El Marqués de Casa León: un antihéroe después de siete décadas
En esta revisión del libro Casa León y su tiempo (Aventura de un anti-héroe), de Mario Briceño-Iragorry (1946), el historiador Elías Pino Iturrieta vuelve sobre los pasos del primer trabajo que desarrolla en Venezuela el tema de los realistas durante el proceso de la Independencia. Un auténtico best-seller de su época, que aborda la vida y peripecias de Antonio Fernández de León. Se trata de un objeto de estudio hasta entonces eludido por los historiadores: la trayectoria de un villano, que dibuja una especie de constante en nuestra historia. Una aberrante permanencia. Los aristócratas-villanos que no terminan su ciclo en 1830, cuando concluye la epopeya, sino que renacen para seguir chupando a la sociedad desde las alturas.
Mario Briceño-Iragorry escribió Casa León y su tiempo (Aventura de un anti-héroe) en 1946. De inmediato el libro fue recibido con aplauso por la crítica y llamó la atención del medio intelectual. Algunos de sus voceros señalaron su aparición como un hito capaz de revolucionar la historiografía. Un jurado que formaban Mariano Picón Salas, Juan Oropeza y Carlos Augusto León, le concedió el Premio Municipal de Prosa. También el público lo recibió con entusiasmo, pues en breve agotó la edición y reclamó la salida de unas nuevas. Partiendo de su contenido, el pueblo empezó a hablar de “casaleonismo” para identificar a los políticos que cambiaban de partido en esos tiempos en los cuales pretendía echar raíces la democracia representativa. Fue todo un suceso, ciertamente.
La época era propicia para ese tipo de obras. Animada la sociedad por el movimiento octubrista de 1945, se devoraban las proposiciones que ofrecían lecturas novedosas de Venezuela. Las neuronas y las pasiones despertaban cuando los escritores decían cosas distintas en un país agobiado por las tiesuras del positivismo, fastidiado de la circunspección de los notables que se encargaron del gobierno después de la muerte de Gómez. El país que retomaba la costumbre de pensar, se regocijaba con la aparición de trabajos gracias a los cuales podía la gente dar rienda suelta a la imaginación, o simplemente hacer tertulias con libertad. Briceño-Iragorry, quien había figurado en la cúpula del régimen recién derrotado, recibía una calurosa bienvenida cuando se incorporaba al elenco de autores que anunciaba con sus libros la inauguración de una sociabilidad diversa.
Pero ya no estamos en 1946. Siete décadas de glorias y miserias nos separan de aquella época auroral. Pasó ya la alegría de fabricar una república democrática. Del gozo de un proceso lleno de desafíos llegamos a un pozo de desengaños. Otros dioses y otras realizaciones encandilan a la opinión pública. Los lectores miran con distintos ojos a los autores y, por lo que más se relaciona con el libro que ahora nos ocupa, la historiografía ha cambiado de manera radical hasta el punto de no reconocerse en los orígenes posgomecistas. Una distancia de más de medio siglo en el cual ha surgido un sentimiento distinto frente a la política y un nuevo conocimiento del pasado, seguramente provocará un acercamiento diferente a Casa León y su tiempo. De seguidas se intentará tal acercamiento.
Noticia del antihéroe
Briceño-Iragorry se aproxima a un objeto de estudio hasta entonces eludido por los historiadores: la trayectoria de un villano. Ahora se trata de Antonio Fernández de León, figura de importancia en el proceso de la Independencia. Veamos quien era el personaje, para opinar después sobre su tratamiento en el libro.
Nacido en Extremadura y establecido en Venezuela desde 1769, Fernández de León se hace de una influyente posición. Los favores de sus hermanos –uno es Provisor del episcopado caraqueño y el otro ocupa elevados cargos en Madrid– le abren el camino de altas funciones en la Intendencia y en la renta de tabaco. El dinero que no remite al rey, pero que oculta en su bolsillo particular, lo hace terrateniente en breve. Antes de que termine el siglo, es uno de los hacendados más ricos de Aragua. Goza de influencias en el mantuanaje, cuyos salones lo reciben con asiduidad. Es íntimo del marqués del Toro y contertulio de la poderosa familia Tovar, de los condes de San Javier y de la Granja. Usualmente le consultan los asuntos públicos, no en balde tiene parientes cerca de la mitra y en la corte.
Cuando llegan las noticias de la invasión de Napoleón a España, comparte la preocupación de los criollos por el destino de la comarca. En 1808 llega a comprometerse en la formación de una Junta independiente de Cádiz fraguada de manera sigilosa. Por su participación en planes subversivos, el Regente Visitador lo arresta y lo envía a la capital del reino. Nada difícil le sucede, sin embargo. Todo lo contrario. Explica a su manera la situación ante las autoridades y logra comprar el título de marqués de Casa León, que lo distingue cuando regresa a Caracas con la bendición del monarca en las vísperas del 19 de abril de 1810. Al principio no participa en el suceso, pero es llamado a colaborar con el nuevo gobierno debido a su experiencia en asuntos administrativos. Llega a ser hombre de confianza de Miranda, quien lo encarga de las provisiones para el ejército y le comenta los entuertos políticos. Cuando se hace imposible vencer ante las fuerzas del capitán Domingo Monteverde, lo envía a acordar las pautas de una capitulación decorosa.
Casa Léon cumple el cometido. Acuerda con el vencedor, en representación del Generalísimo, y anuncia el comienzo de una amnistía. Esconde a algunos patriotas buscados por el ejército realista –Bolívar entre ellos– y les negocia un salvoconducto. Pero de inmediato se transforma en consejero de Monteverde y en cómplice de una brutal represión. Mientras atiende, o simula atender a los familiares de los perseguidos, elabora una nómina de antiguos compañeros de ruta a quienes denuncia y para quienes pide la cárcel, el destierro o el cadalso debido a sus compromisos con la revolución. Además, participa desde el Real Acuerdo en el amaño de los juicios que entonces se promueven contra los revoltosos. Escapa a sus propiedades cuando se anuncia el retorno triunfal de Bolívar, quien lo invita a colaborar en el ensayo de una nueva república.
El Libertador lo solicita porque recuerda cómo lo ayudó a escapar en las postrimerías de la Primera República, cuando comenzaba el baño de sangre de la reconquista canaria. Además, conoce sus cualidades de político y de funcionario experto. Casa León lo auxilia sin vacilaciones. Redacta informes sobre la situación económica y sugiere medidas de emergencia. Sin embargo, cuando surge la amenaza de Boves se retira en silencio a sus plantaciones de Maracay. Después de la emigración a Oriente se coloca a las órdenes del nuevo jefe realista, en cuyos bárbaros procedimientos de gobierno colabora como Jefe Político de la Provincia. Pretende realizar funciones semejantes cerca del mariscal Morillo, quien lo convierte en confidente pese a que los oficiales del Ejército Pacificador lo miran con desconfianza por su protagonismo en la represión anterior. Después de Carabobo quiere halagar a Páez con el objeto de evitar el secuestro de sus propiedades, pero el caudillo triunfante lo desprecia. Entonces pierde sus mejores tierras, emigra y muere en Puerto Rico.
¿Un libro novedoso?
El libro sobre el marqués es el primero que trata en Venezuela el tema de los realistas durante la Independencia. Hasta 1946, nadie se había detenido en el estudio de los enemigos de la emancipación. Una versión apologética que se conformaba con edificar un santoral prolijo, mientras cubría con un torrente de denuestos sin pruebas a los del bando fidelista, uniformaba la historiografía. Pese a la trascendencia de su rol en el proceso, el propio Casa León apenas se había abocetado en textos ligeros de Eloy G. González y Lino Duarte Level. De allí el enjambre de lectores que tuvo Casa León y su tiempo. A primera vista, la obra decía cosas nuevas. No tomaba a Miranda, ni a Bolívar ni a Sucre como ejes del contenido, sino a un realista de los mil demonios. No parecía interesado en la reconstrucción de otro tabernáculo, sino en presentar un costado inédito de la verdad. En consecuencia, miles de seguidores anunciaron al autor como profeta de una versión objetiva y valiente que nadie se había atrevido a ofrecer.
Otra orientación del texto lo hacía particularmente llamativo: se atrevía a criticar al mantuanaje. Casa León no era un villano solo en la escena, sino el representante de la aristocracia que buscaba el poder con el pretexto de la autonomía republicana. Si el marqués extremeño era nefasto, no quedaban a la zaga los blancos criollos. En lugar de un único antihéroe, existía un banda de granujas formada por los apellidos más ilustres de Venezuela: Toro, Tovar, Ascanio, Blanco, Ponte, Palacios, Montilla, Briceño, Paúl, Jerez, Ibarra… Más todavía, no hablaba el autor de una clase encumbrada que desaparece durante la Independencia. Denunciaba una aberrante permanencia. Los aristócratas-villanos no terminaban su ciclo en 1830, cuando concluye la epopeya. Al contrario, renacían para seguir chupando a la sociedad desde las alturas.
Según apunta en la Introducción del libro: “Fernández de León constituye el símbolo paradojal de la oligarquía criolla, perpetuada, con las variantes del tiempo, en torno a los hombres que han ejercido el poder” (p.10). O, como agrega más adelante: “Con el ejemplo de Casa León se hace fácil entender la psiquis sinuosa de la oligarquía que, tanto en la Colonia como en la república, simulando un dudoso vestalismo, trabajó y ha trabajado para asegurar solo sus absorbentes privilegios de clase, sean cuales fueren las ideas de los gobernantes de turno” (p.11). Palabras de tal guisa debían encender el ánimo en los tiempos de la revolución adeca, tan dispuesta a establecer el reino de la pardocracia. Afirmaciones de esta naturaleza, pocas veces pronunciadas hasta entonces por un historiador, preludiaban la existencia de una obra insólita. Atención, sin embargo.
La obra no es tan inusual como se sintió al principio. A fin de cuentas, para Briceño-Iragorry el protagonista es solo “un hábil maestro de la intriga, movido en todos sus actos por desmedidos propósitos de figurar en primera línea” (p.11). O: “Es el gran señor a quien mueven fuerzas de una descomunal ambición. Frío, calculador, soberbio, insinuante, simulador, provisto de inmenso talento, de fina estampa y de señoriales maneras, camina el camino que más fácil le parezca” (p.51). Cuando se dedica a pintar un monstruo que, para remate, es partidario de la monarquía, ¿no transita el mismo sendero de los historiadores que habían codificado la epopeya insurgente como una historia de ángeles y demonios? ¿No ratifica la versión tradicional, al presentar las peripecias de un sujeto despreciable que militaba en las filas del rey? Según se desprende de los fragmentos vistos, y de otros que un lector atento encontrará sin dificultad, no hace ningún esfuerzo para entender la naturaleza de un hombre presionado por los resortes de una época terrible en la cual se jugaba una posición en la cúspide. Apenas se dedica a abocetar la fisonomía de un personaje despreciable en términos absolutos, sin cualidades susceptibles de análisis. En consecuencia, termina por remachar una explicación maniquea, como las de las obras tradicionales.
¿Historiador o predicador?
Cuando ataca a los blancos criollos por su oposición a la Real Cédula de Gracias al Sacar, mediante cuya adquisición pueden los pardos ascender un poco en la escala social, o ser más estimados que antes, el autor escribe una frase que conviene repetirse ahora pese a su extensión. Es la siguiente:
“¡Cuidado, señores mantuanos, con lo que mañana pueda surgir de este vuestro arraigo a ideas tan despreciativas de las clases populares! Si reflexionaseis un poco, con ese espíritu cristiano de que tanto hacéis alarde, llegaríais a comprender que no es demasía el pretender los pardos un mejor tratamiento en el orden de la sociedad. Vuestras acciones negativas y ese empeño terco en aprovecharos del trabajo de las clases serviles, están preparando oscuras reacciones que en lo futuro no tendréis derecho a condenar de injustas y mucho menos a hablar de que cuajan a humos de la envidia y del odio de los sectores decaídos. A vosotros toca bajaros poco a poco de vuestros pináculos dorados para empezar a asegurar por la justicia y la equidad las bases del edificio social, que no socavan los de abajo sino que vosotros mismos las socaváis, entendedlo bien, desde arriba, con vuestros procedimientos cargados de egoísmo. Bien se ve que tenéis al propio Obispo de vuestra parte, pero si miráseis un poquito a la verdad, caeríais en la cuenta de que él piensa así no por fruto de doctrina, sino por la estructura en que le obligáis a moverse, que si fuera libre y no juguete de la política del momento, estuviera pregonando ideas de caridad. No os molestéis, señores, por esto que se os dice para preveniros a la tormenta de mañana. No son blasfemias ni doctrinas del demonio, así algunos para proclamarse hayan empezado por atacar la clerecía y ciertos dogmas de la Iglesia. ¡No manchéis con la calumnia los manaderos de la justicia! Hoy por hoy seguiréis lo mismo descansando en el ficticio prestigio que os hace creer que sois la sociedad misma y representantes de su justicia y su derecho” (p.73-74).
El fragmento es precioso para adentrarse en las limitaciones del análisis. Encontrar un prestigio ficticio en el influjo indiscutible del mantuanaje, legitimado por Dios y por el rey durante trescientos años, ejercido sin tropiezos y consentido por las castas y los colores, nos pone ante una mirada superficial. Ver en los criollos solo a unos individuos prepotentes y voraces, es caer en la misma simpleza de presentar a Casa León como hombre de una sola pieza nefasta. Esa legión de súcubos con pergaminos y doblones no existió jamás. ¿Por qué, entonces la crea Briceño-Iragorry?
El autor se toma libertades que hoy no se tomaría un historiador, o se sujeta a servidumbres inaceptables para la historiografia profesional de la actualidad. Católico practicante, no se limita a la función de reconstruir el pasado. Prefiere invadirlo para juzgar los procederes de los protagonistas partiendo de su lectura religiosa del mundo. Deja el gabinete del investigador para subirse en un púlpito, desde el cual señala vicios y cualidades de acuerdo con las normas que rigen su vicisitud personal. De allí que le pida a los “grandes cacaos” acciones que nadie, a menos que estuviera desquiciado, les hubiese pedido en su tiempo: que comprendan la problemática de los siervos o, mucho peor, que accedan a convertirse en sus compañeros de viaje; que cedan buenamente su ubicación en el peldaño más alto de la escala, como si no les hubiese costado siglos estar allí con el apoyo de la divinidad y del poder secular; que se traguen el mensaje de la democracia burguesa, como si no fuera veneno para sus inmunidades. Les pide, en suma, que dejen de ser aristócratas del siglo XVIII para que se vuelvan cristianos indulgentes del siglo XX.
El anacronismo no es advertido cuando el libro comienza a circular. Al contrario, es galardonado y se entroniza en el gusto de los lectores. Desde el 18 de octubre de 1945, los políticos de nuevo cuño se han dedicado a la crítica del pasado inmediato, a imponer sus códigos con el propósito de dictaminar sobre el gomecismo y sobre el posgomecismo. Desde la plaza pública se determina quien fue malo y quien es bueno en la nueva Venezuela, mientras el público que estrena la euforia de los mítines apoya la flamante cartilla. ¿No puede hacer lo mismo un historiador con los orígenes de la república, sin que nadie advierta la demasía? El terreno está abonado para que el terciario franciscano Mario Briceño-Iragorry se vuelva Savonarola y para que se le consienta la metamorfosis.
No obstante…
Se entusiasman tanto por la prédica que no captan lo que de veras tiene de novedoso Casa León y su tiempo (Aventura de un anti-héroe). En efecto, el libro estudia los problemas sanitarios del pasado como jamás se había hecho (cap. III, por ejemplo); y reconstruye los ceremoniales religioso y laico en cuanto lecturas de la vida desde la perspectiva de las clases dominantes (caps. I y II). Se trata de posibilidades de comprensión que solo abarcarían las corrientes historiográficas del futuro. Asimismo, valora, partiendo de evidencias convincentes que poco se habían trajinado, el aporte hispánico en el proceso insurgente. Entonces y un poco después, se abundaba en el encomio de influencias venidas de Francia y de los Estados Unidos.
Por esa ruta marchan los aportes de un texto ineludible, mas no en la fulminación de los blancos criollos ni en el lapidario reproche de un personaje que todavía espera la comprensión de la posteridad.
(Las citas textuales fueron tomadas de: Mario Briceño-Iragorry. Obras completas, Vol, 3, Caracas: Ediciones del Congreso de la República, 1989)
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