de la especie haya que concluir que, afortunadamente, el deseo sigue siendo no tanto indomable, sino, por suerte, impredecible.

©Trópico Absoluto

Héctor Concari (Montevideo, 1956) es Licenciado en filosofía por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de la República. En Uruguay fue crítico de cine de las revistas Opción y Cinemateca Uruguaya. En 1983 se radicó en Venezuela donde vivió hasta 2006 colaborando con Encuadre, Cine Oja, Cine al Día, Imagen y diversas publicaciones de la Cinemateca Nacional de Venezuela hasta 1999. Entre 2004 y 2016  tuvo  a su cargo la columna “Días de cine» del diario Tal Cual. Como narrador ha publicado los libros de cuentos Fuller y otros sobrevivientes (2005), Yo fui el chofer de John Dillinger (2008), las novelas De prófugos y fantasmas (Random House /Mondadori, 2005) y Edipo de Texas – Spaghetti western (Sergio Dahbar editores, 2016), así como el estudio critico Mario Handler, retrato de un caminante (Editorial Trilce, 2012). Actualmente es columnista de El Nacional de Venezuela. Vive en República Dominicana.

1 Comentarios

  1. Excelente,claro y documentado con frescura,como siempre! Coincido en que el deseo de la especie humana es impredecible, pero tambien la especie cambia, y ya no es la que era antes. Los deseos impredecibles se alimentan de un mas alla, eso desconocido que trasciende las imagenes del cine o las palabras impresas o habladas, y ese espacio vacante es cada vez menos disponible para evitar la inercia en este tiempo. En tu inteligente articulo ese deseo perdura, ojala sea asi. Excelente!

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