“Visión de arte” en José Gregorio Hernández. Un punto de partida para intentar conocer la experiencia íntima de un cristiano
Cristian Álvarez (Maracaibo, 1959) explora una faceta muy poco conocida de José Gregorio Hernández, el primer beato laico de Venezuela, santo por excelencia de la religión popular venezolana. Se trata de un texto publicado en 1912 en la revista El Cojo Ilustrado, en la que Hernández realiza una disertación sobre el arte a partir de su lectura de la obra pictórica de otro Arturo Michelena (1863-1898). El trabajo “podría tomarse como un punto de partida para conocer algo más de la vivencia íntima de este ser humano excepcional, de un cristiano que vivió con coherencia su compromiso con el mundo de su tiempo –como médico, científico, profesor universitario y familiar–, en un contexto histórico que abarca tanto el París de la Belle Époque y la avasalladora influencia del cientificismo positivista sobre toda área de estudio, como la Venezuela tan rural de fines del siglo XIX y las dos primeras décadas del XX”.
Más allá de cualquier escepticismo o prevención del no creyente, acaso pudiera afirmarse que casi cada familia venezolana ha tenido noticias, conoce o mantiene en sus recuerdos el relato acerca de un suceso milagroso propicio para el restablecimiento de la salud de alguna persona con la certeza de la intercesión del doctor José Gregorio Hernández Cisneros, cuya existencia terrenal ocurrió entre los años de 1864 a 1919. En el contar esa experiencia vinculada a un ser querido, en la narración entrañable y llena de admiración que nos llega de parientes, de amigos y conocidos de vieja o reciente data, coetáneos o de una generación diferente, se descubre una anécdota personal que cuenta la indudable intervención favorable del “médico de los pobres” en la consecución de un portentoso milagro relacionado con una sanación o la curación de una enfermedad, aunque aquel acontecimiento maravilloso de origen divino no posea la formal validación eclesiástica. La memoria de ese hecho extraordinario, que con gratitud y sentimiento se atesora íntimamente, puede variar en referir desde la recuperación definitiva de una afección incurable o graves heridas, al alivio de difíciles o persistentes dolencias de diversa intensidad. La expresión “el médico de los pobres”, hermoso apelativo con el que quizás José Gregorio Hernández habría sido conocido en vida, mas definitivamente divulgado luego de su muerte prematura en el convencimiento popular de una incuestionable santidad previa a cualquier declaración oficial, sintetiza la singular entrega amorosa en el servicio de atención a la salud de todos sus pacientes sin distingo, pero con especial dedicación y generosidad a los más necesitados. De esta forma, en la lógica de una fe que confía en la comunión de los santos, su recordada donación personal en la medicina se extiende además como posibilidad de la intercesión sobrenatural en esta vida para aliviar y sanar la salud del cuerpo de quienes fervorosamente solicitan el favor del buen doctor Hernández.
Habría que agregar, sin embargo, que la reconocida especialidad médica del beato José Gregorio no excluye alguna ocasional ayuda en otros campos, algo así como pequeños y modestos regalos en lo cotidiano para hacer más soportable la realidad; ciertos milagritos de “donoso gusto”, siguiendo la expresión del padre Joseph Cassani que Mariano Picón-Salas recoge en la biografía de san Pedro Claver1. Un caso curioso de este otro tipo de discretos socorros celestiales atribuidos a su mediación, alguna vez alcancé a escuchar de niño a mi papá al hablar de un amigo que contaba con gracia y emoción cómo, al intuir una inminente catástrofe con la ruidosa manifestación de una seria falla mecánica de su automóvil en el momento que transitaba de noche por una carretera desierta, invocó el auxilio del venerable doctor Hernández y obtuvo el resultado asombroso y feliz de la súbita reparación del vehículo; para aquellos expectantes oyentes del cuento, que conocían la historia del accidente que provocó la muerte del noble médico en 1919, lo ocurrido constituyó un inesperado y sorprendente patrocinio del beato en la mecánica automotriz que aún no deja de dibujar sonrisas agradecidas en el despliegue de estos peculiares favores. Así, las imágenes, historias conocidas y leyendas particulares sobre el querido José Gregorio se incorporan en conversaciones y acervos memorables de muchas familias de nuestro país, un atesoramiento devoto que también se ha ido extendiendo allende nuestras fronteras en el fervor y la fe popular de los fieles de otras naciones del continente. Y, como no podría ser de otro modo, suele ocurrir también que esta relación afectiva y familiar con el venerable médico venezolano se lleve a otros contextos, y en cualquier evento en el que se trate su vida y su obra, al principio o al final, surja del público, espontánea e improvisadamente, algún comentario que aspira a contribuir al encuentro con el relato anecdótico que refiere un personal favor concedido, compartiendo así un asombro e igualmente la forma expresa de un agradecer cariñoso.
En la oportunidad de estas páginas, y ya con el saludo de esa posible participación en sintonía, me gustaría centrar esta vez mi atención en ciertos rasgos de la vida del primer beato laico de Venezuela que no siempre pueden vislumbrarse con el persistente nimbo de su faceta milagrosa y la intensa veneración de los fieles paisanos. Acudo así a sus propios escritos y a la posibilidad que brindan algunas herramientas de interpretación. Ingresemos entonces a este recorrido que nos aproxima a su existencia por una puerta no habitual que el mismo doctor Hernández nos abre.
En junio de 1912, en la revista caraqueña El Cojo Ilustrado aparece una inusual publicación firmada por el eminente doctor José Gregorio Hernández que no está relacionada precisamente con las ciencias médicas y que puede asociarse con una peculiar composición literaria. En ese texto narrativo, el autor funge como protagonista que cuenta cómo, en un estado de sumo cansancio y desde su lugar de escritura durante una tarde tempestuosa y eléctrica, se ve arrastrado, sin movimiento aparente, fuera del tangible mundo real hacia un viaje de fantasía y descubrimiento por la extraña fuerza de una figura enigmática e inquisitiva. El título del opúsculo, “Visión de arte”2 –así, con de, sin la contracción que incluiría el artículo determinado y con ello una propuesta definitoria o concluyente–, parece invitar a explorar una posible vía parcial para tratar de esbozar conceptos de lo artístico que busca esencialmente la belleza, cuyos orígenes misteriosos no pueden ser determinados por completo, como el bosquejo destinado a quedar siempre inconcluso. Acaso ello pueda verse como la imagen de una ruta de indagación hacia lo trascendente, pero que nos devuelve apenas con indicios de una realidad que solo puede ser descrita o relatada como experiencia muchas veces intraducible, y que en los variados silencios que se van presentando nos permiten intuir algunas revelaciones. Es por ello que aquella composición de nuestro José Gergorio Hernández sobre el arte –en el que además realiza la lectura de una obra pictórica de otro venezolano, Arturo Michelena (1863-1898)– podría tomarse como un punto de partida para conocer algo más de la vivencia íntima de este ser humano excepcional, de un cristiano que vivió con coherencia su compromiso con el mundo de su tiempo –como médico, científico, profesor universitario y familiar–, en un contexto histórico que abarca tanto el París de la Belle Époque y la avasalladora influencia del cientificismo positivista sobre toda área de estudio, como la Venezuela tan rural de fines del siglo XIX y las dos primeras décadas del XX.
“Visión de arte” y otros textos de 1912
En la prosa de “Visión de arte” se distingue una estructura interna que tal vez pudiéramos dividir convenientemente en diez u once tiempos o bien estancias, por llamarlas de algún modo, que trazan como el itinerario de un viaje narrado en primera persona y que funde el momento de los intentos infructuosos de trabajo por parte de un escritor en una habitación y su desplazamiento imaginario a una dimensión diferente a la real, en la que se descubren ciertas revelaciones gracias a la guía de “un ser indefinido, semejante a una Aparición”3. La imagen inicial recuerda un poco a algún pasaje del primer romanticismo alemán, quizás cercano al movimiento Sturm und Drang; en parte se aproxima a la forma como comienza el segundo libro de El destino o la vocación del hombre –Die Bestimmung des Menschen (1799)– de Johann Gottlieb Fichte, cuando este, descrito como un pensador desalentado, angustiado y confuso, busca integrar su doctrina filosófica idealista mediante las preguntas formuladas por la extraña figura de un espíritu que se le aparece repentinamente y con quien entabla un diálogo para el establecimiento de definiciones4. A diferencia del libro del filósofo alemán en el que como personaje responde a los interrogantes y con ello construye el conjunto de sus ideas, en “Visión de arte” el protagonista escritor es incapaz de articular palabra con su voz y solo se concentra en la contemplación a la que el ser enigmatico le invita practicar cuando lo conduce por un extraño derrotero imaginario lleno de signos ejemplares.
Luego de la dedicatoria al presbítero Rafael Lovera, para entonces provicario general del Arzobispado de Caracas y luego rector de la Santa Capilla en la ciudad capital, las primeras líneas del texto “Visión de arte” nos dicen: “Tomé entonces la pluma y escribí con desencanto: Capítulo segundo. El Arte”. Este título corresponde exactamente a una de las secciones de la obra Elementos de filosofía del propio José Gregorio Hernández que había sido publicada a comienzos de ese mismo año de 19125, lo que nos permite establecer una relación entre los dos trabajos. ¿Qué puede sugerirnos el diálogo entre ambos escritos? Podríamos pensar que el texto literario parece describir el momento justo en que el doctor Hernández se encontraba trabajando en el manuscrito de su libro y de este modo recrea imaginariamente el difícil proceso de escritura en el que busca establecer con orden racional conceptos y definiciones no siempre fáciles y aun posibles. Pasa así de la sistematización de aspectos filosóficos que el libro en efecto recoge desde su perspectiva, a una ficción que retrata una decepción al sentirse temporalmente incapaz de organizar y dar forma clara y nítida a sus ideas. Elementos de filosofía tiene como objetivo ofrecer un manual didáctico y preciso en torno a los temas de la ciencia definida “como el conjunto metódico de las causas y razones relativas a un objeto determinado”6, bien sea concreta manifestación de la naturaleza o alguno de los frutos del pensamiento, del conocimiento y del quehacer humano, entre los que se incluye al arte. Intentar hallar “causas y razones” de lo artístico y la experiencia que este suscita, parece impedir que la pluma del autor pueda avanzar con soltura hacia una ordenación sistemática y por ello se detiene en una como desilusión. Surge entonces el relato de la extraña visita y la invitación al viaje visonario. Prosigamos entonces esta lectura.
su recordada donación personal en la medicina se extiende además como posibilidad de la intercesión sobrenatural en esta vida para aliviar y sanar la salud del cuerpo de quienes fervorosamente solicitan el favor del buen doctor Hernández.
Aquella Aparición de aspecto indefinido, al ver la actitud frustrada del escritor que nada puede producir en relación con el tema que se ha propuesto y luego de recriminarle y manifestar lástima por ello, decide intervenir y lo arranca de su habitación para trasladarlo a otros espacios en los que debe atender a figuras alegóricas y a los efectos sensibles y de cognición que evocan las diferentes escenas, formas o vivencias asociadas a las bellas artes siguiendo la división tradicional; la enigmática visita parece incitarlo a repensar esas experiencias que mueven el ser interior en sus búsquedas personales. En la primera etapa del viaje la Aparición y el escritor arriban a una majestuosa contrucción, una mansión de mármol casi transparente “en la cual se hallaban numerosos personajes rodeados de incomparable gloria”, semejantes a reyes en sus tronos y “habituados a dominar las inteligencias de los demás hombres”7. Entre ellos, de pronto se levanta el “más glorioso (…) “que presidía aquel senado resplandeciente” y recita, “con voz no terrenal” mas audible, el primer verso de la Ilíada que invoca a la diosa inspiradora, una indiscutible prueba de que representaba a la Poesía, “de todas las bellas artes la más excelsa (…) el arte divino”, según lo que el protagonista narrador logra leer en la inscripción del dosel del trono8. Después de esta clara y única identificación a la reconocida como primera y principal de las artes, en esa como recreación imaginaria con líneas que también recuerdan a ciertos pasajes de la Teogonía de Hesíodo cuando se presenta a la musa Calíope, el viaje fantástico continúa, al parecer con el orden de un itinerario específico de vivencias que tocan incluso memorias íntimas e inclinaciones más propias del narrador, y en un traslado aéreo el escritor y la Aparición arriban a un paraje desértico e ignorado en el que solo se debe escuchar. Y “de aquel rincón bendecido del mundo, se elevaba un canto celestial”: “el himno cartujano que noche y día sube al cielo a pedir misericordia por el pobre mundo”, según explica la Aparición. Así, se intuye la presentación del arte de la Música con la voces del canto gregoriano de la oración pronunciada en alguna de las horas canónicas mayores del oficio divino –maitines, laudes o vísperas–. En este punto, el narrador anota como en confidencia: “En mi alma se despertaban emociones del todo semejantes a la expresión sensible de aquel canto, que me traía el recuerdo de dulces días, de días serenos y apacibles de mi vida, quizás pasados para siempre”. Sin duda estas líneas constituyen una alusión a la experiencia del mismo José Gregorio Hernández en la Certosa de Farneta, el monasterio cartujano al norte de Lucca, en la región de Toscana, cuando había decidido optar por aquella extrema vida religiosa, un período que solo duró nueve meses entre julio de 1908 y abril de 1909. El diálogo de los textos de José Gregorio continúa, y de esta forma nos encontramos con otra composición en El Cojo Ilustrado, también de 1912 y publicada en el mes de septiembre, con el título “Los maitines”9, un relato que describe con detalle el ambiente natural que rodea a la Cartuja junto a la especial sensación de elevación espiritual y de belleza que es percibida en la capilla del monasterio con el canto de los salmos en alabanza y súplica a Dios durante el oficio litúrgico en la primera hora canónica antes del amanecer.
De vuelta a “Visión de arte”, la narración del viaje pasa del paraje desértico a una llanura que se abre y en la que se destaca una escala luminosa de siete gradas construida de piedras preciosas, como diamantes y esmeraldas, y suspendida en el aire; en su tercer peldaño, “una bellísima mujer”, regia y ricamente vestida, apunta en silencio su mano al oriente para mostrar a los viajeros “un campo irregular y quebrado” que “apareció” en aquella dirección, con una específica escena descrita en detalle, llena de vida en movimiento, color e incluso sonidos, y que parecía ocurrir en ese mismo instante. Se trata del momento milagroso de la primera multiplicación de los panes y los peces relatado por los cuatro evangelistas. La publicación en El Cojo Ilustrado, en su página 299, acompaña el texto de José Gregorio Hernández con la reproducción en blanco y negro de La multiplicación de los panes y los peces (1897) de Arturo Michelena, obra de gran formato (480 x 358 cm) realizada en óleo sobre tela y que se encuentra en la Basílica menor de Santa Capilla10. Posiblemente para los habituales lectores de la revista caraqueña durante los primeros años del siglo XX, tanto esta imagen gráfica que ilustra la composición literaria como la precisa descripción de la escena constituían una alusión directa al cuadro de Michelena. Asimismo puede comprenderse entonces, como un gentil guiño, uno de los motivos de la dedicatoria de “Visión de arte” al rector del templo católico, lugar de visita frecuente del querido y devoto José Gregorio en sus cotidianas caminatas por la ciudad. No obstante, llama la atención que, a diferencia de la Poesía que es identificada con un rótulo y la Música que puede asociarse con el canto de los cartujos, en este itinerario tras las artes no se menciona expresamente a la Pintura; tampoco se distinguen indicios que permitan pensar en técnicas de dibujo o de aplicación de colores y texturas, del uso soportes, instrumentos o materiales relacionados con ella, y, sin embargo, vislumbramos que, con la sola descripción, esta etapa del viaje se dirige a presentar los efectos del arte visual. Acaso ello también pueda intuirse por la forma en que el narrador se detiene en la contemplación de la escena como si estuviera frente a la obra del pintor venezolano. Vemos así las imágenes de esta pintura, por ejemplo, cuando describe las “palmeras torcidas y casi secas, agitadas por el viento” y también cuando añade la referencia espacial de “la bella ensenada de un lago de plomizas aguas”, que en la apreciación ubica su inicio “hacia la izquierda” en la dirección de aquellas palmeras. La enumeración de elementos ambientales que se van sumando en el recorrido de las líneas nos conduce luego al movimiento de las gentes con sus sensaciones y respuestas entusiastas provocadas por el milagro que apenas se ha llevado a cabo; y en la visión del cuadro, cada participante de la multitud en la escena está retratado en su afán o concentración al dedicarse a una acción determinada, sin excluir la actividad más familiar u ordinaria: alabar, agradecer, conversar, compartir, comer. Pero la escena ofrece algo más a los sentidos, pues comenta el narrador del texto: “a veces llegaba a mis oídos el ruido de una inmensa aclamación, semejante al rugido del mar durante una tempestad”. Y como un testigo que desde afuera ingresa al espacio de la escena con la aspiración a participar en aquello que reconoce desde su espíritu, el protagonista apunta una sucinta descripción final: “De pies sobre una pequeña elevación del terreno y dominando aquel espectáculo estaba Él, resplandeciente en su divinidad y con las manos omnipotentes levantadas al Cielo en actitud de dar gracias”. Solo escribe “Él” y sabemos que se refiere a Jesús, el Hijo de Dios –constante centro de la vida y la atención especialísima del autor–, imagen que sobresale del contexto por su altura relativa, aunque en el cuadro de Michelena su figura no se encuentra nimbada o profusamente iluminada en la representación. Su resplandor se trasluce en la disposición de su presencia atrayente, con una intensidad solo tenue en aparencia al contrastarse sutilmente con las vestimentas de colores cálidos de los otros personajes de la escena, como mostrando una realidad distinta y a la vez muy cercana, que fluye con toda naturalidad en la vida de todos; vida que parece seguir como cada día, en ocasiones distraída, pero ahora retomando su curso en una armonía especial gracias al hecho extraordinario recién ocurrido. Ello parece percibirse también en la mirada casi horizontal de la mayoría de los diversos personajes, solo atenta a una inmediata y concreta actividad o a satisfacer la necesidad de pan; apenas unos pocos se recogen como en la intimidad que alaba y un par de ellos posan sus ojos admirados en el autor del milagro. En contraposición, la mirada trascendente de Jesús es otra, y precisamente la dirección de esta y la de sus brazos extendidos establecen en el cuadro las distintas líneas paralelas imaginarias –junto con la pendiente de la colina al fondo, la base de las nubes que el viento mueve–, oblicuas de derecha a izquierda y de arriba abajo, o viceversa, que trazan el movimiento que sigue la luz y asimismo el diálogo sin trabas entre Cielo y Tierra, en el don de las gracias recibidas y la correspondencia en gratitud. Pero esta descripción no es un viaje a aquel tiempo del hecho que recoge el Evangelio, sino la constatación de una mirada contemplativa desde el presente que suscita una hondísima emoción. ¿Cuántos momentos habría estado el doctor Hernández admirando esta obra de Michelena que alimentaba las meditaciones de su ser más íntimo en la vivencia de su fe?
Luego de aquella percepción sublime en la que el narrador en su emoción pensaba que “iba a morir”, este busca retomar la conciencia con un enorme esfuerzo y así retornar al mundo real de su habitación. Tal vez con algo de humor, la vuelta momentánea a la realidad material ocurre, aun del modo más prosaico con el impacto de un grito pregonero emitido desde la calle que anuncia un número de la lotería nacional para un inminente sorteo, evidencia patente de la distancia entre ambas dimensiones. Pero la Aparición insiste en mantener su dominio sobre el escritor hasta el final del viaje y de esta forma nuevamente se despegan del lugar y se trasladan por largo tiempo hasta arribar a otro espacio, esta vez cerrado y como poblado de columnas, “preciosos monolitos de mármol de raros colores”, y en “el centro de aquel recinto se levantaba esbelta la figura de una mujer de blanco mármol”, con lo que entendemos que se invita a conocer el arte de la Escultura. Sin nombrarla, cada detalle que se menciona de la imagen femenina nos induce a relacionarla con la Afrodita Anadyomene, quizás en su versión escultórica del siglo IV antes de Cristo –¿obra de Lisipo?– que generó un prototipo reproducido frecuentemente hasta el final del período helenístico, como la que puede apreciarse en la colección del Museo Pío Clementino en el Vaticano. La visión de aquella Afrodita en su salida reciente “de la onda líquida” –como leemos en el texto–, tal vez luego de su baño, o, aún mejor, cuando apenas ha ocurrido su nacimiento y emerge del mar con toda su pureza originaria, cubriendo “castamente su desnudez con tela abundante de profusos pliegues”, mueve a pensar en la luminosa belleza como fuerza generadora de vida. Comenta el protagonista escritor que se encontraba “poseído de un verdadero éxtasis producido por aquel esplendor”, y del que despertó al escuchar una voz de lo alto que anunciaba la potencia y virtud del arte escultórico: “el poder creador” del ser humano que logra “transformar la fría piedra” en un ser tangible como aquella figura “palpitante de vida”, representación del “ideal perfecto de la belleza”.
Continuando el relato, la Aparición advierte al personaje escritor que resta poco tiempo de esa extraña aventura educativa y por ello una vez más la pareja viajante se desplaza, aunque más rápido y más lejos, saltando incluso mares y continentes hasta llegar a una innominada ciudad europea, ribereña de un río y con una historia heroica, y en cuyo centro se elevaba majestuosa la Catedral gótica. En la breve mención y máximo elogio de la ejemplar edificación en el estilo ojival, con su fachada, sus “dos altísimas torres rematadas en atrevidas agujas” y su “filigrana de piedra” que conforma un tejido de luz, sombras y colores, se presenta finalmente a la Arquitectura, la conjunción de arte, cálculo matemático preciso, técnica constructiva de formas, distribución de espacios y combinación de materiales que está en función del habitar humano y también tras la elevación en la ofrenda y otras aspiraciones. Así, con la Catedral –cuenta el narrador– sobresalen “la potencia y la magnificencia ordenadas y harmónicas, engendradas por la artística disposición de las formas geométricas”. De nuevo los sagrados cánticos, esta vez de las vísperas, se escuchan al entrar a la llamativa iglesia, anunciando acaso el final del viaje, pues la Aparición ya no estaba y el narrador vuelve a esforzarse para retomar la realidad de la que había partido. Cuando torna en los fueros de su ser más consciente, su recuerdo llega a la conclusión de que todo fue producto de un imaginar causado por el cansancio y la tarde tormentosa. Y el escritor, luego de su rara experiencia, apunta que en el suelo de la habitación solo quedaban “unas cuartillas caídas de la mesa: en una de las cuales había un renglón medio borrado en el que pude leer: Capítulo segundo. El Arte”.
Además de la narración y el paseo ilustrativo de imágenes escogidas que iluminan la vivencia del personaje en sus búsquedas reflexivas, ¿cuál es el resultado de este viaje imaginario que presenta una “visión” sobre la contemplación de las artes que particularmente tratan la belleza? Pareciera que se impone acudir precisamente a las páginas correspondientes del mencionado capítulo de Elementos de filosofía y observar lo que una escritura logró registrar después de aquel supuesto recorrido imaginativo. El tercer tratado del libro primero que está dedicado a “La Estética” se compone de dos capítulos: “La Belleza” y “El Arte”11. En el primero de ellos se exponen un conjunto de definiciones que concuerdan con las concepciones que tácitamente se intuyen o a veces se expresan en forma casi textual en el relato recogido en El Cojo Ilustrado. Veamos algunos fragmentos de Elementos de filosofía:
Con sintética sencillez en el tratado se procura distinguir los elementos que permiten hablar sobre la naturaleza de la belleza que en primera instancia es siempre el producto de un diálogo de contemplación entre el sujeto y el objeto, entre quien admira y desea conocer y aquello que es captado por la percepción, la externa mediante los sentidos y la interna como resultado de las operaciones de la conciencia13. En esta distinción que sigue el sentido lógico, lo objetivo se asocia directamente con el ser contemplado y los valores o propiedades que conforman su esencia y “comunican una esplendidez especial”, cuya base constitutiva está en “unidad en la variedad de detalles”, en su rica integralidad que es transmitida en la contemplación. Ello se relaciona indudablemente con los tres factores básicos de la belleza que la tradición ha señalado desde el Medioevo y que se extienden al arte de lo bello: “integritas sive perfectio, harmonia y claritas”, esto es, “integridad o perfección, armonía y esplendor”14. Ello coincide con lo que el propio José Gregorio Hernández expresa con palabras parecidas al hablar específicamente de la creación artística, sobre “la idea que el objeto de arte representa” a través de “los caracteres de perfección de los cuales resulta el esplendor de la belleza”: “debe estar expresada con claridad y facilidad, y sin afectación ni exageración; debe tener grandeza y potencia, y desplegar con lucimiento un orden y una armonía perfectos; y finalmente debe ser verdadera en grado sumo”15. Fluido esplendor y asimismo equilibrio y proporción mesurada, podríamos quizás decir; con la capacidad o virtud para despertar el “sentimiento estético” y acaso también propiciar lecturas; en una unidad del conjunto que se ve por fin completa con la conformidad del ser del objeto y el pensamiento veraz y genuino que le dio origen16, esto es, con la autenticidad de su expresión. Sobre esto último valdría la pena agregar una aclaratoria precisa en alusión a los valores trascendentales que nos lleva a entender cómo la belleza atañe a la forma esencial del objeto: “Lo verdadero no es lo bello, porque a lo verdadero le falta el esplendor propio de la belleza. Y la bondad difiere de la belleza, porque la bondad es una perfección extrínseca del ser, en tanto que la belleza es una perfección intrínseca”17. La afirmación sobre la bondad parece referirse a una calificación a partir de su referencia externa en relación con “lo que conviene a los demás seres o los perfecciona”18, por lo que se afinará un poco más adelante en el libro cuando el autor hable de la Ontología y señale que “la bondad intrínseca es la perfección o la integridad del ser”19, “una propiedad común” de todo ser natural, es decir, perteneciente a su existencia; asimismo ello en extensión puede asociarse a la acción resultante de hacer el bien como acto de amor, que, en consonancia con una visión franciscana, es análoga a la existencia de todo lo creado. Veremos esta perspectiva más adelante.
Este capítulo del libro concluye con el señalamiento sobre dónde puede encontrarse lo bello y establece que “la belleza puede ser natural, artística o moral”, y se exponen algunos ejemplos interesantes tomados de la propia experiencia del autor: la natural –“la belleza genuina de los seres del universo”– como la del lago de Maracaibo, navegado por José Gregorio en los viajes de ida y regreso entre su terruño natal y Caracas; la belleza moral que “es la producida por los actos correspondientes a la voluntad libre”, como el perdón y las obras del amor caritativo; y la belleza artística que es específicamente “la que presentan las obras producidas por la imaginación creadora” como “el bello, el admirable cuadro del Purgatorio”20. Es llamativo que no se mencione al autor de esta composición pictórica21, como si el doctor Hernández intuyera que los lectores de Elementos de filosofía conocieran o supiesen de cuál obra se está hablando. Una vez más José Gregorio probablemente estaría pensando en los lectores de su libro que circula en la ciudad y de allí esta referencia directa y puntual como en comentario cercano. Vecino que acudía cotidianamente a la iglesia de la Divina Pastora –tan próxima a su casa y consultorio médico– y “cada amanecer” “durante el último período de su vida” según cuenta J. M. Núñez Ponte22, además de su participación en la misa diaria y la visita a Cristo Sacramentado en el Sagrario, José Gregorio Hernández contemplaría con frecuencia el cuadro El Purgatorio (1890), la última obra de Cristóbal Rojas (1857-1890) encargada al artista venezolano por fray Olegario de Barcelona para el templo caraqueño23. La pintura en óleo sobre tela con formato de amplias dimensiones (339 x 256 cm) obtuvo la Medalla de Oro en Tercera Clase en el Salón de artistas de París en aquel año de 1890, fecha que coincide con la estancia del joven doctor Hernández durante sus estudios científicos en la capital francesa. ¿Tuvo ocasión de admirarla en ese entonces? Un primer vistazo al conjunto de figuras del cuadro de Cristóbal Rojas quizás podría mostrarnos solo la apariencia terrible del sufrimiento de los espíritus que penan en un contexto tenebroso y no avanzar más en esta ojeada. Sin embargo, es claro que lo que apunta Hernández en su libro parece partir de una mirada más decantada en la que se habría detenido para apreciar con mayor alcance la variedad de detalles de esta impactante pintura de honda emoción religiosa, singular dentro del conjunto de las obras de Rojas en el cultivado y dinámico colorismo de su cortísima carrera artística. ¿Qué decir, así de pasada, sobre este cuadro y su calificación asociada a la percepción de lo bello por parte de José Gregorio? En la imagen síntesis del Purgatorio, contrastando con las sombras pardas que parecen invadir casi todo el espacio,predomina con trazos pastosos la intensidad de los matices del fuego y los efectos de su acción purificadora –blanco vivo, tonos amarillentos u ocres, rojizos y naranjas– que iluminan y perfilan mediante claroscuros las figuras de las ánimas. Estas son representadas como cuerpos de desnuda anatomía despojada de toda sensualidad, con actitudes y expresiones que van del dolor asumido al recogimiento íntimo de la oración y una paciente aceptación en la penitencia que purga las arrepentidas caídas en la vida terrena, disposición del alma que a la vez aguarda con esperanza cierta la entrada a la bienaventuranza eterna. La esperanza parece concretarse aún más con el ingreso de la colorada silueta del torso esbelto del ángel que, suspendido horizontalmente en el ángulo superior derecho de la composición, con aire sereno abre sus brazos en una postura que busca amparar y acaso guiar a las almas todavía sujetas y como contenidas en el ámbito del suelo rocoso y la atmósfera sombría que no insinúa límites. Y, como un preludio de la mayor promesa que se cumplirá en su tiempo, se asoma sobre la cabeza del ángel testimonial el luminoso blanco y diáfano brillo del lucero del alba “che di foco d’amor par sempre ardente”24, la estrella radiante de Jesús que anuncia la beatitud en la totalidad de la luz perpetua.25
Tal vez valga la pena comentar algo más. Resulta curioso el hecho de que en los textos de José Gregorio Hernández de 1912 no solo se aluda, en su preferencia, a estas obras con temática religiosa de los dos grandes artistas, los primeros venezolanos premiados internacionalmente a finales del siglo XIX –junto al pionero más veterano y solemne Martín Tovar y Tovar, reconocido unas décadas antes–, sino que, al no mencionar sus nombres, invita a pensar que, no obstante una aparente cercanía temporal, su legado ya para ese momento formaba parte del imaginario común de sus compatriotas en un arte nacional que todavía no había comenzado a despertar hacia la modernidad; con ellos una herencia compartida quedó fijada en el recuerdo y con la que siempre se encuentra una primera y querida identificación, como con aquellos abuelos que nos dejaron muy jóvenes con una obra intensa y lograda, que ofrecía también un augurio de posibilidades aún mayores pero que quedaron truncas. Quizás, como explica Picón-Salas sobre Arturo Michelena y Cristóbal Rojas en una apreciación que alcanza incluso tiempos más recientes: “Aún más allá de su propia significación plástica, ellos participan de una entrañable tradición emocional de Venezuela, están en la experiencia y memoria de todos”26.
Con el capítulo segundo dedicado al Arte vemos las definiciones que atañen directamente a aquel viaje visionario y que se relacionan con lo subjetivo y la concepción del ideal de la belleza que constituye el punto inicial para llevar a cabo la obra artística:
A continuación de estos planteamientos, José Gregorio realiza algunas consideraciones sobre cómo se forma el ideal y cómo opera el artista, cómo este subordina siempre la imaginación a la razón “en la comprensión y realización de la belleza” a través de su obra para alcanzar así la concreción del ideal según las reglas de cada arte28. Y siguiendo sus apreciaciones en relación con el universal “sentimiento estético”, también añade un sutil comentario con interesantes implicaciones:
El señalamiento de Hernández establece la necesidad de tener conciencia de este aspecto constitutivo del ser humano integral como potencia innegable que responde a la percepción del esplendor de las formas. La variedad de inclinaciones, la oposición, la incomprensión y aun la posible incompatibilidad de perspectivas diversas en el gusto, no anulan ni menoscaban esta facultad ínsita y esencial, sino que, por el contrario, en la posibilidad de manifestaciones diferentes y matices de expresiones se evidencian la atención y el cultivo indispensables que se requieren para ella; de allí las observaciones que adelantara en el capítulo anterior sobre la comprensión y búsqueda de “los caracteres de perfección de los cuales resulta el esplendor de la belleza”. Ahora bien, en una relación directa con su relato imaginario, leemos en Elementos de filosofía el modo sencillo como divide las bellas artes, apuntando además un orden muy preciso entre ellas en función del grado de perfección en que logran alcanzar la concreción de la belleza, el mismo que se sigue en el itinerario del viaje de “Visión de arte” que va, de acuerdo a Hernández, de la más elevada a la menor. Así, siguiendo este orden, se tienen las artes fonéticas –que “emplean los simples sonidos y se perciben por el oído”– de la Poesía y la Música, y las artes plásticas –que “se sirven de la forma y se aprecian por la vista”– de la Pintura, la Escultura y la Arquitectura30. Coincide en parte esta enumeración con las seis bellas artes definidas de acuerdo a la tradición, señaladamente a partir del trabajo de Charles Batteux, Las bellas artes reducidas a un mismo principio –Les Beaux-Arts réduits à un même principe (1746)–, y que para el momento se tienen en cuenta31. Sin embargo, José Gregorio solamente nombra cinco en su clasificación y no incluye a la Danza ni en el relato imaginario ni en los conceptos de su libro. ¿Pudiéramos imaginar que ella ocuparía una las gradas de las siete de la “escala de gran belleza” que se describe en “Visión de arte” justo antes de presentar los efectos de la Pintura? ¿A qué puede responder el que no la considerara en sus apreciaciones? Las diferentes semblanzas biográficas de José Gregorio coinciden en recordar los diversos momentos en que mostraba su especial gusto por la música y también por el baile en fiestas y encuentros sociales, reconociéndose a la vez su destreza como ejecutante y como buen bailarín32. Es claro que él veía en el baile una ocasión propicia y grata para compartir amenamente con amistades. Sin embargo, en su visión las formas de los movimientos de la danza pareciera que solo las vincula al diálogo social y, por muy logrados que sean, quizás no ve que se orienten a las búsquedas principales que ha bosquejado sobre las bellas artes. En este sentido, Hernández opta por mantenerse en la fidelidad en su concepción del fin del arte que es “darle forma al ideal de la belleza”. Desde luego, José Gregorio no está pensando en la Danza como artístico espectáculo visual en el que los gestos y movimientos del cuerpo, acompañados frecuentemente con la música, dibujan formas en el espacio y el tiempo tras la expresión plástica de un esplendor; acaso en su perspectiva más ajustada de las bellas artes quiere exigir la distinción diáfana entre la obra y el artista, tal vez la autonomía, por así decirlo, entre lo creado y el creador que lo hace posible –incluso si es un ejecutante como en la música–, y en la Danza, con su particular síntesis, ambos son indisociables, están consustanciados. Si bien eventualmente puede aplaudir al artista, al parecer quiere concentrarse en “las obras producidas por la imaginación creadora” y así contemplarlas, como cuando hizo la mención del cuadro El Purgatorio sin hace referencia al autor. Veamos entonces en Elementos de filosofía su descripción in extenso de las bellas artes, cada una en su especificidad, y “que tienen por fin inmediato la producción de la emoción estética por la realización de la belleza”33. En estas líneas pueden observarse los variados ecos de “Visión de arte”, tanto en las calificaciones y sus vínculos que surgieron de aquel viaje visionario, como en las mismas o parecidas palabras e imágenes con su desarrollo consecuente en las preferencias y convicciones, en las experiencias y recuerdos de José Gregorio Hernández:
José Gregorio no entra en mayores detalles en su caracterización de las artes de lo bello, suponiendo de esta forma las experiencias compartidas más o menos comunes de lectura, escucha, contacto y contemplación de las diversas manifestaciones. Habíamos leído en “Visión de arte” que el protagonista sufría el desencanto quizás porque no alcanzaba a formular definiciones precisas en el capítulo que estaba escribiendo y de allí que se suscitara el viaje imaginario del que solo pudo relatar lo percibido y experimentado en el encuentro específico con cada figura ejemplar, esto es, el movimiento anímico que despierta cada expresión particular del esplendor. Así, en “Elementos de filosofía” vemos que el autor solo se centra en destacar cómo la belleza puede expresarse; relaciona estas intuiciones con el elemento específico de cada arte, el cual es como detonador y materia, a la vez espiritual y sensitiva, que hace posible la belleza. No solo es lo fáctico o lo mecánico de la producción tangible o material, sino es la vida interior la que conduce a percibir el esplendor. De la Poesía habla de la palabra como su instrumento, “lo más bello que hay después del hombre”; palabra oída y leída. Con este elogio ¿no parece casi evidenciar una identificación como insinuando que aquella es esencia que define a la creatura humana? Y señala además que con la Poesía puede expresarse “la belleza toda”, en la vinculación además con las tres facetas distinguibles de la naturaleza humana integral: lo que se capta y es afín a lo sensitivo, lo elaborado por el intelecto y lo que pertenece al alma que aspira a la armonía –la íntima y la compartida– e igualmente a la elevación.
La Música, el otro arte apreciado por el oído, es asociada estrechamente al espíritu y a las personales inclinaciones, pasiones y sentimientos que necesitan aflorar en la combinación y ritmos de sonidos y silencios. De algún modo podría decirse que, por antonomasia, manifiesta la voz directa del alma, sus aspiraciones, búsquedas y sentires. En este sentido, resulta evidente que, en la atención auténtica y permanente a su vida espiritual, para José Gregorio la expresión genuina de la fe y la entrega en la oración, la ofrenda y la gratitud a través de la Música obtiene el grado mayor de la belleza, y entendemos asimismo el motivo recurrente en sus textos de 1912 del recuerdo entrañable de los cantos gregorianos en la Cartuja.
La Pintura, como la primera de las artes visuales y tercera en la escala general, indudablemente tiene un mayor énfasis en lo sensible, pero Hernández también la equipara por un instante con la Poesía y sus potencialidades de expresión de “la belleza toda” en sus distintas facetas. No solo es la percepción de lo plástico, sino las posibilidades que surgen más allá de la contemplación, de lo que se propicie en su lectura especial que puede conducir, en la apreciación de las formas y de los temas o motivos, a un pensar y a un sentir anímico.
Por su parte, la particularidad de la Escultura en su concreción material en formas, volúmenes, relieves y texturas lleva a nuestro autor a establecer una analogía directa con la Creación divina de los seres vivientes, especialmente la del Hombre, a partir de la materia inanimada. Aunque solo menciona a la piedra dejando de lado otros posibles materiales que implicarían el modelado o la fundición, en su visión del poder creador humano pareciera buscar la estrecha relación de la voluntad, las manos y la hechura en la obra concebida en el ideal, como un pequeño reflejo de la imagen de Dios Padre alfarero que da forma a la arcilla que somos todos nosotros y cada ser animado (Génesis 2, 7 y 19, y también 22; Isaías 64, 7); el artista escultor da forma como queriendo asimismo dar vida más allá de una representación. La insistencia en la vida que palpita como en inminente fuerza y virtud que aguarda brotar, nos permite pensar en la hermosa leyenda de Michelangelo Buonarroti cuando concluyó satisfecho su Moisés.Precisamente la vida en potencia es belleza en sí misma que José Gregorio celebra en el ideal.
En su comentario sobre la Arquitectura, al apuntar en específico dos de los caracteres que contribuyen a alcanzar el esplendor de la belleza, José Gregorio introduce implícitamente aspectos que pertenecen a las ciencias y sus aplicaciones en destrezas útiles, como son el cálculo matemático y geométrico en las proporciones espaciales y su disposición, la física de fuerzas en equilibrio, y asimismo las técnicas constructivas y su vinculación al uso de materiales. A diferencia de las cuatro artes anteriores en las que la expresión del alma es esencial para iniciar la creación, la Arquitectura, por su carácter de utilidad en función del habitar humano que se despliega en actividades diversas que requieren espacio –aunque sus conceptos de la forma que las acoge y aloja parten de lo anímico–, implica la participación fundamental de la proyección y el diseño que son acciones propias del intelecto para llevar a cabo las obras de apreciables dimensiones. Con frecuencia, una civilización encuentra justamente en la belleza artística de las grandes obras de Arquitectura los emblemas materiales que representan lo más logrado de ella. Así, no es extraño que en “Visión de arte” el escritor viajante asevere convencido al contemplar la majestuosidad de la catedral gótica: “monumento perfecto del estilo ojival, el mayor invento arquitectónico de la inteligencia humana”.
Reflexionar sobre el arte y la aspiración a la belleza como rasgo perteneciente a la esencia humana, en su naturaleza sensitiva, intelectual y espiritual, y con ello confirmar la atención al alma que se manifiesta y al mismo tiempo se configura a través de la palabra y del pensar, de la potencia creadora y de la inteligencia que explora y construye, sin duda conforma la afirmación plena del ser integral del hombre. Por este motivo, en el capítulo “El Arte” de Elementos de filosofía leemos como conclusión necesaria que el “fin último” de las bellas artes, “mil veces superior” a “la producción de la emoción estética por la realización de la belleza”, “consiste en la elevación y el ennoblecimiento de los sentimientos del hombre”35; ello debe resultar como una consecuencia lógica del quehacer del artista al subordinar “siempre la imaginación a la razón”, proceso de donde “han nacido todas las verdaderas obras maestras que constituyen el patrimonio artístico de la humanidad”36. Yendo a páginas anteriores en el mismo libro, leemos que nuestro autor observa que la razón no puede reducirse solo a la facultad de discurrir el razonamiento, a la acción de pensar, elaborar y eslabonar argumentos para arribar a conclusiones sobre un objeto, sino en verdad significa un concepto mayor que se refiere a la realidad y se abre aún más para querer entenderla: “Se llama Razón la facultad de comprender. Comprender es conocer la naturaleza de las cosas y su esencia; es la parte más elevada del conocimiento”37. De aquí que en sus apuntes sobre los artístico José Gregorio Hernández deduce como un corolario que se vinculará con el tratado subsiguiente de su libro: “El arte no puede nunca ni por ninguna causa, hacerse independiente de la moral, y prescindir de ella, porque la moral representa el orden esencial de las cosas y por ello mismo todas debe tenerlas sometidas a su imperio”38. Esta será la preocupación principal de José Gregorio. Toda acción humana debe estar orientada a que el ser crezca, sea cada vez mejor, se complete y alcance su mayor plenitud: es esa la vocación del hombre, su llamado al bien. El arte, por supuesto, no puede estar excluido en esta visión comprehensiva. “El bien es lo que conviene a la naturaleza racional del hombre y la perfecciona”, escribe José Gregorio Hernández. Y la Moral es “la ciencia que estudia el bien en sí y las leyes que deben seguirse para practicarlo”39. La vida entera de José Gregorio gravitó en torno a este convencimiento inspirado en la fe, y acaso, para entender mejor esta visión, necesitamos detenernos algo más en algunos elementos que pueden percibirse en la intimidad de su camino existencial que se tradujo en los reconocidos hechos de su vida tan notable; que se evidenció en su vocación de servicio generoso al prójimo y en su afanosa búsqueda individual en tratar de hacer bien y en forma completa cada cosa y tarea que le correspondía realizar, en un anhelo y una voluntad de perfección, con la conciencia atenta de la propios límites y fragilidad. Pero este tema lo abordaremos en la próxima parte de esta indagación.
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Notas y referencias
1 Mariano Picón-Salas. Pedro Claver, el santo de los esclavos, en Biografías (Biblioteca Mariano Picón-Salas, volumen VI). Introducción de Pedro Grases. Edición, notas y variantes por Cristian Álvarez. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2006, p. 342.
2 José Gregorio Hernández. “Visión de arte” en El Cojo Ilustrado Nº 491, Caracas, 1º de junio de 1912, pp. 298-300. Este texto ha sido incluido en diversos volúmenes que recogen los trabajos y obra escrita del doctor Hernández. Así, tenemos, por ejemplo, los libros de Eduardo Gema, o. f. m. cap., El Siervo de Dios Doctor José Gregorio Hernández (Caracas: Glorias de Venezuela, 1950, 227-233); J. M. Núñez Ponte, Dr. José Gregorio Hernández. Ensayo crítico-biográfico ([primera edición: 1924] tercera edición, Caracas: Imprenta Nacional, 1958, pp. 279-286); y José Gregorio Hernández, Sobre arte y estética (selección y prólogo de Juan Carlos Chirinos, Colección La Liebre Lunar, [primera edición impresa: 1995] edición digital, Maracay: Editorial La Liebre Libre, 2000, pp. 27-34).
3 Ibid., p. 298. A lo largo del texto el doctor Hernández escribirá siempre “Aparición” con mayúscula y así mantenemos este uso en el presente ensayo. La utilización de las mayúsculas en determinadas palabras comunes que actualmente no lo requieren se presenta en otros trabajos del autor para indicar su importancia o destacar su particularidad. De igual modo se conservan estas mayúsculas en el resto de la citas textuales e igualmente para ciertos términos que son claves en las ideas de la exposición sobre la obra de José Gregorio.
4 Johann Gottlieb Fichte. Zweites Buch “Wissen”, en Die Bestimmung des Menschen. Berlin: In der Vossischen Buchhandlung, 1800, p. 37. Una versión en castellano de este episodio se encuentra en el capítulo “Fichte” en El entusiasmo y la inquietud. Antología del romanticismo alemán, edición de Antoni Marí, Barcelona: Tusquets editores, 1979, pp. 66-67.
5 José Gregorio Hernández. Elementos de filosofía. Segunda edición corregida y aumentada. Caracas: Tip. Emp. El Cojo, 1912, p. 133. Como puede observarse, en la Caracas de entonces la obra tuvo un cierto éxito de difusión, pues pocos meses después salió una segunda edicións durante ese mismo año de 1912. Varias décadas más tarde, en ocasión del cuadragésimo aniversario de la muerte del venerable médico, se realizó una edición homenaje con un anteprólogo de Pedro Pablo Barnola, s. j. (Caracas: Bibliográfica Venezolana, 1959, 210 páginas). Esta a su vez fue reeditada con motivo de la beatificación de José Gregorio Hernández en 2021 (Colección Bicentenario Carabobo Nº 15, Caracas: Talleres de la Fundación Imprenta de la Cultura, 2021, 208 páginas). Poco después, al año siguiente, en una compilación de Antonio Cacua Prada, fue publicada dentro de un volumen bajo el título Elementos de filosofía que incluyó además otros textos diversos y testimoniales (Barranquilla: Ediciones Universidad Simón Bolívar, 2022, pp. 29-208).
6 Ibid., p. 9.
7 “Visión de arte”, loc. cit., p. 298.
8 Id.
9 José Gregorio Hernández. “Los maitines” en El Cojo Ilustrado Nº 497, Caracas, 1º de septiembre de 1912, p. 482. En el libro de Eduardo Gema el texto se encuentra recogido en las páginas que van de la 216 a 218 y en el de J. M. Núñez Ponte en las páginas 275-278.
10 Hay también en la página 298 de la revista una ilustración diferente que precede el texto “Visión de arte” y reproduce en blanco y negro el detalle de otra obra pictórica, aunque sin señalar identificación de su título y su autor. No obstante, se trata de The Allegory of Sorbonne (La alegoría de la Sorbona) (1889) del pintor simbolista Pierre Puvis de Chavannes (1824-1898), óleo sobre lienzo perteneciente a la colección de The Metropolitan Museum of Art; constituye una versión reducida (82.9 x 457.8 cm) de una sección del mural Le Bois Sacré(El bosque sagrado) en el Grand Amphithéâtre de la Sorbonne (1887-1889) que representa un conjunto de figuras alegóricas: Elocuencia, Poesía, Filosofía, Historia, Botánica, Geología, Física y Geometría. Indudablemente, en su reconocido diseño y tradición visual de sus páginas, la edición de El Cojo Ilustrado buscaba con esta imagen acompañar el texto del doctor José Gregorio Hernández en su narración de la primera estancia del extraño y fantástico viaje.
11 Elementos de filosofía, op. cit., pp. 129-133 y 133-138 respectivamente. En la selección que realiza Juan Carlos Chirinos, Sobre arte y estética, los capítulos se recogen en las páginas 17 a 20 y 21 a 25.
12 Ibid., pp. 129-130. Las cursivas son mías. Resulta interesante ver cómo, en una coherencia constante del pensamiento y su formulación, la expresión “ideal de perfección” asociado al esplendor de la belleza dirigido a los seres o a las obras se repite en distintos lugares y tiempos en la escritura de José Gregorio Hernández, incluso en su correspondencia privada. Así, podemos leer en una carta dirigida a la señorita Carmelita López de Ceballos, con data de Nueva York el 6 de octubre de 1917, un comentario sobre la Reina de España, Victoria Eugenia de Battenberg, en la ocasión que el doctor Hernández pasó por Madrid ese mismo año y pudo verla muy de cerca: “el verdadero ideal de la belleza femenina, realizado en ella como nunca lo hubiera creído si no lo hubiese visto” (fragmento citado en J. M. Núñez Ponte, op. cit., p. 117).
13 Elementos de filosofía, op. cit., pp. 29-36.
14 Sandra Caula Quinteiro. Las artes de lo bello según Étienne Gilson. Caracas: Universidad Católica Andrés Bello, 1999, p. 92. La autora remite a su vez en la nota 150 al minucioso trabajo de Edgar De Bruyne Estudios de estética medieval, en particular el libro cuarto dedicado al siglo XIII (Edgar De Bruyne. Etudes d’esthétique médiévale. Bruges: De Tempel, 1946. 3 volumes. Hay traducción al español de esta obra por Armando Suárez: Madrid: Editorial Gredos, 1958. 3 volúmenes).
15 Elementos de filosofía, op. cit., p. 131.
16 Cfr. ibid., p. 92.
17 Ibid., p. 132.
18 Ibid., p. 159.
19 Id.
20 Ibid., pp. 132-133.
21 En cambio, más adelante sí nombra a Leonardo da Vinci cuando lo alude al comentar sobre los cuidadosos preparativos y estudios efectuados por el artista para llevar a cabo la pintura mural La Última Cena. Ibid., p. 134.
22 J. M. Núñez Ponte, op. cit, p. 205.
23 Alberto Junyent, Alejandro Otero, Alfredo Boulton y Francisco Da Antonio. Cristóbal Rojas. Un pintor venezolano. Los Teques: Biblioteca de Autores y Temas Mirandinos, 1991.
24 Dante Alghieri. Commedia. Purgatorio, Canto XXVII, v. 99. Utilizo la edición de Letteratura italiana Einaudi (Edizione di riferimento: a cura di Giorgio Petrocchi. 3 volumi. Milano: Mondadori, 1966-67), p. 265.
25 Cfr. Apocalipsis 22, 16.
26 Mariano Picón-Salas. “Arturo Michelena” (1955) en Suma de Venezuela. Biblioteca Mariano Picón-Salas, volumen II.)Introducción de Guillermo Sucre. Texto establecido con notas y variantes por Cristian Álvarez. Monte Ávila Editores C. A. Caracas, 1988, p. 397.
27 Elementos de filosofía, op. cit., p. 133.
28 Es claro que la concepción del Arte para Hernández se vincula directamente con la búsqueda y cultivo de lo bello. Otras visiones del Arte, más bien posteriores a la obra de José Gregorio, en los que se aprecian indagaciones diversas de una expresión, de un pensar o un conocer, de otras significaciones a través de las formas, concreciones y materiales que no se asocian necesariamente con lo bello, no entran, por supuesto, en las consideraciones del manual Elementos de filosofía.
29 Ibid., p. 135.
30 Ibid., pp. 135-136.
31 Charles Batteux. Las bellas artes reducidas a un mismo principio. Introducción, traducción y notas de Carlos David García Mancilla. Recuperado el Descargado el 25-02-2023 de: https://reflexionesmarginales.com/blog/2013/03/12/las-bellas-artes-reducidas-a-un-mismo-principio/. Conviene agregar que en nuestra perspectiva podemos identificar a la Poesía con la Literatura en un sentido amplio. Por otra parte, la definición del “séptimo arte” aplicada al cine aún no se había difundido cuando sale a la luz Elementos de filosofía, pues el Manifiesto de las Siete Artes de Ricciotto Canudo que da origen al apelativo fue escrito en 1911 y solo fue publicado tres años después (“1. El Cine es un Arte”. “Manifiesto de las Siete Artes. Ricciotto Canudo”. En Joaquim Romaguera i Ramió, Homero Alsina Thevenet. Fuentes y documentos del cine, Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 1980, pp. 12-16). De cualquier forma, parece poco probable, de acuerdo a sus propias vivencias, la escasísima experiencia cinematográfica venezolana y lo que se intuye en la exposición estricta de su libro, que José Greogorio Hernández pudiera ampliar en aquel entonces su descripción sobre el conjunto de las cinco bellas artes.
32 Así recuerda su querido amigo Santos Aníbal Dominici la afición musical de José Gregorio: “Era muy músico, tocaba el piano con sentimiento y gusto; las piezas que con más gusto le oí, eran las composiciones de Luis Moreau Gottschalk, pianista y compositor norteamericano. Más tarde instaló en su dormitorio un armonio, en el cual, del Salterio de David, cantaba salmos al Señor. Nos deleitábamos en París con los clásicos conciertos de Lamoureux, y le ví suspendidos los sentidos en la Gran Ópera con la música celestial de Lohengrín …” (Dr. Santos Aníbal Dominici, Presidente de la Academia Nacional de Medicina: “Elegía al Dr. José Gregorio Hernández, en el XXV Aniversario de su muerte” [1944]. Citado por Eduardo Gema, op. cit., p. 37). Igualmente, las alusiones a su deleite juvenil por el baile se encuentra en algunas de las cartas de su epistolario (como la dirigida a Santos Dominici desde Isnotú el 4 de febrero de 1889, recogida en Santa palabra. José Gregorio Hernández por sí mismo. Compilación y notas de Carlos Ortiz Bruzual. Prólogo de Enrique Santos López-Loyo. Caracas: Editorial Dahbar, 2021, p. 94) y en lo que refieren sus biógrafos como Núñez Ponte (op. cit., pp. 41 y 55) y Gema (op. cit., pp. 60 y 61).
33 Elementos de filosofía, op. cit., p. 136.
34 Ibid., pp. 136-137. Las cursivas son mías.
35 Ibid., p. 137.
36 Ibid., p. 135.
37 Ibid., p. 51.
38 Ibid., p. 137.
39 Ibid., p. 139. No es común hallar y leer afirmaciones que expliquen en forma sencilla, precisa y sin atenuaciones complacientes la necesidad de buscar y optar por el bien como verdadera aspiración humana, aun menos en una época en la que estas aseveraciones son relativizadas o enfrentadas hasta disipar y anular cualquier consideración al respecto; y ello como resultado de la generalización de un subjetivismo hipertrofiado y un escepticismo radical. Reservándose apenas para el ámbito de lo privado y la fe religiosa, tendenciosamente son catalogadas, asociadas y a la vez confundidas con un dogmatismo extremo siempre inaceptable. Así, con frecuencia se asordinan o solo se aceptan quizás en parte dentro del enorme océano de un anestesiante inventario condescendiente y anodino. En un rastreo para encontrar coincidencias y ciertas afinidades con este fragmento del libro de José Gregorio Hernández, pueden leerse algunas líneas semejantes en La cartilla moral de Alfonso Reyes que escribió en 1944: “El hombre debe educarse para el bien. Esta educación y las doctrinas que ella inspira constituyen la moral o ética”; “La palabra «moral» proviene del latín y la palabra «ética» del griego. «Moris» significa «de la costumbre»; «ethos» significa «voluntad»”; “El fin último del hombre es la felicidad plena y definitiva; para alcanzarla necesita actuar de acuerdo a la moral procurando el bien”; “El bien no solo se funda en una recompensa que el religoso espera recibir en el cielo. Se funda también en razones que pertenecen a este mundo. Por eso la moral debe estudiarse y aprenderse como una disciplina aparte. // Podemos figurarnos la moral como una Constitución no escrita, cuyos preceptos son de validez universal para todos los pueblos y para todos los hombres” (Alfonso Reyes. Cartilla moral. Conciencia del entorno. Monterrey: Universidad Autónoma de Nuevo León, 2005, pp. 39-40 y notas 2 y 3). Sobre las vicisitudes que afectaron la publicación y difusión tardías de este texto de Reyes, puede revisarse el artículo de Javier Garciadiego “Pasado , presente y futuro de la Cartilla moral” en la publicación electrónica Otros diálogos de El Colegio de México, Nº 8, julio-septiembre de 2019: https://otrosdialogos.colmex.mx/pasado-presente-y-futuro-de-la-cartilla-moral. Consulta el 30-05-2023.
Cristian Álvarez (Maracaibo, 1959). Doctor en Letras por la Universidad Simón Bolívar (USB), es Profesor Titular en la misma universidad. En la USB se desempeñó en distintos momentos como Director de la Editorial Equinoccio, Coordinador fundador de la Licenciatura en Estudios y Artes Liberales, Decano de Estudios Generales y Jefe del Departamento de Lengua y Literatura. Ha publicado los libros Ramos Sucre y la Edad Media (1990; 1992. Premio CONAC de Ensayo «Mariano Picón-Salas» 1991); Salir a la realidad: un legado quijotesco (1999); La «varia lección» de Mariano Picón-Salas: la conciencia como primera libertad (2003; 2011; 2021); ¿Repensar (en) la Universidad Simón Bolívar? (2005); y Diálogo y comprensión: textos para la universidad (2006). Para Monte Ávila Latinoamericana, preparó la edición de las Biblioteca Mariano Picón-Salas, que consta de doce volúmenes, de los cuales fueron publicados seis.
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WOW. me parecio bastante interesante lo plasmado en esa escritura del doctor. llegue por casualidad aqui, y leyendo parte de esta obra literaria me hizo recordar a lo narrado por Enoc cuando dijo que habia sido raptado en una rueda de fuego y que esa rueda lo llevo fuera de la tierra y podia ver absulatamente toda la tierra desde el piso de dicha rueda y un ser le hablaba y mostraba todo aquello . ( En donde obviamente yo deduciendo que , esa rueda no era mas que una nave.