Un dibujo muy libre. A propósito de la exposición Principio de incertidumbre, de Edgar Rodríguez Larralde, el Catire
Hay ciertas normas que por lo general cumplen los artistas plásticos en el proceso de producción y exhibición de sus obras. Casi todas ellas son dictadas, como tanto en este mundo, por el mercado que ha terminado por reinar en el etéreo país de las musas. A veces, agreguemos, con los más caprichosos y despóticos designios. Pero no es el tema. El enunciado solo nos sirve para señalar que el crítico o teórico suele también formar parte esencial de la estructura de la singular industria anímica. Pongo un ejemplo, meramente práctico y técnico: una cierta periodicidad expositiva, ahora más amplia que la de museos, galerías o publicaciones –el mundo digital, verbigracia– permite acceder y reflexionar la obra de determinado artista con cierta comodidad.
Si el artista presenta ciertas anomalías al respecto, sin duda le complica la vida al que quiere seguir sus pasos. Cuando, digamos, expone tarde en su vida, lo hace con décadas de por medio, es poco amigo de eso que llaman promoción y no cumple con plenitud la pertenencia al medio y sus rituales, sin duda le complica la vida al analista y no digamos al dominical espectador. Eso me pasa escribiendo estas líneas sobre Edgar Rodríguez Larralde, alias el Catire. Hacer, digamos, el esfuerzo de decirle incluso al circuito más especializado que dicho sujeto es uno de los mayores dibujantes que haya tenido el país y sorprenderse con los desconcertados rostros de los iniciados, incluso de alcurnia. Claro, en general puede haber un club exclusivo de fans, constituido en base a alguna vecindad o nexos afectivos. Y poco más.
Digamos que la tarea es como comenzar desde muy atrás. Sin duda, explicar esas anomalías tiene muchos matices, no es simple ni fácil desacatar esas sólidas entidades que producen maravillas como los astronómicos precios neoyorkinos de unos objetos tan raros como un tiburón embalsamado o unos muñecos hechos con globos infantiles, o que haya un Cristo de Leonardo, la obra más cara del mundo, en un museo de un emirato árabe multimillonario y desértico.
Pero se puede generalizar que tan despectiva actitud frente al mercado y la institucionalidad artística, cara y cruz casi siempre, se corresponde con una forma de ver la vida que no es muy mercantil ni muy canonizada. En este caso se los puedo asegurar. Baste anotar que nuestro dibujante ha sido uno de los guerrilleros más prolongados y esforzados que aquí hubo cuando hubo guerrillas. Que tuvo un trato con la alta diplomacia nacional, pero que desechó en un santiamén. Que pasa largos períodos de soledad en nuestros montes andinos. Que es el ser humano que ha hecho más dibujos de sí mismo. Que tiene un amor mórbido por Venecia. Que escribió muchos artículos con el secretísimo (hasta aquí) seudónimo de Cantorberry Cuevas en el diario TalCual y que pertenece a una rancia estirpe de universitarios a dedicación exclusiva. Bebe cocuy. Creo que está explicado el asunto.
Otro ingrediente a considerar en este distanciamiento es que Edgar es dibujante, a secas, no es un pintor que también dibuja y puede hacer las dos cosas muy bien, unidas o separadas, que abundan. Edgar no pinta. Y el dibujo puro tiene hoy algo de un arte menor, inacabado, complementario, papel menospreciado frente a la tela, sin que se diga muy duro, claro. Como el cortometraje cinematográfico con respecto al largo, y en alguna medida menor el cuento y la novela. Diferencias poco sostenibles por necias. Los patriarcas del arte moderno, recuerda Malraux, amaban los bocetos clásicos porque encontraban una libertad que se perdía en la plenitud y la solemnidad del arte acabado, parecida a la que comenzaban a respirar. Es el don libertario, ese algo volátil e incontinente del dibujo. ¿Y, dígame, conoce usted muchos dibujantes, puros?
Lo repito, ahora con telón de fondo: uno de los grandes dibujantes que hemos tenido. Esos miles de retratos, un primer o primerísimo plano cada día durante veinte años, hasta ahora inéditos, no dudo que sean un codiciado material para psicoanalistas y otros amantes de las profundidades, que lo aprovechen. Pero plásticamente son una hazaña: burlar la reiteración reiterando al máximo hace de esa reiteración un prodigio, en que encontramos una indagación de sí del artista muy bella y muy variada (sic), busca descocada de algo que no existe –la identidad, el alma, el aura, el linaje, las formas del tiempo, la cara de la finitud…– me resulta un maravilloso mural construido de microorganismos existenciales, células del yo. No creo que estemos ante nada normal, ni siquiera en este mundo plástico en que es mercancía tan corriente lo estrambótico, lo inclasificable. Pero su anomalía no viene de lo “raro” sino de una extraña insistencia en la elementalidad del rostro propio, que nunca llegamos a ver realmente porque es demasiado cercano dice Sartre, y por ende en lo más cotidiano y tangible, en ese vacío del ser inaprensible que somos porque somos también opacidad, nada. Pero que valiente y deslumbrante persecución, que maravillosa demostración del infinito en la molécula que somos. Véalo y cuéntelo, no le van a creer.
Hay otro rasgo que quisiera señalar en el resto de esta exposición de puros dibujos: podría clasificarse por un autor egregio que agrupa una época de su hacer, por ejemplo, Tiziano, Picasso, Cuevas… a los cuales se acerca sin reparos, sin miramientos ni engañifas, tanto que me consta que el autor no sería su mejor defensor si le acusase de apropiaciones indebidas. Por lo pronto digamos que lo hace tan bien como los maestros elegidos, que ya es muchísimo. Pero resulta que en definitiva son solo materiales primarios para montar sobre sus hombros –dicen que es una estupenda manera de crecer humanamente en cualquier orden– sus intransferibles remodelaciones y agregados y terminar en obras unívocamente suyas. Si en sus retratos seriales hay una insólita manera de repetir, ahora hay una de combinar, de mezclar elementos propios y extraños, planos espaciales, estilos, tonos emotivos y hasta textos. Se sorprende uno de la audacia con que puede aparecen en un contexto renacentista, un artefacto cubista y unos personajes extraídos de cierta estética popular muy localista. Allí está la fuente mayor de su riqueza significativa y estética, una estupenda simbiosis entre una acendrada cultura plástica a secas y una imaginación sin bridas.
Todo combina bastante entonces: el oficiante sin disciplina, el artista apegado más a la vida vivida que a los cánones rígidos y una obra desconcertante y única que esta vez le da su lugar preeminente en la plástica nacional la muy sesuda galería TAC. Como ya lo había hecho la inolvidable e igualmente inclasificable Cecilia Ayala y su Minotauro.
(«Un dibujo muy libre». Texto del catálogo de la exposición Principio de incertidumbre, de Edgar Rodríguez Larralde. Sala TAC, Trasnocho Arte Contacto. Trasnocho Cultural. Centro Comercial Paseo Las Mercedes. Caracas. 31.3.2019.)
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Tenemos algunas huellas, palpito del presente… Algunas lineas y tonos entonan el guerrero canto, así como la algarabía que nos cubre o nos baña, cuando nos invade lo incierto, en el toque maestro de lo ambiguo! Así a crecido eso que llaman el alma, esa que hemos compartido de vez en vez con el arte del creador¡ Salud a tiempo.